De la revista Publisher, la reseña de «Arrancarte lo que has vivido» de Silvia Cuesy

Silvia Cuesy: premio nacional de cuento Efraín Huerta

La odisea de un joven estudiante de medicina, cuya travesía desde la Prusia natal hasta los terrenos convulsionados de México en la década de 1860, en una epopeya donde los avatares del destino se unen con las vicisitudes de la guerra. La sapiencia intrínseca de Cuesy se manifiesta en la habilidad para destilar la esencia de la historia en una fusión literaria de elevado calado. Su prosa meticulosa desentraña con habilidad los acontecimientos de la época, inyectando vida en cada página con una paleta léxica exquisita. Las contiendas contra los invasores franceses en Puebla y Querétaro, enmarcadas en el telón de fondo de la lucha republicana, se convierten en escenarios épicos donde la medicina y la muerte se entrelazan, siempre de manera trabajada y cohesionada. La obra es un diáfano y claro testimonio de la capacidad de Cuesy para orquestar el lenguaje, conjugando la profundidad filosófica con la evocación histórica de manera subyugante, siempre desde un filtro de entretenimiento accesible y efectivo, nunca pedante ni sobredimensionado. No en vano, Cuesy es graduada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. La historia, para Cuesy, no es solo un registro de eventos, sino un campo fértil donde las respuestas a las inquietudes emergen a través de la ficción histórica. Su extenso repertorio, desde novelas juveniles hasta biografías de figuras prominentes, demuestra una versatilidad literaria admirable y poco usual. Arrancarte lo que has vivido convence con creces con su trama histórica y con su sobresaliente refinamiento lingüístico. Calidad y cantidad en un libro muy recomendable.

De venta en Amazon y Buscalibre, La Casa del libro, FNAC, El Corte Inglés.

¡Reseña en Publishers Weekly #47 sobre

Arrancarte lo que has vivido! de Silvia L. Cuesy

Caligrama: 24,95 € (488 p) ISBN 978 841980823 3 https://hubs.ly/Q02hYSWk0

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Días difíciles de Rubén García García

sendero

Regresaba poco después de las diez de la noche. «¿Recuerdas que te gustaba caminar por la zona rosa con el deseo de un encuentro inesperado? Escuchabas el taconeo de tus zapatos y te detenías antes de llegar al departamento, donde la tía y las primas dormían. Con tiento metías la llave en la cerradura. No prendías la luz e ibas como gato ciego hasta llegar a tu recámara». ¡Claro qué tenía que hacerlo! Uno de arrimado es siempre arrimado.

Estoy quitándome la ropa, acomodándola para que no se arrugue. «¡Chamacas, no ensucien tanta ropa! ¡La señora que plancha no vendrá en un mes!», desde mi cuarto escuchaba a la tía. La luz de la noche aluzaba la sábana blanca de lino que el tío había pasado de contrabando. Me tendía en la cama, recto, como muerto estirado, evitando que se arrugara el lino. Pienso en Alicia, en aquella compañera de la secundaria de pechos generosos. «¿Aquella que te mandó a la chingada?» La misma. La imagino a mi lado y mi amigo se inquieta. «¿Cómo madres ibas a saber que aquel ángel, a quien le rendías honores con tu instrumento, un día llegaría a tu lado en condiciones precarias? ¡La vida es cabrona!’»

Terminada la faena, voy al baño y orino con un chorro grueso, caliente y bajo la palanca con fuerza, escuchando el hipo violento del wc. Sonrío, pues ese ruido nadie lo puede evitar. Con el agua se van mis tensiones y regreso enfundado en el pijama, dispuesto a dormir con una sonrisa.

Truman Capote y Marilyn Monroe

Compartiendo

Por Truman Capote.

Escena: La capilla de la funeraria Universal en la Avenida Lexington y la calle Cincuenta y dos, Nueva York. Un interesante grupo representativo se apretuja en los asientos: celebridades, en su mayoría, del ambiente teatral, cinematográfico y literario internacional presentes todos en homenaje a Constance Collier, la actriz nacida en Inglaterra, que murió el día anterior, a los setenta y cinco años.

Nacida en 1880, Miss Collier comenzó su carrera como corista de teatro de variedades, pasando de allí a convertirse en una de las principales actrices shakesperianas de Inglaterra (y novia, de por vida, de Sir Max Beerbhom, con quien nunca se casó, siendo tal vez por esa razón la inspiración de la traviesa e inconseguible heroína de la novela de Sir Max, Zuleika Dobson). Después de un tiempo emigró a los Estados Unidos, donde se convirtió en una importante figura en el teatro de Nueva York y en el cine de Hollywood. Durante las últimas décadas de su vida vivió en Nueva York; allí daba clases de teatro de alto nivel: sólo aceptaba profesionales como estudiantes, y por lo general profesionales que ya eran “estrellas”. Katharine Hepburn fue su alumna permanente. Otra Hepburn, Audrey, fue igualmente una de las protegidas de la Collier, igual que Vivian Leigh y, unos meses antes de su muerte, una neófita a quien Miss Collier llamaba “mi problema especial”: Marilyn Monroe.

Marilyn Monroe, a quien conocí por intermedio de John Huston cuando dirigía La jungla de asfalto, la primera película en que Marilyn habló, pasó a ser protegida de Miss Collier por sugerencia mía. Conocía a Miss Collier desde hacía unos seis años, y la admiraba como mujer de mucho valor en el aspecto físico, emocional y creativo, y por ser, a pesar de sus modales altaneros y de su voz de gran catedral, una persona adorable, levemente malvada pero excesivamente cálida, digna pero gemütlich. Me encantaba ir a los pequeños almuerzos que ofrecía con frecuencia en su oscuro estudio victoriano en el centro de Manhattan; tenía una infinidad de historias acerca de sus aventuras como primera figura con Sir Beerbhom y el gran actor francés Coquelin, su relación con Oscar Wilde, Chaplin de joven y la Garbo en los primeros años de la sueca, en las películas mudas. En realidad, era una delicia, igual que su fiel secretaria y compañera, Phyllis Wilbourn, una solterona brillante pero callada que, después de su muerte pasó a ser, y sigue siendo, acompañante de Katharine Hepburn. Miss Collier me presentó a muchas personas de quienes me hice amigo: los Lunt, los Olivier y especialmente Aldoux Huxley. Pero fui yo el que le presentó a Marilyn Monroe, y al principio no le interesó conocerla, no veía muy bien, no había visto las películas de Marilyn, y en realidad no sabía nada de ella, excepto que era una especie de bomba sexual de pelo platinado, de fama mundial. En fin, no parecía arcilla adecuada para la severa y clásica formación de Miss Collier. Pero yo pensé que podían hacer una combinación estimulante.

Así fue. “Oh, sí”, me informó Miss Collier. “Tiene algo. Es una hermosa niña. No lo digo por lo obvio, tal vez demasiado obvio. No es una actriz, en absoluto, en el sentido tradicional. Lo que ella tiene, esa presencia, esa luminosidad, esa inteligencia deslumbrante, nunca podría salir a relucir en el escenario. Es algo tan frágil, tan sutil, que sólo la cámara puede captarlo. Es como un colibrí en vuelo: sólo la cámara puede congelar su poesía. Pero quien piense que la chica es otra Harlow, o una puta, está loco. Hablando de locura, es de eso que nos estamos ocupando: de Ofelia. Supongo que la gente se reiría de sólo pensarlo, pero realmente podría ser la Ofelia más deliciosa del mundo. Estaba hablando con Greta la semana pasada, y le hablé de Marilyn como Ofelia, y Greta dijo sí, que lo creía porque la había visto en dos películas, muy comunes y vulgares, pero que de todos modos dejaban entrever las posibilidades de Marilyn. En realidad, Greta tiene una idea divertida. ¿Sabes que quiere hacer una película de Dorian Gray? Con ella como Dorian, por supuesto. Bueno, dijo que le gustaría que Marilyn fuera una de las chicas que Dorian seduce y destruye. ¡Greta! ¡Tan desaprovechada! Y qué talento, bastante parecido al de Marilyn, cuando se piensa. Por supuesto, Greta es una actriz consumada, de máximo control. Esta hermosa criatura carece de todo concepto de disciplina o sacrificio. No sé por qué, pero me parece que no llegará a vieja. Es absurdo que lo diga, pero siento que morirá joven. Espero, ruego, que viva lo suficiente para liberar ese talento tan extraño y encantador que es en ella como un espíritu prisionero.”

Ahora Miss Collier ha muerto, y yo estaba en el vestíbulo de la capilla Universal esperando a Marilyn. Hablamos por teléfono la noche anterior y quedamos en sentarnos juntos en el servicio, que empezaría al mediodía. Ya llevaba más de media hora de retraso. Siempre llegaba tarde, pero pensé que, por una sola vez, podía llegar a horario. ¡Por el amor de Dios! ¡Maldición! De repente llegó, pero no la reconocí hasta que me dijo…

MARILYN: Querido, perdóname. Pero como ves, me maquillé y luego pensé que no debería ponerme pestañas postizas ni pintarme los labios ni nada, de modo que me lavé la cara, y no sabía qué ponerme…

(Lo que se había puesto finalmente habría sido apropiado para la abadesa de un convento que asiste a una audiencia privada con el Papa. Tenía el pelo totalmente cubierto por un pañuelo de chifón negro, un vestido negro suelto, largo, que parecía prestado, medias de seda negra que opacaban la rubia belleza de sus esbeltas piernas. Seguro que una abadesa no se habría puesto los zapatos de tacos altos, negros y vagamente eróticos, que había elegido, ni los anteojos oscuros, de lechuza, que tornaban dramática la palidez de vainilla de su fresca piel.)

TC: Se te ve muy bien.

M: (royendo la uña del pulgar, ya totalmente comida): ¿Estás seguro? Estoy tan nerviosa, ¿sabes? ¿Dónde está el baño? Si pudiera ir un momento…

TC: ¿A tomarte una píldora? ¡No! Shhh. Esa es la voz de Cyril Ritchard: ya ha empezado el panegírico.

(De puntillas, entramos en la capilla llena de gente y logramos ubicarnos en un espacio estrecho en la última fila. Cyril Ritchard terminó de hablar. Lo siguió Cathleen Nesbitt, colega de toda la vida de Miss Collier, y finalmente Brian Aherne se dirigió a los presentes. Durante todo este tiempo, mi acompañante no cesaba de quitarse los anteojos para enjugar las abundantes lágrimas que brotaban de sus ojos azul grisáceos. Algunas veces la había visto sin maquillaje, pero hoy presentaba una nueva experiencia visual, un rostro que no había observado antes, y al principio no me di cuenta de qué pasaba. ¡Ah! Era por el pañuelo de cabeza. Con el pelo oculto, el cutis sin cosméticos, parecía de doce años, una virgen pubescente recién admitida en un orfelinato, que se lamenta por su suerte. Por fin la ceremonia terminó, y la congregación comenzó a dispersarse.)

M: Por favor, sentémonos aquí. Esperemos a que se vayan todos.

TC: ¿Por qué?

M: No quiero tener que hablar con todo el mundo. Nunca sé qué decir.

TC: Siéntate tú aquí, que yo esperaré afuera. Tengo que fumar un cigarrillo.

M: ¡No me puedes dejar sola! ¡Dios mío! Fuma aquí.

TC: ¿Aquí? ¿En la capilla?

M: ¿Por qué no? ¿Qué vas a fumar? ¿Marihuana?

TC: Muy graciosa. Vámonos.

M: Por favor. Hay un montón de fotógrafos abajo. Y por supuesto que no quiero que me saquen fotos con esta ropa.

TC: No te culpo.

M: Dijiste que se me veía muy bien.

TC: Y es verdad. Estás perfecta para el papel de la novia de Frankenstein.

M: Te estás riendo de mí ahora.

TC: ¿Te parece?

M: Te ríes por dentro. Y ésa es la peor clase de risa. (Frunciendo el ceño; mordiéndose la uña del pulgar.) En realidad, podía haberme puesto maquillaje. Todo el mundo aquí estaba maquillado.

TC: Incluso yo.

M: Hablando en serio. Es el pelo. Necesito tintura, y no tuve tiempo. Todo fue tan inesperado. La muerte de Miss Collier. ¿Ves?

(Se levantó un poquito el pañuelo para mostrarme una franja negra en la raya del pelo.)

TC: Pobre e inocente de mí. Yo que creía que eras una rubia auténtica.

M: Lo soy. Pero nadie es tan natural. ¿Por qué no te vas a la mierda?

TC: Bueno, ya se han ido todos. Vamos, levántate.

M: Estos fotógrafos están ahí todavía. Lo sé.

TC: Si no te reconocieron al entrar, no te reconocerán cuando salgas.

M: Uno me reconoció. Pero me metí por la puerta antes de que empezara a gritar.

TC: Debe haber una puerta posterior. Podemos salir por ahí.

M: No quiero ver ningún cadáver.

TC: ¿Por qué vamos a ver cadáveres?

M: Esto es una funeraria. Deben guardarlos en alguna parte. Lo único que me falta, entrar en un cuarto lleno de muertos. Ten paciencia. Iremos a alguna parte y te invitaré a tomar champagne.

(De modo que nos quedamos sentados y Marilyn dijo: “Odio los funerales. Me alegro de no tener que ir al mío. Sólo que no quiero funeral, y que uno de mis hijos, si tengo alguno, tire mis cenizas al viento. Hoy no habría venido de no ser porque Miss Collier me quería, se preocupaba por mi porvenir y era como una abuelita, una abuelita severa, pero que me enseñó muchas cosas. Me enseñó a respirar. Lo he aprovechado, y no sólo cuando actúo. Hay otros momentos cuando respirar es un problema. Pero cuando me enteré de la muerte de Miss Collier, lo primero que pensé fue: Oh, Dios mío, ¿qué pasará con Phyllis? Miss Collier era toda su vida. Pero me enteré de que se fue a vivir con Miss Hepburn. Feliz de Phyllis. Lo pasará tan bien ahora. Me gustaría cambiar con ella. Miss Hepburn es una persona maravillosa. En serio. Ojalá fuera amiga mía. Podría llamarla a veces y… bueno, no sé, charlar con ella”.

Hablamos de cómo nos gustaba Nueva York y de cuánto aborrecíamos Los Angeles. “Aunque nací ahí, no se me ocurre nada bueno que decir de Los Angeles. Si cierro los ojos, y me imagino Los Angeles, todo lo que veo es una gran várice.” Hablamos de actores y actuaciones. “Todos dicen que no sé actuar. Decían lo mismo de Elizabeth Taylor. Y se equivocaron. Estuvo magnífica en Ambiciones que matan. A mí nunca me darán el papel apropiado, algo que realmente quiera hacer. No me ayuda el aspecto físico. Demasiado específico”; hablamos un poco de Elizabeth Taylor; quería saber si yo la conocía y le dije que sí, y ella dijo bueno, cómo es, cómo es en realidad, y yo dije bueno, es algo parecida a ti, es muy franca y dice cualquier cosa, y Marilyn dijo vete a la mierda y me dijo bueno, si alguien te preguntara cómo era Marilyn Monroe, cómo era Marilyn Monroe en realidad, qué dirías, y le dije que tenía que pensarlo.

TC: ¿Te parece que podemos irnos de una vez? Me prometiste champagne, ¿recuerdas?

M: Recuerdo. Pero no tengo dinero.

TC: Siempre llegas tarde y nunca tienes dinero. Por casualidad, ¿no estás bajo la impresión de que eres la reina Isabel?

M: ¿Quién?

TC: La reina Isabel. La reina de Inglaterra.

M (frunciendo el ceño): ¿Qué tiene esa mierda que ver conmigo?

TC: La reina Isabel nunca lleva dinero encima. No le está permitido. El vil metal no debe mancillar la palma de la mano real. Hay una ley, o algo así.

M: Ojalá pasaran una ley parecida para mí.

TC: Sigue así y a lo mejor sucede.

M ¿Cómo paga cuando va de compras?

TC: Su dama de compañía trota a su lado con una bolsa llena de peniques.

M: ¿Sabes una cosa? Te apuesto a que le dan todo gratis. Como pago cuando ella dice que usa el producto.

TC: Es muy posible. No me sorprendería en lo más mínimo. Proveedores de Su Majestad. Perros galeses. Todas esas golosinas Fortum & Mason. Marihuana. Preservativos.

M: ¿Para qué quiere ella preservativos?

TC: Ella no, tonta. Para ese bobo que la sigue dos pasos atrás. El príncipe Felipe.

M: Para él. Oh, sí, me gusta. Debe tener un lindo aparato. ¿Te conté esa vez que Errol Flynn sacó el aparato y tocó el piano con él? Bueno, fue hace cien años. Yo recién empezaba y fui a una fiesta tonta. Estaba Errol Flynn, muy contento consigo mismo. Aporreó las teclas. Tocó Eres mi rayo de sol. ¡Cristo! Todo el mundo dice que Milton Berle tiene el schlong más grande de Hollywood. Pero ¿a quién le importa? Eh, ¿tienes dinero encima?

TC: Unos cincuenta dólares.

M: Eso nos debe alcanzar para un poco de champagne.

Afuera, Lexington estaba vacía de sospechosos: nada más que inofensivos transeúntes. Eran como las dos de una linda tarde de abril, ideal para caminar. Deambulamos hasta la Tercera Avenida. Unos pocos dieron vuelta la cabeza, no porque reconocieran a Marilyn como Marilyn, sino debido a su atavío funerario. Ella rió con esa sonrisa suya tan especial, tentadora como cascabeles, y dijo: “A lo mejor siempre debería vestirme así, verdaderamente anónima”.

Mientras nos acercábamos al bar de P. J. Clarke, dije que éste sería un buen lugar para tomar un refresco, pero Marilyn lo vetó. “Está lleno de esos idiotas de publicidad. Y esa perra Dorothy Kilgallen siempre está allí, emborrachándose. ¿Qué les pasa a estos irlandeses? Chupan más que los indios.”

Me sentí obligado a defender a la Kilgallen, que era algo amiga mía, y dije que en ocasiones podía llegar a ser muy graciosa. Marilyn dijo: “Sea como sea, ha escrito cosas terribles acerca de mí. Todas esas perras me odian. Hedda, Louella. Sé que supuestamente una debe acostumbrarse a eso, pero yo no puedo. Lo que dicen, duele. ¿Qué he hecho yo a esas brujas? El único que escribe cosas decentes de mí es Sidney Skolsky. Pero él es hombre. Los tipos me tratan bien. Como si fuera un ser humano. Por lo menos me otorgan el beneficio de la duda. Y Bob Thomas es un caballero. Y Jack O’Brian”.

Miramos las vidrieras de las tiendas de antigüedades. En una había una bandeja con anillos viejos y Marilyn dijo: “Ese es bonito. El granate con las perlitas. Me gustaría poder usar anillos, pero no me gusta que la gente se fije en mis manos. Son demasiado gordas. Elizabeth Taylor tiene las manos gordas. Pero con los ojos que tiene, ¿quién se va a fijar en sus manos? Me gusta bailar desnuda frente a un espejo y ver cómo se me mueven las tetitas. No son feas. Ojalá no tuviera las manos tan gordas.”

En otra vidriera vimos un hermoso reloj de péndulo, lo que le hizo decir: “Nunca tuve un hogar. Una casa verdadera, con muebles míos. Pero si vuelvo a casarme, y gano mucho dinero, voy a alquilar un par de camiones y recorreré la Tercera Avenida comprando todo lo que se me ocurra. Una docena de relojes de péndulo. Los pondré todos en un cuarto, y todos a la misma hora. Eso sería como un verdadero hogar. ¿No te parece? ¡Eh! ¡Mira! ¡Enfrente!”

TC: ¿Qué?

M: ¿Ves el letrero con la palma de la mano? Ahí deben leer el futuro.

TC: ¿Tienes ganas de entrar?

M: Bueno, vamos a ver cómo es.

(No es un lugar acogedor. Por una vidriera sucia percibimos un cuarto desprovisto de muebles con una mujer flaca, con aspecto de gitana, sentada en una silla de lona debajo de una lámpara roja como el infierno que colgaba del techo y que esparcía un brillo torturador. Estaba tejiendo un par de escarpines. No nos miró. Marilyn estuvo a punto de entrar, luego cambió de idea.)

M: Hay veces que me gusta saber qué pasará. Pero después pienso que es mejor no saberlo. Me gustaría saber dos cosas, sin embargo. Una, si voy a adelgazar.

TC: ¿Y la otra?

M: Es un secreto.

TC: Vamos, vamos. Hoy no puede haber secretos. Hoy es un día de dolor, y los que sufrimos compartimos los pensamientos más recónditos.

M: Bueno, es acerca de un hombre. Hay algo que quiero saber. Pero no diré más. Realmente es un secreto.

(Y pensé: Eso es lo que tú crees. Ya te lo sacaré.)

TC: Estoy preparado para invitarte con champagne.

(Terminamos en la Segunda Avenida, en un restaurante chino vacío, decorado chillonamente. Pero tenía un bar bien provisto, y pedimos una botella de Mumm. Llegó, pero sin helar y sin balde. La tomamos en vasos altos, con cubitos adentro.)

M: Esto es divertido. Como filmar en exteriores. Si a una le gusta. A mí no. Niagara. Qué película mala. Horrible.

TC: Hablemos de tu amor secreto.

M: (silencio).

TC: (silencio).

M: (risitas).

TC: (silencio).

M: Conoces a tantas mujeres. ¿Cuál es la mujer más atractiva que conoces?

TC: Barbara Paley. No tiene rival.

M (frunciendo el ceño): ¿Esa a la que le dicen “Babe”? A mí no me parece una beba. La he visto en Vogue. Es elegante. Encantadora. Mirando las fotos una se siente como una chancha.

TC: Le divertiría oír eso. Te tiene celos.

M: ¿Celos de mí? Te estás burlando de nuevo.

TC: No. Está celosa.

M: Pero ¿por qué?

TC: Por lo que dijo en los diarios una periodista, creo que la Kilgallen. Algo así: “Se rumorea que Mrs. Di Maggio tuvo una cita con el mayor magnate de la televisión, y no precisamente para hablar de negocios”. Ella leyó la nota y creyó que era verdad.

M: ¿Que era verdad qué?

TC: Que su marido tiene un asunto contigo. William S. Paley. El mayor magnate de la televisión. Le gustan las rubias bien formadas. Las morochas también.

M: Eso es un disparate. No conozco a ese tipo.

TC: Ah, vamos, vamos. Conmigo puedes ser franca. Este amante secreto es William S. Paley, n’est-ce pas?

M: ¡No! Es un escritor. El es un escritor.

TC: Eso es mejor. Ya vamos a alguna parte. De modo que tu amante es un escritor. Debe de ser malísimo, o no te avergonzarías de decirme su nombre.

M (furiosa, frenética): ¿Por qué es la “S”?

TC: La “S”. ¿Qué “S”?

M: La “S” en William S. Paley.

TC: Oh, esa “S”. No quiere decir nada. La metió allí porque quedaba bien.

M: ¿Sólo una inicial que no reemplaza nada? Por Dios. Mr. Paley debe de ser un poquito inseguro.

TC: Tiene un montón de tics. Pero volvamos a tu misterioso escriba.

M: ¡Basta! No entiendes. Tengo tanto que perder.

TC: Mozo, otra botella de Mumm, por favor.

M: ¿Estás tratando de aflojarme la lengua?

TC: Sí. Te diré una cosa. Hagamos un trato. Yo te cuento un cuento, y si te parece interesante, tal vez podamos hablar de tu amigo el escritor.

M (tentada, pero renuente): ¿Un cuento de qué?

TC: De Errol Flynn.

M: (silencio).

TC: (silencio).

M (enojada consigo misma): Bueno, empieza.

TC: ¿Recuerdas lo que me contaste de Errol? ¿Lo contento que estaba con su pito? Yo soy testigo de eso. Una vez pasamos juntos una noche muy agradable. Si me entiendes.

M: Lo estás inventando. Estás tratando de engañarme.

TC: Lo juro. Estoy jugando limpio. (Silencio. Pero veo que está muy interesada, de modo que después de encender un cigarrillo, prosigo.) Bueno, sucedió cuando yo tenía dieciocho años. O diecinueve. Durante la guerra. El invierno de 1943. Esa noche daba una fiesta Carol Marcus, que no sé si ya estaba casada con Saroyan, en honor de su mejor amiga, Gloria Vanderbilt. La fiesta fue en la casa de su madre, en Park Avenue. Una gran fiesta. Habría unas cincuenta personas. Como a la medianoche entra Errol Flyn con su doble, un playboy que hacía las escenas de capa y espada, llamado Freddie McEvoy. Los dos estaban bastante borrachos. De todos modos, Errol se puso a charlar conmigo. Era inteligente, y nos reíamos mucho. De pronto dijo que quería ir a El Morocco, y por qué no iba con él y con su amigo McEvoy. Dije que sí, pero McEvoy no quería irse de la fiesta, que estaba llena de jovencitas recién presentadas en sociedad, de manera que Errol y yo nos fuimos solos. Sólo que no fuimos a El Morocco. Tomamos un taxi hasta la zona de Gramercy Park, donde yo tenía un departamento de un ambiente. Se quedó hasta el día siguiente, al mediodía.

M: Y ¿cómo calificarías? ¿En una escala de uno a diez?

TC: Francamente, si no hubiera sido Errol Flynn, ni siquiera me acordaría.

M: No es un gran cuento. No mereces el mío. Ni por asomo.

TC: Mozo, ¿y el champagne? Los dos tenemos sed.

M: Y no me has dicho nada nuevo. Ya sabía que Errol caminaba en zigzag. Tengo un masajista que es como mi propia hermana, que era masajista de Tyrone Power, y él me contó la relación que había entre Errol y Tyrone. De modo que tendrías que contarme algo mejor.

TC: Es difícil hacer tratos contigo.

M: Estoy lista a escuchar. De modo que cuéntame cuál fue tu mejor experiencia. En ese sentido.

TC: ¿La mejor? ¿La más memorable? Mejor que contestes tú primero.

M: ¡Y dices que yo soy difícil! ¡Ja! (tomando champagne) Joe no es malo. Juega bien al béisbol. Si fuera por eso, aún seguiríamos casados. Todavía lo amo. Es sincero.

TC: Los maridos no cuentan. En este juego.

M (mordisqueándose la uña; pensando, realmente): Bueno, conocí a un hombre, medio pariente de Gary Cooper. Un corredor de bolsa, no gran cosa: sesenta y cinco años, usa anteojos gruesos. No sé qué era, pero…

TC: Puedes parar ahí. Sé todo acerca de él por otras chicas. Ese viejo espadachín sigue recorriendo mundo. Se llama Paul Shields. Es el padrastro de Rocky Cooper. Se supone que es sensacional.

M: Lo es. Bueno, vivo. Tu turno.

TC: Olvídalo. No tengo por qué contarte nada. Porque ya sé quién es tu maravilla oculta: Arthur Miller. (Bajó los anteojos negros. Si las miradas mataran…)

M (tartamudeando): Pero ¿cómo? Quiero decir, nadie… Es decir, casi nadie…

TC: Hace por lo menos tres o cuatro años, Irving Drutman…

M: ¿Irving qué?

TC: Drutman. Un escritor del Herald Tribune. El me contó que tú andabas con Arthur Miller. Que estabas enamorada de él. Soy demasiado caballero para haberlo mencionado antes.

M: ¡Caballero! (tartamudeando de nuevo pero con los anteojos negros en su lugar) Tú no entiendes. Eso fue hace mucho. Eso terminó. Pero esto es nuevo. Todo es diferente ahora y…

TC: No olvides invitarme a la boda.

M: Si dices algo de esto, te mato. Te hago eliminar. Conozco un par de hombres que me harían ese favor con todo gusto.

TC: Es algo que no dudo ni por un minuto.

(Por fin regresa el mozo con la segunda botella.)

M: Dile que se la lleve. No quiero más. Quiero irme de aquí.

TC: Siento haberte molestado.

M: No estoy molesta.

(Pero lo estaba. Mientras pagaba la cuenta, fue al toilette. Deseé tener conmigo un libro para leer: sus visitas al toilette a veces duraban tanto como la preñez de una elefanta. Mientras pasaba el tiempo, me puse a pensar si estaría tomando píldoras tranquilizantes o estimulantes. Tranquilizantes, sin duda. Había un diario en el bar. Lo tomé. Estaba escrito en chino. Después de unos veinte minutos, decidí investigar. A lo mejor se había tomado una dosis letal, o cortado las muñecas. Encontré el baño de damas y llamé a la puerta. Dijo: “Pasa”. Estaba frente a un espejo mal iluminado. Pregunté: “¿Qué estás haciendo?”. Ella contestó: “Mirándola”. En realidad, se estaba pintando los labios color rubí. Además, se había quitado el pañuelo de la cabeza y peinado ese pelo brillante y finito que tenía.)

M: Espero que te quede bastante dinero.

TC: Depende. No como para comprar perlas, si es tu idea de hacer las paces.

M (riendo, nuevamente de buen humor. Decidí no volver a mencionar a Arthur Miller): No. Para un viaje en taxi, nada más.

TC: ¿Adónde vamos, a Hollywood?

M: Diablos, no. A un lugar que me gusta. Ya verás cuando lleguemos.

(No tuve que esperar tanto, pues no bien subimos al taxi, oí que le decía que nos llevara al muelle de la calle South, y pensé: “¿No es allí donde se toma el ferry para Staten Island?”. Y mi conjetura fue: tomó píldoras además del champagne, y está loca ahora.)

TC: Espero que no vayamos a tomar un barco. No llevo dramamine encima.

M (feliz, riendo): Vamos al muelle, nada más.

TC: ¿Puedo preguntar por qué?

M: Me gusta. Huele a otro país, y puedo dar de comer a las gaviotas.

TC: ¿Qué les darás? No tienes nada.

M: Sí, tengo la cartera llena de bizcochitos chinos. Los robé del restaurante.

TC (haciendo una broma): Sí, sí. Mientras estabas en el baño abrí uno, y el papelito de adentro era un chiste verde.

M: Por Dios. ¿Obscenidades en vez del porvenir?

TC: Seguro que a las gaviotas no les importará.

Pasamos el Bowery. Tiendas diminutas de empeño, estaciones de donación de sangre, cuartos con camas por cincuenta centavos, pequeños hoteles sórdidos de alojamiento por un dólar, bares de blancos, bares de negros y por todas partes vagos, vagos jóvenes, ancianos vagos en cuclillas sobre la vereda sentados en medio de vidrios rotos y de vómitos, vagos apoyados contra las puertas y acurrucados como pingüinos en las esquinas. En una oportunidad, al detenernos ante una luz roja, un espantapájaros de nariz roja avanzó tambaleándose hacia nosotros y empezó a limpiar el parabrisas del taxi con un trapo húmedo que aferraba su temblona mano. Nuestro conductor protestó, gritando obscenidades en italiano.

M: ¿Qué es esto? ¿Qué pasa?

TC: Quiere una propina por limpiar el vidrio.

M (cubriéndose la cara con la cartera): ¡Qué horrible! No lo aguanto. Dale algo. Apúrate. ¡Por favor! (Pero ya el taxi partía, derribando casi al viejo borracho. Marilyn lloraba.) Estoy descompuesta.

TC: ¿Quieres irte a casa?

M: Se ha arruinado todo.

TC: Te llevaré a casa.

M: Espera un minuto. Ya estaré bien.

Así seguimos hasta la calle South; ya allí, el ferry anclado, la vista de Brooklyn del otro lado, las gaviotas que revoloteaban y se divertían, blancas contra el horizonte marino y el cielo veteado de vellones de nubes, diminutas y frágiles como encaje, pronto tranquilizaron su espíritu. Al bajar del taxi vimos a un hombre que llevaba a un perro chino de una correa. Era un pasajero que se dirigía al ferry. Al pasar junto a él, mi compañera se detuvo a acariciar el perro.

EL HOMBRE (firme y poco amistosamente): No debería tocar perros desconocidos. Especialmente a éstos. Podrían morderla.

M: Los perros nunca me muerden. Sólo los humanos. ¿Cómo se llama?

EL HOMBRE: Fu Manchu.

M (riendo): Oh, como en el cine. Qué amor.

EL HOMBRE: Usted, ¿cómo se llama?

M: ¿Yo? Marilyn.

EL HOMBRE: Eso pensé. Mi mujer no me creería. ¿Me puede dar su autógrafo?

(Sacó una tarjeta y una lapicera. Utilizando su cartera como apoyo, ella escribió: Que Dios lo bendiga — Marilyn Monroe).

M: Gracias.

EL HOMBRE: Gracias a usted. Voy a mostrar esto en la oficina.

(Seguimos hasta el borde del muelle, donde nos pusimos a escuchar el ruido del agua.)

M: Yo solía pedir autógrafos. Todavía lo hago, a veces. El año pasado vi a Clark Gable sentado cerca de mí en Chasen, y le pedí que me firmara la servilleta.

(Apoyada contra un poste de amarras, la observé, de perfil: Galatea oteando las distancias no conquistadas. La brisa le esponjaba el pelo. Volvió la cabeza hacia mí con gracia etérea, como si la hiciera girar la brisa.)

TC: ¿Cuándo alimentamos los pájaros? Yo también tengo hambre. Es tarde, y no almorzamos.

M: Recuerda, te dije que si alguna vez te preguntaran cómo era yo, cómo era, en realidad, Marilyn Monroe, ¿cómo contestarías esa pregunta? (Su tono era juguetón, burlón, sin embargo sincero al mismo tiempo: quería una respuesta honesta): Apuesto a que dirías que era una palurda.

TC: Por supuesto, pero también les diría…

(Ya se iba la luz. Ella parecía desvanecerse con la claridad, mezclarse con el cielo y las nubes, retroceder y ocultarse detrás. Yo quería alzar la voz por encima de los gritos de las gaviotas y preguntarle: “Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así? ¿Por qué es una mierda esta vida?”)

TC: Yo diría…

M: No te oigo.

TC: Diría que eres una hermosa criatura.

*Este perfil se publicó orginalmente en el último libro del autor, Música para camaleones, en el año 1980.

Marilyn Monroe

Cuba

La mosca de Catherine Mansfield

Sendero

-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su… apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos… Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.

Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:

-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!

-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.

-Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido-. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.

Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.

-Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. -Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.

Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:

-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.

Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.

-Ésta es la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.

Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.

-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.

El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.

-Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo-. Y parecía que iba a echarse a llorar.

-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.

El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:

-¡Qué fuerte!

Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro… y recordó.

-Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.

El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.

-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?

-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido.

-Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.

Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.

-¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.

-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.

Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.

De pronto:

-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.

-Bien, señor.

La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar…

Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?

Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».

Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que…» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.

Hacía seis años, seis años… ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.

En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.

Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.

Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de… Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.

Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.

-Vamos -dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.

El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.

-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era… Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.

FIN

Pinche vida de mierda de Rubén García García

Sendero

Por el dolor y una enfermedad cangreja le fue amputada la pierna. Salvó su vida, pero el dolor seguía terco en donde tuvo el miembro. Después de varios tratamientos el dolor no tan solo persistía, sino que aumentaba. ¿Cómo convencer a su cerebro que su pierna era un desecho? Era la neblina como un lienzo en la oscuridad en aquel pueblo solitario, cuando se acostó sobre la vía para que le pasara el tren de la media noche.

Durmió como bendito y se levantó preocupado porque soñó que el tren ya venía de regreso.

Para escribir mejor

1.- No repetir

La repetición reiterada de una palabra de significado pleno (nombre, verbo, adjetivo o adverbio) en un período breve provoca monotonía y aburrimiento. No importa que sea una palabra bonita, corta, básica o la central de un tema…. Los efectos perniciosos son los mismos.

2.- Evitar las muletillas

A menudo algunas expresiones actúan como muletillas o clichés lingüísticos. Se pueden utilizar para llenar vacíos o articular pero demasiadas veces se abusa de ellas….En general, aportan poco o nulo significado, recargan la sintaxis y terminan convirtiéndose en tics repetitivos. Las principales son:

A nivel de (no se considera correcta) A raíz de (no se considera correcta) En función de (no se considera correcta) En base a (no se considera correcta) A través de Bajo el punto de vista (no se considera correcta) Como muy Como mínimo De alguna manera En cualquier caso Es evidente De cara a De entrada Para empezar El acto de El proceso de El hecho de que Personalmente Pienso que Quiero decir que

Ejemplo con muletillas: Un tema por el cual estoy interesado es el relacionado con los efectos que provoca la droga a nivel deportivo.

— 1 Tomado de: Cassany, D. (1995) La cocina de la escritura (Capítulo 1). Decimocuarta edición. Barcelona: Anagrama Página 1
Serie “Escribir bien importa”
Nueve reglas para escoger palabras (parte 1)1
Escribir bien importa

Ejemplo sin muletillas: Estoy interesada en los efectos que provoca la droga en el deporte.

3.- Eliminar los comodines

La palabra comodín es aquel nombre, verbo o adjetivo, de sentido bastante genérico, que utilizamos cuando no se nos ocurre otra palabra más específica. Son palabras comodín las que sirven para todo, que se pueden utilizar siempre, pero que precisan poco o nada el significado de la frase. Si se abusa de ellas, empobrecen la prosa y la vacían de contenido.

Nombres: aspecto, cosa, elemento, hecho, información, problema, tema…

Verbos: decir, hacer, poner, tener….

Adjetivos: bueno, interesante, positivo…

Un mismo comodín tiene valores distintos según el contexto:

Problemas Soluciones La problemática del racismo encabeza todos los periódicos. Incremento, radicalización, expansión, …. Se han planteado problemas de tesorería en la empresa Dificultades, carencias, limitaciones….. El problema de la escasez de lluvias son las restricciones en el suministro de agua. Consecuencia, inconveniente, efectos… Han modificado las disposiciones más problemáticas de la ley. Discutibles, controvertibles, criticadas……

Natalie Goldberg (1990) dice al respecto: “Sed precisos. No digáis fruto. Especificad de qué fruto se trata. Es una granada. Dad a las cosas la dignidad de su propio nombre”.

4.- Preferir palabras concretas a palabras abstractas

Las palabras concretas se refieren a objetos o sujetos tangibles; el lector las puede descifrar fácilmente porque se hace una clara imagen de ellas asociándolas a la realidad. En cambio, las palabras abstractas designan conceptos o cualidades más difusos y suelen abarcar un número mayor de acepciones.

Ejemplo:

Abstracto: Los universitarios plantearán a los candidatos puntos que deben asumir.

Concreto: Los universitarios plantearán reivindicaciones innegociables a los candidatos a rector.

5.- Preferir palabras cortas a sencillas

A veces la lengua nos permite escoger entre una palabra usual o una equivalente culta, más extraña. La palabra corriente es a menudo más corta y facilita la lectura del texto.

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Nueve reglas para escoger palabras (parte 1) | Serie “Escribir bien importa”

Palabras cultas Palabras sencillas Aproximativo Aproximado Concomitancia Semejanza, parecido Concretizar Concretar Diferenciar Distinguir Disminución Baja, merma Ejemplificar Dar ejemplo Explosionar Explotar Finalizar Concluir, terminar Inclusive Incluso Influenciar Influir Parágrafo Párrafo Utilización Uso Visionar Ver Realizar Hacer

6.- Preferir las formas más usuales

Por ejemplo trascendente en lugar de transcendente, sustantivo en lugar de substantivo.

7.- Evitar los verbos predicativos

Los verbos ser y estar recargan innecesariamente la frase. Los verbos de predicación completa son más enérgicos y claros. Otros verbos débiles que a veces podemos sustituir son hacer, encontrar, parecer, llegar a y haber.

Es menos llano Es más llano El gobierno es el director de la política monetaria y el inspector de las instituciones financieras. El gobierno dirige la política monetaria e inspecciona las instituciones financieras. Las palabras largas hacen la frase cargada y complicada. Las palabras largas cargan y complican la frase. El espectáculo tiene una duración aproximada de 50 minutos. El espectáculo dura aproximadamente 50 minutos. La vitalidad cultural se encuentra estancada a causa de la crisis económica. La vitalidad cultural se ha estancado a causa de la crisis económica. Ha habido un incremento en la oferta privada de cursos de formación desde que aumentó el paro. La oferta privada de cursos de formación se ha incrementado desde que aumentó el paro.

Bibliografía:

Cassany, D. (1995) La cocina de la escritura (Capítulo 1). Decimocuarta edición. Barcelona: Anagrama

CONSEJOS SOBRE EL ARTE DE REDACTAR | by José Manuel Fernández | Revista  Digital “Educación y Academia” | Medium

A un lado del quirófano de Rubén García García

Sendero

¡Despiertas! porque hay partes que gritan de tanto estar inmóviles. Recurres a la poca fuerza que te queda en los brazos. El codo se vuelve palanca y te alzas del tronco para moverte cinco miserables centímetros. Es un soplo fresco, que las otras partes del cuerpo te lo agradecen. Duermes, no sabes que tanto, pues el tiempo podrías medirlo por el goteo que cae del frasco de vidrio y llega hasta tu red venosa. Sabes que cuarenta gotas es un minuto, eso escuché de la enfermera, antes de ingresar al quirófano.
Se oyen pasos y voces.
—¿Cómo está?
—Sigue dormido.
—¿Ya revisó los frascos de suero, el de la orina y el drenaje de las secreciones? No le quite el ojo al monitor. No te confíes. Algunas veces se ven dormidos y no lo están, ni se hacen. Simplemente se van sin decirle nada a nadie. Son los apresurados
.

Palabras de Isaac B. Singer

Judio, Nobel de literatura

Me resulta difícil comentar la elección de los cuarenta y siete cuentos de esta colección, seleccionados entre más de un centenar. Como le ocurriría a un padre del Oriente contemplando su harén lleno de mujeres y niños, los quiero a todos.

En el proceso de crear estos cuentos, me he hecho consciente de los muchos peligros que acechan al autor de obras de ficción. Los peores son: 1) La idea de que el escritor debe ser sociólogo y a la vez político, y amoldarse además a lo que se conoce como dialéctica social. 2) La codicia por el dinero y el rápido reconocimiento. 3) La originalidad forzada, es decir, la ilusión de que una retórica pretenciosa, unas innovaciones cargadas de afectación en el estilo y una utilización de símbolos artificiales son capaces de expresar la naturaleza básica y siempre cambiante de las relaciones humanas o de reflejar las combinaciones y complejidades de la herencia y del entorno. Estas trampas verbales de la así llamada «escritura experimental» han causado daño incluso al auténtico talento; han destrozado gran parte de la poesía moderna al convertirla en críptica, esotérica y carente de encanto. Una cosa es la imaginación y otra muy diferente la distorsión de lo que Spinoza denominaba «el orden de las cosas». La literatura puede describir muy bien lo absurdo, pero nunca debe convertirse ella misma en absurda.

Aunque el relato breve no está en boga en nuestros días, todavía creo que constituye el supremo desafío para el autor creativo. A diferencia de la novela, que puede absorber e incluso admitir largas digresiones, escenarios retrospectivos y una estructura dispersa, el relato breve debe apuntar directamente a su clímax. Debe caracterizarse por una permanente tensión e intriga. Además, la brevedad es su misma esencia. El relato breve debe contar con un plan definido; no puede ser lo que en la jerga literaria se conoce como «un trozo de vida real». Los maestros del relato breve, Chéjov, Maupassant, así como el sublime escriba de la historia de José en el Libro del Génesis, sabían exactamente hacia dónde se dirigían. Uno puede leerlos una y otra vez y jamás sentir aburrimiento. La ficción, en general, nunca debe volverse analítica. De hecho, el autor de ficción ni siquiera debe aventurarse en escarceos con la psicología y sus diversos ismos. La auténtica literatura informa a la vez que entretiene. Consigue ser clara al mismo tiempo que profunda. Posee el poder mágico de combinar causalidad con propósito, duda con fe, las pasiones de la carne y los anhelos del alma. Es única y a la vez general, nacional y al mismo tiempo universal, realista y mística. Sin desechar el comentario de otros, no debe nunca intentar explicarse a sí misma. Estas verdades obvias deben ser enfatizadas, ya que la falsa crítica y la pseudooriginalidad han creado un estado de amnesia literaria en nuestra generación. El afán por transmitir mensajes ha hecho olvidar a muchos escritores que contar una historia es la razón de ser de la prosa artística.

Para aquellos lectores a quienes gustaría que dijera algo «más personal», citaré aquí algunos pasajes (aunque no en el orden en que fueron escritos) de una reciente memoria mía: «Mi aislamiento de todo continuaba siendo el mismo. Me había entregado a la melancolía y esta me había hecho su prisionero. Había presentado a la Creación un ultimátum: “Dime tu secreto o déjame morir”. Tenía que huir de mí mismo. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Y adónde? Soñaba con un humanismo y una ética basados en el rechazo a justificar todos los males que el Todopoderoso nos ha enviado y nos prepara para el futuro. El arte, en su cima más alta, no puede ser más que un medio para olvidar por unos instantes el desastre humano».

Aún sigo esforzándome para que esos «instantes» merezcan la pena.

He tenido la buena suerte de colaborar con tres editores auténticos y de gran talento, Robert Giroux, Cecil Hemley y Rachel MacKenzie. Dedico esta recopilación a la sagrada memoria de Rachel Mackenzie. Estuvo dotada de sabiduría, encanto y humildad, e impregnada de un perfecto entendimiento de la literatura; una gran editora y, lo que es más, una gran persona.

I

Biografía de Isaac Bashevis Singer

Escritor polaco de origen judío, Isaac Bashevis Singer fue hijo de un rabino jasídico y se trasladó con su familia a Radzymin y posteriormente a Varsovia, en donde ingresó en el Seminario Rabínico que más tarde abandonaría. 

Bashevis comenzó a dar clases de hebreo y entró a trabajar en el periódico Literarische Blätter, primero como corrector y luego como editor. En 1935 emigró a Estados Unidos y trabajó en el periódico The Forward. A partir de ese momento, comenzó a cultivar también la literatura, que escribió casi siempre en yiddish.

Bashevis era un acérrimo defensor del vegetarianismo, lo que hizo notar en varios de sus libros. En el año 1973 recibió el National Book Award y en 1978 el Premio Nobel de Literatura.

De entre su obra habría que destacar títulos como Satán en GorayLos herederosEl mago de LublinLa destrucción de Kreshev o Enemigos, una historia de amor.

El «Tiempo que te quede libre» y «Echame a mi la culpa» canciones de Ferrusquilla

Fuente: https://www.sacm.org.mx/Informa/Biografia/08612

José Ángel Espinoza Aragón, mejor conocido como Ferrusquilla, nació el 2 de octubre de 1919 en la cabecera del Municipio de Choix, en el estado de Sinaloa. Fue el primogénito de los cuatro hijos de Buenaventura Espinoza y Fredesvinda Aragón.

La familia de José Ángel se dedicaba a la fabricación de jabón, velas, peines, huaraches, cintos, jaras, piedras de amolar y sombreros, entre otros negocios dirigidos por su abuelo quien siempre aprovechaba la menor oportunidad para contar sus vivencias durante la Revolución Mexicana, historias plagadas de persecuciones, levantamientos y cuartelazos que José Ángel, su público más ferviente, disfrutaba escuchar ya que le permitían imaginar los gritos y balazos, y miraba al horizonte sinaloense para trazar en su imaginación las huidas al monte.

A raíz de la muerte de su madre la familia se muda a El Guayabo, población ubicada en la orilla de Río Fuerte; más tarde emigran a Los Mochis, ciudad en la que realiza estudios de secundaria y en donde su padre conoce a María Gastelum, quien fue como una madre para José Ángel que, en 1935 y a sugerencia de uno de sus profesores, viaja a Mazatlán para continuar su preparación.

Ahí vivió grandes experiencias; en las mañanas soleadas asistía a la matinée y disfrutaba las historias de Fu Manchú, El llanero solitario, King Kong y Dick Tracy. También en Mazatlán ve por primera vez una película con sonido: Cuatro milpas, y escucha cantar a las Hermanas Águila el tema China, de Mario Talavera.

Motivado por sus amigos viaja a la Ciudad de México tras su sueño de convertirse en médico; en 1938 ya trabajaba en la XEQ, estación radiofónica que “ocupaba buena parte de su programación en obras infantiles; a las 18:15 transmitía Fifirafas el valeroso, escrito por Pedro de Urdimalas (Jesús Camacho Villaseñor) y protagonizado por Blanca Estela Pavón, quien realizaba el papel de Florecita, y Pedro Cardoso que personificaba a Fifirafas. Había otro personaje importante, el Capitán Ferrusquilla, representado por el jefe técnico Carlos Contel, hermano del gerente de la estación Enrique Contel quien un día le pide escoger entre ser técnico de sonido o actor, a lo que Carlos simplemente asintió con la cabeza en silencio”, explicaba José Ángel.

Sin imaginarlo, así inicia su trayectoria, un día en que el maestro De Urdimalas llega para la transmisión del programa en vivo, no encuentra a Carlos y pregunta qué pasaba con Ferrusquilla, si alguien sabía en dónde estaba, a lo que Blanca Estela le responde gesto de angustia que no habrá más Ferrusquilla con Carlos ya que don Enrique lo había amenazado con correrlo si insistía en hacer el papel.

Pedro de Urdimalas “comenzó a recorrer la pequeña cabina a grandes trancos, mordiéndose las uñas y sin dejar de ver al locutor en turno. Entonces reparó en mí, que estaba por ahí esperando la orden para hacer algún mandado; me preguntó si sabía leer, le contesté que sí y me extendió un manojo de hojas escritas a máquina explicándome que cuando tocara el turno de Ferrusquilla, yo debería leer las líneas, y me sugirió no equivocarme. Y así, sin el menor ensayo ni preparación, salimos al aire”.

De esta manera, sin estar consciente de ello en ese momento, José Ángel Espinoza Aragón había conseguido dos cosas que definirían su vida: ingresar al medio artístico y adoptar el sobrenombre que llevaría por siempre, al que daría vida desligándolo del personaje de comedia radiofónica.

A pesar de que la XEW y la XEQ pertenecían al mismo grupo, competían entre ellas; la W tenía mayor presupuesto por lo que contrató a los mejores elementos de la Q, motivo por el cual Fifirafas el valeroso se quedó sólo con dos actores: Blanca Estela y José Ángel, quien hizo hasta ocho voces distintas para mantener el programa a flote, siendo bautizado por el escritor, periodista y productor Humberto G. Tamayo como El hombre de las mil voces.

El trabajo diario al lado de Blanca Estela hizo que la amistad entre colegas diera paso al amor: “Muy pronto logré ganarme la confianza de la familia, así que me permitían acompañarla a sus clases de danza en el Palacio de Bellas Artes y, después, íbamos a trabajar a la XEQ”.

Poco tiempo después ambos fueron contratados para doblar películas al español, trabajo gracias al cual vivieron durante un año en Nueva York y por el cual José Ángel dobló la voz de Mickey Rooney en la cinta estadounidense Fuego de juventud.

A su regreso a México fue invitado, en su calidad de miembro del Comité Ejecutivo de la Asociación Nacional de Actores (ANDA), por el entonces secretario general Jorge Negrete para que lo acompañara a la reinauguración del Teatro de la Paz, en San Luis Potosí, ofrecimiento que declinó debido al contrato que tenía, junto con Blanca Estela Pavón, para presentarse en el Teatro Macedonio Alcalá, en Oaxaca.

“Quince días antes de la presentación llamó el empresario de Oaxaca para informarme que no tenía presupuesto para contratarnos juntos y que ponía en mis manos la decisión de quién iría; por supuesto dije que Blanca Estela tenía prioridad, así que viajó acompañada por su papá.

“Inmediatamente busqué a Jorge Negrete para decirle que sí podría acompañarlo a San Luis Potosí, pero el día que volvimos a la Ciudad de México fue ensombrecido por la terrible noticia que aparecía en los titulares de todos los periódicos: Las 21 personas que regresaban de Oaxaca al Distrito Federal habían fallecido en un lamentable accidente aéreo”, compartió con melancolía el maestro Ferrusquilla.

A partir de ese momento fue apoyado por Jorge Negrete para el rescate de los cuerpos en la zona del volcán Iztaccíhuatl y, a petición de los hermanos de Blanca Estela, José Ángel fue quien identificó los cadáveres. El día del sepelio, la madre de Blanca Estela le entregó el retrato que descansaba sobre el ataúd diciéndole que le correspondía.

Después de la tragedia, la vida artística de José Ángel Espinoza Ferrusquilla continuó por buen camino; decide incursionar en la rama del arte que más le apasionaba, la música. Ingresa al Conservatorio Nacional de Música en donde tuvo a destacados maestros como Manuel M. Ponce, Silvestre Revueltas y Jerónimo Baqueiro Foster y, en 1951, compone su primera canción: A los amigos que tengo.

Su ingreso a la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM) se convirtió en una gran anécdota que relata de propia voz: “Acudí a SACM con la intención de afiliarme y me entrevisté con el entonces presidente Tata Nacho (Ignacio Fernández Esperón), quién me aplicó un examen en el que tenía que escribir La mañanitas en una partitura. Lo hice y al leerla me dijo que tenía dos errores; le expliqué que las erratas estaban en la manera en que se tocaba la canción pues con las notas que cambié sonaba ‘mira que ya amaneció’, mientras que con las tradicionales se escuchaba ‘mirá que ya amaneció’, quedando en idioma argentino más no en mexicano; reflexionó por unos segundos y finalmente me dijo: ‘Creo que tienes razón’, estampando un 10 del tamaño de la hoja y, desde entonces, formé parte de SACM”.

Poco después compone la que consideraba su “obra maestra”: Échame a mí la culpa, canción que lo consolida como compositor y lo lanza a la fama pues no sólo tuvo éxito en México sino más allá de las fronteras, especialmente en España, país que conoció, al igual que Alemania y Estados Unidos, gracias a su trabajo como autor.

Una ocasión, en una comida organizada en las instalaciones de SACM el entonces presidente de la República, José López Portillo, conoce a Ferrusquilla y le comenta que el tema de moda en España era, precisamente, su éxito Échame a mí la culpa, mientras que la más escuchada en México era La ley del monte, otra de sus creaciones. Antes de terminar la reunión el mandatario le pide formar parte de una gira por Europa que realizarían varios músicos, invitación que inmediatamente acepta el maestro Espinoza Aragón.

En dicho viaje, Lola Beltrán cantaría Cucurrucucú paloma (de Tomás Méndez) y El rey (de José Alfredo Jiménez); Alejandro Algara, Granada (de Agustín Lara); María de Lourdes, La cigarra (de Raymundo Pérez y Soto), y Pedro Vargas, Échame a mí la culpa, acompañados por los mariachis Vargas y América, dirigidos por Jesús Rodríguez de Híjar, y los locutores Ignacio Martínez Carpintero y León Michel.

“Cuando llegamos a la ciudad de Caparroso en Navarra, España, en donde José López Portillo tenía familia, el Estado Mayor Presidencial me informó que por orden presidencial yo cantaría Échame a mí la culpa en lugar de Pedro Vargas, lo cual molestó a Jesús Rodríguez de Híjar y no quería acompañarme; le reclamé enérgicamente y le dije que era una orden directa del Presidente, entonces se aplacó y me acompañó con mi canción”.

Este tema fue tan popular en España que hicieron una película del mismo nombre en la que actuaban Lola Flores, quien interpretaba la canción, y Miguel Aceves Mejía. En esa ocasión el maestro Ferrusquilla fue convocado para presenciar el rodaje de la cinta y, varios años después (1980), fue nuevamente invitado a la Madre Patria, en esta ocasión para entregar una presea al cantante inglés Albert Hammond por haber interpretado La Mejor Canción del Año: Échame a mí la culpa.

Otros temas inolvidables que surgieron de su inspiración son: La ley del monte, El tiempo que te quede libre, Cariño nuevo y Sufriendo a solas, entre muchos más; algunos de sus intérpretes han sido: Luis Miguel, Julio Iglesias, Rocío Dúrcal, Juan Gabriel y Vicente Fernández. La mayoría de sus temas son letra y música de su autoría, a excepción de cinco; cuatro fueron escritas en coautoría con José Alfredo Jiménez y una con Teodoro Césarman, con quien compuso Hasta aquí nomás, historia que nace una noche en que José Ángel es invitado a cenar a la casa del doctor Césarman y nota que él y su esposa están distantes.

La señora sirve la cena a los comensales, excepto a su esposo Teodoro, quien melancólicamente se pone a escribir sobre una servilleta y discretamente le pide a su amigo que, algún día, le ponga música a esa letra. Al verla, Ferrusquilla le dice que no será necesario porque esas líneas ya tenían su propia melodía; en ese momento anuncia a los invitados que interpretará una canción basada en un poema precioso que le acababa de presentar el doctor Césarman titulado Hasta aquí nomás.

En la reunión estaba también Delfino Ordaz con su inseparable guitarra, por lo que el maestro Espinoza aprovecha y le pide: “Compadre, deme do menor y me va siguiendo”. Todos se emocionaron al escuchar la canción, incluida la señora Césarman quien atravesó la sala hacia su esposo y lo abrazó llorando y, después, le sirvió de cenar.

Además de la composición, Ferrusquilla incursionó en el cine; actuó en alrededor de 80 películas al lado de personalidades como Carmen Montejo, Fernando Soto Mantequilla, Sara García, David Silva, Lilia Prado, María Félix, Jorge Negrete, Carlos López Moctezuma, Lucha Villa, Arturo de Córdova, Ignacio López Tarso, Rita Macedo, Julio Alemán y muchas otras leyendas del cine nacional. También compartió la pantalla con actores internacionales como Richard Burton, Anthony Quinn, Boris Karloff, John Wayne, Clint Eastwood, Dean Martin, Robert Mitchum, Fernando Rey y las inolvidables Brigitte Bardot y Jeanne Moreau.

Algunas de las películas en las que participó son Medianoche (1949), dirigida por Tito Davison; El hombre de papel (1963), dirigida por Ismael Rodríguez; El tunco Maclovio (1970), dirigida por Alberto Mariscal, y La duda (1972), dirigida por Rafael Gil, filmada en España y basada en un argumento de Benito Pérez Galdós.

Por otra parte, el maestro José Ángel Espinoza realizó una importante labor altruista; durante 27 años organizó en Sinaloa la Feria Maratónica que permitió empedrar todas las calles del Municipio de Ahome, construir dos escuelas secundarias y dotar de aire acondicionado a dos sanatorios de la localidad. Asimismo, donó aproximadamente 200 reconocimientos al Museo de Arte de la población que lo vio nacer: Choix.

El Teatro del Seguro Social de Los Mochis lleva su nombre, fue Premio Sinaloa de las Artes, visitante distinguido por el H. Ayuntamiento del Municipio de Durango por su destacada trayectoria artística y su valioso aporte a la música tradicional mexicana, Charola de Plata como actor mexicano por su participación en la película Comanche y recibió distinciones por parte de las asociaciones nacionales de Actores e Intérpretes. En 2007 fueron develadas dos estatuas en su honor, una en Mazatlán realizada por Carlos Espino, y la segunda develada por SACM en la Plaza de Garibaldi de la Ciudad de México; además de dos bustos, uno de ellos ubicado en el Boulevard José Ángel Espinoza de Sinaloa y el otro —también promovido por SACM— en la Plaza de los Compositores Mexicanos, en el Distrito Federal.

En 1976 recibió en Nueva York, junto a Lola Beltrán y Tito Guízar,la Medalla de la Paz por parte de la Organización de las Naciones Unidas (ONU); en 2004 el H. Ayuntamiento del Municipio de Mazatlán lo reconoce porque sus canciones son interpretadas en varios idiomas, por su don de gente, por su altruismo y por difundir lo mejor de Sinaloa; en 2006 fue acreedor a las Lunas del Auditorio por su trayectoria artística, y la Dirección de Artes y Cultura del Gobierno Municipal de Santiago Papasquiaro, Durango, le otorga una distinción por su labor incansable en la creación de las artes y el impulso a la cultura a través de la música y la escritura.

En 2007 SACM reconoció su Trayectoria de 50 años en la música, y la ciudad de Culiacán organizó un concierto homenaje en el cual la Orquesta Sinfónica Sinaloa de las Artes interpretó sus canciones; en 2008 la Universidad Autónoma de Sinaloa le otorgó el título Doctor Honoris Causa; en 2012 el programa Raíces, festival de música, bailes y danza de México le rinde homenaje en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris con motivo de su 94 aniversario de natalicio y por los festejos por sus 75 años de carrera; en 2013 recibió el premio La Musa, entregado cada año a las cinco personalidades que ingresan al Pabellón de la Fama de los Compositores Latinos, y fue homenajeado en el marco de la 6ª Convención de Monitor Latino en la Ciudad de México. El 2 de octubre de 2015 la Lotería Nacional emitió un billete para conmemorar el 96 aniversario de su natalicio.

El maestro José Ángel Espinoza Aragón Ferrusquilla falleció la madrugada del viernes 6 de noviembre de 2015 en Mazatlán, Sinaloa.