La obra de arte de Chejov

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La tía Gertrudis no puede ver la puerta de la alacena abierta porque se enoja, pero ella deja abierta la de su dormitorio. La del estante, se entiende, se meten las pipiliacas que se comen el chile del mole. La de su recámara, no sé; quizá extraña a su difunto esposo. La escucho llorar y creo que por sofocarlo se oye como un quejido.

—¡Flaco, flaco! Ve con don Demetrio y pídele un kilo de bistecs y medio de chorizo.

Buscó el dinero y no lo encontró.

—Dile que te lo apunte, luego voy y se lo pago.

—Me dijo el carnicero que más tarde pasa a cobrarle.

Hizo un gesto de rechazo y luego lo cambió por una sonrisa forzada.

Yo no vi que don Demetrio llegara ni por la tarde, ni por la noche. Algunos susurros en la madrugada y los quejidos de mi tía antes de que cantara el gallo.

Lo que recuerdo es que nunca faltó en la mesa un trozo de carne. Aún me timbra en el oído su voz aflautada:

—No desperdicien nada, ni se la den al gato, que no me la regalan.

El gato Tobi por Rubén García García

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El gato Tobi es alimentado, querido y mimado. Por las noches se escapa para hacer su ronda. Se involucra en peleas por alguna gata en celo. Mientras tanto, el matrimonio duerme. La señora, inquieta en su sueño, parece escuchar ruidos propios de una cerradura que responde a una llave. Presa del miedo, exclama: «¡Mi marido!». El esposo, por reflejo, busca sus pantalones y escapa por la salida de emergencia. En la calle desierta, desaparece y, después de dos cuadras, se detiene, sonríe y regresa, al mismo tiempo que Tobi, que maulla. La esposa, al recuperarse de la pesadilla y darse cuenta de la ausencia de su marido, grita alarmada: «¡Qué haces!»

El día que llegaste de Rubén García García

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Las hormigas salieron de su nido, ni ellas intuyeron que arribaría un aguacero. Fue el día que llegaste. De los retoños del páramo salieron en fila mariposas amarillas. Cerca de la nopalera se abrió del viejo cactus una flor. Cansada del viaje me pediste agua y día a día te fui dando todo. «No será para siempre» —me dijiste.

Ahora que ya no estás ha quedado la voz de tu silencio y la ansiedad del gato que te busca todos los días en el tejado.

Por algo te recuerdo de Rubén García García

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Después de bañarnos subía mis piernas sobre su regazo, con habilidad masajeaba mis ples, cortaba mis uñas, y retozábamos hasta la media noche.

Un día, furiosa me gritó diciendo que la engañaba y blandió el machete. La desarmé. Sucio de ira, de un golpe le cercené la cabeza.

Me di a la fuga… ando a salto de mata. Tengo los dedos hinchados y el dolor se abre cuando tropiezo.

¡Nadie como ella! Tenía una mano de santa para restaurar mis pies.

Doble ración de Rubén García García

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Estoy en mi velorio, oculto, por las coronas de flores, veía a mis deudos; mi esposa no está entre ellos. Camino por los pasillos de la vetusta casa y del muro, de improviso, salen unas manos que me ahorcan; desesperado intento zafarme tratando de romper el abrazo. Mis dedos rodearon sus nudillos; reconozco la protuberancia del anillo y es el mismo que le regalé, una noche antes, de que la sepultara con su amante.

La paz de Catarino de Rubén García García

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El médico le ordenó a Catarino reposo y tranquilidad. Rentó una choza a la orilla del lago. Desempacó una tarde de primavera y, mientras lo hacía, llegaba una brisa fresca y el canto de los pájaros. Suspiró profundo y exhaló por pausas. Sábanas oliendo a jabón y las almohadas con fundas de lino, como hechas para su cuello.

A media noche, lo despertó el ruido de un monstruo que, rompiendo el himen del agua, le enseñaba su boca ensangrentada. «Es una pesadilla», se dijo. Cuando caía en el sueño, el chillido de un mosquito rondaba cerca de su oído.

Al amanecer, fue a la cocina para prepararse un café; en el primer sorbo, llegó una parvada de patos haciendo un ruido infernal. Más tarde, un centenar de motociclistas armó un campamento. Regresó a su departamento. Cuando llegó al cementerio, se dijo que por fin descansaría. Su tumba quedó entre un gritón de lotería y un comerciante que, sintiéndose vivo, no dejaba de gritar: «¡Llévelo, llévelo, todo a diez pesos! ¡Barato, barato!».