La alharaca

DSCN1849Por allá, se ven las luces de Zicatlán. Aquí, en Amaxac, sólo piedra, adobe y candil. Hace un rato, pasaron haciendo alharaca una docena de hombres: unos se bañaron con el agua fría del pozo, otros en el río para masajear sus dolores y ver como se deslizan las luces en la corriente que baja de la montaña.

Ya regresan, descamisados y caminan pisando viejas pisadas. Platican de mujeres, y algunos se embroman tocándose las nalgas. Desde el fondo del camino, se oye, lejana, la risa cascada de los abuelos. Por instantes, contemplan el cielo trastornado de estrellas, dejan la charla y beben. Tras de ellos, el viento esparce el dulce sabor de la caña.

Mañana, el sol les barbechará la espalda y‚ a la misma hora, el patrón, en un confesionario de la iglesia, limpiará con abundante limosna sus pecados.

Mudez

cuetzalan_puebla02Doy a mis días vacaciones: abro la puerta de mi pecho para que el alma sacuda su tiempo de prisionera y parta. Dejo de hablar y alerto a mi oído. Escribo poemas a la mudez y a las caracolas que sólo son espejo de aguas que no existen. Aplaudo al silencio, al olvido que son, desde ahora, compañeros. Ignoro los coletazos del rio de mi sangre, del chismerío que hacen las hojas cuando las atropella el viento, también, de los cantos de sirenas que se atreven a preguntar por mí. Ruedan los días, y sigo entregado a la ausencia. Días fértiles para la nada. Cuando vuelvo al quehacer, me encuentro que no ha pasado nada, las mismas cosas: atropellados, asesinados, decapitados y politicos corruptos que pasean al perro, mientras sus guardaespaldas  abren camino ; y la pelota rebota y rebota como siempre.

Corriendo por la mañana

paisajeMi respiración se traba en la subida.
El sol se filtra entre las hojas y mis ojos recogen el esplendor derramado en el suelo.
Hay humedad y helecho. El silencio lo quiebra el aleteo repentino de los tordos.
Por encima de la cuesta, está el árbol de anono que se fecunda con el olor de los capulines.
Llego hasta éste, lo abrazo y recupero el aliento en la silla de sus ramas.
Mi sudor humedece sus hojas, llueve desde las arrugas de mi frente.
Algún día, regresaré para regodearme entre sus frutos.
Y quizá un niño, en alguna mañana, se coma mis pensamientos.

Ellos no saben si hay

camMe levanto cuando aún se oye el aleteo de los murciélagos; hoy, la noche ha sido fría y húmeda. ¡Será difícil hacer fuego! Pongo en la olla granos de café nuevo que, mezclados, alcanzarán para que la familia tome medio pocillo. Despierto al marido y le doy un pedazo de pan para que se vaya con algo a trabajar en la milpa. Al rato, empezarán a levantarse los chiquillos y piden. No saben si hay, pero piden.

Por la mañana, corro hacia la parcela, que recién nos prestaron, a llevarle el almuerzo: tortillas untadas con frijoles y un poco de chile. Comemos. Le ayudo a limpiar la milpa. Él se queda trabajando. Regreso a casa a preparar un caldo de chayotes. Me llevaré a los niños a la cañada para que ayuden a cargar el agua que servirá para cocer los frijoles, limpiar los platos. ¡Hay que hacerla rendir! El doctorcito quiere que nos bañemos a diario. No es malo lo que dice, pero el agua sólo alcanza para tomar.

Hace mucho que no tengo un hato seco de leña, y los que la traen a vender casi no se arriman por aquí, con eso de que el dinero está escaso. Los chamacos piden. Ellos no saben si hay, pero piden.

La Revolución

revolu Cuando la sacó del baúl,  presentaba unas manchas que sacudió con varonil delicadeza. La observó con detenimiento a contraluz: la empañaba una sutil ictericia de longevidad. La tomó entonces entre sus dedos como si de un polvorón se tratase y sacó de sus casaca verde olivo el atomizador de permanganato de tiempo.

Albañil

albanilEl albañil, un tipo regordete con ojitos de sapo, trabaja auxiliado por uno de sus hijos. Levanta paredes, luego, planea la toma de agua, la pileta, el baño. Lo veo sudado de los pies a la cabeza, ordenando a su hijo. Le gusta el silencio. Manos de cemento, pero hábiles para que el aplanado parezca la hoja de un cuaderno. El hijo, al igual que él, se mueve en silencio siguiendo indicaciones.
El verdadero regocijo para ellos es a la hora de sus alimentos. En una ocasión que llegué a las dos de la tarde, lo encontré eligiendo un lugar y ordenándole al hijo que comprase en la tienda refresco bien frío. Los saludé y pregunté si no le faltaba material, me dijo que no. Pocos minutos después, llegaba su esposa, su hija y un bebe de ocho o diez años. La señora acomodaba un mantel limpio sobre una mesa improvisada que él, previamente, había armado. La mujer sacaba el alimento de unas vasijas y servía, en platos, partes iguales. La madre y la hija se sentaron; los varones, en cuclillas. Oraron en voz baja y empezaron a comer.
-¿No desea un “taquito? -Me dijo.
Me acerqué y con respeto tomé una tortilla con chile y frijoles y los acompañé. No me había enterado que esa escena se repetía todos los días a esa hora. Entendí que como él no podía comer en su casa, la esposa y la hija iban a donde él estuviese trabajando y comían juntos. Siempre juntos.

El desierto y la montaña

el desiertoDespués del gran estallido, siguió el de las ametralladoras con sus accesos de muerte. Luego, hubo un silencio hiriente, frío que ocupó el espacio de las almas; vino el sollozo, y las lágrimas rodaban calientes por el pómulo saliente. Gritos de muerte cabalgaban en aquellas tierras de oración y fe; y entre el desierto y la montaña, incrédulos, se miraban Mahoma y Moisés.

El primer beso

Yo era un chamaco. Ella una mujer de veinte años. Recuerdo su pelo castaño que al caminar le brincaba como saltando la cuerda sobre sus hombros. Un día le pedí un beso, y ella ladeó la cabeza.
La miraba en silencio y convertía mis luces en palabras.
Una tarde en su oficina, seria me dijo: -Te voy a dar el beso. Cerré mis ojos. Sus labios llegaron al cuerpo de mi frente y la decepción crispó. Después a punto de abrirlos, rodaron y se encontraron con los míos.
Fue mi primer beso.
Un día se fue. Sólo la veía en mis noches púberes: mis manos en sus caderas y esperando la inminencia de su embestida.

Una noche increible

Al despertarme, las sábanas sueltan olor de mujer. En la mesa hay copas y platos en desorden. Voy al baño, y el vapor se adhiere al espejo; supongo que estaría obsequiándose un baño de tina. Corrí las cortinas con suavidad ¡No había nadie! Muevo la cabeza y pienso: ¡joder, mis sueños cada vez son más reales!

La clase

Casi al anochecer, llegué a la escuela de idiomas, situada en una vieja casona que para mejorar el aspecto, el Director ordenó pintarla, aprovechando un fin de semana. Los pintores dejaron el inmueble desordenado: sillas por doquier, botes de pintura y olores profundos de aguarrás. Los alumnos se arremolinaban, unos en un área, otros en los pasillos, y algunos más, preguntando dónde recibirían la instrucción. Yo tenía la clase a las siete de la noche y llegué pocos minutos después de la hora, así que busqué a mis compañeros para saber dónde tomaríamos la enseñanza que nos impartiría el profesor Danoski, director del plantel.

 Danoski era alto delgado y con profundas entradas que compensaba con un bigote grueso, rojizo que contrastaba con su lechosa piel. Fui buscando mi salón, abriendo y cerrando puertas, unos vacíos, otros oscuros y, al fondo, encontré uno débilmente iluminado. Reconocí a una mujer esbelta, de cabello rizado que hurgaba entre una pila de archiveros, escritorios y maquinas de escribir.

-¿No sabe dónde está dando clases el profesor Danoski?

Al mismo tiempo que preguntaba, rodé los muebles. Ella hizo lo mismo, y quedamos enfrentados, muy cerca, cara a cara. Sentía su respiración.

 Acaricié su cabellera, su mejilla. No se movió, respiré el calor de su perfume y mis labios se escondieron entre el cuello y su hombro. Escuché su aliento entrecortado. Decidí besarla. No respondió, me despegué para mordisquearle los labios y, poco a poco, su boca fue correspondiendo. Mis manos rodearon su fina espalda, ella mi cintura. Palpé sus caderas, sus nalgas respingadas y duras, ella las mías. Sentí sus senos y sus pezones que se abrieron entre mis dedos. La mujer percibiría mi erección cuando palpaba mi entrepierna. Ya no hubo retroceso, levanté su vestido, y trabé los dedos en el elástico de sus bragas. Bajó el zíper de mi pantalón y nos llenamos de arroyos y espuma. Olíamos a intensidad, gemíamos en diminutivo cuando mis manos levantaban en vilo su esbeltez y sus piernas eran tijeras en mi cintura. Recargados en la pared nos conjugamos en fuego, sudor y sexo.

 Cuando el ahogo nos dejó, escuché -en la lejanía- la voz del maestro dictando su cátedra. No hubo beso de despedida, si acaso, el brillo intenso de los ojos que reclamaban alguna bocanada de aire fresco. Ella se fue para un lado, yo por el otro. Me sequé el sudor, arreglé la figura y entré al salón disculpándome por la tardanza. El maestro dictaba, pero nunca se dio cuenta de que yo escribía con el borrador. Mi mente era un revolcadero de emociones. Después de la clase, charlé en el frente de la escuela con algunos compañeros; en realidad, mis ojos la buscaban entre las féminas que salían. Fui afortunado al verla. Venía a un lado del maestro Danoski. Me acerqué a ellos cuando iba a hablar, el maestro me dice en inglés: I’d like to introduce you my wife.

La vida

En el mangal, un árbol se balancea por la fuerza del viento. Algunos mangos caen, estrellándose en las piedras del río. Después, la corriente los arrastra entre hojas y palos. Una porción se vuelve agua, piedra, aire. Otros quedaron entre las zarzas, cubiertos de lodo, a un lado de los sapos que en la noche, platicarán lo mismo con la luna.

Siempre, hay en la inmensidad un viento fastidiado que jugará a los trompos de aire en la pradera: van y vienen, vienen y van, hasta que se aburre. Años después, dos mangos adolescentes apuntarán con sus espigas al cielo, darán fruto al pájaro viajero y cobijo a la luna enamorada de los sapos.

El cielo es un racimo pesado de luces y oscuridades.

Las buenas conciencias

Muy de mañana, Susi me esperaba sentada en un café de chinos. Cuando estuve frente a ella, pensé en la diferencia que había con aquélla que traté en la escuela del barrio. Se levantó para recibirme con un beso en la mejilla, y capté su olor a tabaco con noche.

De jóvenes concurrimos a los mismos lugares; y al caminar, las miradas de los varones siempre se movían al compás de sus caderas. Caminos diferentes nos separaron, ella fue de tumbo en tumbo; yo, entre las velas, el rosario y el recato.

Mientras sorbíamos el café, me confesó su deseo de darle un giro a su vida: poner un negocio de ropa, de costura y abandonar la vida en rosa. Me pidió una buena cantidad de dinero, en calidad de préstamo para rehacer su vida, cosa que aplaudí. Se lo prometí de corazón, ¡por los tiempos idos!

Claro, antes, continuaría trabajando -con los años de juventud que le restaban- en el salón privado donde noche tras noche se prostituía. Yo, como administradora de dichos negocios, le ahorraría un bono para su retiro.

La Curiosidad mata

 

LA CURIOSIDAD  MATA

 

 

 

La botella con los fulgores del sol cambiaba de color. El gato olisqueó cauteloso. Con la zarpa, la frotó y asomó a la boca del recipiente.La pantalla del fondo mostró su nacimiento y la destrucción de sus seis vidas. Inquieto, temblaba. Un coro lo relajó hasta el sueño. Despertó en un capullo de seda. Cerca, la araña cantaba y tejía.

Celia y el baño. La enfermedad ficción breve

Mujer en el baño de ERNEST DESCALSCelia gustaba del baño diario. Su ángel de la guarda, cada que ella se envolvía en el vapor, la desamparaba, ya que su plumaje era frágil a la humedad y el calor, así que esperaba fuera. La oía resollar de placer. Jamás se imaginó que había un fauno, que con caricias precisas, la hacía exclamar intensos gimoteos, cada vez que columpiaba la cadera llenando su centro. El querubín sonreía, porque a ella se le notaba una santa paz en su cara, cuando salía del baño.

LA ENFERMEDAD

—Es grave. Muy grave lo que tiene. Su padecer me pone la carne de gallina, un frio se acurruca en mi nuca.  Tengo necesidad de correr por un manojo de hierba del negro que sirva para protegerme.

—¿Es muy contagioso lo que tengo?

El se santigua, reza en su dialecto, como si le hablara a su corazón. Me ve con una mirada rápida, como si tuviera miedo de fijar en mí  sus ojos. Me preocupo.

—No, no es contagioso, pero su espíritu, tiene movimientos de gato,  brilla como espejo y quiere bailar y bailar sobre nubes y cielos estrellados. Sus ojos lo engañan, pues todo lo mira adornado. Le desagradan  oscuros y sepias. y la vida, amigo,  tiene de todo.

—Me quiere decir ¿qué tengo?

Debajo de la mesa de los santos y veladoras, sacó un manojo de hierbas que tenía en un recipiente, se me acercó anteponiendo entre su boca y mi oído el ramaje de la hierba del negro, y me dice muy quedo: está enamorado.

El hada

EL HADA

Una niña implora que acuda su Hada. Está sentada en la cama y no puede dormir. La Hada ¿por fin llega! deshaciéndose en disculpas. Acariciando su cabeza le dice:
-¿Qué te sucede?
– Es que cuando cierro los ojos, sale un león y me persigue.
La Hada sonríe.
-Eso es fácil de resolver, lo haré por ti.
Al cerrar los ojos, sale un enorme león y persigue a la Hada. Ella abre los ojos y pregunta a la niña:
– ¿El león es de melena negra?
– Si. -Dice la niña- a quien se le cierran los ojos.
La Hada se retira, sonríe satisfecha cuando la ve dormida. Llega a su retiro, pone la varita en el estuche, se tiende sobre la sàbana y cierra sus ojos, divisando la floración exuberante de las azaleas. Entre los tallos y las flores blancas, irrumpe el color negro de una melena y el brillo afilado de unos ojos.