Corrientes literarias

El Romanticismo

Durante la primera mitad del siglo XIX, surgieron dos corrientes que tuvieron una influencia decisiva en la historia de la literatura y del arte y que se oponían de manera terminante a los principios clásicos. Estos movimientos fueron el Romanticismo y el Realismo, cada uno de los cuales tiene características particulares y una raíz común: ambos reivindican, a su manera, los valores del hombre que adquiere dignidad humana a través de una búsqueda personal en el sentido de que ésta ya no se encuentra en la dignidad abstracta de los héroes clásicos sino en las individualidades de las personas comunes. De este modo, tanto los sentimientos gozosos, como el amor, hasta los padecimientos de las clases pobres adquieren un carácter trascendente.
El Romanticismo se difundió por casi toda Europa con epicentro en Alemania e Inglaterra. El movimiento Sturm und Drang (“Tormenta e ímpetu”) nucleó a los jóvenes románticos de diferentes regiones de Alemania. Estos jóvenes defendían los derechos del corazón y del sentimiento en contra de los imperativos de la razón y alertaron contra uno de los peligros del hombre moderno: la deshumanización a que puede llevarlo la tecnología que lo aleja de la naturaleza.
El artista como héroe rebelde
El Romanticismo quebró los principios clásicos para instaurar una concepción más libre del quehacer artístico. De este modo, el artista comenzó a ser considerado como alguien capaz de romper las normas vigentes tanto en el orden creativo como social. Poco a poco se fue consolidando la imagen del artista como bohemio, es decir como alguien capaz de mantenerse al margen de los criterios de la comunidad a la que pertenece, de rechazarlos e, incluso, de socavar sus cimientos por medio de la creación de una obra que sólo responda a su propia interioridad, a sus propios deseos e instintos, sin tener que atenerse en absoluto a normativas impuestas desde el exterior.
El bohemio se transformó, de ese modo, en una suerte de héroe negativo, es decir, en alguien cuyo valor radicaba, precisamente, en la oposición a los valores instituidos. Esta nueva concepción del artista es, con ciertas modificaciones, lo que ha permanecido hasta hoy.
Las características de la creación romántica
La producción romántica tiene ciertos rasgos comunes
1-La imposición del sentimiento sobre la razón: Según la visión romántica, el creador debía dar crédito sólo a sus sentimientos, dejar hablar al corazón. Si la concepción clásica había estado teñida por el absoluto dominio de la razón y en consecuencia del equilibrio y la mesura, el romanticismo propuso librarse de esa tiranía y abrir las compuertas de la sensibilidad. Por eso, suele decirse vulgarmente que alguien es romántico cuando está enamorado, cuando es sentimental o cuando tiene ideales que condicen más con sus propios principios o dictados interiores que con el materialismo que impera en la sociedad.
2-La libertad de la forma. Para los clásicos, la forma era una expresión de la razón y podía representarse a través de una forma fija. Por el contrario, los románticos legitimaron el impulso, el desorden, el desborde y la desmesura como parte sustancial de su estética.
3-El culto del yo. Dado que la subjetividad era la verdadera protagonista del arte romántico, el yo, lugar de la subjetividad por excelencia, adquirió también un papel protagónico. Toda aventura de la subjetividad, es decir, toda expresión del yo más íntimo, tenía un costado heroico. El amante, por ejemplo, era un héroe que llevaba a cabo hazañas silenciosas: tolerar la manifestación amorosa con la misma entrega y resignación con que se tolera una enfermedad, entregarse al tormento de la pasión, sufrir afrentas y desengaños. La heroicidad era entendida como la lucha de la individualidad con un sentimiento interior o con una fuerza exterior-la pobreza, la desgracia, por ejemplo- que genera una intensa desdicha.
4-El paisaje exterior como expresión de la interioridad. Para la estética romántica, el paisaje en que se desarrollan los acontecimientos no era una realidad exterior al individuo, sino una proyección de su propia interioridad: el paisaje reflejaba sus estados de ánimo, sus emociones. Los cielos tormentosos, los escenarios desolados y, a veces, terroríficos, constituían la expresión de las tormentas y de los abismos interiores del ser humano.
5-El gusto por lo exótico. El rescate de las tradiciones folclóricas, una actitud acorde con el origen del sentimiento nacional, hizo que los románticos les dieran valor también a culturas que, para los europeos, resultaban exóticas. De esta manera, los escritores hacían irrumpir en el orden establecido mundos extraños, misteriosos e idealizados.

La afirmación de la literatura latinoamericana comenzó a fines del siglo XIX con el surgimiento de una nueva forma expresiva más audaz, original y cosmopolita que se llamó “Modernismo. La mayoría de los autores de este movimiento reivindicaron el legado cultural colonial como parte del cuerpo latinoamericano frente al avance cultural norteamericano. Lo que buscaron fue una renovación del lenguaje y una nueva forma de expresión que diera cuenta de lo latinoamericano como diferente de lo sajón y de lo hispano. En este sentido, exploraron las raíces latinoamericanas con el fin de hallar el basamento ideológico para el desarrollo de sus pueblos.

CONTEXTO HISTÓRICO
En la década de 1880, América latina experimentó cambios fundamenta­les en su vida política, social y cultural. Si bien, de los países de raíz hispa­na sólo Puerto Rico y Cuba seguían bajo la hegemonía de España, los de­más, ya liberados de los viejos lazos, atravesaban procesos que modificaron notablemente su fisonomía.
En esta etapa, las sociedades latinoamericanas se habían asegurado la soberanía política, estaban en plena organización institucional y buscaban, en su breve historia los componentes de una identidad nacional. Varios siglos de do­minación española habían dejado profundas huellas y el modelo por imitar no estaba ya en la Madre Patria, sino en otras naciones europeas, que atravesa­ban un proceso de modernización que atrajo a la clase econó­mica y política mejor acomodada del territorio americano.
Tanto en las sociedades sudamericanas como en las de Cen­troamérica, las últimas décadas del siglo XIX se caracterizaron por una oposición marcada de ideas en casi todos los terrenos. En lo político, la disputa entre conservadores y liberales, entre formas de gobierno federales o centralistas y la incidencia de una clase oligárquica que hacía prevalecer sus derechos frente a la creciente clase trabajadora. En la educación, al papel domi­nante que quería mantener la Iglesia, se oponían los que abo­gaban por la educación pública. y culturalmente, el antagonis­mo se planteaba entre quienes defendían las viejas tradiciones de raíz hispánica y los que pugnaban por la apertura intelec­tual y por la incorporación de los cambios.
El progreso
Fue, sin duda, una etapa de innovaciones profundas, atribuibles a tres factores: la industrialización creciente, la transformación tecnoló­gica y la incorporación de la economía latinoamericana al sistema internacional. Aunque no se trató de un desarrollo homogéneo, fue inusita­do, por la rapidez con que se procesaron las novedades. La aparición de los ferrocarriles, el telégrafo y el teléfono, la proliferación de fábricas, el au­mento de publicaciones -diarios y revistas-, sumados a los avances científi­cos y al crecimiento poblacional, sembraron en los pueblos la convicción de que ese era el verdadero rostro del progreso humano y que se hallaban en medio de una etapa renovadora que ya no se detendría.
La demanda de materia prima por parte de las potencias industriales eu­ropeas y de los EE.UU., y la colocación de sus productos manufacturados en los países latinoamericanos definieron el modelo político económico de esta etapa: el de exportación-importación. Así como la Argentina, por ejem­plo, se convirtió en productor de bienes agrícola-ganaderos, Chile lo fue de cobre, Perú de azúcar y plata, Centroamérica de café y plátanos, México de azúcar y de minerales industriales -como el cobre y el zinc- Cuba de café, azúcar y tabaco. Y todos ellos compraban a los países a los que proveían de materia prima, productos industriales terminados: maquinarias, textiles o bienes de lujo.

En este período, las naciones europeas -so­bre todo, Inglaterra- hicieron en América lati­na grandes inversiones. La más importante es­tuvo representada por el tendido de la red de ferrocarriles y su puesta en funcionamiento. También, hubo poderosos capitales que se apropiaron de las explotaciones mineras, en países de grandes reservas, como México, Perú y Chile. Con la elección de este sistema, los países latinoamericanos quedaron sujetos a las decisiones de otras naciones. Y, aunque algunos sectores intentaron prote­ger la economía local y su desarrollo autónomo (con aranceles a la entrada de productos extranjeros, para privilegiar los propios), el liberalismo econó­mico permaneció firme en esta última parte del siglo XIX.

Una nueva fisonomía: las grandes ciudades
Este panorama económico provocó grandes variaciones en la com­posición de las sociedades. Las clases altas se modernizaron y los te­rratenientes abandonaron la dedicación exclusiva a sus haciendas, para consagrarse también al comercio. Nació así una nueva sociedad burguesa relacionada directamente con los mercados europeos.
La urbanización fue una clara consecuencia de este proceso. Mu­chas de las grandes ciudades actuales consolidaron su poder entre fines del siglo XIX y principios del xx, como resultado de la política liberal. Hacia 1890, estaban más urbanizados algunos países sudamericanos -Venezuela, Chile, Uruguay y la Argentina- que los Estados Unidos. Como afirma el historiador argentino José Luis Romero en Latinoamé­rica: las ciudades y las ideas: “Casi todas las capitales latinoamericanas duplica­ron o triplicaron la población en los cincuenta años posteriores a 1880”.
Sin embargo, este proceso no abarcaba la totalidad de los vastos territo­rios del continente. Había aún importantes zonas de actividad campesina y extensas áreas sin poblar. El ámbito rural demoró en sentir los efectos del progreso y conservó las características de la antigua sociedad hispana. En esa dirección, América latina seguía mostrando el contraste que Sarmiento había señalado a mediados del siglo XIX entre “civilización y barbarie”: las ciudades cultas, copiadas del modelo europeo; y el campo, criollo y rústico.

Los habitantes de los centros urbanos fueron quienes percibieron las transformaciones en la vida cotidiana: el espacio para la construcción de vi­viendas adquirió otra disposición, las comunicaciones acortaron las distan­cias y hasta el saber científico básico sobre el organismo humano y su fun­cionamiento modificó viejos hábitos. La modernidad se había instalado.
Los escritores que surgieron durante este período y que se identifi­caron como modernistas fueron también “modernos”, en el sentido de haber celebrado este nuevo modo de vida, de haberse percatado de esa transición -de una sociedad colonial a otra liberal- y de intentar, en consecuencia, la búsqueda de la renovación y de la originalidad en las formas de expresión.

El Modernismo tuvo varios puntos de contacto con el Romanticismo, movimiento que lo antecedió y que supo representar en el arte el afán de li­bertad que caracterizó la lucha por la independencia política de los países la­tinoamericanos. El Modernismo compartió con él su carácter revolucio­nario en su intención de renovar el idioma y en sus protestas por cues­tiones políticas, sociales, religiosas e, incluso, morales. La desilusión vi­tal, tan común a los románticos, también se instaló entre los modernistas como un sedimento que les quitó confianza en las ideas y en la acción.
La renovación literaria representada en el Modernismo comprendió dos etapas: la primera se extendió desde 1880 hasta los últimos años del siglo. En este período, se hicieron notar los cubanos José Martí (1853-1895) y Julián del Casal (1863-1893); los mexicanos Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) y Salvador Díaz Mirón (1853-1928); el colombiano José Asunción Silva (1865-1896) y el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), quienes tenían un común denominador: un nuevo lenguaje para una nueva forma de percibir la realidad.
Cuando en 1888 Rubén Darío publicó Azul, un conjunto de poemas y cuentos, se dio nacimiento oficial al Modernismo, al que definió como la nueva elección estética de los poetas lati­noamericanos. Él se convirtió en el gran poeta modernista y ofició de enlace entre la primera y la segunda etapa, cuando se incorpora­ron el argentino Leopoldo Lugones (1874-1938), el peruano José Santos Chocano (1875-1934) y los uruguayos Julio Herrera y Reis­sig (1875-1910) y José E. Rodó (1871-1917), entre otros. Avanzadas dos décadas del siglo, el surgimiento de las vanguardias fue sellando el fin del Modernismo.
Según el escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), esta renova­ción literaria era necesaria, porque “después del Siglo de Oro y del Barroco, la literatura hispánica decae y los siglos XVIII Y XIX son igualmente pobres”.
En lugar de la influencia española, el Modernismo absorbió componentes de dos escuelas francesas: el Parnasianismo y el Simbolismo. El primero se hizo visible en la búsqueda de la forma impecable, del verso de­licado; el Simbolismo, en la valoración de la palabra como síntesis de múlti­ples imágenes, con un poder de evocación similar al de la música. Este in­flujo de la poesía francesa se resumió en la perfección del ritmo, el color y el “relieve” de la escritura poética. Detrás de esa obsesión por la belleza, es­taba el ansia de lo cósmico, un sentimiento religioso de unión de lo terreno con lo celestial, del que el poema era instrumento.
Refinados y exquisitos, también buscaron la originalidad, lo que los llevó a soñar con lugares exóticos y a incluir en sus textos elementos de culturas alejadas en tiempo y espacio: la Edad Media, Oriente, la América precolom­bina. Esta búsqueda hacia atrás o hacia lugares distantes reflejaba una nece­sidad de evasión de esa sociedad progresista que, a la vez que admiración, les provocaba hastío y descontento.

Cosmopolitas y americanos
La actitud de los escritores modernistas fren­te a temas decisivos, vitales para sus propios países, los reveló muchas veces contradictorios y ambiguos. En muchos casos, se sintieron exal­tados con la apertura hacia Europa y con los adelantos tecnológicos; pero a su vez experi­mentaron malestar, pesimismo, desgano ante ese mismo progreso que admiraban. Así lo ex­presa, por ejemplo, Rubén Darío: “Nuestros pa­dres eran mejores que nosotros, tenían entu­siasmo por algo; buenos burgueses de 1830, va­lían mil veces más que nosotros. [ … ] Hoy es el indeferentismo como una anquilosis moral; no se piensa con ardor en nada, no se aspira con alma y vida a ideal alguno”.
Uno de los rasgos que mejor caracterizó a los modernistas fue la intención de explorar en las raíces americanas y de hallar el basamento ideológi­co para el desarrollo de sus pueblos. Muchos de ellos, y a través del perio­dismo, llevaron adelante ideales políticos relacionados con una causa lati­noamericana. El cubano José Martí fue el más consumado ejemplo de esa voluntad, ya que fue militante político y participó en la lucha por la inde­pendencia de su país. Pero hubo otros que también se comprometieron con ideales políticos, como Manuel González Prada (1868-1918), José Santos Chocano, Salvador Díaz Mirón y José Enrique Rodó. El propio Lugones, en la Argentina, asoció su expresión literaria al pensamiento político. Allí es­taba el signo modernista: la necesidad de renovación de la expresión literaria tanto en lo formal (métrica, rima), como en lo temático, me­diante una mirada dirigida hacia América y los pueblos indígenas o hacia preocupaciones sociales de su tiempo.
Sin embargo, esta voluntad no fue unánime. Oscilaron entre ser universales o íntegramente americanos. La definición de Darío en Cantos de Vida y esperanza: “y muy siglo diez y ocho y muy antiguo/ y muy moder­no; audaz, cosmopolita … ” ejemplifica esa contradicción. El poeta mexica­no Octavio Paz la evaluó de este modo: “No deja de ser una paradoja que, apenas nacida, la poesía hispanoamericana se declare cosmopolita”.
Efecti­vamente, los modernistas pretendieron la universalidad, no reconocer fronteras. Lo cual, bien visto, se oponía a su propósito de crear una litera­tura representativa de lo propiamente americano. Idéntica vacilación mostró su postura frente al poder expansionista de los EE. UU sobre América latina que, en algunos, fue de firme oposición, pero en otros de admira­ción incondicional.
Sin embargo, esta ambigüedad está justificada, porque vivieron una eta­pa de transición, plena de cambios, en la que era difícil para ellos determi­nar qué lugar de la sociedad ocupaban y para quiénes escribían su poesía. Si no hubiese sido porque casi todos ejercieron el periodismo, por lo que los conoció el gran público, de su lectura sólo habrían disfrutado las clases cultas. Sin embargo -y aquí hay otra paradoja-, ninguno de ellos pertenecía a esa clase, y muy pocos gozaron personalmente de los favores de la burguesía adinerada.