Narrativa apuntes

 

CLASES DEL CURSO DE BENAVIDES

DE WEB: http://www.elboomeran.com/blog-post/13/5532/jorge-eduardo-benavides/

 

Clase I. Cuentos realistas y no realistas  Noviembre 2007

Ya desde el principio se plantea la arbitrariedad de la propuesta: ¿qué cosa es real y qué cosa no lo es? Como explica Anderson Imbert en su Teoría y técnica del cuento, una cosa es la realidad que advertimos a través de nuestros órganos sensoriales y otra, muy distinta, aquella a la que accedemos gracias a la imaginación de un narrador. El narrador filtra esa realidad digamos «real» que observa y de la que nutre su texto a través de las palabras para devolvernos una versión cargada de subjetividad o en todo caso matizada por su observación, pero sobre todo por las palabras que usa (y por cómo las usa). Quiere decir entonces que el escritor, desde el momento en que se apodera de la realidad cotidiana para componer su historia está adulterándola con su participación. A esto, como es de conocimiento de muchos, Mario Vargas Llosa le llama «el elemento añadido».

Pero por lo pronto, y al margen de estas disquisiciones, lo que nos interesa es saber a qué llamamos cuentos realistas y cuentos no realistas, puesto que obviamente la pregunta inicial nos llevaría a planteamientos filosóficos sobre la cualidad primera de lo real y no queremos meternos en tamañas honduras. Digamos que la diferencia entre uno y otro está en el carácter natural o sobrenatural de la historia. Un cuento de gnomos y elfos puede resultar estupendo como alegoría de las relaciones humanas, por ejemplo, pero mal haríamos en interpretarlo al pie de la letra. En cambio un cuento como Algo de comer de Manuel Rivas, encaja bastante bien en las coordenadas de lo real, aún cuando la historia nos resulte algo rara, casi al borde mismo de lo fantástico.

Y es que a veces la frontera entre lo que consideramos literatura realista y aquello que consideramos literatura fantástica puede parecer bastante difusa y a menudo esa sutilidad fronteriza ha ocasionado verdaderas pugnas entre los estudiosos de la literatura. Por ejemplo, ¿han leído Otra vuelta de tuerca, de Henry James? O El ramo azul, De Octavio Paz? Por todo ello, creemos necesario que un escritor advierta dónde se mete, porque para lograr el efecto deseado en un cuento, es imprescindible calibrar muy bien nuestras intenciones…

 

Clase II. Breve apunte sobre la descripción  Diciembre 2008

Antes que nada, recordarles a quienes entran por primera vez al blog que lean el «aviso importante» situado en la esquina superior derecha de esta página, porque ahí indicamos la mejor manera de participar en este espacio y así aten-der la gran cantidad de mails que recibimos todas las semanas. Recordarles también a todos que los textos correspondientes a esta clase (y a ninguna otra) se recibirán hasta el próximo día jueves 20 de diciembre…

Y ahora, a lo nuestro. La descripción: He aquí la verdadera esencia del hecho narrativo, pues gracias a ella el escritor crea la magia necesaria para que el lector se entregue sin condiciones a la historia que se alza ante sus ojos. No podemos olvidar que lo importante nunca es lo que se cuenta sino cómo se cuenta. Ese es un desliz que pueden pagar caro quienes se dedican a escribir y no se preocupan del lenguaje que utilizan, de la solvencia de sus frases, de la prosodia y el ritmo narrativo. Y aquí, en este espacio, nunca nos cansaremos de insistir en ello. Al fin y al cabo, una ficción literaria esta hecha exclusivamen-te de palabras…¿cómo no prestarles todo el cuidado necesario a la hora de usarlas?

La descripción es la representación de la imagen que percibimos a través de las palabras. Es pues un dibujo que supuestamente procura ser fiel a la reali-dad y que logra su cometido cuando construye frente a los ojos del lector una imagen potente, sin la obstrucción de lo abstracto. Un dibujo, sí, pero un dibujo que no sólo recrea lo que vemos, sino todo lo que experimentamos a través de nuestros cinco sentidos. Ahora bien, la buena descripción es una poderosa ar-ma persuasiva, pues el narrador elige los elementos que desea destacar y dilu-ye aquellos que no le interesan o que le interesan menos. Dicho de otra mane-ra, es el narrador quien jerarquiza los elementos visuales y decide qué es lo que el lector verá a través de su descripción pues, como comentábamos en la consigna anterior, la realidad es un terreno resbaladizo en literatura…

Describir algo no es hacerlo de forma vaga e indiscriminada, sino más bien de manera exacta y persuasiva, entendiendo por lo primero la cuidadosa elección que hace el narrador de los elementos que componen el cuadro, y por lo se-gundo, la manera en que utiliza el lenguaje para componer el texto. Las frases abstractas y generales están reñidas con la buena descripción. Por el contra-rio, los detalles específicos insuflan realismo al hecho narrativo, toda vez que describir es proponer una imagen nítida de un objeto, de un personaje o de un espacio. Vamos a ver cómo Gabriel García Márquez logra este efecto en el cuento El avión de la bella durmiente, de sus Doce cuentos peregrinos: «Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almen-dras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los An-des. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias…» Es ciertamente difícil crear en la mente del lector una imagen más seductora y potente. La maestría de GGM estriba en el detalle singular y el acierto con que elige los elementos de la com-posición: la piel «tierna del color del pan», el aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes… son detalles novedosos, que reve-lan con inusitada intensidad al personaje. Somos conscientes de que este es un tema amplio y seguro nos dejamos muchas cosas en el tintero, de manera que en una próxima consigan volveremos sobre ello.

Clase III. La única forma de esquizofrenia que es vocacional… Diciembre 2008

Lo realmente notorio de las ficciones literarias es que su sustancia sea constituida por palabras, no la anécdota en sí. Eso es lo que la particulariza y la vuelve independiente de lo que llamamos realidad. El narrador, escriba cuentos realistas o no realistas, está sumergiéndose en las aguas de un mundo donde, para seguir las tesis de Vargas Llosa de las que hablamos en algún momento, la única verdad que entrañan estas mentiras literarias es la capacidad de sugestionar al lector, de imantarlo y hacerle vivir, mientras lee, esa otra realidad fraudulenta que el narrador ha creado. Un buen escritor maneja los hilos de su historia de manera convincente, procurando que sus artificios logren el efecto deseado. Pero para ello es necesario primero que ese narrador se crea lo que está escribiendo. Si yo no lo creo, ¿cómo espero que lo haga el lector? Sinceramente: cuando empiezo a escribir una historia… ¿sé cómo es el personaje? ¿O simplemente lanzo a andar a una figurilla gris, de rostro borroso, al que he bautizado de manera apresurada «Juan» o «María», así a secas?

De manera que hay que creerse lo que uno cuenta. El escritor tiene que estar convencido de lo que fabula, tiene que vivir -aunque sea parcialmente- en el mundo que ha creado. Por eso me gusta pensar que la del escritor es una especie de esquizofrenia, pero vocacional… Ocurre que parte de esa confianza en nuestra propia historia se pone en marcha después de muchas, muchísimas horas batallando con una idea que suele ser bastante esquiva al principio y que poco a poco, y sólo a fuerza de dedicarle entusiasmo, trabajo, ensoñación y ardor, empieza a parecer cada vez más irrefutable: sus piezas lentamente comienzan a encajar y en la mente del escritor aquella tenue ficción inicial se va haciendo más poderosa, como si empezara a desalojar a la realidad de su espacio reinante. Muchos amigos escritores me han descrito ese proceso de manera muy parecida, y casi todos convienen en que hay un momento en que parece que lo único que falta ya es ponerse a escribir la historia. Es como si el proceso previo al de la escritura en sí fuera la tensión del arco que disparará la flecha: una vez que hemos apuntado cuidadosamente al blanco y tensado la cuerda de manera correcta, la flecha sale disparada hacia su objetivo sin vacilación alguna…

Sin embargo, para que todo lo dicho no quede en un terreno abstracto, vayamos al principio de ese mecanismo del que hemos hablado y que se activa -para empezar- con la observación. En efecto, una ágil observación de lo que ocurre a nuestro alrededor es de valor capital para el escritor. ¿Realmente vemos la multitud de hechos que forman parte de nuestro día a día? Probablemente ni siquiera nos hemos fijado bien en la plaza mayor de nuestra ciudad y es que, como decía Chesterton, «sólo cuando vemos un objeto mil veces, volvemos a verlo como por primera vez».

 

 

 

Clase IV. La exposición forzada   Enero 2008

En vista de que han sido muchos quienes nos han preguntado por la «exposición forzada» o nos han pedido ampliar en algo el concepto, vamos a hacer un pequeño alto en el programa del curso para ahondar en este error cometido con frecuencia en la narración. Como sabemos, uno de los aspectos básicos del texto de ficción, sea cuento, relato o novela, se refiere a la manera con la que el narrador nos cuenta la historia, presentándola de manera sutil y persuasiva, procurando que no se note el «andamiaje» de la ficción. Se trata quizá de la piedra angular de una narración: que el lector crea, mientras lee, que aquello que le cuentan es verdad. Y para lograrlo, el narrador debe emplearse a fondo haciendo verosímiles a sus personajes y situaciones, buscando las palabras precisas para tal efecto, pero sobre todo mirando la realidad con sus propios ojos (esto es, con sus propias palabras pues, como a nadie se le escapa, nuestro lenguaje es nuestra forma de mirar el mundo, de interpretarlo y traducirlo). En otro momento hablaremos de la verosimilitud de personajes, escenarios y situaciones, pero aquí nos detendremos, como ya dijimos, en la exposición forzada, que consiste en ofrecer determinada información al lector que el narrador considera importante para esclarecer tal o cual aspecto de la trama, de la vida pasada de un personaje, de lo que está haciendo en determinado momento o de sus intenciones, y que al hacerlo parece dirigirse de manera directa a éste, explicándole las cosas. Por ejemplo cuando un narrador en primera persona nos da la impresión de estar contándole algo al lector o cuando un personaje le manifiesta a otro los motivos por lo que se encuentran en determinada situación (en realidad se los  está explicando al lector) y que a ojos de lo leído parece una dilucidación obvia e innecesaria. Vamos a ver un ejemplo: la madre que le dice a su hijo de treinta años citándolo para hablar de un herencia: «como recordarás, tu padre murió en un accidente aéreo…»  o el amigo que le dice al otro, al encontrarse en una situación comprometida: «te recordaré que fuiste tú quien quiso venir hasta aquí aún sabiendo que…» Son ejemplos típicos de la exposición forzada, donde resulta patente (y chirriante) el  mecanismo para presentar la información. También ocurre toda vez que el narrador nos muestra la relación de dos personajes de manera manifiestamente explícita, cuando podría haberse buscado alguna otra solución más sutil. Decir: «Carlos se acercó al quiosco de periódicos donde Miguel, su amigo desde hacía más de diez años, le entregó el diario y le dijo que no se olvidara de que el viernes tenían partida de cartas, como siempre» es una exposición forzada clarísima que delata la presencia enojosa del narrador, cuando probablemente se podría haber propuesto: «Carlos se acercó al quiosco de periódicos y Miguel le entregó el diario diciéndole que no se olvidara de la partida de cartas del viernes, y que por favor llegara temprano, que en diez años nunca había sido puntual.»  La exposición forzada ocurre pues, cuando el narrador explica de manera torpe elementos que se pueden presentar con más sutileza. Veamos algunos ejemplos más:

«Fernando, quien desde hacía veinte años vivía en aquella casona heredada por sus padres, decidió decirle a Ana, la mujer con la que llevaba casado diez años, que debían venderla para poderle pagar los estudios a su hijo Ernesto.»

«Pedro miró la hora en su reloj y se dijo que debía apresurarse si quería coger el metro a tiempo, apenas tenía cinco minutos para hacerlo y no quería volver a llegar tarde a su oficina pues el señor Martínez, su jefe, ya se lo había advertido la última vez.»

Huelga decir, como siempre en literatura, que todo es susceptible de matizar, y que en algunos casos, esas exposiciones forzadas pueden funcionar perfectamente dentro de un texto o simplemente ser tan mínimas que no frenan el avance de la ficción ni chirrían, por lo que finalmente será el escritor el que decida cuándo debe pulirlas o cuando dejarlas.

 

Clase V. El narrador y el punto de vista (I)   Enero 2008

La voz narrativa.

Una de las cuestiones fundamentales a la hora de escribir  una obra de ficción es que el escritor encuentre la voz adecuada para contarla, o lo que es lo mismo encuentre la respuesta a la pregunta ¿quién va a contar la historia? Toda obra de ficción está narrada por alguien y esta voz es la que nos guía a lo largo de la historia. De la misma manera que nadie cuenta igual un mismo suceso, tampoco un narrador es igual a otro y por lo tanto su elección determinará cómo se cuenta la historia. Aunque a simple vista esto puede resultar más que obvio para muchos, la cuestión no es insignificante y merece que pensemos bien en ello: no se elige de manera arbitraria quién cuenta la historia. Y no es igual, como ya hemos visto, que el narrador sea un niño, una mujer, una persona que esté de paso, etc… Pero es que además nosotros no contamos igual un acontecimiento que nos haya sucedido directamente, donde estemos de alguna forma implicados, que algo que le haya sucedido a otro. Del mismo modo, el narrador tiene diferentes posiciones desde las que puede contar. Con esto queremos decir que se puede encontrar dentro o fuera del espacio narrado y, por lo tanto, narrar en primera, segunda o tercera persona.

Vamos a poner algunos ejemplos para que se vean claramente las diferencias.

«De pura casualidad me encontré con Francesca en el Boulevard Saint-Germain y como hacía dos o tres años que no la veía y como según me explicó se había mudado a un departamento a dos pasos de allí subimos a su piso a tomar una copa.»

El libro en blanco. Julio Ramón Ribeyro.

Observemos este inicio del cuento de Ribeyro y hagámonos la siguiente pregunta ¿quién cuenta? Nos encontramos aquí ante una voz narrativa en primera persona (me encontré; me explicó…). Es un  personaje el que cuenta desde dentro de la historia, y por lo tanto, participa de lo que está sucediendo. En este caso además este personaje coincide con el protagonista, por lo se comporta como una narrador bidireccional, puesto que tan pronto actúa como uno más de los personajes de su historia como tan pronto él mismo se constituye como narrador de la misma.  Saber aprovechar esas dos facetas puede resultar valiosísimo para un escritor y vale la pena reflexionar sobre el particular. En este sentido, les recomendamos la lectura de El túnel de Ernesto Sábato.

Veamos este otro ejemplo:

«Capurro estaba en mangas de camisa, apoyado en la baranda, ,mirando cómo el desteñido sol de la tarde hacía llegar la sombra de su cabeza hasta el borde del camino entre plantas que unía la carretera y la playa con el hotel»

La larga historia. Juan Carlos Onetti.

En estas primeras líneas del cuento del narrador uruguayo observamos ya claramente las diferencias con el ejemplo anterior, la voz narrativa corresponde a un tercera persona (estaba; su cabeza…) pero además no participa de los hechos, es decir, se encuentra fuera del espacio narrado y desde ahí nos cuenta la historia. Este suele ser el llamado narrador omnisciente y actúa como un dios que todo lo ve y todo lo sabe, dentro de la historia. Nos gusta pensar en él como la cámara que enfoca la acción o la voz en off de una película.  Ahora bien, el narrador en primera y tercera persona son los más utilizados, pero veamos una muestra de narrador en segunda persona:

«Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaliza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de la que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven.»

Aura. Carlos Fuentes.

Observemos cómo la voz narrativa corresponde a una segunda persona que utiliza el para contar (lees, dejas…) Pero en este caso no podemos saber si el narrador se encuentra dentro o fuera del espacio narrativo puesto que podría estar contando tanto desde el exterior como ser un personaje que se desdobla, hablándose a sí mismo. En este sentido el narrador en segunda persona es mucho más ambiguo que los dos anteriores.

Pero las cosas no son tan simples como decidir entre estas tres personas narrativas (gramaticales) y sus respectivas focalizaciones (¿desde quién se cuenta?) Hay muchas más posibilidades, resultantes de la mezcla de estas voces o del criterio para utilizarlas. ¿Recuerdan al narrador de Sostiene Pererira de Antonio Tabucchi? Es un narrador a medio camino entre el testigo y el omnisciente desde el arranque mismo de la novela: «Sostiene Pereira que le conoció un día de verano […] Parece que Pereira se hallaba en la redacción, sin saber qué hacer, el director estaba de vacaciones, él se encontraba en el aprieto de organizar la página cultural, porque el Lisboa contaba ya con una página cultural y se ka habían encomendado a él. Y él, Pereira, reflexionaba sobre la muerte» Nada más ambiguo y engañoso que este narrador de quien no sabemos nada y que no parece comportarse como un narrador ni del todo testigo ni del todo omnisciente como sabrán quienes han leído la novela… y quienes no lo han hecho quedan emplazados a hacerlo para que comprendan hasta qué punto resulta vital entender el partido que se le puede sacar a un narrador. En las siguientes sesiones vamos a indagar un poco más acerca de este aspecto tan valioso en un texto narrativo y de cuya elección depende la eficacia del cuento. Por el momento vamos a dejar una pequeña propuesta que esperamos les resulte estimulante. Ya lo saben, un máximo de dos páginas a espacio sencillo.

 

Clase VI. El narrador y el punto de vista (II) Febrero 2008

El narrador cumple varias funciones: al ser la voz que nos cuenta es quien nos proporciona información sobre la historia. Gracias a él conocemos  a los personajes, e incluso podemos meternos en sus mentes y compartir sus sentimientos, deseos o sus odios más profundos. Pero dependiendo de cómo sea ese narrador, este podrá mostrarnos unos aspectos u otros.

Recordemos lo dicho en la clase anterior. Toda historia de ficción es narrada por alguien y esa voz narrativa puede contar la historia desde la primera, la segunda o la tercera persona. Quien nos cuenta en primera persona es un personaje que se encuentra dentro del espacio narrado; en tercera persona es una voz que cuenta desde el exterior y en segunda puede estar dentro o fuera del espacio narrado, en una posición más ambigua. Pues bien, lo que nos interesa ahora es saber qué nos pueden mostrar y qué limitaciones tienen cada uno de ellos.

Como ya dijimos, nosotros no contamos igual un acontecimiento que nos haya sucedido directamente -donde estemos de alguna forma implicados- que algo que le haya sucedido a otro, y esto ocurre porque nuestro punto de vista es distinto. Por ejemplo, si dos personas discuten en la calle y nos paramos a observar, no veremos sólo a los dos protagonistas del incidente sino también a la señora que se ha detenido a mirar desde la acera de enfrente, o a un tercero que se acerca a intermediar…, de manera que tendremos una visión general de lo que está pasando alrededor del suceso concreto. Pero si en esa misma calle nos encontramos a una amiga y nos acercamos a saludarla, se reducirá nuestro campo de visión de lo que está acontece alrededor, sólo estaremos centrados en este encuentro y en la conversación que estamos manteniendo. De igual forma ocurre con los puntos de vista dentro de la narración literaria, si un narrador nos cuenta desde fuera del espacio narrado (en tercera persona) su visión será más amplia que la del personaje que nos está contando desde dentro del mismo, ya que su mirada se limitará a lo que puede conocer desde esa primera persona. Tenemos aquí pues dos puntos de vista muy distintos que van desde contemplarlo todo hasta lo que únicamente puede ser visto por un personaje. Y aquí radica la diferencia fundamental a la hora de elegir un narrador u otro, es decir, la información que cada uno puede dar al lector, y que en definitiva nos remite a  cómo se va a contar la historia.

Veamos unos ejemplos:

«La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y el tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la frase y a la aparición dócil de las palabras.»

El infierno más temido. Juan Carlos Onetti.

«Esto sucedió cuando yo era muy chico, cuando mi tía Matilde y tío Gustavo y tío Armando, hermanos solteros de mi padre, y él mismo, vivían aún. Ahora están todos muertos. Es decir, prefiero suponer que están todos muertos, porque resulta más fácil, y ya es demasiado tarde para atormentarse con preguntas que seguramente no se hicieron en el momento oportuno».

Paseo. José Donoso.

Si observamos con atención estos dos ejemplos vemos en ellos dos puntos de vista muy distintos. En el segundo caso el narrador-personaje nos cuenta desde dentro de la historia, su punto de vista es de alguien implicado y como tal puede contarnos la historia de las personas que él conoció, así como sus propios temores, sus dudas o sus miedos.  En el texto de Onetti lo que nos encontramos es un narrador que tiene un punto de vista externo de la historia que nos está contando pero que además no sabe sólo lo que hace el personaje (golpeando la máquina) sino que también nos relata cómo se encuentra (un poco hambriento, un poco enfermo), es decir, puede ver lo que le sucede fuera y dentro, algo que le no le sería posible al narrador-personaje, a no ser que se tratase de él mismo. En definitiva y simplificando al máximo,  cuando un narrador cuenta en tercera persona situándose fuera de la escena, puede tener un campo de visión absoluto del mundo narrado (narrador-omnisciente) y por lo tanto conocerlo todo de cada uno de los personajes, entrar y salir de sus mentes, informarnos de  cuanto les acontece, piensan o sienten, incluso hacer reflexiones y juicios sobre sus actos. Pero también en tercera persona y desde fuera del espacio narrado, podemos encontrar un narrador que limita su campo de visión y por lo tanto, como  narrador omnisciente limitado o cuasi-omnisciente, nos muestra los hechos de forma «objetiva», sin juzgarlos, describiendo  lo que cualquier persona podría observar. (un narrador testigo, por ejemplo). Mientras que la primera persona suele ser un narrador protagonista o un narrador deuteroagonista, ese narrador próximo y habitualmente discreto secundario que sin embargo nos permite conocer mejor al narrador (como el doctor Watson de Sherlock Holmes…)

Esto más o menos lo sabemos todos pero, ¿qué ocurre cuando el narrador (persona gramatical) y el focalizador (desde quién se cuenta) resultan el mismo?

 

 

Clase VII. El punto de vista (…y III)  Febrero 2008

Como hemos visto en nuestras clases anteriores, el punto de vista resulta la piedra angular de la narración, pues gracias a su acertada elección podremos ofrecer al lector un ángulo adecuado y persuasivo de nuestra historia. La primera persona suele enfrentarse con la dificultad de no resultar impostada, obligando al lector a detenerse cada cierto tramo para preguntarse a quién le está contando el personaje; la segunda persona funciona como un narrador frente al espejo, mucho más intimista y ambiguo que la primera persona, como alguien que susurra en nuestro oído lo que hicimos o incluso lo que haremos: queda pues en una suerte de nebulosa entre el narrador omnisciente y el monólogo interior. La tercera persona suele funcionar con distintos enfoques, tan pronto como una mirada de gran angular, ofreciendo el vasto panorama de lo que acontece, tan pronto acercándose tanto a uno de los personajes que casi parece hablar desde su conciencia. Naturalmente hay entre estas tres personas narrativas infinidad de cruces, sutiles maneras de encabalgarse, desdoblamientos y escorzos que hacen de una novela o de un cuento un rico entramado en el que a veces no suele ser fácil distinguir al narrador y la historia parece levantarse frente a nosotros como por arte de magia. Veamos un ejemplo de esos cambios de narrador:

«Supe que había sucedido algo irreparable en el momento en que un hombre abrió la puerta de esa habitación de hotel y vi a mi mujer sentada al fondo, mirando por la ventana de muy extraña manera. Fue a mi regreso de un viaje corto, sólo cuatro días por cosas de trabajo, dice Aguilar, y asegura que al partir la dejó bien,(…)»

Delirio. Laura Restrepo.

En este ejemplo observamos claramente la presencia de dos narradores uno en tercera persona (dice Aguilar) y otro en primera persona (supe; vi…). En contra de lo que pueda parecer, estos cambios de narrador y punto de vista son más habituales de lo que creemos en las novelas, y al lector le suelen pasar desapercibidos. Y aquí tocamos un tema importante como es que el escritor intenta convencernos de que el mundo que ha inventado es real, y por lo tanto, si ese cambio de narrador o de punto de vista está justificado y se hace con habilidad, al lector le puede pasar desapercibido. O como en el ejemplo que hemos puesto de Delirio, podemos entender que así se nos va a contar la historia, de manera que lo integramos perfectamente dentro de la ficción que se nos está mostrando. El problema aparece cuando ese cambio se hace sin justificación aparente y entonces se abre una grieta por donde se colará la sospecha del lector de que lo que está leyendo no es posible. Por ejemplo, imaginemos que de pronto en un cuento un personaje se mete en la mente de otro, de manera que nos cuenta lo que está soñando su compañero de piso. Obviamente o es un médium o será algo imposible para un narrador-personaje y por lo tanto, será difícil que el lector lo acepte sin más…

Uno de los maestros en este recurso para «disolver» al narrador es el argentino Julio Cortázar. Innumerables cuentos suyos dan buena fe de ello, ya sea saltando de una primera persona a otra sin advertencia alguna, como en «Señorita Cora», pasando como por un anillo de Moebius de una segunda persona a otra en «Usted se tendió a tu lado» (el título en este caso, lo dice todo) o bien utilizando voces, inflexiones, cambios de registro y un vasto arsenal de recursos en casi todos sus cuentos. Leerlo es constatar lo difícil que resulta el cuento -ese género esquivo por excelencia- y principalmente es aprender la importancia de la elección en el punto de vista, la mucha práctica que requiere elegir con sabiduría desde dónde vamos a narrar nuestra historia a fin de que nuestro narrador resulte convincente

 

Clase VIII. El argumento  Febrero 2008

De más está decir que una historia es, en rigor, cómo se cuenta, más que lo que se cuenta. Así, de la elección de nuestro lenguaje, punto de vista y estructura dependerá el interés de nuestra historia y de nada vale que un escritor se esfuerce en encontrar argumentos fabulosos si no sabe sacarles partido, si no domina estos aspectos. Como creo que hemos dicho en alguna ocasión, hacemos nuestra la máxima de Albalat: «Escribir con precisión ayuda a pensar con precisión.» En ello  hemos trabajado hasta el momento y en ello seguiremos trabajando, hasta que le saquen todo el partido posible a su lenguaje y se sirvan de las técnicas y recursos a los  que apelan los escritores cuando se enfrentan con sus ficciones. Pero también vamos a familiarizarnos con el argumento, la secuencia de eventos que componen la trama de la ficción, esa peripecia que les ocurre a nuestros personajes y que nos llevan del principio al final, a menudo enredándose las pequeñas historias hasta formar un todo. En un cuento sólo cabe el desarrollo de una peripecia y su tensión argumental se debe precisamente a que el narrador se afana en no desviarse de esa dirección marcada ya desde las primeras líneas; en la novela por el contrario, son muchas las historias que se entrecruzan y se alimentan recíprocamente hasta darnos esa sensación poderosa y coral que suelen tener las buenas novelas, incluso aquellas en que parecen apenas sutiles esbozos intimistas. Pero en ambos casos, en cuento o novela, dar con una historia sugerente y rica tiene que ver con nuestra atención respecto al mundo que nos rodea, a la mirada que dirigimos sobre lo cotidiano. Hay historias que parecen larvadas durante mucho tiempo dentro de nosotros, y otras que brotan inesperadamente gracias a una imagen, a un recuerdo, a un encuentro inesperado. Otras más parece surgir como excursus o digresiones de una historia mayor… pero casi siempre es la mirada del escritor lo que la hace destacar de lo cotidiano. Acostumbrarse a mirar la  realidad desde otro ángulo suele ser el principal motor para encontrar los argumentos de lo que queremos contar. Por ello, esta semana vamos a cambiar el «enfoque habitual» de nuestras ficciones y vamos a empezar por el título. De hecho, ya lo tenemos: elijan ustedes un título de los muchos que colgaron la semana anterior. ¿Y ahora, a contar una historia? No,  vamos a seguir un poco el consejo (o boutade) de Borges respecto a lo artificioso que es contar una historia de quinientas páginas cuando lo mejor es imaginarse que ya está escrita…y comentarla. De manera que elegimos un título, es decir, una película, y haremos la crítica de la misma. Cuenten pues de qué va la película, cuál es la historia, cómo están contada, quienes son los actores y el director,(no escatimen en presupuesto), qué tal los escenarios, los planos, la luz y en fin, todo aquello que se suele reseñar en una crítica de las que aparecen en los medios escritos, tratando de imitar además el lenguaje periodístico apropiado. Pueden incluso recomendarla o lapidarla. Buen rodaje!

 

Clase IX. En busca del lenguaje perdido (I)  Marzo 2008

Una de las características del buen escritor es su aguda capacidad de observación y la honestidad para relatar las cosas con sus propias palabras. Y es esto precisamente lo que nos lleva a buscar, en esta lección, la mejor forma de descubrir y manejar nuestro lenguaje. Para  lograr una buena historia es menester trabajar con honestidad, es decir, utilizando nuestro propio lenguaje, y no ese artificioso y falso lenguaje del  escritor que apela a las frases hechas, a los tópicos y las muletillas. Un buen escritor sabe observar la vida, esforzándose por encontrar sus propias palabras para describirla en toda su intensidad. Primero: No hay que limitarse a explicarle al lector lo que le ocurre a nuestro personaje sino que debemos pintar la situación para que él mismo saque sus conclusiones. Huyamos pues de los tópicos y apelemos a nuestra reflexión sobre el mundo que nos rodea para escribir sobre él. La impostura es el primer obstáculo que hay que vencer para que el lector pueda seguirnos sin complicaciones a lo largo de nuestra historia. Segundo: También, como ya hemos dicho en otras oportunidades, es conveniente prescindir de palabras rebuscadas y difíciles cuando los hechos relatados se pueden contar con palabras sencillas y asequibles. El escritor que dice: «el cielo estaba poblado de estratocúmulos», cuando en realidad lo único que quería decir es que en el cielo habían unas cuantas nubes está cometiendo el peor de los errores: mirar por encima del hombro a su lector. Finalmente, todo cuento o toda novela nos ofrece un cuadro -fugaz o minucioso- en el que nosotros como lectores también participamos de manera activa: somos nosotros los lectores quienes opinamos acerca de los personajes y sus situaciones, somos quienes descubrimos que detrás de aquella historia late algo más profundo y complejo. Y por eso los escritores saben que palabras como Hombre, Humanidad, Amor, Destino, etc son palabras casi siempre prohibidas en literatura, toda vez que designan los grandes temas que abordamos y que por lo tanto deben mostrarse a través de las historias que contamos. Fíjense qué distinto es decir: «Esa mañana Javier salió de su casa feliz y contento. Realmente iba pletórico de alegría», que decir: «esa mañana Javier bajó saltando las escaleras. Al llegar a la calle descubrió un cielo espléndido y azul que le invitó a silbar una canción de moda» En el primer caso hemos utilizado frases que nos invitan más que a ver a nuestro personaje, a escuchar las reflexiones del narrador. En el segundo ejemplo el narrador nos describe la actitud de Javier y de ello inferimos su estado de ánimo. Observen ahora la historia del criado del mercader y la muerte. En la historia, el tema del que se habla naturalmente es la fatalidad, el destino, la imposibilidad de escapar de éste último, ¿verdad? Pues esas palabras abstractas son precisamente las que no se han mencionado. Es la propia historia la que permite que el lector saque sus conclusiones.  Un buen narrador nunca olvida este principio: contar es siempre mostrar y sugerir. Y nada más.

 

Clase X. En busca del lenguaje perdido (II)  Marzo 2008

Tengo la impresión de que -en rigor- para poder escribir una buena ficción no es necesario aprender muchas más palabras de las que habitualmente manejamos en nuestra vida diaria. Obviamente, parece indudable que si tenemos un vocabulario rico y extenso, resultará más fácil abocarnos a la redacción de un texto cualquiera y conferirle todos los matices que lo enriquezcan. Sin lugar a dudas, pero  ello por sí sólo no garantiza la calidad de ese texto. Como lectores, muchas veces advertimos en un cuento o en una novela, la impostura del lenguaje empleado por el narrador,  cierta rigidez en las frases que no sabemos bien a qué atribuir. Detrás de esos textos casi siempre acecha un escritor que no reflexiona con sus palabras sino que apela a otras nuevas, recién estrenadas, por así decirlo, y de las que piensa -sin lugar a dudas de forma equivocada- que resultan más atractivas que las otras, las habituales.  Decía Ernesto Sábato que la diferencia entre un buen escritor y un mal escritor radica en que el primero dice grandes cosas con pequeñas palabras y el segundo dice pequeñas cosas con grandes palabras. Grandes, pomposas palabras, he ahí uno los peligros que debe sortear el escritor. Las palabras pequeñas, sencillas, normalitas, suelen ofrecernos la ductilidad de su uso común -como unos viejos zapatos cómodos- pero sacan todo su poder cuando se combinan de forma novedosa con otras palabras igual de sencillas. Así, de la combinación de unas cuantas palabras sencillas puede surgir una agudísima descripción. Fíjense en esta descripción de Manuel Vicent  y observen que ninguna de las palabras que ha utilizado es extraña, solemne o acartonada. Todas las que maneja son viejas conocidas nuestras, ¿verdad? palabras oídas, leídas y utilizadas por nosotros una y otra vez.  Naturalmente, el uso reflexivo de las mismas es la que obra el milagro, el cuidado, la audacia y la novedad de su combinación nos sugiere la idea de un trabajo reflexivo. Pero para ello debemos intentar que los campos semánticos que manejamos no sean excesivamente rigurosos, al menos en este caso. En otros casos -como ya veremos más adelante- puede resultar una virtud. Pero pro ahora más bien tenemos que abrir el redil de nuestras palabras para poder combinarlas de manera sugerente y aguda, evitando pensar en ellas como unidades cuyo roce resulta restringido por asociaciones inmediatas de ideas. ¿Por qué una sonrisa tiene que ser siempre cálida? ¿Por qué la noche es siempre (y sólo) oscura y el silencio sepulcral? Es necesario pues combinar nuestras viejas palabras de forma novedosa e inesperada.

 

Clase XI. En busca del lenguaje perdido (…y III)  Abril 2008

No dejo de darle vueltas al asunto. Y ello es así porque al fin y al cabo son las palabras el único material con el que trabajamos. No tenemos ninguna ventaja audiovisual para recrear nuestros escenarios ni a nuestros personajes. Ese delicadísimo y arbitrario material es la sustancia de la ficción, con ellas -con las palabras- elaboramos todo el universo de nuestra narración. Y además debemos lograr que mediante su uso nuestro lector se vea transportado a ese mundo que hemos creado para él, que se olvide por un momento del propio y que se instale en el nuestro. ¿Pero… y qué queremos decir? A simple vista la pregunta parece ociosa, pero nada más lejos de la verdad. Saber exactamente lo que queremos decir entraña un sutil ejercicio de reflexión e indagación personal. Después de muchas sesiones de taller literario he llegado a la conclusión de que la mayoría de los problemas a los que se enfrenta el escritor en ciernes consiste en no saber con exactitud lo que realmente quiere decir, más allá de una idea bastante general y por lo tanto ambigua. Y sin embargo se lanzan a escribir como kamikazes. pero no suele funcionar así, pues el escritor se maneja con precisiones, o más bien con un afán de precisión a la hora de contar que es lo que espolonea su trabajo creativo, y una de las claves para lograrlo consiste en esquivar el bombardeo irrestricto del lenguaje convencional, de las palabras que tiene al alcance de la mano. Si a cada sustantivo que colocamos en nuestro texto le crece el musgo de los adjetivos inmediatos (La noche era… tenebrosa, su sonrisa era… cálida) pronto nos descubriremos arrastrados hacia el bosque de la inexactitud: al final no sabemos lo que queremos decir, sino que es el lenguaje -arbitrario, antojadizo, lleno de frases hechas- el que nos gobierna a nosotros y nos lleva por donde quiere. ¿Sabemos lo que queremos decir? Mejor darse un tiempo y reflexionar hasta que la imagen o la idea venga a nosotros con precisión.  No me refiero, claro está, a saber qué historia queremos contar, pues eso lo damos por supuesto. Me refiero más bien al cuadro, al detalle que creemos nos resulta útil para avanzar por nuestra ficción: ¿realmente es ese el ademán que hace el personaje cuando está contrariado? ¿Aquella habitación que describimos es tal cual lo estamos haciendo?, ¿Así suena la voz de ese otro personaje rencoroso?

Tengamos en cuenta que a menudo no escribimos con claridad porque no pensamos con claridad. Esta es la primera condición para escribir bien. La claridad significa exponer de manera limpia los acontecimientos que narramos, de manera que el lector llegue sin esfuerzo a percibir la idea que le proponemos. No confundir ésta con superficialidad. Para John Gardner la idea expuesta  tiene que ser tan evidente, se tiene que ver tan nítida como un oso en una cocina bien iluminada… La naturalidad es otra virtud apreciada por el narrador solvente, en  la medida que huye de la afectación, de lo enrevesado y artificioso, procurando siempre que las palabras y las frases usadas sean aquellas que el tema requiere. Naturalidad y sencillez son dos términos que van de la mano…al menos en literatura. Sencillo es aquel escritor que usa frases de fácil compresión para todo el mundo. Un escritor vanidoso, más interesado en demostrar su amplia cultura y la extensión de su vocabulario rara vez puede resultar sencillo, y por ende, natural. La concisión nos obliga a emplear sólo las frases y palabras absolutamente precisas para expresar lo que deseamos; no hay pues que confundir concisión con laconismo: ser conciso significa ser denso, en la medida en que cada frase escrita está cargada de sentido. Detengámonos en este punto. Debemos tener en cuenta que en literatura no existen trabajos cortos o largos, sino buenos o malos textos. Si éste resulta bien escrito no cansa (lo mal escrito cansa casi de inmediato, aún siendo breve). No es menester pues quitarle color y riqueza a nuestro cuento en aras de la concisión, simplemente procurar que cada frase tenga sentido, sin olvidar que estas son como los eslabones de una cadena cuyo vigor origina la belleza del estilo.

Para lograr  un buen estilo es preciso trabajar mucho, escribiendo con constancia, devoción, pulcritud y sentido crítico.

 

Clase XII. El personaje (I)

Amigos, antes de comenzar el contenido de la clase de esta semana queremos felicitar a Rafael Borras que ha sido el ganador del Premio de Literatura en Prosa que convoca la AEFLA. Todas nuestras felicitaciones para él y esperamos que esta estupenda noticia sea un estímulo para todos.  Les dejamos el link del cuento de Rafael.

 

El personaje (I): ese gran desconocido  Abril 2008

La acciones que contamos en todo cuento, en toda novela son realizadas por alguien y ese alguien es el personaje. Como bien sabemos todos, la verosimilitud de  un personaje tiene tal poder que ciertos protagonistas de ficción se imponen a la realidad: Ulises, Don Quijote,  Hamlet o Madame Bovary están presenten en nuestro imaginario y enraizados en nuestra memoria colectiva de tal manera que  parecen haber sido en algún tiempo reales, de carne y hueso…

Ahora bien, los personajes al igual que las personas viven y mueren, aman y son abandonados, languidecen  y tienen grandes alegrías, pero la diferencia entre uno y otro consiste en que el personaje sólo se construye de palabras,   es producto de nuestra capacidad para crearlos de tal forma que parezcan  seres reales,  de  que se signifiquen respecto a las personas como un  reflejo donde éstas pueden verse identificadas.

Un personaje puede ser conocido en su totalidad, una persona no. Podamos saber lo que piensa, siente, lo que piensan los demás de él e incluso oímos su voz a través de los discursos: directo, indirecto, indirecto libre… discursos narrativos que veremos más adelante. Por lo tanto el personaje es una suma de rasgos físicos y psíquicos y lo veremos en acción dentro de la trama. Ahora bien ¿cómo se caracteriza a un personaje?

Un personaje tiene que resultar verosímil, tiene que parecernos real o por lo menos plausible, es decir que admitimos la posibilidad de su existencia, aunque sea en sentido figurado o metafórico. Como por ejemplo ocurre en cualquier historia de ciencia ficción o de fantasía: personajes cuya existencia en la vida real sabemos fehacientemente imposible pero que dentro del marco de la ficción aceptamos sin problemas, siempre y cuando su caracterización y sus acciones nos resulten al menos reflejo de la realidad. Ello es así porque a diferencia de la realidad, el motor de la ficción se pone en marcha con la persuasión, que es la capacidad para convencer al lector de que lo que le contamos es cierto, puede serlo o es plausible.  La vida es arbitraria y la ficción nunca lo es: nuestros escenarios, acciones y personajes tienen que parecer reales, pero en realidad siempre obedecen al orden secreto de la persuasión.

Si no tenemos muy claro en nuestra mente cómo es el personaje lo más probable es que éste resulte más bien plano, sin mayor enjundia, en definitiva poco creíble. Y ocurre lo mismo en un cuento que en una novela, aunque como veremos en una próxima consigna,  hay grandes diferencias entre unos y otros. Pero lo que los emparenta es el grado de conocimiento que de ellos tiene (o carece) su creador.  ¿Sé cómo es físicamente, qué le disgusta, qué le atrae, si es alto, rubio, bajito y con bigote? ¿Sé qué edad tiene, puedo visualizar su oficina, su dormitorio, saber con exactitud cómo son sus diversiones, conozco algún secreto suyo,  sus pequeñas desgracias, sus amores? Si no somos capaces de atender el pulso vital de éstos, si los relegamos a una simple condición de entes sin voluntad, entonces no habrá manera de hacer verosímil una historia. Decía Mark Twain que a las personas nos gustaría ser personajes de novela, pero que  a los personajes de novela les gustaría ser personas, de manera que hay que tratarlos como si fueran tales y al escribir una historia tomémonos un tiempo para pensar al personaje hasta que empiece a parecernos real, hasta que emerja ante nosotros nítido, como la imagen de un viejo amigo. Para ello es necesario dotarlo de un mundo más bien coherente.

 

 

Clase XIII. El personaje (II) La prosopografía y la etopeya  Mayo 2008

La consigna anterior tenía como objetivo establecer la coherencia de nuestro personaje, conocerlo un poco y recién entonces echarlo a andar, pues establecíamos como requisito imprescindible para elaborar un texto de ficción el conocimiento del personaje.  Pero además de conocerlos tenemos que caracterizarlos y el proceso de caracterización no es sólo una enumeración de datos, sino que supone una selección de elementos, desde el nombre, hasta ciertas características físicas, pasando por sus características psicológicas, acciones y costumbres. No es pues necesario hacer una larga descripción sino elegir bien los elementos que van a caracterizarlo. Sobre todo en los cuentos, donde los personajes a veces funcionan como meros vehículos trasmisores de la anécdota y aparecen apenas bosquejados: no hay que descuidarse, pues también tenemos que conocerlos a fondo (nosotros, los narradores) y también tenemos que dejar al lector la sensación de que el personaje es verosímil. Para ello quizá es necesario conocer un poco más acerca de la prosopografía y de la etopeya. A veces dos adjetivos bien utilizados pueden darnos una potencia descriptiva mucho mayor que toda una larga disquisición acerca del carácter de nuestro protagonista.

Pongamos un ejemplo:  Yo empiezo mi cuento diciendo: «Entre en la joyería. Las manos del joyero eran huesudas y siniestras. «¿Qué desea?», me preguntó». La imagen que nos viene a la cabeza de ese joyero es completamente distinta a esta otra: «Entre en la joyería. Las manos del joyero eran rollizas y afables. «¿Qué desea?», me preguntó».

Como podrán darse cuenta, no sólo estamos viendo sus manos, sino que en nuestra mente se abre paso una imagen completa del personaje, quizá incluso de su estatura, de su contextura, de su actitud e incluso del tono de voz de cada uno. Hemos conseguido disparar la imaginación del lector, pero nuestro disparo no ha sido un escopetazo sin ton si son, sino algo medido y calibrado para que el lector imagine lo que nosotros queremos que imagine.

¿Y saben por qué las imágenes de ambos joyeros nos parecen distintas? Porque en esta descripción hay dos elementos que son la prosopografía o descripción física y la etopeya, o descripción psicológica del personaje u objeto. Mientras un adjetivo se encarga de darnos la imagen física de las manos (huesudas) el otro adjetivo (siniestras) se ocupa de avanzarnos un elemento más amplio que no se circunscribe sólo a las manos sino a todo el personaje: el carácter siniestro impregna toda la imagen. La potencia de esta descripción radica en que dos adjetivos bien utilizados permiten que se forme en la mente del lector la imagen completa de aquel hombre. A eso se le llama economía y potencia descriptiva.

El buen uso de ambos elementos  y su dosificación a lo largo del texto nos permite ver al personaje actuando y relacionándose con los demás y con su entorno. Recordarán que en una de las primeras sesiones hablábamos de lo importante que resulta ver a nuestros personajes y a los objetos que conforman su mundo. Pues ello también significa que hagamos, gracias a la etopeya y la prosopografía, un retrato más complejo y, como habrán visto en los dos ejemplos, no necesariamente largos o minuciosos.

 

Clase XIV. El personaje (…y III) planos y complejos   Mayo 2008

Un personaje, en atención al género donde se mueve y a la extensión por donde transita, puede ser básicamente plano o complejo, estático o dinámico, principal o secundario pues como veremos, no es lo mismo el personaje en un cuento o una novela. En el cuento, por su misma extensión, no es necesario una profundización tan exhaustiva como se requiere en la novela. A veces bastan dos o tres pinceladas, un par de adjetivos físicos y otros dos adjetivos morales, la coherencia de su accionar y poco más. Ello es así porque en el cuento cobran mayor importancia los eventos narrados. En la novela por el contrario es fundamental el personaje y sólo las buenas novelas logran que los personajes terminen conviviendo con nosotros a veces incluso cuando ya hemos terminado la lectura de las páginas de donde salieron. Pensamos en ellos como si su vida, una vez cerrado el libro, siguiera existiendo. Eso rara vez ocurre con los personajes de los cuentos, porque la dinámica empinada, llena de nervio y contundencia del cuento no soporta la larga reflexión que alimenta el desarrollo de una novela. Los personajes de los cuentos son pues como esas personas interesantes que un día se cruzan en nuestra vida y desaparecen sin dejar rastro: como ese jubilado alemán que conocimos durante un viaje en tren y que se bajó en otra estación después de una charla amena o intrigante, o esa chica que bailó con nosotros en una fiesta multitudinaria de fin de año y que nos contó cuatro detalles curiosos de su vida antes de desaparecer entre el gentío… personajes que intuimos ricos, complejos y fascinantes pero que apenas nos han dejado unos cuantos datos sobre su biografía, obligándonos a imaginar todo lo demás. ¿Son personajes planos? No, de ninguna manera. Son personajes apenas sugeridos, pero ricos, tanto como los de las novelas que poco a poco, página a página y capítulo a capítulo, vamos conociendo durante las doscientas, quinientas o mil páginas de la novela. Al final de la misma uno siente que este es un viejo amigo, es alguien con quien hemos compartido ese viaje intenso que conlleva toda ficción de largo aliento. En ambos casos se trata de personajes complejos.

Los personajes planos son aquellos cuya aparición en el cuento son muy tenues, apenas sirven como excusa para insuflar de vida una anécdota. De ellos no conocemos apenas nada, quizá un detalle físico, quizá una mínima característica física o psíquica («La hermosa taquígrafa avanzó invulnerable…» como dice el cuento de Benedetti.  El narrador no se detiene más que en lo contingente, en lo mínimo indispensable para entender el mecanismo de su actuación, que suele ser muchas veces concreta, intensa y efímera.  Mientras más breve el texto más reducido queda el personaje a lo esencial, al trazo breve de su existencia.

También existe la división entre principales y secundarios, es decir entre protagonistas y deuteroagonistas o antagonistas.  Estos dos últimos son respectivamente lo segundos de la acción aunque cabe matizar que en el primer caso ello es exacto mientras que en el segundo no siempre, pues a un antagonista puede suponérsele por su carácter opositor un nivel protagónico.  Eso dependerá de muchos factores, de la intensidad con que aparezca esa lucha entre ambos o  del nivel de imprescindibilidad que queramos otorgarle al antagonista. Naturalmente, el peso de la historia recae sobre todo en el protagonista, pero ello no significa que los deuteroagonistas no tengan suficiente poder como para que en algunos momentos resulten decisivos para el funcionamiento de la historia. Para esto deben resultar secundarios pero complejos, al igual que los protagonistas:  a veces son complejos como en un cuento, a veces más elaborados. Lo  que ocurre es que esa complejidad, a diferencia de lo que sucede en los relatos más breves, es dinámica, es decir que se ofrece siempre mutante, progresiva. El carácter de los personajes va cambiando a medida que avanza la novela. Esto no significa necesariamente que al principio nuestro personaje sea un curita lleno de bondad y termine siendo un tipo capaz de atemorizar a Hitler. No, simplemente significa que su presencia se va llenando de matices, de datos que poco a poco configuran una imagen más exacta del mismo, ayudando así al lector a tener un retrato más profundo que se ha ido modificando de manera radical o sutil, pero progresiva. El personaje puede no ser dinámico sino más bien estático y aunque es más habitual en el cuento que en la novela quiere decir que su aparición en el texto narrativo obedece a un fin muy concreto y requiere una cierta inmutabilidad. Casi siempre representa un valor metafórico y esquemático (el científico algo tocado del ala,  el viejo sabio, el matón inescrupuloso).

Planos y dinámicos, deuteroagonistas y complejos, protagonistas y dinámicos, estáticos y antagónicos… la cuestión es que en realidad son categorías que pueden dar mucho de sí, siempre y cuando sepamos cuál es el registro en el que queremos que se muevan nuestros personajes, que los conozcamos bien y que seamos capaces de ofrecerlos intensos y verosímiles, ya sea con dos trazos o con todas las páginas de una novela.

 

Clase XV. El inicio de un cuento  Mayo 2008

Como siempre recordamos para que un cuento funcione necesitamos enganchar al lector desde las primeras líneas, ésas que harán que le interese lo que les estamos contando y que le animen a continuar la lectura hasta el final. Pero ¿cómo comenzar? ¿cómo hacer para qué esos primeros párrafos inciten su curiosidad? Como ya saben no hay reglas en esto, quizá sólo una que permanece y es que a cada regla le aparecerán un sinnúmero de excepciones. Pero sí nos parece que hay ciertas pautas que es interesante que ustedes tengan en cuenta.

Veamos como inicia el relato » A la deriva» el escritor Horacio Quiroga.

«El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho»

Como ven en los primeros párrafos de este cuento ya sabemos el tipo de narrador, el tono que va a emplear, el ambiente donde se va a desarrollar la historia, vemos al personaje y además se introduce el conflicto. Pues bien, el narrador, el tono y el ambiente siempre aparecen determinados por estos primeros párrafos. Como ya hemos comentado en alguna ocasión en necesario mantener una coherencia a largo del relato y, por lo tanto, no se pueden cambiar estos elementos si no hay una razón que lo justifique.

En relación al personaje hay que recordar que en el cuento siempre pasa algo que le sucede a alguien, por lo tanto es necesario presentar al personaje cuanto antes. Para despertar el interés sobre lo que vamos a narrar es necesario conocer primero a quién le va a suceder tal o cual acontecimiento. Recordemos que el cuento es la historia de un hecho y, por lo tanto, es más eficaz comenzarlo con el personaje en acción, bien física o psicológica, que con una descripción de atmósfera. Es importante en este sentido, releer bien el cuento una vez terminado y comprobar si en esas primeras líneas mostramos al personaje que el lector ha de seguir en su peripecia. A veces, solamente cambiando el orden de los párrafos el cuento mejora notablemente.

Otra forma de comenzar un cuento es a través de un diálogo. Esta fórmula presenta mayor dificultad ya que además de dar información relevante que enganche al lector, es imprescindible la habilidad del escritor para manejarse de una forma solvente con los diálogos, tarea nada fácil.

Solemos encontramos un error muy común que consiste en comenzar una historia como si el personaje sólo existiera a partir de ese momento. Observamos que a veces parece que no tenga pasado y que por arte de magia aparece en ese instante para vivir única y exclusivamente ese acontecimiento. Este error se subsana introduciendo al personaje en mitad de una acción que ya se está desarrollando en el momento que comenzamos a contar, e incluyendo algunas referencias a un pasado que nuestro personaje ha tenido necesariamente que vivir para hacerlo creíble.

En último lugar y sobre el conflicto o tema del que se ocupa el relato, el escritor que comienza a escribir tiene la tendencia a esconder datos fundamentales de la historia y cree que es más impactante introducirlas al final asombrando al lector. En el ejemplo que hemos puesto de Horacio Quiroga pueden observar cómo el conflicto que le toca vivir al protagonista se presenta desde las primeras líneas. Obviamente no tiene porque ser así en todos los casos, pero el impacto de la historia no debe producirse escatimando información al lector. En cada historia debemos ir introduciendo los datos necesarios con un ritmo determinado, todas los relatos lo tienen. En unos, como el ejemplo que hemos utilizado, el conflicto se presentará desde la primera línea, en otros deberemos avanzar algo más para ir entendiendo que está sucediendo. Pero no es una forma eficaz de despertar la curiosidad que no pase nada durante un buen número de páginas y acabar sorprendiendo al final. El lector debe involucrarse en la historia desde el principio y, por lo tanto, el peso del relato ha de estar en el interés del hecho que se narra y no exclusivamente en la sorpresa final.

 

 

Clase XVI. El tono narrativo   Junio 2008

La sesión pasada hablamos un poco de sesgo acerca de los tonos narrativos y por ello esta clase tratará precisamente sobre dicho aspecto. Un aspecto de la narrativa algo elusivo y quizá difícil de explicar, pero no obstante fácil de comprender cuando alguien se refiere a él. Probablemente porque sus connotaciones musicales lo hacen manejable a un nivel más intuitivo, es que resulta algo más arduo tratan de desentrañar su misterio. ¿A qué nos referimos pues cuando hablamos del tono narrativo?

Cuando un escritor empieza su relato elige la persona gramatical desde donde va a contarlo, y que pueden ser tres, como bien sabemos: primera, segunda o tercera. Elige a veces un focalizador, es decir un ángulo desde donde cuenta, un personaje particular desde donde se observa. E incluso, como veremos más adelante, opta también por un estilo o discurso: directo, indirecto, libre directo o indirecto libre. Pero también, y acaso de manera menos consciente se inclina por un tono, un sentimiento desde donde nace su voz para contar el relato. Ese sentimiento que requiere para que el texto se impregne de una cierta atmósfera vital o apagada, árida o muy cálida, pedante o burda no acompaña sólo a la voz de los personajes sino a toda la narración. Naturalmente el tono elegido puede cambiar según el ángulo desde donde se cuenta y el personaje que va apareciendo y hablando requiere que el buen escritor se esfuerce en «imitar» la voz de la niña rica, el acento áspero del camionero, la dicción engolada del profesor universitario… y no obstante, la propia narración debe mantener un tono común que admita esas pequeñas alteraciones tonales de cada personaje sin que se modifique por completo. El tono es pues la postura emocional que adopta el narrador para que sus frases se encabalguen según el ritmo que encuentre más adecuado. Un tono legendario por ejemplo podemos rastrearlo al leer una frase de este tipo: «En aquel tiempo remoto…» o bien: « dicen en aquel pueblo que…» La propia bruma temporal de esas frases nos predispone a escuchar algo que no sabemos si ocurrió o no, si debemos o no fiarnos del todo de ese narrador que parece hablar desde la más pura evocación. Pero si leemos el inicio de La Metamorfosis, veremos que la impavidez que asume el narrador frente al sorprendente hecho de que Gregorio Samsa despierte convertido en un bicho nos hace pensar en el tono imperturbable con que se cuenta aquella magistral obra.  Un cuento lleno de preguntas puede marcarnos la pauta de un tono misterioso o angustioso, como la minucia de ciertos datos nos puede conducir a un tono científico o quizá policíaco… o meramente dubitativo. Y es que el narrador tiene que suplir la ausencia de su propia voz y su entonación con la elección de otros indicativos como el registro de ciertas palabras (los campos semánticos, ¿recuerdan?) y la extensión de las frases: con frases largas y demoradas no pueden contar, por ejemplo, una persecución porque esta acabaría en cuatro frases. Para ello casi siempre se eligen frases cortas, nerviosas, por así decirlo, que trasmitan una sensación de vértigo. O el transcurso lento del tiempo en una sala de espera en un hospital resultaría también difícil de contar con frases cortas, casi telegráficas…Y es que el tono narrativo, con toda la connotación musical que le es inherente, consiste en una cierta cadencia que debemos hallar para que lo que contamos se contamine de nuestra voz, de la manera en que leeríamos el cuento si tuviéramos que hacerlo en voz alta.

 

 

Clase XVII. El ritmo de la narración I   Junio 2008

Como nos ocurrió en la quincena anterior, en esta ocasión abordaremos un aspecto narrativo del que seguramente han oído hablar con frecuencia y que resulta también muy cercano a lo musical: el ritmo.  Pero aquí, el sentido que le damos no es exactamente el mismo pues se trata no sólo de la velocidad sino también de una cierta forma de movimiento de lo narrado, es decir que cuando hablamos del ritmo narrativo nos estamos refiriendo a la agilidad de las frases que constituyen la acción del relato, o bien a una cierta lentitud de las mismas que le confieren al texto determinada dilación. Es necesario entender que no nos estamos refiriendo a la mayor o menor cantidad de acciones que describimos en una relato, sino a la fórmula que utilizamos para acelerar o ralentizar lo narrado. Uno de los grandes exploradores de este aspecto fue sin duda Marcel Proust, capaz de mostrarnos  a lo largo de muchas páginas una minuciosa descripción de un cuadro y en cambio pasar revista en muy pocas a un par de años de la vida de sus protagonistas. Su ritmo demorado, premioso, evocativo, traspasa el texto desde el principio hasta el final. No debemos pues confundir ritmo con tono, pues mientras este último se refiere, recordemos, a la emoción que acompaña a las palabras, a un cierto estado de ánimo que hace que la voz del narrador se engole, se afine o se tiña de gravedad para ofrecernos a los lectores su voz, el ritmo es la agilidad o la lentitud con la que cantamos esas mismas frases. Naturalmente que estas definiciones pueden resultar a veces confusas, pues tanto el tono como el ritmo están íntimamente ligados entre sí, pero haciendo un pequeño esfuerzo comprenderemos que éste último, el ritmo, es movimiento y velocidad. Antes de continuar explicando cómo funciona el ritmo, ese secreto pulso de la narración, vamos a proponerles que lean dos textos en los que se ve de manera como el relato de lo acontecido empieza poco a poco a acelerarse. En el primero, de la primera novela de Mario Bendetti, Gracias por el fuego, hemos extraído un fragmento en el que el narrador recuerda un momento de su vida en que estuvo a punto de morir cuando, a causa de su descuido, queda atrapado en la vía de un tren y la narración, que empieza tranquila, se va acelerando a medida que el tren avanza hacia él, hasta dislocarse y confundirse con la inminencia de su muerte. Una vez que pasa el tren y el personaje salva milagrosamente la vida, el ritmo de la narración se va volviendo nuevamente sosegado. Queremos que presten atención a la frase: «No había, no hay luna», y que observen que ese simple matiz de tiempo verbal cambia radicalmente el accionar de lo que se cuenta, pues de ello hablaremos en la siguiente quincena. El otro texto es una capítulo de mi novela El año que rompí contigo y aunque sin lugar a dudas hay otros fragmentos de mejores novelistas, era el que tenía más a mano para explicar esta sesión. Aquí también hay -o pretende haber…-un ritmo que muda y va ganando rapidez a medida que el protagonista (en esta ocasión se narra en tercera persona) vive la confusión de un atentado terrorista y su desesperación también le imprime poco a poco una aceleración a lo narrado. A eso nos referimos con ritmo, no lo olviden y no lo confundan con el tono: velocidad o movimiento.

 

 

Clase XVIII. El ritmo narrativo (…y II)  Julio 2008

Como hemos visto en la sesión anterior, la cuestión del ritmo puede resultar confusa y si no meditamos bien acerca de esto, tendemos de manera natural, a confundirlo con el tono de la narración. También hemos visto que aunque ambos, ritmo y tono, se necesitan y se imbrican a tal punto de que uno no existe sin el otro, sí que es posible identificarlos. De hecho, tanto en los textos que ofrecimos como ejemplo como en muchos de los trabajos que nos han enviado, hemos podido observar el cambio de velocidad y de movimiento de la narración, muchas veces independientemente de su tono. Ahora vamos a detenernos en la dos formas que tenemos de imprimirle ritmo a la narración, esto es, vamos a observar este aspecto literario de forma menos intuitiva. Como decimos, existen dos maneras de plantearnos el ritmo. Una de ellas tiene que ver con los diálogos, tema del que nos ocuparemos en otra sesión por considerarlo un capítulo aparte. El otro, se refiere más bien a las conjugaciones verbales que elegimos en el relato, así como en los tiempos mismos de la narración. Detengámonos aquí.

Recuerden que les pedimos cuando leyeron el fragmento de Benedetti que tuvieran muy en cuenta el sutil cambio de tiempo verbal en esa casi primera frase: «No había, no hay luna…» Ese cambio en la forma verbal permite una mudanza de matiz en la percepción de la realidad, que pasa de la evocación a la inmediatez de lo que ocurre. Porque el narrador sabe que la intensidad de lo que cuenta (la pavorosa inminencia de su muerte) es difícilmente trasmitible sin ese tiempo presente en el que se posiciona. Así, los giros que le damos a las conjugaciones verbales acentuarán los cambios de profundidad psicológica y de acción en un relato.  Basta pues con reflexionar acerca de los modos verbales para entender mejor qué partido se les puede sacar. Por el momento recordemos que en el modo subjuntivo las acciones nunca tienen la contundencia absoluta de la certeza, pues nos remiten a acciones probables, volviendo la narración más lenta, más propicia para la evocación o la reflexión: «Quizá, si hubiera amado a Elisa, ella aún estaría viva…»  Por el contrario, en el modo indicativo todo nos remite a la acción concreta que se produce en el tiempo pasado de la narración, o bien en el presente e incluso en el futuro. («Felipe sale de su casa…») Una de las formas más habituales usadas en la narración nos remite al pretérito perfecto simple (amé, amaste, amó, …) pues nos lleva a una acción no repetida, más bien única, volviendo la narración mucho más nítida y al mismo tiempo frágil, apenas sin el sostén de la reflexión que proporcionan las frases en modo subjuntivo. El pretérito imperfecto (amaba, amabas, amaba…) nos sitúa en el pasado lejano de la narración y a diferencia del anterior, nos indica acciones repetitivas en el relato: «Paco caminaba todos los días las cuatro calles que conducían a su trabajo…» Digamos que su utilización nos sirve para formular con más profundidad el tiempo psicológico de lo acaecido en nuestro relato, pues la gravedad que conlleva y su ideal disposición para contarnos el pasado lejano de la acción invita a ello. El presente del modo indicativo (amo, amas, ama…) nos remite a la inmediatez de la historia, sin la posibilidad de zambullirnos en la reflexión, de tal forma que el propio relato aparece ante nuestros ojos sin dejarnos un momento para reflexionar sobre lo que estamos viendo. Suelen producir relatos intensos, ágiles, pero de escasa profundidad. Finalmente, los pretéritos perfecto compuesto (he amado, has amado…) pluscuamperfecto (había amado, habías amado…) y anterior (hube amado, hubiste amado…) nos permiten mayor profundidad en el pasado, pero su uso nunca puede ser excesivo pues suele ralentizar la acción, dejándola como una mera estampa reflexiva del pasado.

Muy a grandes rasgos, podemos observar que el ritmo de la acción está íntimamente ligado a los tiempos y modos verbales, pues estos aceleran o ralentizan la acción tanto como privilegian la reflexión y la evocación de la misma. Lo habitual es que la mezcla de estos tiempos le den una textura más densa a nuestro relato y de allí que muchas veces este falla porque no hemos sabido cambiar a tiempo de modo verbal, o hemos elegido el equivocado. Y ahora, veamos dos fragmentos que ralentizan de manera distinta la acción. Uno es de un cuento de Chejov, «Modorra» y el otro es parte de la novela de Javier Marías, «Corazón tan blanco». En ambos quisiéramos que se detengan a observar los distintos ritmos y cambios de tiempo ( o no…) que se utilizan para logar el efecto demorado de una descripción.

 

Clase XIX: Errores más frecuentes… un breve repaso veraniego Julio 2008

Antes del breve receso veraniego y a modo de resumen, propondremos en esta última sesión un somero repaso de lo visto hasta el momento, deteniéndonos fundamentalmente en los errores que con más frecuencia cometemos los escritores.

Ya hemos mencionado algunos, como recogimos en lecciones previas y que nos parece que pueden resumirse en cuatro grandes aspectos: 1). Que el comienzo no enganche al lector sobre todo a causa de una excesiva linealidad 2). No presentar al personaje cuanto antes  y que el lector no tenga a quién seguir en sus peripecias. 3). Guardarse información necesaria para entender la historia y al final querer sorprender al lector sacándonos un as de la manga. Esto suele ocurrir cuando no tenemos del todo claro la premisa principal: que el cuento tiene que ir directo al hecho que relata, dirigirse sin descanso y desde la primera frase hacia ese objetivo.

Cuando esto no ocurre, nos encontramos disquisiciones que parecen más dirigidas a llenar folios que a encaminarse al tema de que se trata, y estas digresiones suelen distraer la atención de lo principal. Muchas veces ocurre así porque el narrador, en vez  de centrarse en un solo tema parece tener muchas cosas en la cabeza: personajes, subtramas y anécdotas que ha querido meter en el mismo saco, con lo cual debilita la tensión argumental de lo que cuenta.

Por ello, antes de lanzarse a escribir, el escritor debe espigar cuidadosamente los datos de su historia, desbrozando sin miramientos todo aquello que resulte de escaso interés o que distraiga la atención de lo principal; por esto es muy importante saber qué es fundamental para la historia y qué no lo es.  Y eso requiere un tiempo de reflexión previo a la escritura.

Pero tan importante como dichos aspectos de orden más bien estructural, los hay de lenguaje y forma. Quizá el principal, y que vimos muy al principio de estas lecciones, es el de la exposición forzada, esa forma más bien burda y sobreexpuesta con que damos la información al lector, sin utilizar las elipsis necesarias para que lo contado se entienda de manera clara pero nunca impostada. Y a remolque de este error solemos encontrarnos con otro más: no elegir bien a nuestro narrador y así vernos obligados -aunque a veces por mero descuido- a cambiarlo sin justificación alguna: pasar de la primera persona a la tercera sin que ello resulte necesario  puede terminar por confundir enojosamente al lector. Ello conlleva muchas veces que se le cuenta demasiado al lector, en vez de dejar que sea él quien deduzca lo que está pasando. Al explicarle las cosas en demasía y por lo tanto al no dejarle nada para que sea su imaginación la que redondee la historia, estamos cometiendo un error muy grueso: no permitirle al lector participar en la elaboración del relato.  Y a propósito de esto: Una vez que acabamos de leer el cuento debemos tener la sensación de que hay algo más ahí. Que no es sólo lo evidente, lo que acabamos de contar. Que hay algo por debajo de lo que hemos leído, algo que ha dejado en nosotros una sensación  que va más allá del hecho que se ha relatado, el hallazgo de un valor universal: amor, miedo, amistad,  venganza…

Otro gran error con respecto al lenguaje: es muy importante que se escriba con claridad, concisión y orden: un buen texto literario es un texto pulcro, fácilmente entendible, sin frases excesivamente largas o excesivamente cortas, salvo claro está, cuando la propia acción lo requiere. Pero por lo general, nuestro lenguaje debe ser eficaz, conciso, suficientemente plástico como para «ver» la escena, pero sin demasiados alardes verbales que dificulten la compresión de lo narrado. Finalmente, si nuestro lenguaje se sustenta en exposiciones forzadas y no sabemos elegir la voz que narra, a menudo los diálogos pueden sonar falsos, poco creíbles, prácticamente teatrales. Es un asunto difícil lograr diálogos naturales. Puesto que, como ya veremos, el lenguaje escrito y el oral no son iguales y tenemos que «simular» diálogos naturales. Ya hablaremos de ellos en septiembre.

Y bien, como un arequipeño en reposo tiende a la oxidación, durante el mes de agosto el blog continuará abierto, pero no serán sesiones narrativas ni consignas sino comentarios sobre algunos asuntos que bien podrían titularse «mitos y leyendas» y que tienen que ver con escritores, editores, agentes, publicaciones, críticos, premios y algunos aspectos de este tipo que seguramente pueden interesarle a nuestros amigos que quieren dedicarse más en serio a este oficio y que desconocen algunas de sus curiosas interioridades. Por ello, ya no habrá ejercicios hasta septiembre…

Insistimos: No se trata de consejos -¡líbrenos Dios!- sino sólo de algunos apuntes que creemos pueden resultarles interesantes. Por supuesto que esperamos verlos participar con sus comentarios, como siempre. Y en septiembre regresamos con las clases que nos quedan antes de despedirnos definitivamente de este taller on line que tantas satisfacciones nos ha dado, así como nuevos y buenos amigos escritores.

AGOSTO NO HUBO CLASES,  SÓLO COMENTARIOS  NO HAY CLASE XX

 

Clase XXI. Los discursos narrativos (I)  Set.2008

Sin excepción, todos los cuentos, relatos y novelas tienen un personaje o una voz narrativa adecuada para persuadir respecto de lo que se cuenta, pues tal es la naturaleza de la ficción. Muchas veces, como un oculto director de orquesta, nos encontramos con una voz que organiza, dispone y dosifica los elementos constitutivos del relato, bien ralentizando la acción, bien acelerándola, encubriendo parte de la información o mostrándola sorpresivamente, pintando a grandes trazos el escenario donde transcurre la historia o deteniéndose en el detalle mínimo. Suele ser el narrador omnisciente que parece no participar en lo que se cuenta sino simplemente contarnos lo que ocurre. Decimos «suele ser» porque a veces se trata de un narrador testigo -esto es, un personaje de la historia- que apela a ciertas argucias de omnisciencia para posicionarse mejor y narrar con facilidad. Pensamos por ejemplo en el Ismael de Moby Dick, en el narrador de Circe, de Julio Cortázar o más recientemente en el que utiliza Muñoz Molina en El invierno en Lisboa.

Pero volviendo al narrador omnisciente: a menudo se enfrenta con la enojosa situación de que debe recatar su ejercicio ególatra y poderoso para permitir que hablen los personajes, que sean ellos los que cuenten fragmentos de la historia, so riesgo de perder credibilidad… o aburrir. Entonces aparecen en la narración los cuatro discursos o estilos narrativos, que son las formas que tienen los personajes de irrumpir en el relato con su propia voz, o al menos así nos debe parecer. Quiere decir entonces que el discurso narrativo -en sus cuatro modalidades y en las innumerables variaciones de las mismas- es la manera que tiene el narrador de ceder la palabra a sus criaturas y dejarlas explicar, hablar, conversar y en fin, manifestarse en las páginas que componen la ficción. Si nos fijamos bien, estos modos en los que el narrador permite la entrada y participación activa de los personajes son una manera distinta de contar, pues frente a la narración de los hechos y paisajes «objetivos» ahora nos encontramos con lo que opinan los personajes. Es decir, con su interioridad. En ocasiones estas opiniones y esta manera de hablar pueden distanciarse de la manera en que el narrador compone la ficción, y en ese cruce de equívocos y diferencia de perspectivas se encuentra la riqueza de un relato.

Veamos ahora el primer de ellos, que muchos de ustedes han utilizado y utilizan de forma intuitiva: el discurso directo. Se llama así porque el narrador cede momentáneamente la palabra al personaje y así el lector escucha la propia voz y los pensamientos del mismo. Naturalmente, es un artificio. Pero muy interesante. Normalmente, como explica Anderson Imbert, hay unas advertencias tipográficas que nos indican que la narración se ha detenido y ha pasado a ser la voz del personaje: comillas, guiones, cursivas… aquello que separa texto de contexto y no ofrece confusión alguna. El narrador nos dice: «estaba tan tranquilo Juanito pensando en las musarañas cuando la voz tronante de su jefe lo interrumpió: «Martínez, venga a mi despacho en este momento».» O bien: «Julián se acercó a su hermano y le dijo, con tono amenazante:

– ¿Por qué has llegado tan tarde?

-No te lo tengo que decir- Pedro se cruzó de brazos.»

Como podemos observar, en ambos casos el narrador se ha inhibido de contarnos más y ha dejado que sean los propios personajes los que hablen y se expliquen, aunque él matice la inflexión de la voz («con tono amenazante») e incluso pueda comentarnos el gesto que acompañó a la voz («Pedro se cruzó de brazos»).

Clase XXII. Las acotaciones Oct.2008

Como dijimos en la consigna anterior, antes de continuar con los discursos narrativos vamos a detenernos un momento en un pequeño elemento propio (aunque no exclusivo) del discurso directo y que resulta de capital importancia para que los diálogos funcionen bien. Son las acotaciones. Cuando colocamos un guión que separa la voz del personaje de la voz del narrador, estamos estableciendo una precisión que ayuda a entender mejor el parlamento leído. Así por ejemplo, puedo tener un diálogo entre dos personajes y aunque escuchemos sus voces, la intensidad de estas dependerá, en gran medida, de las llamadas acotaciones.

-Pensé que te ibas ya -dijo Iván mirando al suelo.

-He decidido quedarme- la voz de Carmen era apenas un susurro-. Pero pondré mis condiciones.

Iván alzó los ojos hasta enfrentar los de su mujer.

-¿Cuáles son esas condiciones?- encendió un cigarrillo con dificultad y aguardó.

-Ya te las diré-gruñó ella.

-Vale, esperaré entonces.

A lo lejos se oyó el ladrido de un perro.

Aquí podemos observar que hay unas acotaciones como la primera («dijo Iván mirando al suelo»), bastante común, pues usa el verbo decir para indicar que habla el personaje; como la segunda («la voz de Carmen era apenas un susurro») que evitan el uso del verbo introductor y polisémico pero que nos dan cuenta de cómo era el registro de la voz; como la tercera, llamadas acotaciones dramáticas, porque no usan el verbo «decir» ni ningún otro que se refiera a la voz del personaje sino que pasa directamente a la acción que acompaña a la voz («encendió un cigarrillo con dificultad y esperó») y también una variación de la primera forma de acotación en la que se evita el verbo polisémico «decir» y se utiliza otro que precisa la voz del personaje aunque sin perder la forma simple de la primera acotación: «gruñó ella.» Observen además que hay una pequeña interrupción del narrador que, subrepticiamente, se ha colado en medio de la conversación para decirnos que «Iván alzó los ojos hasta enfrentar los de Carmen» y proponer así una brevísima explicación de lo que ocurre a la vista del lector, acerca de cómo reacciona uno de los personajes. Lo mismo ocurre al final con la frase colofón, aparentemente inconexa en medio del diálogo, «A lo lejos se oyó el ladrido de un perro», pero que permite dar espacio al escenario, así como actuar como un elemento dosificador de la tensión narrativa por su carácter ajeno a los hechos. Y también podemos ver que hay una última voz que no tiene acotación (-Vale, esperaré entonces.), porque no hay que abusar de ella…

Decíamos que el narrador se ha colado subrepticiamente en medio de los diálogos, pero no es cierto: en realidad está siempre, ya que acota prácticamente en todo momento. Lo que ocurre es que la acotación es como una trinchera en el campo de batalla de los diálogos y así debe pasar para el lector: casi desapercibida. El lector debe creer, mientras escucha el diálogo de los personajes, que sólo los está escuchando a ellos. Nosotros sabemos -pero no se lo digamos a nadie- que no es cierto.

Para que un diálogo en discurso directo funcione a cabalidad debe ser limpio, claro, bien estructurado. Y eso se consigue evitando el texto «en bandera» (es decir sin justificación), usando los guiones largos y puntuando correctamente, sin sobrecargar las acotaciones y procurando que la voz de los personajes destaque con naturalidad de lo que se narra. Esa voz debe decir con exactitud lo que quiere, ser nítida, rotunda, (incluso si es vacilante, pues no olvidemos que todo en la ficción es un artificio) y no muy extensa, ni estar cortada en exceso por varias acotaciones.  A veces basta una acotación de cuña para darle énfasis a la frase.  La acotación de cuña es la que separa un parlamento en dos frases cortas. Fíjense en este ejemplo:

-No tendremos posibilidad de alcanzarlos -Pedro encendió un cigarrillo con aspereza-. Ya deben estar muy lejos.

Como pueden observar, la acotación de cuña nos obliga a detenernos y darle un nuevo énfasis a la segunda frase, casi obligando al lector a modular su voz para denotar el cambio. Prueben leer el párrafo en voz alta y se darán cuenta del efecto.

 

Clase XXIII. El discurso indirecto Oct. 2008

Como hemos visto hasta el momento, la forma más sencilla y habitual de que aparezca el personaje de viva voz en el relato es apelar al discurso directo. Este permite «escucharlo» sin (aparentemente) la intermediación del narrador, que se inhibe momentáneamente y ofrece la posibilidad de que sus personajes se manifiesten sin interferencias. Pero a veces es necesario que sea el narrador el que se encargue de decirnos lo que hablan los personajes. Actúa así como intermediario, gracias a la oratio oblicua, entre el personaje y nosotros. Se trata del discurso o estilo indirecto. En el habla coloquial es bastante frecuente pues quien cuenta una pequeña anécdota o situación se propone como intermediario de la voz de los otros participantes de dicha anécdota. «Me encontré con Javier y me dijo que no había podido ir a clase. Yo le pregunté que por qué y me contestó que estuvo enfermo.» Como podemos observar, aquí el narrador nos dice lo que dijo el otro, cuya voz queda así acoplada al discurso del narrador. El discurso indirecto es muy fácil de localizar pues siempre tiene el verbo y la partícula «dijo que». Naturalmente, ya lo sabemos, el verbo «decir» se puede cambiar por otro que indique lo mismo. Lo importante es que este vínculo le permite al narrador seguir manejando la situación sin perder las riendas y además avanzar con rapidez en ciertos tramos o pasajes del relato que de otro modo serían demasiado largos. Así, una de las ventajas del discurso o estilo indirecto es que permite acortar aquellos pasajes en los que el narrador elige pasar rápidamente, dándole preeminencia a otros, cuya importancia resulta mayor en la narración.

«Aquel hombre me miró con desdén y dijo que él realmente no se fiaba de los músicos que iban mostrando su carnet del sindicato, como si este fuera algo importante para su oficio. Además, agregó que un carnet se lo podía hacer cualquiera.

-Hasta yo mismo tengo uno. »

Observen la rotundidad de la frase final, que destaca de todo lo que ha dicho anteriormente el personaje en discurso indirecto. Ello es así porque se ha elegido una frase en discurso directo que se desprende del parlamento previo, otorgándole  mayor énfasis.

«– Yo no me fío de los músicos que van mostrando su carnet del sindicato, como si este fuera importante para su oficio. Además un carnet se lo puede hacer cualquiera. Hasta yo mismo tengo uno.»

Naturalmente, en el segundo ejemplo, llevado todo a discurso directo, se pierde la jerarquía de la frase al concederle a todo el parlamento del personaje el mismo nivel. Prueben ponerlo todo en discurso indirecto y verán que ocurre lo mismo. Este último permite además evitar uno de los grandes problemas de verosimilitud que tienen las narraciones que abusan del estilo directo: Es imposible trasladar la oralidad al lenguaje escrito sin que pierda en el trasvase parte de su esencia. Por ello, los buenos narradores saben que casi nunca deben apelar al discurso directo de forma masiva: prefieren usar el indirecto y salpimentarlo con el estilo directo para lograr una combinación más rica. A veces incluso se pasan fácilmente al siguiente discurso que veremos en quince días: el discurso o estilo indirecto libre.

 

Clase XXIV. Discurso Indirecto libre Noviembre 2008

Decíamos respecto al discurso indirecto que es la manera más sencilla que tiene el narrador de recorrer grandes distancias del relato haciéndonos creer que es la voz del personaje la que escuchamos. En realidad es el narrador el que habla, a diferencia de lo que ocurre en el discurso directo, en que sí se escucha de viva voz al personaje. Pero a veces, el estilo indirecto presenta la inconveniencia de que su abuso destaca de manera evidente la presencia del narrador, cuando en realidad lo que quisiéramos es que el lector piense que está escuchando todo el tiempo al personaje. Ello se debe fundamentalmente a que la estructura de la frase utilizada en el discurso o estilo indirecto nos remite una y otra vez al narrador: «Dijo que». Es el mensajero el que termina por cobrar protagonismo y por eso no conviene abusar del indirecto. ¿Pero… y si no queremos tampoco abusar del discurso directo? No se olviden que en la consigna anterior advertimos que el abuso de este último ponía en evidencia la imposibilidad de trasladar correctamente la esencia de la oralidad al lenguaje escrito. Y es así porque el lenguaje oral está cargado de una serie de elementos no trasladables a lo escrito: el lenguaje fático, los gestos, los movimientos de cabeza, la entonación de la voz y las muchas inflexiones que llevan estas… elementos todos que al no acompañar al discurso en su tránsito al papel, hacen que este pierda fluidez y naturalidad. Por lo tanto, y volviendo a la pregunta: ¿Y si no queremos abusar del estilo directo o del indirecto? Aparece entonces el sutil y algo esquivo discurso o estilo indirecto libre. Este permite que la voz del personaje siga siendo interpretada por el narrador (cuando hablamos del indirecto o del indirecto libre, se observará que siempre se construye la frase en tercera persona). El indirecto libre suprime el verbo y la partícula del discurso indirecto simple. El efecto que causa es que parece que estuviéramos escuchando la voz del personaje, aunque en realidad este no habla. Y la línea que demarca la voz del narrador de la voz del personaje queda muy difuminada. Sólo un rastreo a consciencia nos lo hace patente. Veamos un ejemplo:

«Ernesto entró al comedor de su casa y ante la sorpresa de todos exigió que lo escucharan, él era un hombre libre y dueño de sus actos, y que a partir de ese momento no permitiría, no señor, que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Como todos se quedaron mudos, Ernesto prosiguió su encendida perorata. Él jamás iba a permitir que volvieran a inmiscuirse en su vida y fisgonearan su intimidad, caramba. Y diciendo esto, dio media vuelta y se marchó.»

Observen que nuestro encendido Ernesto en realidad jamás habla, pero por la forma de la narración, cualquiera diría que sí. Ello ocurre porque al suprimir el verbo y la partícula, el discurso queda fusionado, por decirlo así, con los fragmentos esencialmente narrados. Veámoslo convertido en discurso indirecto:

«Ernesto entró al comedor de su casa y ante la sorpresa de todos exigió que lo escucharan, dijo que él era un hombre libre y dueño de sus actos, y agregó que a partir de ese momento no permitiría, no señor, que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Como todos se quedaron mudos, Ernesto prosiguió su encendida perorata. Explicó que él jamás iba a permitir que volvieran a inmiscuirse en su vida y fisgonearan su intimidad, caramba. Y diciendo esto, dio media vuelta y se marchó.»

Como podrán observar, al introducir verbo y partícula hemos vuelto al indirecto, de tal manera que es fácil identificar la separación entre la voz del narrador y la voz del personaje. El indirecto libre (libre del verbo y la partícula) permite que se difuminen las fronteras entre lo narrado y lo hablado.

 

Clase XXV. El relato hiper breve I Noviembre 2008

Vamos a hacer un breve (y nunca mejor dicho) paréntesis en nuestras clases acerca de los discursos o estilos narrativos. Antes de abordar el discurso libre directo -que es el que nos falta- propondremos un tema que nos resulta muy sugerente: el micro cuento, microrrelato o, en palabras de uno de los cultores más exquisitos del género, Juan Aparicio, «relato cuántico». Es interesante esta acepción pues, como saben, de una partícula cuántica sólo se pueden preguntar dos cosas mutuamente excluyentes: cuál es su trayectoria o dónde está. Algo similar ocurre con el micro cuento o el cuento cuántico, pues su rotundidad obedece a una máxima economía que hace imposible preguntarse muchas cosas sobre él so riesgo de que las respuestas lo anulen.

Se le llame como se le llame, el caso es que la esencia del relato hiper breve, su fugacidad, su paso raudo por nuestra lectura es casi como la sombra de un pájaro en pleno vuelo. No es un género reciente y además tiene cultores brillantes, entre ellos el propio Hemingway cuyo brevísimo relato resulta estremecedor y dice así: «For Sale: Baby shoes, never worn.» (más o menos: «En venta: zapatos de bebé, nunca usados.» Y también claro, nuestro paradigmático Augusto Monterroso y su dinosaurio. ¿Qué es pues el relato hiper breve? Es la absoluta condensación de una historia, su puro núcleo, y funciona igual que un organismo más complejo pues tiene personajes, trama, una dirección…pero sobre todo, aunque no siempre, una elipsis. Es decir que en esos casos el centro del micro relato es vacío, sólo sugerido, nada más que alusión -e ilusión- como en el caso del cuento de Hemingway o en el del propio Monterroso, que no trascribo aquí porque me da pereza teclear tanto. Un micro cuento es a veces una semilla, pues bastan unas pocas frases para que el lector adivine qué germinará al terminar de leerlo. A veces su núcleo es también su resolución, como una sorpresiva escena final que termina por reacomodar toda la lectura previa.

 

Clase XXVI. El relato Hiper breve (…y II) Noviembre 2008

Decíamos en la clase anterior que la clave de una composición narrativa tan breve es su sugerencia. Así, ésta actúa como el propio motor de la historia y a menudo, aunque no siempre, su eficacia radica en el giro final, en el brusco cambio de dirección que encara el texto, iluminando como en un chispazo las líneas anteriores. Habrán observado que a más brevedad, más densidad, por lo que mientras el cuento se comprime y repliega en unas breves líneas más es el alcance de la sugerencia. No es que un cuento breve sea más ligero, superficial o rápido que uno de más páginas, nada de eso: es más compacto, por decirlo así, como un acordeón replegado. Por lo tanto podemos decir que, en el sentido inverso, mientras el cuento se expande, más abundantes pueden ser los detalles y las precisiones, mayor el ángulo de iluminación de los personajes: ahora puedo verlos en acciones más nítidas,  escuchar sus diálogos, sus reflexiones e incluso las del narrador. No es pues la extensión de un cuento lo que determina su calidad, sino el grado de «compresión» que este comporta. Por lo tanto, hay cuentos de diez páginas que pueden resultar excesivamente cortos y otros de una página a los que les sobra la mitad. Saber cuándo un cuento requiere una página, cinco o quince es una exquisita alquimia que el buen narrador debe manejar con criterio, intuición y… oficio.

Respecto a nuestro trabajo de la semana que culmina,  muchos epitafios han estado francamente bien, pero otros han sido ganados por un «toque Groucho» y, sin desmerecer el ingenio mostrado, no han  sabido dar en la diana, pues la idea del epitafio que proponíamos era que sus dos o tres líneas pudieran sugerir una vida, un oficio, una situación particular del personaje. No se trataba de un epitafio en el sentido literal sino de aprovechar su brevedad y su intensidad para encausar un micro cuento.

 

Clase XXVII. El discurso libre directo Noviembre 2008

Y bien, después de un par de semanas hablando y escribiendo sobre el micro cuento, hemos llegado – creo que sanos y salvos– al último de los discursos o estilos narrativos. Esto no quiere decir que estas cuatro fórmulas o maneras que tiene el narrador de hacer participar con su voz a los personajes sean las únicas: en realidad, la mezcla de estas fórmulas permiten riquísimas y interesantes combinaciones que le dan al texto literario una extraordinaria calidad, si se saben utilizar bien. No siempre sirven todos los discursos para todos los casos y depende de la intuición pero sobre todo del oficio saber manejarlos adecuadamente y lograr los efectos que querramos. Básicamente, los discursos sirven para suplantar los énfasis y las inflexiones de voz -junto con el tono y el ritmo narrativo, como vimos en consignas anteriores- que se dan en la vida «real» y que permiten que un texto simule esa misma realidad airosamente. El último de los discursos que vamos a ver es el libre directo y resulta muy sencillo, toda vez que gracias a una conjunción dentro de la frase, cambia su sentido y pasa de la tercera persona a la primera, o viceversa. Veamos un ejemplo:

«Entraron al bar y cuando vino el camarero pidieron una ronda de cañas, un plato de jamón, dos de tortilla, aceitunas y tráenos también un revuelto de gambas…»

O veamos el que usa Anderson Imbert, que también ayuda a ver mejor el uso del discurso libre directo:

«…entonces le dio una bofetada para que aprendás a respetar a tu padre.»

Como pueden observar, ambas frases se inician en tercera persona («Entraron al bar», «Entonces le dio una bofetada») para de inmediato y sin previo aviso, pasar a la primera persona («tráenos también un revuelto de gambas») («…aprendás a respetar a tu padre») esto crea un curioso ritmo de la narración, que permite la entrada intempestiva de la voz del personaje en plena acción del relato, sorprendiendo al lector, aunque sin sacarlo de la situación. Ello se logra gracias a la conjunción, en el primer ejemplo de la «y» que parece continuar con la enumeración de los platos que se solicitan, pero que en realidad sirve para cambiar la dirección de la frase y trasladar a la primera persona del plural. Otro tanto ocurre en el segundo ejemplo con el «para» que establece un puente entre la primera parte de la frase y la segunda, ya completamente en primera persona, en la voz misma del personaje. El uso de este discurso puede permitir darle a un texto mayor intensidad y sobre todo, plasticidad.

 

Clase XXVIII. El conflicto I  Diciembre 2008

Aunque hay tantas definiciones del cuento como personas se han lanzado a dar su propia opinión sobre el asunto, casi siempre parece que un cuento se define  mejor por aquello que no es, como sugiere Guillermo Samperio en «Después apareció una nave», su excelente y altamente recomendable manual para nuevos cuentistas. Sin embargo, hay una característica esencial en todos los cuentos que justifican su razón de ser y cuya presencia es condición sine qua non para el mismo: el conflicto. Sin un conflicto, ese desarrollo de una anécdota o peripecia que es el cuento -en palabras de Mario Benedetti-, no podría adquirir carta de ciudadanía. En algunos casos es explícito, en otros apenas sugerido, y en otros más casi un hálito de incomodidad que sobrevuela las páginas del cuento. Y aunque a simple vista parezca una verdad de Perogrullo, nada más lejano a la realidad, pues ahí precisamente es donde naufragan las mejores intensiones y las más ricas de las prosas. De nada sirve escribir condenadamente bien si no sabemos elegir un conflicto para resolver. Ese conflicto, es decir, esa oposición de fuerzas que coloca al personaje en una situación que exige definirse llega a su punto culminante en el nudo o núcleo de la historia. Y este es ubicable porque es el punto a partir del cual nada de lo que se cuente modifica la misma: todo lo que se narra después aporta las últimas costuras, las explicaciones postreras, los detalles que alumbran mejor lo ya dicho. Y eso es, precisamente, el desenlace.

De manera pues que el conflicto es el elemento que aglutina y da coherencia a los demás elementos de la construcción narrativa, a saber: la trama, la acción y el personaje.  Desde el principio de la narración todo parece disponerse para llegar allí, sin obstáculos y sin desfallecimientos. La trama avanza gracias a la acción y ésta empuja al personaje hacia ese conflicto, esa situación crítica que requiere que este encuentre una resolución, aunque a veces ni siquiera esté en sus manos, sino en las fuerzas ocultas que el narrador coloca frente a nuestros ojos. Esta situación crítica obliga al personaje, a través de un desarrollo -que puede ser paulatino o repentino- a modificar su conducta o su esencia: El hombre noble al que un infortunio convierte en rencoroso o amargado; la revelación sorpresiva de un secreto familiar que enfrenta a dos hermanos; el alcanzar un deseo que se revierte contra uno mismo… todas son situaciones que revelan un conflicto, ese elemento esencial de un buen cuento.

 

Clase XXIX. El Conflicto II Enero 2009

Decía Ortega y Gasset que en la vida del hombre hay circunstancias y decisiones. Incluso, cuando hastiados de tener que decidir a cada paso nos inhibimos de hacerlo, estamos tomando una decisión. Algo similar les ocurre a los personajes de los cuentos, aunque en algunos casos se podría hablar más bien de circunstancias y «tropezones», ya que los personajes tropiezan con los hechos puestos allí por el narrador y nada de lo que hagan logra cambiar el destino que les hemos trazado con frío pulso. Los conflictos narrativos son artificiales, es cierto, pero en su resolución el narrador puede mostrar las contradicciones que a diario enfrentamos los seres humanos. De allí que un buen cuento está organizado no como un artefacto sino como un organismo, pues mientras más complejo, resulta mucho más dúctil y subjetivo, a veces incluso paradójico en sus situaciones. Por eso es tan importante saber qué clase de conflicto enfrenta nuestro personaje, pues de ello depende su reacción. Y el buen escritor debe «ver» sin lugar a dudas ese conflicto, conocer con exactitud cuál es el dilema o resistencia que enfrentan sus personajes.

Aunque con muchas variantes, estos conflictos pueden evidenciar tres clases de pugna o lucha: contra un antagonista, contra uno mismo (una cuestión moral, por ejemplo) o contra la fatalidad, es decir contra hechos o fuerzas cuyo control escapa de las manos del personaje. Naturalmente, estas tres posibilidades de conflicto comprenden a su vez un variado registro de sub contingencias, pero es importante para el escritor discernir entre estas formas básicas, pues de ello depende no errar a la hora de acometer un cuento: saber exactamente qué es lo que quiero contar, contra qué se va a enfrentar mi personaje.

 

Clase XXX. El tiempo en la ficción (I) Enero 2009

Como sabemos, el tiempo es todo menos lineal y aunque esta aseveración pueda requerir una explicación que trasciende los límites de nuestras clases, es suficiente para nosotros saber que el tiempo es relativo y que su medición depende de muchos factores. Baste también saber que ello mismo ocurre en el territorio de la ficción, donde el tiempo es caprichosamente manejado por el narrador, quien decide la distancia desde donde se posicionará para contar los acontecimientos. Acaso le convenga contar en pretérito indefinido, o quizá en presente… pero también debe elegir si contará la acción desde la situación más remota o desde la inmediatez de los acontecimientos para ir descendiendo poco a poco en las situaciones previas a lo que narra a fin de entender mejor la historia. O quizá le interese fracturar el tiempo y mostrarnos ángulos temporales distintos, como ocurre a menudo en las novelas: tan pronto nos remiten a la infancia del personaje como nos llevan en el siguiente episodio a una situación actual. Esta también es una disquisición larga y puntillosa, pero con vistas a simplificar podemos decir que hay tres tiempos en una narración, y de la elección y mezcla que hagamos de ellos depende lo acertado del fluir de la historia. Estos son: el tiempo cronológico, es decir la sucesión ordenada y correlativa de los acontecimientos, desde el principio hasta el fin; el tiempo verbal que elegimos para contar: presente, pretérito, futuro, mezcla de ellos, etc; y el tiempo estructural o narrativo, que es la posición desde donde elegimos contar la historia, el arranque de la misma y que no necesariamente coincide con el tiempo cronológico. De manera que mi historia puede empezar en junio de 1914 (tiempo cronológico) pero yo principio a contarla en marzo de 1994 (tiempo narrativo o estructural) y decido que comenzará con la frase: «Yo había dejado mi bicicleta en el jardín.» (que es el tiempo verbal, este caso el pretérito pluscuamperfecto). De hecho, dicha elección la solemos hacer de forma natural e inconsciente, de manera que estos planteamientos nos deben servir simplemente para calibrar la complejidad de una historia, por simple que pueda parecernos en un primer momento. También puede que nos sirva a la hora de corregir un texto, eligiendo con más cuidado nuestro ángulo temporal. De hecho, nuestro ejercicio de esta semana tiene que ver mucho con esta elección.

 

Clase XXXI. El tiempo en la ficción (II) Febrero 2009

Naturalmente, como hemos visto en la clase pasada, la elección de nuestros tres tiempos a la hora de elaborar una ficción requieren paciencia y astucia, saber calibrar con cuidado desde que ángulo voy a contar mi historia, pues algunas requieren la solidez de un tiempo cronológico bien articulado y férreo mientras otras exigen saltos temporales y una flexibilidad en los tiempos verbales que le den mayor plasticidad. Y aunque la elección del tiempo verbal suele ser más clara y casi siempre escorada al pretérito (pues ello nos suele otorgar una amplitud de maniobra mayor que otros tiempos), no suele resultar muy clara la elección del tiempo cronológico, casi siempre en contrapartida con el tiempo narrativo o estructural. Es necesario saber que estos dos tiempos rara vez coinciden, pues una de las máximas de la buena narración es generar interés en lo que se cuenta y esto, en contra de lo que piensan algunos, no está en la historia en sí, sino en cómo la contamos. Nuestro lenguaje y nuestra estructura. Si empezamos por el punto más remoto de la historia y seguimos indesmayablemente hasta el final, lo más probable es que desinflemos la tensión, pues no hay anticipación ni suspense y ni siquiera suspensión de los acontecimientos. De manera que lo primero que vamos a tener en cuenta es que los hechos se proponen o bien simultáneamente o bien sucesivamente. Y ello presenta una serie de singularidades, como veremos en las próximas sesiones.

 

Clase XXXII El tiempo y la estructura narrativa (I)  Febrero 2009

El tiempo, como hemos estado viendo hasta ahora, es el primer elemento de una estructura narrativa, después del lenguaje. Así, los acontecimientos de una narración, temporalmente hablando, pueden presentarse de múltiples formas, atendiendo a la elección que hagamos de nuestro tiempo cronológico y de nuestro tiempo narrativo o estructural. De manera que una  historia puede escribirse de manera alternada, gracias a la técnica del contrapunto, que nos va contando dos historias intercaladas y por lo general diferenciadas entre sí gracias al uso de episodios o capítulos alternos. También puede presentarse fracturando su tiempo, intercalando fragmentos de la historia sin seguir un orden cronológico, como si fuera un collage temporal. Tan pronto vemos una escena del presente, como una del pasado remoto u otra del pasado inmediato, generando en el lector la necesidad de reorganizar cronológicamente los hechos.  De igual modo, podemos contar la historia desde una múltiple perspectiva temporal, en la que cada personaje es seguido desde un tiempo distinto a  fin de que sea el lector, nuevamente, el que organice la secuencia cronológica de los acontecimientos… Naturalmente estas organizaciones temporales se dan más bien en las novelas, cuya extensión permite este tipo de desenvolvimientos narrativos, pero sobre todo atienden a una estructura mucho más compleja habida cuenta de la participación de más personajes y tramas más arborescentes.  Y a veces, esta perspectiva modifica también la apreciación de los hechos ocurridos o la de los propios personajes, pues alterando el ángulo desde donde se observan las cosas, estas pueden no parecer las mismas… Por ello, creemos necesario recomendar la lectura de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, Mientras agonizo, de William Faulkner y Quién de nosotros, de Mario Benedetti.

 

Clase XXXIII. El tiempo y la estructura narrativa (II)  Marzo 2009

Es frecuente que en nuestro taller, como en muchos otros, se hable de estructuras narrativas… aunque a menudo no sepamos bien a qué nos estamos refiriendo. Y encontrarán muchos libros sobre los que se hable de manera más o menos profusa, más o menos profunda y más o menos clara de ello. Pero a nosotros por ahora nos basta con saber que al hablar de estructura narrativa básicamente nos estamos refiriendo a la correlación articulada de lenguaje, composición argumental y esquema de este último, que a su vez comprende (1) las situaciones iniciales, (2) los conflictos o complicaciones, (3) la resolución y (4) el desenlace o situación final. La estructura de una narración es pues su andamiaje, aquellas líneas de tensión sobre la que se sustenta la historia. Necesitamos así un umbral o marco narrativo que es la presentación de los personajes y del escenario donde se desarrolla la acción. Este se propone como el espacio para el acontecimiento desencadenante, la chispa que genera los acontecimientos al romper el equilibrio formulado al principio de la narración y desencadena el conflicto y las acciones que se manifiestan para resolver este último (ya vimos en clases pasadas este núcleo) y finalmente el desenlace al que se llega una vez superado el conflicto. Por supuesto, este planteamiento teórico nos puede ayudar a entender mejor el mecanismo interno de una narración, pero de ninguna manera nos ayudará a formularlo. Para lograr esto último, lo mejor es proponerse alguna tarea práctica que nos ayude a entender mejor esta situación, además de analizar algún cuento y acertar con su arquitectura.

 

Clase XXXIV. El suspense  Marzo 2009

En contra de lo que se cree comúnmente, el suspense no sólo es un género literario derivado del Romanticismo, sino «un procedimiento narrativo basado en una diferencia informativa entre personaje y espectador, donde este último conoce datos fundamentales que desconoce el personaje», como señala Prosper Ribes en su estupendo libro «Elementos constitutivos del relato cinematográfico». Ello es perfectamente válido para una narración literaria. De hecho, el paso entre un acontecimiento y otro en el esquema narrativo de una ficción se formula generando en el lector esa urgencia por confirmar que lo que piensa que va a ocurrir ocurrirá, o bien desmintiendo tal convencimiento con un último giro argumental. Pongamos atención: mediante el suspense no se trata de sorprender al lector de manera manifiesta sino de sugerirle la posesión de un conocimiento del hecho narrativo que no está en manos del o de los personajes. El mejor ejemplo de esto es la Crónica de la muerte anunciada de García Márquez, que tomamos como muestra por ser también un libro conocido por todos o casi todos. No se trata aquí de saber si van a matar o no a Santiago Nassar, sino cuándo y cómo van a coincidir sus asesinos con él, pues desde el principio, desde el mismo título, sabemos que así va a ocurrir.

 

Clase XXXV. Una vuelta de tuerca sobre la focalización  Abril 2009

Hasta el momento hemos trabajado con los narradores definiendo sus posiciones: como primera o tercera persona, como narrador testigo, protagonista o deuteroagonista… pero ahora vamos a insistir un poco sobre la focalización. Puesto que se trata de la manera en que se posiciona el narrador con respecto al personaje y al hecho narrado resulta indispensable manejar algunos conceptos para entender cómo funciona y qué posibilidades ofrece dicha posición en el relato. Digamos pues para empezar, que la focalización es el ángulo donde se emplaza el narrador para contar la historia. Viene a ser algo así como la «cámara subjetiva» que se coloca tan cerca de un personaje que parece que fuera él quien nos cuenta la historia. En atención a sus posibilidades, y según Gérard Genette, hay tres tipos de focalización: La primera es la focalización de grado cero, y ocurre cuando el narrador tiene amplia libertad para circular en el relato eligiendo su ángulo de visión: tan pronto salta de un personaje como se desplaza hacia otro y cuenta desde una y otra perspectiva. Resulta así completamente insubordinado respecto a sus personajes. Corresponde, como se puede colegir por lo dicho, al narrador omnisciente.

La focalización interna restringe su conocimiento a la mente del personaje o, en palabras de Genette, a la mente figural. Este narrador se ciñe a la observación de una menta figural exclusiva (focalización interna fija) o a la de algunos personajes (focalización interna variable). Un buen ejemplo de ello puede ser la novela «Mientras agonizo», de William Faulkner, de la cual también hablamos cuando nos referimos a los narradores. En ambos casos, la focalización condiciona el relato y lo que se cuenta en él, pues solo vemos el hecho narrativo desde una o unas posiciones limitadas. Finalmente tenemos una focalización externa, posición narrativa opuesta a la anterior por el hecho de que todo lo que se cuenta esta fuera de la mente figural, es decir, el focalizador observa y relata lo que ocurre en el espacio narrativo pero no puede acceder a la mente figural. Es una posición restringida respecto al personaje. Estas tres maneras de encarar el ángulo narrativo muchas veces dan saltos, se entrecruzan y mudan con velocidad, pero básicamente podemos concluir en que los relatos siempre eligen un ángulo desde donde se narra, y este no necesariamente coincide con la visión de los personajes.

Clase XXXVI La analepsis o flash back  Abril 2009

Como hemos podido observar en clases anteriores, especialmente cuando hablábamos del tiempo narrativo y del tiempo estructural, la posición del narrador está íntimamente vinculada al tiempo desde donde cuenta. El narrador elige un momento para empezar a contar la historia y a menudo este tiempo (estructural) no coincide con el tiempo cronológico, es decir con la línea trazada desde el punto temporal más remoto de la historia hasta el más reciente. Pero también ocurre que a veces ese tiempo se disloca y se hace astillas ante nuestros ojos porque el narrador ha decidido saltar de un momento a otro. A veces ese salto se hace pausadamente, a veces ocurre sin previo aviso. En algunos casos ocurre en capítulos alternos y en otros bastan unas frases para romper ese tiempo. A esto último lo llamamos flash back.

Se trata de una técnica narrativa de uso bastante frecuente y que nos permite condensar la historia pasando brevemente por hechos pretéritos que alumbran el momento presente de la narración. Mucho más explícito como técnica cinematográfica el flash back es, sin embargo, un recurso narrativo que encontramos en muchas novelas y también en algunos cuentos. La analepsis o flash back es una brusca y repentina alteración del tiempo que rompe la secuencia cronológica y nos traslada al pasado de la narración. Es una ruptura fugaz, a menudo desconcertante para el lector, pues a diferencia del racontto -que veremos más adelante- no parece tener lógica e incluso a veces rompe la cadencia sintáctica, como si fuera una burbuja de tiempo pasado que estallara en las tranquilas aguas del presente narrativo: como en esas películas en las que aquel personaje amnésico empieza a recordar fragmentos de su pasado y la secuencia nos los presenta como víctima de visiones fugaces, repentinas.

El caso contrario es el de la prolepsis (flash forward), que es un salto repentino hacia delante, aunque la mecánica sea la misma que la de la analepsis. Conversación en la catedral, de Mario Vargas Llosa es un ejemplo contundente de este recurso, menos frecuente, pero muy útil en la narración. En ambos casos se utiliza para ofrecerle al lector un dato necesario a la hora de entender el argumento.

También ocurre que tanto la analepsis como la prolepsis suelen darse de manera más bien lenta, como veremos en la próxima clase.

Les dejamos un cuento del escritor peruano Richar Primo, quien ha tenido la gentileza de enviarlo, para que vean cómo funciona el flash. De igual manera, les recomendamos la lectura de Tiburón, cuento de Edmundo Paz Soldán en el volumen Amores imperfectos (Alfaguara).

 

Clase XXXVII. El racconto  Mayo 2009

Como vimos en la clase anterior, la analepsis es un recurso literario cuyo funcionamiento propone un fragmento de la narración que, planteado de manera retrospectiva, rompe la secuencia cronológica de un relato. Y vimos de manera especial una forma de analepsis que el flash back. Ese chispazo repentino del pasado que viene a iluminar una secuencia del presente. Como hemos podido observar en los textos enviados, muchos no tuvieron en cuenta que el fragmento de flash back no es una rememoración: es un corte vertical en el relato, es un trozo limpiamente extraído del pasado y puesto en medio de una situación presente, por lo que se narra también en presente, como si estuviera sucediendo en el mismo momento, una interferencia que deja perplejo al lector y que sirve para hacer comprender mejor el funcionamiento de un cuento.

Pero no sólo el flash back sirve a este propósito. El racontto es otra forma de analepsis donde el narrador propone una intensa y amplia mirada retrospectiva para desarrollar el texto. El narrador suele posicionarse en tiempo presente en los primeros párrafos y desde ahí lentamente va descendiendo por la madeja de situaciones que han llevado a los personajes hasta allí, a menudo con tal intensidad que el lector pierde momentáneamente la conciencia de que en realidad todo es un recuerdo y es menester llevarlo nuevamente al presente con una frase que rompa la fluidez de la inmersión en el pasado. Observen este párrafo del cuento Tu ojos que me olvidaron tarde (del libro de cuentos Hasta luego, míster Salinger) del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez:

«Tú no entenderás lo que te digo. Sólo tus ojos retienen esa mínima ternura que fuimos. La repiten. La repitieron hace un rato. Y luego todo se disipó con sutileza. Cualquiera que nos hubiese contemplado hace unos instantes (el propio Iñaki que ahora baila contigo) habría tenido muchos problemas para saber que el año pasado éramos una figura inseparable en los pasillos de la universidad; tardes de cerveza helada; comida tailandesa; horas completas escuchando música electrónica, discutiendo las noticias del periódico; madrugadas en las calles más oscuras y feas de la ciudad para mordernos, explorarnos, para conocer que nuestras pieles también tenían el sabor del humo y la madera y las frutas y los árboles y las ventanas y las aceitunas y el papel y la cebada  y.

¿Ves? Hace meses que no pienso en estas cosas.»

En el racontto, todo resulta sutil y a menudo lento: casi siempre el narrador propone las líneas iniciales de los párrafos para situar al o a los personajes en un momento presente y desde allí ir rememorando poco a poco la cadena de acontecimientos que los han llevado hasta ese momento. Lean por favor El Camino, de Miguel Delibes, o también Pedro Páramo, para que vean como ambas historias se proponen como raconttos. También, si no los tienen a mano, pueden volver a leer el cuento de Fernando Iwasaki que colgamos en la clase XIII del nueve de mayo, El vuelo de la libélula, donde podrán observar cómo muchos de los primeros párrafos están en tiempo presente y son sólo una excusa para que el personaje rememore su pasado y vuelve -atención al dato- al momento inicial.

 

 

Clase XXXVIII. La metáfora de situación  Mayo 2009

Como todos sabemos, la metáfora es una figura literaria que establece una relación entre dos elementos y que gracias a la cual uno de ellos pasa a ser el sentido figurado del otro. Hay una comparación tácita que permite que este mecanismo funcione y que el lector acepte la frase «sus dientes eran perlas». Se trata de una metáfora básica que expresa no sólo el color, sino también una textura, un brillo, un cierto lujo que refuerza la idea de dientes sanos, agradables. (Aunque la metáfora sea ya manida…) Estas metáforas, llamadas de primer nivel, ponen en contacto dos elementos de forma más o menos explícita, como podemos deducir por el ejemplo citado. Pero también existen otras metáforas, llamadas de segundo nivel o de situación que permiten una conexión menos directa entre dos realidades, haciendo que ambas se insuflen vida, se contaminen -por así decirlo- mutuamente. Ya no se trata simplemente de dos elementos, uno de los cuales representa al otro, de manera figurada. Ahora hablamos de todo un sistema de elementos vinculados tácitamente entre sí y que, a ojos del lector, apenas dejan ver sus lazos. Se podría decir que no son del todo perceptibles en una primera lectura pero impregnan el ánimo del lector de manera contundente. Así, si lo que deseamos es contar la historia de un hombre que tiene problemas con su jefe y con sus compañeros de oficina, a través de una metáfora de situación podemos describirlo luchando contra la fotocopiadora, con la estrechez del cubículo que le han designado, atendiendo llamadas telefónicas que no le corresponden… elementos todos estos que permiten al lector establecer una conexión sutil con lo esencial: sus problemas laborales con los demás.

 

Clase XXXIX. La construcción del escenario  Mayo 2009

Una buena narración tiene siempre un espacio, un lugar físico donde ocurren las peripecias que les suceden a los personajes, de lo contrario, el lector tendría siempre la sensación de que las voces de estos así como la accion entera se esfuma, convirtiéndose en una mera abstracción. Si no hay escenario, las palabras no producen las imágenes imprescindibles para que el lector deje de leer y empiece a «ver», a descubrir ese sueño vívido y continuo del que habla John Gardner en su libro Para ser novelista. Pues bien, ese escenario donde transcurre la acción se recrea teniendo en cuenta, al menos, dos aspectos. Por un lado, debe estar lleno de objetos, quiero decir de cosas tangibles, fácilmente identificables como únicas gracias a los pequeños detalles que las individualizan y les confiere la nitidez de sus contornos gracias a adjetivos limpios, brillantes, así como a comparaciones plásticas que nos alejen de la abstracción. El segundo aspecto requerido para la construcción del escenario son los verbos que conectan a estos elementos y que permiten que la descripción no sea estática (ver la clase II, dedica a tal propósito) sino que parezca fluir en la página. De manera pues que estos sustantivos y sus respectivos adjetivos, así como los verbos  que indican acción y desplazamiento producen un conjunto dinámico, plástico, lleno de sugerencias. Fijaros en este fragmento de El mono aullador de los manglares, la excelente novela de Ibsen Martínez:

«Antonieta invitó a Katberine Mansfield, Virginia Woolf, Julia Kristeva, Marguerite Duras y Ana Ajmátova a una velada cuya piéce de resistence sería mirar la transmisión de Trono de Sangre.  Las cinco fueron llegando desde el anochecer, con intervalos de quince minutos entre una y otra. Hacían con el claxon la señal acordada con Antonieta para que yo bajase a recibirlas.

Recuerdo haber dicho ya que el apartamento fue regalo de bodas del padre de Antonieta. No he dicho que se trataba de un apartamento de tercera mano, en el cuarto piso de un edificio sin elevador, construido durante el boom petrolero de los años cincuenta. Vivíamos en un distrito que abraza al golfo que en el mapa de Caracas dibuja la Ciudad Universitaria.

La nuestra era una calle fresca y corta, de aceras arboladas, y en ella las latiniparlas estacionaban sus escarabajos y para cuando yo salía a su encuentro ya habían encendido el primer cigarrillo. Hubo una de ellas -¿Katherine Mansfield? ¿Virginia Woolf? ¿La Duras?- que ensayó el ascenso sin dejar de fumar. Fumaba escalando -o escalaba fumando- y se detenía, jadeante, en cada entresuelo.

Cada latiniparla trajo un paquetito con una delicadeza que añadir al obsequio de vinos, quesos y carnes fiambres que Antonieta había dispuesto.»

Pueden ver el acierto de la descripción, la manera fluída en la que los personajes suben, escalan, fuman, salen al encuentro, disponen… así como los adjetivos que le dan luminosidad y plasticidad a lo que describe: la calle es «fresca y corta», el apartamento está en el «cuarto piso de un edificio sin elevador»… lean con atención el fragmento y verán que nítido y qué preciso nos resulta todo. Ello porque el narrador ha esquivado los verbos obvios, polisémicos, por otros que dotan al escenario de singularidad. Ha evitado los lugares comunes, las abstracciones y la vaga generalidad prestando atención a sustantivos y adjetivos precisos, originales, llenos de vida.

 

Clase XL. La construcción del escenario (y II)  Junio 2009

En la construcción del escenario no hay solamente esas palabras que constituyen frases y esas frases que componen párrafos finalmente organizados en escenas, no; en la construcción del escenario, además de adjetivos bien utilizados y novedosos (sin ser extravagantes), de verbos conectores que permiten establecer un circuito entre ellos y proporcionarle fluidez a la representación que hemos creado para los lectores/espectadores, también encontramos otro nivel descriptivo que permite definir con mayor precisión y plasticidad el orden más abstracto de lo que estamos mostrando, es decir, la parte intangible de nuestro escenario, aquel que está dotado del espíritu que queremos conferirle a un lugar preciso: la casa del viejo general retirado, el decrépito hospital donde pasa sus últimos días un anciano, la penumbra fresca de la casa solariega donde nuestro personaje vive un verano siendo niño. No basta pues que este escenario sea nítido, luminoso, movilizado por verbos que sugieren acciones y potencia, es decir, por el movimiento de los personajes. Hay además que insuflarle un cierto carácter, una personalidad determinada, por decirlo así. Y para lograrlo, el narrador debe pensar detenidamente qué es exactamente lo que quiere representar: la época en la que ocurre o más bien, el espíritu de la época en la que ocurre, de tal manera que el lector entiende ese pequeño espacio que es el escenario narrativo como una parte proporcional de algo más grande: la época, por ejemplo, o si la sociedad de la que forma parte es conservadora, progresista, está sumida en el caos… o bien si el entorno familiar del personaje y del escenario donde se mueve es íntimo, amable, hostil. Veamos la descripción que hace Antonio Muñoz Molina del Café Moka, en Ardor guerrero, para entenderlo un poco mejor.

«En el Moka el comercio invisible de la heroína era como una danza de fantasmas repetidos en los espejos, moviéndose en apariciones y huidas simultáneas, y las caras expectantes y ansiosas se duplicaban aritméticamente en un delirio visual que acentuaba el efecto del hachís y se volvía baile de vampiros por la luz fluorescente que bañaba el lugar, una luz de nevera que hacía aún más pálidas las caras más pálidas de San Sebastián y subrayaba el dibujo de las venas en los brazos, el brillo de las tachuelas y de los colgantes metálicos y el color negro de las ropas que vestían los yonquis y las yonquis, los reflejos de piel de reptil de la cazadoras y las botas de cuero de los yonquis más pijos.

El café Moka tenía en la puerta un letrero caligráfico de los años cincuenta, una dignidad ajada de espejos y mármoles que conocieron tiempos mejores: contaban que había sido un sitio de mucho prestigio en San Sebastián, una tienda de toda la vida en la que se molía para los clientes el mejor café o se le servía humeante, aromático y negro en pequeñas tazas de porcelana, pero ahora era una lonja de los venenos más letales y una ruina invadida por los primeros zombis de la década. El camarero, fortificado en su taquilla circular, servía y cobrara los cafés y no miraba a nadie a los ojos ni decía más que el precio de cada consumición.» ( Ardor Guerrero. Alfaguara, pág. 320-321)

 

Clase XLI. La importancia de un buen inicio  Junio 2009

Tanto en una novela como en un cuento las primeras frases tiene una importancia capital en el desarrollo de la historia. Naturalmente, no de la misma manera pues el cuento requiere el brío de la inmediatez, mientras que la novela echa a andar desplegando muy lentamente la fuerza necesaria para poner en marcha una historia de muchas páginas. En el cuento, que es el caso que nos ocupa, la dificultad de un buen inicio tiene que ver con la capacidad del narrador para mostrar en pocas palabras las líneas de tensión de toda la historia, de manera condensada y al mismo tiempo sugerida. Quiere decir que esas primeras líneas del cuento deben registrar todo lo que se va a contar… pero naturalmente sin revelarlo, apenas apuntándolo. También deben ser líneas sugestivas, que más que ofrecer una respuesta se formulen como una pregunta, como un enigma, como algo que nos invita a seguir leyendo: el inicio de un buen cuento suele plantear una crisis. Y casi nunca se limita a describir una situación estática o un mero paisaje pues eso suele quitarle a la historia el ímpetu necesario para arrancar: «El sol ya se ocultaba en el horizonte y los pescadores lentamente volvían a sus casas comentado la dura jornada….» pues no. La cuestión es que el inicio debe ser fundamentalmente dinámico, ágil, lleno de preguntas e imágenes. Muchas veces ese primer párrafo tiene que trabajarse, pulirse o simplemente borrarse, pues como sabemos por experiencia, lo primero que uno escribe a la hora de abordar un cuento, no siempre es lo que queda en la última versión, por eso propónganse un ejercicio: cuando tengan el cuento terminado busquen quitar, sin más, las primeras cinco o diez líneas del texto y pregúntense si acaso así no entramos directamente en materia, si acaso no estamos suprimiendo líneas innecesarias. Verán entonces en cuántas ocasiones esas primeras líneas no sirven o son muy flojas, o muy explícitas, o demasiado estáticas.

EN JULIO SÓLO COMENTARIOS SOBRE EL BEST SELLER Y EL FUTURO DEL LIBRO.

EN AGOSTO NO APARECEN NUMERADAS LAS CLASES

 

La construcción de la novela (I)  Agosto 2009

Cada vez estoy más convencido de que escribir una novela no es inventar un mundo, es descubrirlo. Me explico: hay un momento en que nuestra invención, -la trama de la novela, la biografía de los personajes, la exactitud de las relaciones entre ellos- ha generado una malla tan complicada, vasta y exacta de interconexiones, que termina por superarnos. Y es entonces en que el novelista intuye que hay un mundo del que él apenas conoce una mínima parte. Se trata de un universo complejo que el hecho de escribir va descubriendo lentamente ante sus ojos, y produciendo en su ánimo la exasperante ofuscación de quien se esfuerza por atrapar un recuerdo lejano o un sueño. Naturalmente, para que esto ocurra, es necesario haber dedicado infinitas horas a poner en marcha el andamiaje de esa suerte de pesada máquina renacentista que es la novela. En contra de lo que habitualmente se cree, la novela requiere una estrategia que sólo se vislumbra después de muchas, muchísimas horas batallando con obstinación con la bruma inicial.

Por eso, para escribir una novela hay que tener una cierta vocación esquizofrénica, una arriesgada actitud de entrar y salir de ese otro mundo en construcción (o en proceso de descubrimiento) mientras mantenemos un pie en este, en el real, en el mundo de lo cotidiano, donde llora un hijo, suena el teléfono, llama un colega para tomar las cañas o, como dice un vieja amiga mía: «si no es una cosa, es tu madre». Sin ese proceso de abstracción absoluta es imposible entender el universo de la novela que estamos generando y que sólo puede estar lleno de exactitudes, exactitudes autorreferenciales claro. Una novela es una mentira con todas las coartadas posibles. El novelista lo intuye. Y hacia allí avanza.

 

La construcción de la novela (II)  Agosto 2009

Una novela, como toda buena ficción literaria, esta fundada no en la veracidad de lo que cuenta sino en la persuasión con que se cuenta. Esto significa que resulta ocioso buscar en ella elementos de la realidad que se ajusten incontrastablemente a la misma. La novela, habíamos dicho, es fundamentalmente autorreferencial, lo que significa que su grado de realidad -de persuasión- depende por completo del rigor con el que sus elementos constitutivos se nutran entre sí, se expliquen sin exceder el marco donde operan. El lector que se alarma porque en Soldados de Salamina, de Javier Cercas se apele con tanta contundencia a hechos y personajes que han existido pero que sin embargo no responden con exactitud a la veracidad histórica está cometiendo un error de fondo: se ha acercado a la novela buscando un ensayo, una pieza sociológica o histórica en lugar de acercarse a ella buscando su carácter esencialmente equívoco, vale decir, novelístico. Pero ello suscita, para el novelista, un problema que debe ser capaz de resolver: el de la persuasión. El novelista debe ser pues capaz de suspender, gracias al hechizo de su narración y a la impecable disposición de sus elementos, la natural suspicacia del lector que empieza las primeras páginas de su historia. Una novela se basa en la deliciosa esgrima de la seducción, es un hechizo en el que tanto el hechizado como el hechicero saben que establecen el pacto necesario que requiere la ficción. El novelista miente con conocimiento y convicción, dispone a sus personajes y edifica la trama que los vincula, en tanto el seducido -el lector- acepta la seducción siempre y cuando esta no presente fisuras ni contradicciones. Saber esto es vital para quien se dedica a escribir ficciones: que una novela plenamente documentada puede resultar absolutamente inverosímil en tanto una novela arbitraria y antojadiza puede ser capaz de hacernos cambiar nuestra percepción del mundo.