Fragmento erótico de la duda que no está incluida en la historia

Sendero

Esta parte del trayecto hacia las cabañas es poco transitado, es como una brecha entre ceibas y zacatales. Nos desprendemos del cinturón de seguridad y nos besamos una y otra vez. Me recorre el talle y la parte abultada de la blusa. Me toma de la muñeca y la conduce hacia su pierna. Me incita y recorro y aprieto su muslo hasta llegar hacía lo que se esconde bajo su pantalón. Él se ha bajado el zipper. Abarco su dureza y no entiendo cómo es que todo esto lo haya abrigado. Percibo el latido de sus venas. Él conduce despacio, y por el vaivén me balanceo. Ha tomado mi nuca y comprendo lo que desea. No lo rechazo, también me perturba y pasan por mis ojos escenas eróticas de la televisión. Cautelosa olisqueo, lamo. Apenas si puedo. Aprendo. El sabor de su transparencia, el olor, su gemido su cara de satisfacción y el amor son una fuerza poderosa que está por encima, él disfruta y eso es una razón poderosa. Todo lo de afuera desaparece y te concentras en el placer que se muestra al sentir que una laguna se ha formado entre las piernas. También hay temor a que alguien entre los zacatales pueda imaginarse. Es un plus que excita y no sabes el porqué. El paisaje era silencio y complemento, es de mañana y el aire apenas mueve los árboles. Me transporta la imagen donde el amor florece entre la hierba.

Salgamos, la mañana es linda. Al quedar frente a frente, me besa, le respondí entrelazando mis manos a su cuello. Me llevó cargada y me sentó sobre la cajuela del carro. Me abrazó de la cintura y escondió su cara entre mis piernas. Sentía su boca y leves mordidas en mis muslos. Levantó mi vestido y desde las rodillas empezó a besarme hasta llegar a mi centro. Un cielo claro. De no sé dónde el ruido de las chicharras fue de lo último que tuve conciencia. Lo abrace con mis piernas. Cerré los ojos, apreté dientes y puños. Cientos de descargas que reunidas corrieron hasta el fin de mi abdomen. Vibré, reía, me quejaba, no lo sé, pero al final solo tuve fuerzas para echarme a sus brazos.  Minutos después almorzábamos con mucho apetito.

La duda, entrega siete o anotaciones de una adolescente.

Sendero

Cuando llegué a casa, Aymara tenía café y galletas de harina con canela. Estuve tentada a preguntar, pero me contuve. Ella conoció a mi bisabuelo Anselmo, a mi abuelo Gerardo, a mi abuela Rosa ya finados. Calculo que fueron veinte o más años. «estas galletitas se las hacía a tu papá», «son deliciosas, ¿cómo era la casa cuando llegaste Amayra?” «Parece que por estos lugares el tiempo no ha pasado, con excepción de los arreglos que hiciste».

Fue al final de la plática que me contó. «Conocí a don Anselmo( tu bisabuelo) una tarde fría y lluviosa. Yo Iba con mi padre de regreso a la casa, fuimos al monte por unas hierbas para quitarle la tos y la fiebre a mis hermanos. Él iba al pueblo cuando nos vio. Se bajó del caballo y me puso una manga. Me subió y él se fue a pie platicando con mi padre. A los diez días vino por mí y así fue como llegué a esta casa. Estaba flaca y ojerosa, pero no era tonta. Si lo hubiese sido doña Chofi, la curandera del pueblo, no me hubiese llevado al monte a recolectar sus hierbas. Ella era una mujer de edad, gorda, que tenía dificultades para caminar. Me aprendí el nombre de cada hierba, dónde se encontraba y para qué servía. En los días húmedos recolectábamos hongos buenos, los malos te matan. Meses después, una tarde Don Anselmo me dijo «ha de estar extrañándote doña Chofi» y entendí que aquel encuentro no había sido tan casual, como lo había pensado.

Tu bisabuelo me enseñó el español, a leer, a escribir. Me dio techo, ropa, buena comida y me dio el hábito de hacer ejercicio. Ejercicio era ir al monte y traerle hierbas difíciles de encontrar que se daban en las montañas o en los aguáchales. El procesaba las hojas, las raíces y los hongos y los conservaba en frascos en la sombra y herméticamente cerrados. Siendo ya una jovencita, había aprendido el manejo de las pócimas. Lo acompañaba a ceremonias con sus pares de la región en absoluta discreción. Por supuesto su hijo Gerardo y doña Rosa no tenían idea del respeto que le tenían en la región. Había gente que llegaba del norte, muy lejos. Tu bisabuelo era un hombre de conocimiento. Cuando ella se quedó en silencio, me dijo: “eres ya toda una mujer, seguramente tendrás muchos pretendientes” Solo le contesté con un gracias. Agregué que saldría a terminar el trabajo y que regresaría por la tarde. Sacó de una cartera un seguro plateado. Me pidió que la mano izquierda la pusiera sobre la de ella y con la punta afilada unió mi piel con la suya. Me dolió, pero no moví la mano, una gota de sangre mía se unió a la suya. Rezó con palabras desconocidas y me hizo repetirlas. Sentirás mucho sueño y mañana tu sombra la observarás más oscura. Ágilmente se fue a su recámara y volteó su cara y parecía sonreírme con la mirada.

Dormí profundamente. Cuando llegué al parque él me esperaba. Fuimos al mismo sitio. Era discreto y lo sentí íntimo. Sin embargo, eso ya no me satisfacía, deseaba salir y caminar como cualquier pareja y descansar en alguna esquina para robarle un beso. Me lo reservé para no contaminar el momento. Él me había dicho que cuando lo dispusiera hablaría con mis padres. El problema era yo y las circunstancias.

Acostada sobre su pecho le platiqué lo que había pasado desde que llegó Aymara. De repente, sin pensarlo le dije “siento que ella sabe lo de nosotros” “¿le has contado algo? “para nada”, “¿entonces?”. Razona conmigo: conoció a mi bisabuelo, estuvo con mis abuelos, fue nana de mi papá durante doce o más años. Es cierto que es una anciana, pero tan ágil como una mujer de cuarenta años. Siempre me mira profundamente a los ojos y me dice: «cuídate», Ayer le dije que iba a ser una investigación de campo y hoy que nos juntaríamos para terminar la tarea. Por supuesto la tarea ya la tengo hecha. Ella no me cuestiona, pero yo siento que no me cree y que está esperando a que yo le cuente lo que ella imagina o quizá sabe. Anoche juntamos nuestras manos y con un alfiler de plata unió las pieles, y me hizo repetir lo que ella rezaba. Dormi hondo y relajado, pero sé que soñé, mas no recuerdo qué. Me abrazó y dijo: «ya es tiempo de hablar con tus padres, de esa manera podemos ser como cualquier pareja». Eso me emocionó y lo besé con pasión en la boca y fue uno, luego otro y su palma se deslizó por mi espalda hasta sentir que sus dedos se cerraban en mis nalgas. ¡No sé cuánto tiempo pasaría para volver a verlo!, asi que me dejé llevar por los brotes de luz y calor de nuestra piel. Cuatro horas de deseo, de ser explorada por un varón al que amo, de saber parte por parte donde exhalo intensidad, de saciar mi curiosidad y ejecutar decenas de poses para conocer mis puntos de placer. Para el disfrute sublime es indispensable dejar a un lado todo lo que pueda inhibirlo. Fuera vergüenza. Fuera nausea, Fuera todo pensamiento y emoción que trastorne el movimiento de ir hacía lo profundo y poco a poco brotar como ave hacia las alturas y desgajarte en luces de colores y encontrarte en un crespúsculo, en un rumor de brisa que se ira diluyendo hasta quedar en el manto de la flacidez y el relax.

Como no encontré a Aymara subí al dormitorio. Aun había luz que fue cediendo a la sombra de la noche. Ese momento tan particular que no sabes distinguir si es la alborada o la tarde que se muere. Me atrae el canto de los pájaros chisteadores, pequeñas aves que se ocultan en el ramaje y al cantar emiten un sonido como si te llamaran sacando el aire por los labios. Si no sabes de ellos parecería que son seres fantasmales que te llaman.

En la recámara recree en la memoria la magia del encuentro. Todo influye: un espacio confortable e íntimo, donde tienes la certeza que nada interrumpirá. Un hombre del cual amas, lo deseas y es capaz de hacerte sentir especial; es como subirte a una nave y emprender un viaje hacia el espacio.

Abracé a la almohada apretándola contra mis pechos. Mis pezones seguían sensibles. Y es que mis niñas piden caricias, ser tocadas con sutileza. Que haya terciopelo en las palmas y en la yema de los dedos. Su mano tosca de varon era capaz de convertirse en un lienzo de seda. Su boca húmeda, su lamer exaltaba todas mis terminaciones de placer y en ese hacer del ir y venir, mi pezón exigía ser consumido y succionado. Toda mi epidermis respondió, llevándome a un breve vuelo por un cielo con ruedas fulgurantes. Me dormí con la almohada apretada en mis pechos

La duda, entrega seis, anotaciones de una adolescentes de Rubén García García

Sendero

Toda la noche llovió, mañana las mariposas rodearán las flores del tulipán y quizá mire un colibrí, ¿serán mágicos? No lo sé, pero sé que son fantásticos. Tocaron. Encontré en el zaguán a una señora con su pelo entrecano echado hacia atrás, los surcos de su frente tenues, los ojos vivaces. Una ligera capa de polvo en sus mejillas y en su blusa blanca hilos de colores formando pequeñas rosas. Buscaba a mi padre.

Padre, preguntan por ti. Es una señora de edad que se llama Aymara. “Atiéndela, dale café, pan. Dile que me estoy bañando”.

La miré en el patio, y cerca de ella había mariposas volando. El sol se filtraba a través de las hojas e iluminaba el huipil blanco que parecía lanzar destellos. Me acerqué, y sin voltearse me preguntó, ¿tú eres la hija de René? dije que sí. Le serví un café con pan, y cuando papá se acercó a ella se dieron un abrazo íntimo y fraternal.  Me despedí. Se sonrió. Ve con Dios, me dijo.

Se quedaría con nosotros. Me contrarío con los extraños, pero era decisión de mi padre. Aymara fue quien lo cuidó desde bebé hasta los doce años. Mi padre la recuerda con mucho afecto. Dormiría en la que fue  su recámara.

Yo vi sonreír a mi madre y aceptar la visita con agrado; pero no hay que confundirse. Mi madre es muy amable, pero si le invades su espacio, no es la mejor manera de conseguir su afecto. El espacio de mi madre es toda la casa, el patio y si no va a donde tengo mi estudio es porque le tiene fobia a los ratones y sutilmente le he dicho que de vez en cuando una rata se pasea por los frutales. Otra cosa, las decisiones de mi padre se acatan.

Aymara era muy limpia, acomedida. A las ocho de la mañana el patio se veía reluciente y las plantas habían sido regadas. El café estaba hecho, también unas galletitas de harina que eran la delicia de todos. Más tarde salía con una bolsa de tela que colgaba al hombro. Regresaba después de la comida y se recluía algún tiempo en el cuarto y por la tarde salía a disfrutar el fresco. En otras, platicaba con mis padres. Algunas veces me encontró en el estudio y pasaba a saludarme, de a pocas hicimos amistad. Una tarde le pregunté, muy indiscretamente, pero rectifiqué: “si no desea contestarme, no lo haga y disculpe”. Se sonrío y me apretó la mano. “¿Crees en los sueños?”  Le dije que sí. Ella me dijo que había soñado varías veces con la casa y esa era la razón del porqué había regresado.

Padre nos contaba que la recuerda como una mujer sencilla y amorosa que había llegado de pequeña y que fue integrada con la familia. Era de una comunidad de la sierra. Que ya siendo él un jovencito, un día se despidió. Mis padres creyeron que se había ido con el novio. Solo regresó al funeral de mi abuelo Anselmo. A quien quería como un padre y maestro. ¿Cómo se enteró de su muerte?, si ella tenía años de no estar en la ciudad.

Mis padres estarían con la abuela materna y por supuesto me preguntarían si los acompañaba, como siempre pretexté razones de estudios y aproveché para pedirle permiso, puesto que el inicio de semana tenía que entregar un trabajo (trabajo que ya tenía) acerca de una investigación de campo. No había razón para negármelo. “Solo dile a Aymara a que hora te vas, para que sepa”.

Estaba leyendo en mi “estudio”, cuando ella se asomó. “Te ha quedado bonito”. Se quedó mirando sin ver, y me dijo: “En los tiempos que estaba tu abuela, ella decidió que se utilizara para almacenar trebejos. En un tiempo me sirvió para dormir. Fue tu bisabuelo Anselmo quién me dijo ¡tú dormirás aquí!, tu bisabuelo ya era un hombre mayor y yo una chamaca. Él me enseñó a leer, a escribir. Yo no hablaba español. En pocos años me desarrollé y como sabía el dialecto y conocía mucho de las plantas le fui útil. Tiempo después nació René, tu papá. Le ayudé a tu abuela en la crianza, y las veces que podía regresaba con don Anselmo. “Irinea, por ningún motivo trates de abrir la puerta que tienes escondida detrás del pizarrón. La orden que te doy, es la misma que me dio tu bisabuelo. Me dijo tu mamá que vas a salir. Aprende a cuidarte. Por la noche platicamos y sirve que nos tomamos un café.”

Me quedé pensando, que Aymara es una persona que no se le puede engañar. Tiene un cuerpo frágil, pero la he visto caminar y lo hace ligera y veloz. Siempre va con su bolsa repleta de frascos y no sé qué otras cosas. Sus ojos son vivos y tiene una mirada que lo abarca todo.

Muy temprano salí a encontrarme con él en la plaza, Cuando enfilábamos hacia la carretera, le dije: “hoy no podemos ir tan lejos. La temporada de vacaciones está por iniciarse, llega gente de esta ciudad y no es prudente que alguien me reconozca”.” Hice reservaciones en otro lugar”.

El carro tiene los vidrios ahumados. Puedo ver sin que me miren. Eso daba cierta privacidad. Distraerlo mientras maneja, no es buena idea y como relámpago las palabras de Aymara: “debes de aprender a cuidarte”. Lo más que hacía, cuando el carro se detenía, era tomar su mano y él me daba un beso fugaz en la boca. Sabía a qué iba, pero trataba de disimularlo. Lo amaba, pero que poderoso es el deseo; crecía tanto que podía escuchar los latidos de mi vientre. En un momento, mi mano acarició su pierna y un poco más arriba; me di cuenta que a él le pasaba lo mismo.

En poco tiempo llegamos a una cabaña con un balcón donde se miraban los pinares. El clima caluroso de la costa cambiaba a la mitad de la sierra. Miraba con deleite el bosque cuando sus manos me rodearon la cintura y al besarme el cuello me susurró: “te quiero” y alzando mis brazos acaricié el pelo de su nuca. Sus manos dejaron mi cintura para abarcar mis senos que veloces respondieron. Llevaba una falda corta y percibí su dureza. Recordé que la piel era un manto, lo dejé hacer y me dispuse a sentir. Mi cuerpo era hierba seca y bastaba una chispa para incendiarse. Poseída por el instinto mi cadera iba a su encuentro. A mis oídos resbalaron sus palabras: “No hay nadie, podríamos seguir”, al tiempo que me levantó la falda. “No me siento cómoda”, le dije. Si hubiese seguido mi voluntad se desbarrancaría. Qué fuerza poderosa tiene la tentación; era un vaso con agua frente a un sediento, ¿Quién se negaría a beberlo? En ese momento, tocaron a la puerta. Él se desapartó y poniendo sus ropas en orden fue hacia la entrada. Era un mesero que traía dos desayunos.

Oloroso café, pan de la sierra y huevos con cilantro y epazote. Los placeres de la mesa hay que atenderlos y sin que él me lo pidiese me senté en sus piernas y disfruté del café de olla servido en tazas de barro. La sensación de su brazo alrededor de mi cintura y su mano en mi vientre que iba y venía dejando su calor de varón en la planicie de mi bajo vientre. El fuego estaba.

La duda, (entrega 5) o anotaciones de una adolescente.

sendero

Me olvidé de las miradas sin mirar, de las libretas, las cartas y lo único que hice fue adquirir un pizarrón que sobrepuse sobre la puerta recién descubierta. Estaba a pocos días de los exámenes finales.
En mis años de escolar dejé el ballet por las artes marciales y el atletismo. Ambas me preparan física y mentalmente. Nadie sabe cuando tienes que enfrentar o correr. Mi madre me reprochó por dejar la danza clásica. A mí me preocupaba no saber cómo defenderme. Todos los días la violencia se ha incrustado como un hongo y se le mira como parte de la realidad. El atletismo era para disfrutarlo, nunca para romper marcas. Es hermoso trotar por las mañanas en el estadio o ir por una ruta sombreada y ser acariciada por el viento con los aromas de la hierba e ir percibiendo como el sudor corre por tu cuello, como chilla tu respiración en alguna cuesta y sentir que vuelas cuando desciendes de alguna loma. Es tambien una forma de platicar contigo misma.
Mi madre pegó un grito cuando le dije que deseaba entrar a una secundaria del gobierno. Ella pretendía inscribirme en una escuela religiosa. Me opuse con las fuerzas que posee una escolar, por fortuna mi padre me apoyo (no ve con buenos ojos a los curas) e ingresé a una escuela que recibe apoyo del gobierno, y el alumnado da una mesada y contribuye con los servicios de computación. Es una escuela que me queda cerca de mi domicilio. El edificio constantemente se remoza, hay limpieza y posé canchas deportivas y diferentes talleres. El alumnado es mixto. Hombres y mujeres compartimos el salón.
Mi primer novio fue un muñequito de pastel. Siempre bien prendidito que no dejaba de hablar de los juegos del pc y un especialista en marcas de carros. Los únicos besos que recibí fueron en mi frente y osadamente de vez en cuando me daba uno en la mejilla. Cuando terminaba de contarme de sus temas favoritos, que siempre eran los mismos, se le metía la mudez. Me aburrí y di terminada la relación. Poco después conocí a Andrés, un moreno simpático con habilidades en tocar varios instrumentos. Fue el grupo musical a dar un concierto de rock, y una amiga en común nos presentó. Reconozco que el me enseñó a besar, a sentir que mi piel se enchinase cuando sus manos caían por mis caderas o rozaba mis pezones. No se anduvo por las ramas, me dijo que yo lo excitaba mucho y deseaba llevarme a la cama. Intuía que yo era facil y quizá pensó que le diría que sí. Lo peor de él lo supe por el mismo, me contaba algunas intimidades de sus novias. El hombre puede tener muchos defectos, pero ser chismoso es el peor. Así que lo corté, antes de que me anotara en su lista.
Deje el diario que me regaló mi madre de tal manera que si alguien lo quitara de su sitio me daría cuenta. Por la tarde, madre me preguntó si ya había escrito algo. Le dije que no, que no tenía idea de cómo hacerlo. “Yo recordaba lo que me sucedía y en mi cuaderno apuntaba la idea y luego en el diario la desarrollaba. De esa manera me obligue a escribir. En un principio fue difícil, pero con el tiempo se te hace hábito”. Me dijo mi madre. Regresé a mi dormitorio, observé que mi diario estaba en el mismo lugar, pero no como lo dejé. Madre estuvo en mi pieza. “Lo que tengo que esconder ya no se encuentra aquí”.
Tomé mis libros y fui a mi estudio.

“Tengo deseos de dormir con él, con mi desconocido, ver que bosteza, que se le cierran los ojos después de intimar varias veces y quedar exhaustos. Sentir que me rodea con su abrazo, y con la yema roza mis pechos, o que enlazo mi mano a su mano y a la luz del velador dormimos como una pareja que disfruta del momento. Verlo dormir, hacerle caricias mientras sueña. Antes de que abra el día me reacomodo, para sentir su mano que recorre mi cadera, baja a mis muslos y me acerca a su vientre. Me hago… y lo dejo. Me besa la nuca, los hombros. El hueco de su mano se llena con el pómulo de mi pecho. Si continúa no podré simular que me hago la dormida, mucho menos ahora que tengo entre mis piernas un fuste que me altera. Su boca es una nave que ondula en mi cadera, y rueda por mi vientre. No puedo fingir más, me quito la máscara, desabotono la bata y me entrego a esa divina búsqueda de explorar con labios y yemas todos los escondites de nuestro cuerpo. Si bien el orgasmo es el instante que teniendo entre las manos un ave la dejas en libertad. También te vas con el ave. asciendes explotas y te haces lluvia.
Preguntaría, ¿esto es lo que llaman el mañanero? Sé que estoy en mi dormitorio, sola. A lo lejos un gallo citadino canta y muerdo la sábana, mientras mi mano está cerca de terminar su quehacer. Escucho mis gemidos. Aflojo mi mandíbula, me destenso y vuelvo a mi almohada dispuesta a dormir».

La duda tercera parte de Rubén García García

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Abrazada. Mi cara al lado de su cara, mis pechos sobre su pecho.

—Nuestra piel es el órgano más extenso que tenemos. Exploremos. Siénteme como te siento. Ven. Extiende los sentidos y los brotes de sensualidad se iran mostrando.

«yo no quería clases de piel. Deseaba sentirlo. Callé.»

Escucho su respiración cerca de mi oído, las percusiones de su corazón entre mis senos y poco a poco mi piel se adhiere a su piel. Siento su golpe en mi vientre. Tengo corrientes que dirigen el cause hacia mi bajo abdomen y terminan en un minúsculo ojo de agua que humedece mis piernas.

Tengo deseos de besarlo, de ofrecerle mis areolas a la o de sus labios. Abro y cierro mis piernas como las alas de una mariposa y abrigo y desabrigo su península. La yema de su sol me frota y es vecino de mis labios. Muevo la cintura para centrarme; deseosa, mis manos desobedientes apresan la circunferencia de su tallo. Me dice: “no. aún no es tiempo”. Nos pusimos de lado y no verte la cara me disgusta. Mis piernas tienen al intruso, lo oprimo y desoprimo, y él se balancea como columpio. Inicia un ir y venir desde mi coxis hasta el ángulo de mi pubis. Placer y tormento hasta que no puedo más y lo ingreso a mi canal. Si me empujaba, él se hacía para atrás. Me besa, lame mis orejas y esconde su respiración en los ángulos de mi cuello. Cariñosamente me dice “hazlo poco a poco, yo no empujaré. Tómalo de la raíz y siente como gota a gota te va llenando”. La delicia inefable de encontrarme conectada a él. Me rodea con sus brazos, y busca mis labios, doblé el cuello y encontré los suyos. Enlazadas las lenguas, sin más ruido que el asma de la pasión me lleva a un placer profundo, intenso y celestial.

Cuando inicié mis relatos pensé que debería de narrarlos en tercera persona, pero me dije que no, que sería ser hipócrita, medrosa. Tampoco soy tan valiente, si las narraciones son leídas por mis padres estaría en un conflicto mayúsculo. Tengo una “laptop” que me regaló mi papá, tiene lo elemental. Así que aprendí a encriptar. Mi desconocido ya no es tal, se como se apellida, en qué institución trabaja, que hace y lo que hace me cautiva. Estudia las especies que están en peligro de extinción. Estudios universitarios y una excelente condición física. No está casado y me dice que no tiene novia (hay que ponerlo en duda porque más de una chica debe de andar loquita como lo estoy yo.) A su lado soy una niñata, pues tenemos diferencia de edades. Espera que cumpla mi mayoría de edad para hacer una vida en común.

Tengo miedo y no sé cómo expresarlo. Me da miedo que el interés que me demuestra con el tiempo se le pase. Miedo a que otra mujer más hecha y madura me lo robe. Pero también me doy miedo yo. Mis padres planifican mi futuro, los he escuchado. “Te has fijado como se queda embobada mirando por la ventana que da al patio. Se me hace que pronto nos traerá al novio” “No lo creo, si mira hacia el patio es que tiene pensado rehabilitar la construcción, para que le sirva de estudio. Le dije que hablaría contigo. Por el momento ya sacó trebejos y le dio una buena limpiada. La ha dejado abierta para que se vayan los olores rancios. Mañana le digo a don José para que se la arregle” “Dentro de dos años terminará la preparatoria y tendrá que elegir licenciatura. No es mala estudiante, aunque últimamente se me distrae mucho”.

Seguro que si supieran por donde anda mi cabeza no sé de qué serían capaces. Sobre todo, mi madre que no lo perdonaría. Mi papá es menos arrebatado, Pero cuando toma una decisión, no hay quien lo baje de su lugar.

Mi madre me regalo un diario. Es una libreta forrada en piel que tiene un estuche que la protege un candado. “para que anotes lo que te parece importante”

La vida tranquila de estudiante es pasado reciente pero pasado. Antes era confiada. La Dalia (es mi nombre) de ayer se hubiese puesto feliz por el obsequio de mamá. La de ahora lo ve con desconfianza. Mi madre está pendiente de mis necesidades, pero los regalos me los da solo en días que son de regalos (cumpleaños, día del amor, navidad) Me ha observado y se da cuenta que me quedo mirando sin parpadear, sabe que mastico pensamientos de los cuales ella ignora. A veces taciturna, en otras me refugio en mi dormitorio. El diario es para leer lo que escribo y el candado que tiene, con tan solo mirarlo feo, se abre. Por supuesto que escribiré las cosas que me pasan, obvio sin agregar mi vida íntima.

Voy camino a la escuela y tengo que pasar, inevitablemente, por la plaza sombreada de ahuehuetes. Vuelvo a rememorar el cómo nos conocimos y me rio. Me recuerdo al abuelo que bajo la sombra de los frutales lo sorprendía hablando consigo mismo, como si rezara y me retiraba diciéndome que estaba “lurias”. Me he sorprendido dialogando conmigo, tal vez estoy más cerca de mi querido abuelo.

Llevo a la muchacha que diario va a la escuela y atiende los quehaceres escolares y a la mujer que camina entre nubes y es la mujer de un hombre, que apenas hace unos meses era un desconocido. ¿aprontar los acontecimientos? ¿esperar a la mayoría de edad? Esta semana tengo consulta con el ginecólogo. Estoy en control por desarreglos menstruales. Ingiero anticonceptivos. Espero continuar con el mismo tratamiento. De no ser así estaré en problemas.  Me rio, y como no tengo a quien contarle lo que pienso me inventaré una amiga, le preguntaré ¿Te imaginas Grecia?

La mocita de Rubén García García

sendero

 Al calzarme los tenis tuve una duda. Me llevaba la bicicleta o hacía caminata. Opté por la marcha, podría ir lento y ver a la mocita. Di una vuelta a la cuadra y ella salía. De trenzas, la blusa azul y calcetas rosadas. Su mamá la despedía. Ella me miró, sonrió discreta y elevó una ceja. Pasé frente a ella, sacando el tórax, metiendo la panza y tensando los glúteos.

—¿Qué anda haciendo usted por aquí?

— Tengo una sorpresa que te gustará.

— ¿Y cómo sabe que me gustará?

—¡Oh!, lo sé, lo sé.

—¿Y qué es?

—No te digo, es una sorpresa.

—Pues si no me dice, no voy.

— Te daré una pista. Es algo que todas las mujeres quieren, pero que pocas pueden tener. No te digo más. Aceleré la marcha.

Para quitarme la inquietud trabajé sin descanso, a veces la mirada iba hacia al cajón donde tenía el regalo. Tanto silencio era molesto; me preocupaba que le hubiese dicho a su mamá.

Al mediodía la gente corre, es la hora en que salen los escolares, Volví a mi trabajo. Entró sigilosa. Me tapó los ojos y recargó el cuerpo sobre el mío. El olor de su piel y su peso sobre mi espalda me alteraban. Pude controlarme.

—¿Quién es?

—La vieja Inés

—¿Qué quiere Inés?

—El regalo

Suspiré. tuve que fingir calma.

—¿Dónde está la sorpresa?

Retiró sus manos y se sentó con las piernas cruzadas en el mueble. Iba a dárselo, pero me detuve.

—Es que el regalo amerita algo especial, se puso en guardia, —No te asustes.

—No me asusto.

— Pensaba llevarte a comer y después darte la sorpresa.

—No pedí permiso.

—Puedes hablar por teléfono.

—Nunca he pedido permiso de esa manera.

— Siempre hay una primera vez.

Se quedó pensativa. Aproveché para decirle.

—Anímate, no tardaremos.

— ¿A dónde iríamos?

— Cerca, por el río. Compramos comida, y hacemos un día de campo. Como es entre semana no hay gente.

— No, mejor me quedo sin regalo.

No insistí, pues era evidenciar, así que le dije:

—Allá tú, si te lo pierdes…

Me acerqué y quedo le dije que no tardaríamos. Sonrió.

—Pero cómo aviso a la casa.

—Háblale a tu mamá por teléfono

—¿Y qué le digo?

— Qué vas a hacer una tarea.

Tomó el teléfono del escritorio y marcó. — Mamá, olvidé decirte que mañana tengo que entregar un trabajo, te pido permiso para ir a casa de una amiga. No me sé su teléfono, pero de allá te hablo, para que sepas dónde estoy.

Colgó el teléfono y se me quedó viendo con ese chinito que se le iba de un lado a otro y se lo acomodaba soplándole. Yo conducía por calles poco transitadas. ¿Qué tienes, te comieron la lengua los ratones? Sonrió forzada. Manejaba con precaución, pero con el rabo del ojo veía que su rostro se había endurecido. Traté de distraerla, yo también sentía ansiedad. Ella lo percibía, porque se ladeaba en el asiento, de tal manera que solo se le viera parcialmente su cabellera.

Cuando llegamos a la cinta asfáltica, el rostro recobró su encaje juvenil. Me puse a tararear una canción de los Beatles y se me quedó mirando con cara de “y esos quienes son” comprendí y sin decir nada saqué un compacto de Riki Martin.

Estacioné el carro detrás de unos árboles; nos apeamos y a escasos metros corría el brazo del río que ofrecía sosiego. Con papel periódico improvisamos un mantel. Ella tenía hambre, pero no se atrevía. —Eres bien melindrosa —Le dije, al mismo tiempo que tomaba una porción y lo devoraba con gusto.

—No soy melindrosa.

Le abrí una lata de refresco y para mí una cerveza. Se quitó los zapatos, las calcetas y la falda escolar. Debajo traía un short deportivo. Se fue a jugar: correteó ranas, brincó charcos. Puso las latas en fila y empezó el juego del “tiro al blanco”, se divertía. Preferí cerrar los ojos y relajarme. Dormitaba. Cuando un chorro de agua me despertó. Tiré manotazos. Se puso fuera de mi alcance. Corrí, pero fue un intento vano. Simulé un ataque de tos y de asma. Se acercó lo suficiente y la sujeté. Sentí su redondez dura, y admiré el rojo intenso de sus labios. En un descuido, su cuerpo elástico escurrió y se fue hacia la corriente. Mi excitación se volvió angustia. Ella manoteaba, se hundía, sus cabellos daban vueltas como un remolino. No lo pensé y fui tras ella. Sentía que el corazón se atragantaba en mi cuello. Al alcanzarla la sujeté del tórax. Sentía su desguanzo. Cuando pude verla a cabal conciencia, soltó una carcajada. Ella fingía, pero el susto casi me mata. Chapoteó de nuevo con su risa de traviesa por las corrientes mansas del río.

Ella retozaba. Seguía como un rehilete sin freno, pero el ejercicio intenso terminó por cansarla. Había en su cara un desfile de bostezos. Subió al carro y emprendimos el regreso.

— ¿A poco se asustó?

La miré con fingido enojo.

—Oiga, está muy velludo, parece mono. —¿Qué horas son?

—Van a dar las 4 de la tarde,

— Le dije a mi mamá que llegaría a las 6 o 7 de la tarde, ¿puedo dormir?

Despertó porque detuve el carro,

—¿Dónde estamos?

No le contesté, salí, ordené unas bebidas. Ella seguía recostada. Ven. Le di la mano y ella me volvió a preguntar.

—¿Dónde estamos? –

Estamos en un hotel de paso, para que descanses y puedas darte un baño-

—Mejor lléveme a la casa.

—No estaremos mucho tiempo solo el necesario

—Pero….

No la dejé terminar, la tomé del brazo y la conduje al interior del motel.

—Oiga, esto es malo.

—Esto no tiene nada de malo, es sólo un cuarto donde podrás asearte, dormir un rato si lo deseas, y arreglarte.

Me miró, le sonreí y su cara se aflojó.

-—Tengo mucho sueño.

Duérmete, yo te cuido, seré tu ángel de la guarda

—¿Y qué tal si no lo es?

Tomó la almohada y se la puso por debajo de sus hombros. Le aventé la sábana.

—Quítate la blusa, sino la vas arrugar, tápate.

Me fui al baño. No pude evitar ducharme.

Dormía profundamente y la sábana se había deslizado dejando al descubierto sus senos.

No pude más que exclamar: ¡Qué difícil!, ¡Qué difícil!, verla dormir con sus manos en una actitud de oración. Es una niña cansada. Pero en esos hombros hay dos mundos. Esas manos tienen la gracia para dibujar en el viento y la cadencia de otorgar una caricia. Con el pantalón puesto me recosté a su lado, escuché su respiración.

Mi mano acariciaba la línea que corre de la cintura a la cadera, una, dos y varias veces, ¡cómo creerlo!, llegué hasta más, exploré la columna de su muslo. Mi corazón brincaba. Volví hacerlo con audacia, hasta descansar mi mano en su rodilla. Veía entre el desorden de su cabello, su arete prendido a su pequeño lóbulo y mis labios estuvieron cerca de besarlo. Tosió abruptamente. Su cuerpo se acomodó de lado, y profundizó su sueño.

En la planicie de su espalda veía el arroyo cortado por la tira del sostén. Tímidamente le puse la mano en la cintura, mi brazo izquierdo hacía ángulo en su cadera y la punta de mis dedos en el vientre. La redondez de los glúteos se adosaba a mi abdomen y mi latido se había evidente. Me mordía los labios.

Estaba a punto de irme al sofá de la alcoba, cuando su mano jugaba con los vellos de mi brazo, ¡Quedé helado!

–Me hace cosquillas. — dijo.

Mi beso cayó de la nuca hacia su espalda; me pegué más. La rodeé con mi brazo y palpé la superficie de su vientre. Bajé mi cremallera. Me introduje dentro de la sábana. Destrabé el broche y busqué la solidez de sus pechos. Sus senos tibios despertaban entre mis dedos. Su resistencia de: “estese quieto, qué me hace,” se fue disipando. Besé y lamí cuello, sus hombros. Abarqué las lunas de sus senos, sus pezones se abrieron y el cielo de mi boca me pedía a gritos su areola.

Loco, loco de sexo tierno, troté con mis labios por toda la primavera de su abdomen, me detuve a beber en el pozo de su ombligo y recorrí caminos que me llevaron a los muslos. Sus manos tomaban mi testa y la empujaban, gemía. Saltaba mi amigo hasta el cielo, pero mi mano apretó, apretó, y grité de dolor. Seguí apretando, mordí mis labios y hui hacia el baño, para desaparecer mis lágrimas y el sudor de mi cara.

—¡Vístete! qué se hace tarde. Le grité desde la regadera.

Diez minutos después estaba arreglada y luciendo su chinito que coqueto iba y venía por el corredor de su frente..

La duda de Rubén García García

Sendero

Yo sé que soy una mujer. Me sucedió meses atrás y lo acepto como parte de mi vida. Nadie sabe nada. Vivo con mis padres y recién terminé la instrucción secundaria. Mi madre prepara maletas. Es un viaje inesperado hacia una ciudad donde una tia abuela pide verla. Quieren mis padres que vaya con ellos, les dije que tenía examen de inglés y que tengo que estudiar. Es una mentira más, la realidad es que deseo estar sola.

La casa está en un barrio tranquilo. Es una construcción antigua, con un patio lleno de frutales y al fondo un departamento por si llegasen visitas. Por la noche se ilumina y se prenden las alarmas. Para acompañarme escucho a los Beatles en mi dormitorio. Al abrir el clóset para acomodar mi ropa interior miro hacia el rincón donde puse la bolsa de mezclilla, la misma que llevé cuando él me abordó. Iba temprano a casa de una compañera y darle una sorpresa. Un día antes, él me pidió informes para dar con un domicilio, se los di. «es que no di con la dirección». Se veía urgido y acepté llevarlo. Sería repetir lo que escribí y que guardo en un archivo secreto; ese día me hice mujer. Antes de despedirnos, en la minucia de un papel, copié apresuradamente el telefono.

Me prometí olvidar el suceso y escondí la bolsa. Y hoy la tengo en mis manos. ¿Qué habré sido para él? Desde que pasó, hasta ahora, me lo pregunto y me perturba. Le hablo y me contesta. Casi en monosílabos acordamos.

Nos veremos temprano en el sitio donde nos conocimos. Él trabaja en una ciudad cercana y durante dos meses tengo un desasosiego que me rebasa. Eché a la basura principios, la promesa de no mentir. Por fortuna la menstruación llegó normal. Por las noches pensaba y pensaba y concluía que era mejor cortar de tajo y olvidar. Horas después volvía a pensar en el hombre, en la habilidad que tuvo para que yo aceptase, o quizá él no fue tan hábil y yo si fui permisiva. De inmediato borré la llamada. «una se vuelve precavida cuando la manera de ser deja que desear».

Sería la segunda vez que me encontrase en el mismo parque, con la misma persona. » no es una persona, le nombraste el desconocido, pero es tu hombre, quien te…» La mañana es fresca. Voy hacia la plaza. Vestida con una falda de mezclilla, blusa blanca y la misma bolsa de hace dos meses. Casi por llegar, un carro que reconozco se empareja y abordo. Me contengo y le doy un beso en la mejilla y un hola que desea ser indiferente. Él me acaricia la mano y la mantiene, Eso me complace. Los dos en silencio y hacia la carretera que lleva al mar. «Te invito un helado de chocolate» Me sonreí, fue la frase con la que se inició la relación «Sí, pero que sea de vainilla» Los dos nos sonreímos y se aligeró mi tribulación. Volvió a tomarme de la mano, sentí su calor, su apretón delicado y tierno. Así manejó con una mano hasta que llegamos a la desviación para llegar a una quinta de cabañas con su propio garaje.

Desayunamos. Estábamos con el rumor del mar y salimos a caminar. Abrazados en silencio sentí sus besos dulces que me hablaban de un cariño. Me dieron a entender que había seguido pensando en mí. Besos que poco a poco fueron transformándose en apasionados. No lo rechacé, por el contrario, me sumé a su deseo. Hace dos meses también estuvimos en la playa, solo que en vez de caminar, corríamos. En la soledad se oye el rumor de las olas, el grito de las gaviotas y a lo lejos el silbato de un barco. Me dice: “han pasado dos meses desde la última vez que nos vimos. En estos sesenta días mis emociones y pensamientos han estado alrededor de ti. Ninguna duda tuve de la pasión que sentí. De la que siento, pero eso se pasa y luego me llené de prrguntas. ¿Te causé daño? ¿Qué tanto? ¿se habrán enterado tus padres? ¿ bajó tu regla? Cada quince días he venido a estacionarme en el parque con el propósito de verte y hablar contigo. Cuando escuché tu llamada fue una bendición. Ahora, frente al mar háblame con franqueza y si hay algún problema, lo resolvemos, y esto incluye todo y todo es todo” Me dio un acceso de risa y estuve a punto de llorar. Solo le dije “atrápame” y como la vez primera dejó que corriese un trecho y ya para alcanzarme me tiré sobre la arena, él me siguió y entre carcajadas nos abrazamos. Su beso amigo, amante, apasionado. Sentí su entrega y le di la mía. Te quiero, me dice. Yo tambien, le digo y volvimos a besarnos. Es ilógico pero desconozco muchas cosas de él, solo sé que trabaja en una fundación ecológica. Hoy estamos juntos y me siento feliz a su lado.

Las sobrina de Rubén García García

Sendero

Compré el libro de Inga en mi juventud, y quedó en los anaqueles, como uno más entre los adquiridos por tres generaciones. Había decidido remozar la biblioteca, por lo que se tendría que limpiar, seleccionar y resguardar los textos. Esta área se ubica en la parte alta y al fondo del extenso patio y era independiente de la nave central de la casa. Colinda con un callejón poco transitado del viejo pueblo, del cual mi abuelo fue uno de los fundadores. Hombre de trabajo, pero amante de las letras. Construyó su espacio y cuando se enclaustraba a leer, decía a la abuela:
-¡No estoy para nadie!
Estantes de cedro, donde duermen cientos de libros, abajo un sofá de piel suave, mullido. Un escritorio resistente, como para soportar el peso de un elefante. Hay un baño completo, cuadros al oleo, y escaleras.
Una de las paredes del fondo, la que colinda con el callejón, tiene un deterioro, -quizá es el tiempo y la humedad—. Se aprecia una grieta en forma de ele.

Pocas veces había estado allí, yo soy proclive a la fiesta, a la música, al convite, y no a estar en soledad. Mi padre, siempre fuera del país, o en la capital, pues fue un político apreciado.
Platiqué con mi esposa acerca de remozar la biblioteca.
—Es mejor que la tires y allí podemos construir un jardín de juegos para los nietos. El tiempo se va rápido.
—Preferí el silencio.
—Pero si vas a contratar gente para limpiar libros y quitar telarañas, entonces le diré a mi sobrina, que necesita recursos para seguir estudiando.

—Dile que venga el próximo lunes.

El trabajo de limpieza no estaba exento de riesgos, por lo que deseaba una mujer apta. Cuando la entrevisté, calculé diecisiete años de edad, morena, de cabello corto, cutis manchado por el acné y seria. Llamaba la atención una verruga que nacía en su hombro derecho y que trataba de ocultar con un saquito de mezclilla. Ese día traía una falda que dejaba ver unas rodillas con cicatrices profundas que hablaba de haber sido una niña inquieta. La contraté. Se llama Elen.
Abandonaba su sitio de trabajo, para tomar sus alimentos, o para retirarse. Yo, después de llegar a casa, me servía un café o una bebida; después veía el avance del trabajo y a darle indicaciones.
Siempre la vi en su quehacer. Me daba las buenas tardes con susurros, y seguía su labor. No era una mujer para asombrarse, pero había en ella una sutil manera de ser, que alteraba, y sobrevenía el deseo de saber de ella. Sin embargo no lo permitía y, discreta se guardaba los pormenores. Una tarde la vi arriba de la escalera, de espaldas, absorta, y aunque llevaba un pantalón holgado, se definían armónicamente sus formas.
Aquella tarde no esperaba verla, mas la encontré sentada en el sofá, con la pierna cruzada y leyendo. Tan concentrada estaba, que no escuchó mis pasos cuando me acerqué por detrás. Leía a Inga.

Una novela que fue un hallazgo. La compré en un tiradero de libros viejos cuando estaba en la capital estudiando. Trataba de una joven rubia, impetuosa, muy bella, que vivía en una ciudad sueca con una tía madura a quien confiaba buena parte de su vida, sus novios, sus dificultades. Novela que me llevó al cielo en noches de soledad y que casi memorice. Ella seguramente leía el capítulo tres, donde Inga conversaba en la sala con su tía:

— Deseo tener relaciones sexuales.

La tía no se inmutó, para su óptica, estas cosas no son tabú sino parte de la vida.

— ¿Qué te ha motivado?
— Las lecturas, tus libros y aunque eres discreta, me he dado cuenta de tus cambios de humor cuando llega Iván. En otras ocasiones escucho tus quejas y suspiros. Y yo deseo saber.
— Estás en edad. No puedo evitarlo si así lo has decidido, sólo debes de hacerlo con responsabilidad y cuidarte de un embarazo no deseado.
—Soy exacta en mis menstruaciones y puedo precisar el día que estoy ovulando. Así que reconozco cuando podría estar en riesgo de un embarazo.
— Imagino, que tendrás candidato, procura ser cuidadosa en la elección y ya sabes, los feos no están permitidos, —le dijo bromeando.

Lo que Inga no dijo a su tía fue que el candidato favorecido era Iván, el amante de ella.

Una Noche Cuando recién terminaban de preparar la cena, y esperaban a Iván, la Tía Romi recibió una llamada de su jefe, para indicarle que pasaría por ella en media hora y que viajarían a la capital para resolver un negocio que estaba cayéndose. En un santiamén la tía preparó maletas y encargó a la sobrina que recibiese a Iván.

Inga le abrió la puerta con una blusa holgada, sin corpiño. La falda a través de la luz, dibujaba los muslos y ropa interior. Iván percibió el olor de la belleza y cuando supo que su compañera había tenido que viajar intempestivamente, quiso retirarse, pero Inga le dijo que la cena ya estaba servida.

— ¿Cómo deseas tu whisky? –Pregunto a Iván, desde el mueble donde guardaban las bebidas.

— Un poco de agua y dos hielos.
— Así sabe sabroso.
— ¿Qué te parece, si mientras busco la música me preparas el mío?

Iván se acercó a la cantina y en silencio preparó la bebida. No se había percatado de la sobrina, pero, cuanto parecido tenía con Romi. Cuando Inga caminó hacia el aparato de sonido, se dio cuenta de la amplitud de la cadera y el andar sinuoso de una adolescente que empieza a sentirse parte del mundo.
Después de la cena, él consideró prudente retirarse. Le dio las gracias, elogió el sabor de los alimentos y al besarla en la mejilla, ella lo atrajo y le dijo cerca del oído,
—quédate un rato más.
Supo entonces que un mundo de problemas vendría a su vida. Pero la fragancia también peleo un puesto y en esa cara de indecisión, resonó la voz de ella y atacó.

—Es que me siento sola.

Ya no dijo nada, la abrazó como dándole compañía. Pero ella no se apartó. Y estirando sus piernas, acercó su boca al oído y cuchicheándole en la oreja le dijo:

—No te arrepentirás.

Volvió con bocadillos. Se escuchaba un saxo.

—¿Me sacas a bailar?

Él sabía, por su experiencia, en lo que terminaría. Ella no ocultaba su intención, y la ocasión era propicia. A él le molestaba una idea. Pero Inga la deshizo.

— Sólo sigo los consejos de mi tía, además ella no tiene por que enterarse, al menos que se lo digas tú.

— Explícame.

— Nada, no deseo que te sientas culpable, ni tampoco deseo que dejes de ser amante de mi tía.

— Debes de tener muchos amigos de tu edad

— Son torpes, mal educados y bobos. Tú sabes tratar, veo y escucho como seduces y complaces a Romi.

Él siguió bailando, la atrajo más, y ella aceptó. Mucha de la tensión había desaparecido. Afloró en él un flujo cálido por piernas y manos. Tanto, que se atrevió a deslizarlas por las caderas y, percibió en la yema de los dedos, el roce de la tela cuando los glúteos tensaban y aflojaban a cada paso del baile.

Cuando su respiración cuchicheo en su oído, percibió la respuesta. Ella mordía su labio y una secuencia de olas de rubor hacía surcos en sus mejillas.

Ella sabía que esa noche dejaría de ser virgen. Él supo que ya no había retroceso.

Cuando me vio al lado de ella, se asustó en demasía, la calmé y le dije que siguiera la lectura, que leyera en voz alta, mientras iría a la cantina a preparar unas bebidas. El abuelo, había dejado muchas, así que no me fue difícil: una suave crema de almendras. Cuando regresé, apagué las luces generales y prendí una lámpara de pie, suficiente para continuar leyendo. Después de brindar y darle confianza, la insté a que siguiera la lectura en voz alta.

Iván era rodeado por los brazos de ella. La boca de él hacia recorridos desde el cuello hasta el lóbulo, se detenía en la mejilla y en la comisura. Ella abría la boca esperando los labios, pero él solamente llegaba a los linderos. Así, cuando la boca estuvo muy cerca, abrió fuego.
—Bésame.
Obedeció a la palabra, pero antes de empalmarse a los de ella, los humedeció. Labios que mordisquearon, y de un beso sutil, paso poco a poco a la sensación reciproca de unirse más y encontrarse con el calor, la textura, y admirarse de los tumultos de hormigueos que recorren vericuetos del cuerpo. Enlazadas las lenguas se succionaron con cadencia y movieron en la profundidad, las fuerzas de lo inevitable, el no retroceso.

Se detuvieron en la mitad de la sala.

—Apriétame.

Ella percibió su erección entre sus piernas e instintivamente abrió el compás. Él la acompañó con movimientos suaves y encontrados, siguiendo los compases de la música.

La voz de ella daba el acento adecuado a la lectura, pero entre silabas, se notaba otro tipo de inflexión. Percibí, pese a lo tenue de la luz, el enrojecimiento de sus labios y su blusa apenas si contenía la respiración. Sin pensarlo, puse mi mano sobre su muslo, si ella aceptaba, seguiría en la lectura, y si no, se levantaría indignada y afrontaría las consecuencias. Un Segundo después la quité. Me levanté y fui de nuevo a la cantinita. Al regresar con las copas, me acerqué a su oído y le cuchichee, “continua” Si bien mis labios no tocaron su piel, pude percibir el temblor de su oreja, el calor que fluyó hacia mis labios y la evidencia de una pezón levantando sus brazos. Un aroma dulce y acido brotaba por su nuca.

Decidí mantenerme de pie, detrás de ella, mientras seguía leyendo. Tenía a mi alcance la letra impresa del libro, el perfume, y la elevación acompasada de los pechos, que subían y bajaban. El silbido discreto, proveniente de las alas de la nariz, que ocasionaba fugaces claudicaciones atribuidas al fuego íntimo de la lectura, o bien a esa suave intensidad, cuando se vierte el licor en la sangre. Puse ambas manos sobre sus hombros y las dejé allí.

Las manos de Iván eran dos abanicos delicados que acariciaban desde la cadera hasta la redondez, suaves yemas alisando terciopelo. Las bocas descansaban, ella en el cuello y él lamiendo el lóbulo de sus orejas. La voz del saxo caía y se levantaba.
—Apriétame con más fuerza.
La atrajo hacía él, las manos se volvieron más enérgicas y abarcaron la redondez de sus nalgas y apretándola y desapretando. Susurró: —¿así?
Ella suspiró. Y él entendió que podía soportar las próximas envestidas.

Volví a su oído y le cuchicheé:
—Qué bien lees. —y puse mis labios en el lóbulo de la oreja, bajando después hacia la curva del cuello, las manos deslizaron por los hombros y sutilmente acariciaron sus brazos. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no dejar la lectura.

-Tienes unos pechos increíbles-, y mordisqueó la tela que los ocultaba.

– Bésamelos. —al mismo tiempo, sus manos sacaron la blusa, por el cuello.

La orquesta acompañaba al saxo, el bajo apenas perceptible. Entrelazó sus manos sobre el pelo ondulado y rojizo de Iván, y hacía una discreta presión para que captara la señal. Él bajo su testa y sus labios humedecieron, respiraron y lamieron la cereza rojiza que sobresalía de sus pechos. Se dio cuenta en ese momento que la excitación entraba por su piel, por sus ojos y su oído era un receptáculo de placer cuando lo escuchaba gemir y decirle:
-Tu ombligo hermoso y profundo.

Mis manos dejaron de acariciarle los brazos, subieron a los hombros y lentamente descendieron hasta llegar a la suavidad de sus pechos. Se le quebró la voz. Mi boca abrevó en sus oídos, mis labios apretaron uno de sus lóbulos. Subía los senos, para que mis manos pudiesen sopesarlos. Ella ya no era ella, yo tampoco. Éramos palabra, lectura. Luz tibia que ardía entre libros, madera y olores que se despertaron de un tiempo ido.

La mano de Inga bajó hacía la entrepierna y bajó el cierre del jean. Metió la mano y palpó, lo que sólo conocía por imágenes de libro. No imaginaba que fuese así, tan duro, tan febril, como un pequeño ser vivo. Él ayudó, la destrabó del bóxer y dejó que saliera. Los dedos finos apretaron y se deslizaron para reconocer lo que ella sabía que estaría dentro de sí. Recordó entonces los gritos de su tía y se estremeció.

Ella leía con voz quebrada, yo arrodillado mordisqueando sus muslos. Al tiempo que desabrochaba la blusa para liberar los pezones del sostén. Mi boca buscaba la entrepierna y la voz se calló cuando mis labios acoplaron a sus labios íntimos y mi lengua atropellaba delicadamente sus interiores.
Recordé letra por letra de la novela, mientras corría la humedad de mi sobrina…

Sentados en el sofá, era besada en sus areolas y ella aprisionaba con su mano el brillo, los latidos. Sintiéndose asfixiada, se levantó, quitó sus bragas con rapidez y se sentó en su regazo. Ella lo guió hasta su centro, cerró los ojos y sin pensarlo se dejó caer, hasta que el pubis de él era acompañado por el de ella. Iván no daba crédito, al mirarla encontró en sus ojos un regato de lagrimas. Inga se dio cuenta que también se llora de placer y le dijo al oído. “no te muevas, que seré yo quién me desvirgue.

Yo hacía, ella se dejaba y sólo las sombras confusas serían compañeras del desborde de una pasión que nunca había sentido. ¿Era Iván? ¿O era el estudiante que furioso se masturbaba en algún cuarto solitario de la ciudad? Mordisqueaba sus pechos, saboreando el olor de sus manos, pues ella en su arrebato, los tomaba y me invitaba a succionarlos, ofreciéndome el pezón alargado y rubiforme.
Acostados, desnudos, y a la breve luz de la lámpara, pude distinguir la finesa de sus formas: minúsculos pezones, duros los senos, como si estuviese dando de amamantar, piernas largas, gatunas que al sentirlas a los lados de la cintura, me abrazaban con tanta fuerza que nos hacía ser uno. Ella cerraba los ojos, y me ofrecía la boca, la rudeza de su respiración, y hondos suspiros que terminaban en gemidos. Quedamos en silencio, atarantados del exceso de placer y aún sin poder aterrizar la conciencia. Sonó el celular y ella presurosa contestó.
Al tiempo que ella terminaba de hablar con su mamá, escuché que el portón de la casa se abría y por el ruido del motor, sabía que era mi esposa que llegaba de su sesión de los viernes con las damas de caridad. Sabía también que me buscaría y al no encontrarme en la sala de la televisión, vendría a la biblioteca. La realidad llegaba pateando las puertas.
Ella entró al baño a retocar su imagen. Yo veía mentalmente los movimientos de mi esposa y planeaba el escape de ella. Sobre la puerta había una rejilla de ventilación, apoyado sobre la escalera miré y tenía a mi vista la parte posterior de la casa. Bajé y fui al fondo, pues los ruidos del callejón se escuchaban vivos. Pegué mi oído al dintel deteriorado y un apéndice, evitaba que mi oreja quedara plana a la pared. Vi que era una palanca semioculta en las imperfecciones del revoque. La enganché con el dedo, tiré y tronó, como si hubiese jalado de un gatillo. Por gravedad se deslizó la parte delgada de la pared dejando una salida hacia el callejón.
Cuando salía del baño, entré para reacomodarme la figura. Al salir le hice una seña de que no hablará y le mostré la puertecilla. La abrace con ternura, y al oído le dije “toma un taxi” mañana hablaremos y deslice en su bolsa lo suficiente para que pagase el servicio.

Minutos después tocaron a la puerta. Abrí. Era mi esposa. Regresé al escritorio, donde previamente había dejado varios libros.
– ¿Qué haces?
– Revisó los libros del abuelo
– ¿Vas a cenar?
– Claro. ¿Cómo te fue?
– Bien, pero contaron cada cosa. Apúrate, porque la cena no tardo en servirla y deseo acostarme temprano. Estuviste tomando…
– Sólo una crema y un whisky.
– ¿Y de cuando acá te gustan las cremas?

No le contesté, cerré la Biblioteca y pensaba en Inga, en ella, en el abuelo. Y también en su deseo de acostarse temprano. Generalmente se acostaba y ya. Cuando yo lo hacía la mayor de las veces dormía profundamente. Despertarla me costaba más sinsabores…
Con el baño me recuperé. Acostado, la luz de una pequeña lámpara conformaba el perfil de mi esposa.

-Estuvieron contando cada cosa, que me puse inquieta y me retiré. Entendí que a ella se le habían despertado sus deseos y cuando estaba de lado metí mis labios en la nuca. Después de lo acontecido, no había perdido deseos. Le mordisqué la nuca y dije suspirando: Inga.
Ella se volteo y me dijo:
¿Y quién es Inga?
Inga es una adolescente, que desea saber que es el sexo y decide investigarlo con el amante de su tía.

-Ah es una novela ¿y eso revisabas cuando fui a verte?
-sí.
– Pues que abuelo tan caliente tuviste.

Le di la razón. Esa puertecita que da al callejón, debe de tener su historia.

La desmemoria de Rubén García García

Sendero

La desmemoria de Rubén García García Te vi una cara de “no me acuerdo”. ¿Cómo es posible que no lo recuerdes, si los llevaba en su «bocho» a todas partes,

-“Ah el Rondi”, – exclamaste: -pues muy apenas. Te di la razón, ¡también soy desmemoriado! pero se me hace dificil creer que se te haya olvidado.

Tenía alrededor de treinta años, ágil, con sus risos dorados que le caían sobre la frente. Alto, esbelto. Con una manera de caminar felina y al cruzar la pierna, dejaba que el pie se balanceara como si tuviese un resorte. Era típico de él, como lo tuyo; antes que el pie dejara de moverse, revoloteabas en la cocina, y desde allá le preguntabas: “qué se te antoja” lo que pidiese, y tú intentabas complacerlo. Tu esposo, Toño, sonreía satisfecho de que fueses buena anfitriona.

Latz y yo, creíamos que algo les había dado para tenerlos tan mareados. Sabíamos que era del norte, pero nunca mencionaste cómo lo conocieron y que los visitaba casi a diario. Comían y cenaban con él. Todavía más, en algunas ocasiones, ya muy noche nos despedíamos, y él se quedaba ¿Habrá sido posible que te hayas olvidado de él?

Antes del Rondi, los cuatro hacíamos planes, que si vamos a la playa o vamos a rolarla. Por supuesto Latz y yo una que otra vez nos pasábamos de copas, tú siempre fuiste ecuánime, medida. Toño no tomaba. Tenía un carácter llevadero, alguna que otra vez se le zafaba un tornillo y era capaz de desbaratar cualquier fiesta; entonces era mejor despedirse. ¿Habrá pasado lo mismo con el Rondi?, quien sabe, solo sé de ese período, que fue tan especial para ti y más parecías esposa del Rondi que de Toño.

Te reconocíamos por tus ojos de gata, boca breve y labios gruesos. Piernas largas y velludas. Sí, en aquel entonces, la mujer no se rasuraba. ¿A poco tu esposo no se daba cuenta de que te veías enajenada? Pienso que no. Toño les tenía tanta confianza que cuando se iba a trabajar, el Rondi se quedaba contigo haciendo sobremesa. Claro, también pasaba con Latz, conmigo, pero nosotros éramos amigos de muchos años y despedíamos al gordo con bromas y él se iba contento de que tú te quedaras bien acompañada. ¡Cuántas fiestas tuvimos sin el Rondi!, en la playa, en casa, y aquella noche, que no estuvo Latz.

El calor sofocante era tolerable con cerveza oscura artesanal bien fría, tomábamos al parejo cuando se fue la luz. Se hizo un silencio y minutos después sentí tus manos explorándo y yo sentado, quieto, sabía que no era la vecina, con tu boca mordías suave en mi ingle. Excitado, solamente bajé el zíper, y sin ayudarte hiciste el resto, lo suficiente para sentir la presión y la humedad de tus labios y yo acariciando tu nuca; luego tu voz:” ya vete… mi marido no tarda en llegar”. semanas después, el que llegó fue el Rondi.

Baile moderno de Rubén García García

Sendero

De día te ocultas y de noche atisbo y leo las reacciones y tus pensamientos. Me siento y aplaudo tu exhibición de arte gatuno. baile de callejones que poco a poco te despojas de los prejuicios y das una excelsa.
función de tu libido.
Al día siguiente tímida te escondes.
Rubén García García
4 de la mañana.

La consulta erótico

Sendero

Me acosté con
a un lado de tus pies. Llevé a mi boca el dedo gordo de tu pie.

— ¿Sientes cosquillas?

Trataste de retirarlo, lo impedí. me pregunté si alguno te había provocado de ese modo. Levanté el vestido, Besé tu tobillo. Sentí la tibieza de tus muslos y la erección del vello.

Desististe. No retirarste el múslo y suspiraste.

—Me place lo que haces. Me dices.

—Nada malo pensaran si te hago un moretón.

Cerraba los ojos y visioné una escena, en la que tú platicabas con algunas mujeres.

LA ESCENA ES EN UNA CALLE. DE MAÑANA 8.10 ELLA DE FALDA PLATICA CON DOS SEÑORAS.

SEÑORA UNO — ¿Y cómo se lastimó?
SEÑORA DOS — Mire que feo se le ve ese moretón en el tobillo.
ELLA — Tendía la sábana cuando me golpeé con la esquina de la base de madera. Me sobé y después puse una compresa fría.
SEÑORA UNO — Con lo que duele esa parte.

Doblé el cuerpo y tu braga, pero, al instante regresé. Acaricié la rótula con la lengua, y decidí abarcarla con mi boca.

—¡Súbete! Escuché.

No te hice caso. Seguí sorbiendo. Mi placer me lo dabas con tu respuesta y me seducía dejarte maculada. Seguí, seguí y hubo gritos y suspiros que se elevaron y otros quedaron en la sabana

UNA CALLE UNA MAÑANA 8.15 DOS VECINAS
SEÑORA DOS Levanta la falda ¡Dios no había visto sus rodillas!
SEÑORA UNO—Y fueron las dos, Santo dios, pero una está más lastimada que otra. Hasta parece que le untaron violeta de genciana.
SEÑORA DOS—A una amiga se le hizo así por cumplir una promesa. Llegó de rodillas ante el santo cofre de Atochi.

ELLA— Me dolió mucho, caí de golpe, más apoyada en una rodilla que en otra. Ahogué mi dolor mordiendo la manga de la camisa. Me dije, este día no es el mío, pues poco antes me había lastimado el tobillo.

Luego de varias horas en la cabaña, la respuesta a las manchas está en el quehacer intenso que vivimos.

Una parte fue debido a que mi boca chupaba más una de tus rodillas, la otra fue cuando en un abrir y cerrar de ojo dijiste:

— ¡Párate!

Te hice caso y quedaste arrodillada frente a mi vientre. Desataste el cinturón y bajaste mi jean, luego el bóxer y mirándome dijiste:

—Siente como recorro con boca y garganta la península de tu cuerpo.

Tu sapiencia fue increíble y cada vez que me tocaba el orgasmo, —te percatabas por mis gemidos— y sin previo aviso apretabas los testículos y el dolor anulaba mis sensaciones y entonces volvías con tu tarea de lactante. ¿Cuánto tiempo pasó? No lo supe. Sólo jugábamos. Alguna vez, recordé haberte dicho que tus caderas eran mi punto débil y comprendí que nunca lo olvidaste y esa tarde te arrodillaste; tu cabeza se apoyó en la alfombra y levantaste los glúteos.

— Mírame. Exclamaste.

Me situé detrás. El sudor parecía una fina escarcha sobre el río de tu espalda y deslicé mis manos desde la nuca hasta tus caderas. Besé tus nalgas, las apreté y les di palmadas, pues me seduce verlas enrojecidas. Mi boca daba golpes de tea en ellas desde el borde hasta el centro. La palma de mi mano se ajustó a tu pubis y el remolino de tu esfínter. Sentí el ardor, la humedad, que animaron al medio a introducirse, deslizándose en un lúdico dentro y afuera, mientras que mi boca trastornada campeaba en la geografía roja de tus glúteos. Los abrí, con la punta de mi lengua lo humedecí.
No esperabas ese movimiento, y te estremeciste. Tus movimientos se hivieron involuntarios y los quejidos salían de tu vientre.
Seguías de rodillas, coloqué entonces la cabeza entre tus piernas y abracé tu cintura; mi boca rodaba por tus estaciones.

Tus movimientos se hicieron vehementes y el sudor formó regatos que caían sobre mi pecho.

—ya no aguanto—Súbitamente dijiste

Erecté mi lengua, exploré tu canal. La culminación se extedió y tu cuerpo en espasmos arremetió con violencia.

Fue allí cuando insultaste las rodillas; fueron cilindros que iban y venían con fuerza animal machacando la alfombra.

LA ACERA, LA MAÑANA 8.17 LAS SEÑORAS
SEÑORA UNO AGACHANDOSE — ¡Ay, válgame dios!, pero qué feo se le ven sus rodillas, una más que otra.
SEÑORA DOS AGACHANDOSE—¡Ay, lo que debe de estar sufriendo! ¿Y ya se puso miel?
ELLA.- Sólo me he puesto glicerina y fomentos de agua fría.

Después de tu orgasmo, pensé que te recostarías, pero te dio por volver a las oraciones. Yo me senté en la cama y tú seguías de rodillas, recuerdo que gateaste y volviste a lamer mis compañeros. Tu cara tenía placidez, pero en tus ojos seguía viva la flama. Así que tus caricias orales tenían esa doble emoción, la suavidad de un agradecimiento y el resabio de un ardor ¿Sería la recompensa por tu orgasmo? ¿ o la búsqueda de más intensidad?
Con una seña de mi mano y de mis ojos, te invité a que te subieras a la cama. Pero me diste a entender que me situara detrás de ti y golpeaste tu trasero. Cuando estuve, te fuiste doblando, como un camello lo hace en las arenas del desierto. Tu cabeza descansó en la suavidad de tus brazos y tus pechos en simulaban dos tazas sobre la alfombra. Curvando el cuello me preguntaste:
— ¿Te gusta como me ves?
Hinqué la mirada en esa línea viva que sale de la nuca y termina debajo de la espalda, luego en la estrechez de tu cintura, que más abajo abre hacia tus caderas: caí arrodillado. Apoyé mis manos en tus flancos y sembré de besos a tu espalda, tus glúteos y a tu centro lo rellené de glosas. Restregué mi apéndice por la piel de las grupas acaloradas y rojas, y después lo froté en tu isla eréctil, y decías…

—Dale, dale. Hazlo.

Mientras movías como una sierpe tu cuerpo. No te hice caso. Y seguía rodándolo sobre tu triangulo húmedo.

—Dale, dale. Hazlo

Entonces sin decirte nada y abrazándote de la cintura dejé que se fuese, lo hice cuando tu no esperabas y sólo escuché tu gimoteo.

— ¿Te dolió.
— es más grande el placer.

De lado veía el bamboleo de los pechos como un eco de nuestro movimiento. Poco a poco abriste los brazos y quedaste boca abajo , pero con tu centro expuesto. El sudor abundante hacía que mi cuerpo resbalase sobre el tuyo y me daba el impulso para recorrer tu canal de principio a fin. Excitado, recuerdo haberte dicho:

— Puedo irme por otro lado…

— ¡Me vale! Ese es el riesgo, pero sigue y quédate inmóvil, deseo que sientas mis latidos y también como te muerdo.
La blancura de tu cuerpo contrastaba con mi piel. jadeabas y aumenté el cadereo. Sobrevino el infinito placer. Tu cuerpo se tensó como resorte. Los gritos se quedaron en ñla alfombra.
Nos dimos un baño y de vuelta a la cama te hiciste bolita y te metiste en mi pecho. Cerramos los ojos. Yo seguí el curso de la imaginación.

MAÑANA 8.20 ELLA DOS SEÑORA EN LA CALLE.
SEÑORA UNO. — ¡Ay mi niña como debes de sufrir! Pero un día malo todos lo tenemos.
SEÑORA DOS. —Ya la llevó su marido con el médico. Sería bueno que le tomaran una radiografía.
ELLA…— Sí. Todos tenemos días malos “yo desearía tener más de esos”. Ya , ya me llevó “ joder es tan despistado que ni cuenta se ha dado de mis moretones, tuve que decirle que me caí y sin dar importancia me dijo que fuese a ver al médico, que por eso pagaba el seguro” “ Me encabroné, que me bajo la falda, y mis pantaletas y le enseñe mis nalgas que aún estaban enrojecidas y arqueando la ceja me recriminó que es por las cremas que me echo” Me fui al baño a llorar, porque si me quedo allí, no se qué más le hubiese enseñado”.

SEÑORA UNO. — ¿Y qué le dijo el médico?
ELLA — Aún no me dice nada, pues regresará pasado mañana; pero ya aparté mi cita.

Creo haberme dormido un instante, pues el ovillo que estaba en el hueco de mi pecho desapareció y cuando me di cuenta ya tu boca hacia migas con mi ombligo y tu mano exploraba la geografía de mi pubis. Entonces acaricié la textura de tu pelo, luego escuché tu voz aniñada:

—Me das mi chupón
Lo bésate como quien besa a un oso de peluche.

—Es la entrega más bella que he tenido desde hace mucho tiempo.

Te subiste y dijiste al oído…

— ¿Te gustaron mis caderas? Debo de tener las nalgas como si me hubiese dado sarampión. Sabes, cada vez que me ponías la palma de tu mano, tenía placer. Era una manera de decirte lo bien que me hacías sentir. Le diré a mi esposo, si es que acaso se da cuenta, que el bronceador me hizo reacción.
Te seguías moviendo, sólo por el deseo de sentirme dentro de ti, pues yo sabía que eran actos más de ternura que de sexo. Luego volvías a besarme y decías, eres el primero que me ve el ano en todo esplendor… sólo tú lo conoces. Bueno, ¡ni yo me lo he visto! Pensé que teníamos una especie de sobrecama de forma activa.
— Lo tienes bonito, redondo, apretado.

—¿Te gusta? Le pregunté.
—Me gusta. Quiero que me poseas por allí, de esa manera no habrá nada que no sea dado para ti. Mi esposo lo pide, pero no lo merece. Me prepararé para dos cosas, una para no sentir ningún remordimiento y la otra para ser de ti las veces que me desees y por donde desees.
—Ponte de lado, abrázame.
Esta cueva, no tiene nada de diferente, se coge cuando la mujer lo dese y ahora ya no lo estás, sólo le daremos un avance y empecé a besarla con ternura.

LA MAÑANA LA CALLE DOS MUJERES RUMBO A LA IGLESIA PLATICAN
SEÑORA UNO— Que feo tiene las rodillas la señora
SEÑORA DOS —Sí, pero ella lo buscó
SEÑORA UNO —Cómo que lo buscó
SEÑORA DOS.— Qué, no se dio cuenta. Que si fuesen golpes ella no podría caminar, o lo haría con mucho dolor, cada vez que doblara las rodillas. Además cuando le levanté la falda para verle mejor me di cuenta que había otro moretón en la parte de arriba. Si hubiese sido golpe, el derrame se hubiese bajado.
SEÑORA UNO.— El marido la ha de amar con mucha pasión.
SEÑORA DOS. —No sea tonta, los maridos tienen fecha de caducidad y le aseguro que antes de los diez años se les cansa el caballo.
SEÑORA UNO— ¿Y usted cómo sabe tanto?
SEÑORA DOS— La vida, la vida me ha enseñado. Ah “si esta buena mujer me hubiese visto en mis mejores días, seguramente no platicaría nunca conmigo”.
CONSULTORIO MEDICO TARDE
ENFERMERA— Señora por favor pásele.
Ella— entra al consultorio donde la madera, los libros y las artesanías hacen el decorado. Una música de saxo se escucha suave.
MÉDICO— Señora que gusto verla de nuevo. Siéntese por favor. Dígame. Se siente usted mal?
ELLA— doctor vengo a que me revise las rodillas
Él le ayuda con esmero y casi la carga para subirla a la mesa de exploración. Ella se apoya en los hombros y cuando recuesta
ELLA—Usted cree que sea grave lo que tengo?
MÉDICO— secreteando le susurra al oído: nada que el tiempo no pueda curar.
y le chupa el lóbulo donde cuelga un arete de madera.

Las rodillas

Me acosté con la cabeza a un lado de tus pies. Llevé a la boca el dedo gordo, lo humedecí y acaricié tu pantorrilla.
— ¿Sientes cosquillas?
Trataste de retirarlo, lo contuve. me pregunté ¿si alguno de tus amantes te había provocado de ese modo? Levanté tu falda, descubrí tus muslos. Mi boca llegó al tobillo, con la lengua lamí y entre más lo hacía, tu intención de quitarlo se desvanecía.
—Me gusta lo que haces. —dijiste.
—Nada malo pensaran si te hago un moretón. —Respondí.
Cerré los ojos ,visioné la escena.
ES EN UNA CALLE. DE MAÑANA 8.10. ELLA VESTIDA CON  FALDA, PLATICA CON DOS SEÑORAS.
SEÑORA UNO — ¿Y cómo se lastimó?
SEÑORA DOS — Mire que feo se le ve ese moretón en el tobillo.
ELLA — Me golpeé con la esquina de la cama. Me sobé, y puse una compresa fría.
SEÑORA UNO — Con lo que duele el tobillo.
Con mi boca deguste la tersura de tu rodilla.
—¡Súbete! Escuché que decías.
No te hice caso. Mi placer me lo dabas con tu respuesta, me seducía dejarte maculada. Seguí, seguí y hubo gritos, suspiros que se elevaron, otros que despreciaron el cielo para arrinconarse en la sábana.
UNA CALLE. ES DE MAÑANA, 8.15 ELLA. DOS VECINAS
SEÑORA DOS Levanta la falda ¡Dios no había visto sus rodillas!
SEÑORA UNO—Y fueron las dos, Santo dios, pero una está más lastimada que otra. Hasta parece que le untaron tintura de violeta.
SEÑORA DOS—A una amiga se le hizo así por cumplir una promesa. Llegó de rodillas ante el santo cofre de Atochi.
ELLA— Me dolió mucho, caí de golpe, más apoyada en una rodilla. Ahogué mi dolor mordiendo la manga de la camisa. Me dije, este día no es el mío, pues poco antes me había lastimado el tobillo.
Luego de varias horas en la cabaña, la respuesta a las manchas violetas, está en el quehacer intenso que vivimos.
Una parte fue debido a que mi boca chupaba más, una de tus rodillas, la otra, fue cuando en un abrir y cerrar de ojo dijiste:
— ¡Párate!
Te hice caso y quedaste arrodillada frente a mi vientre. Bajaste mi jean, luego el bóxer y mirándome dijiste:
—Siente como recorro con boca y garganta la península de tu cuerpo.
Tu sapiencia fue increíble y cada vez que iniciaba el orgasmo, —te percatabas por mis gemidos— y sin previo aviso apretabas los testículos, el dolor anulaba mis sensaciones y volvías con tu tarea de lactante. ¿Cuánto tiempo pasó? No lo supe. Sólo jugábamos. Alguna vez, recordé haberte dicho que tus caderas eran mi punto débil y comprendí que nunca lo olvidaste y de rodillas, tu cabeza se apoyó en la alfombra y levantaste los glúteos.
— Mírame.—Exclamaste.
Me situé detrás. El sudor parecía una fina escarcha sobre el río de tu espalda y deslicé mis manos desde la nuca hasta tus caderas. Besé tus nalgas, las apreté y les di palmadas, pues me seduce verlas enrojecidas. Mi boca daba golpes de tea, desde el borde hasta el centro. La palma de mi mano se ajustó entre tu pubis y el esfínter. Sentí el fuego, la humedad, que me animaron a introducirse en tu vagina, deslizándo en un lúdico; dentro y afuera, mientras que mi boca trastornada campeaba en la geografía de tu espalda. Abrí tus gluteos, vi tu orificio… lo humedecí. No esperabas ese ataque, y sobresaltaste, más por tus movimientos involuntarios, quejidos;  deduje tu aceptación. Seguías de rodillas, coloqué entonces la cabeza entre tus piernas y abracé tu cintura; mi boca rodaba de tu pubis hasta tu ano y viceversa. Te grité:
—Mueve la cadera y acércate lo más que puedas a mi boca.
Tus movimientos se hicieron vehementes y el sudor formaba arroyos que caían sobre la alfombra.
—Me quiero venir. —Súbitamente dijiste
Erecté mi lengua y simulé poseer un apéndice. Te abrí y exploré tu canal. Tú me cogías de la nuca. La culminación no fue tan breve y tu cuerpo en espasmos arremetió con violencia. Fue allí cuando insultaste las rodillas; fueron cilindros que iban y venían con fuerza animal planchando la alfombra.
LA ACERA, LA MAÑANA 8.17 ELL, LAS SEÑORAS
SEÑORA UNO AGACHANDOSE — ¡Ay, válgame dios!, pero qué feo se le ven sus rodillas, una más que otra.
SEÑORA DOS AGACHANDOSE—¡Ay, lo que debe de estar sufriendo! ¿Y ya se puso miel?
ELLA.- Sólo me he puesto glicerina y fomentos de agua fría.
Después de tu orgasmo, pensé que te recostarías. Yo me senté en la cama y tú seguías de rodillas, recuerdo que gateaste y volviste a lamer mis compañeros. Tu cara tenía placidez, pero en tus ojos seguía viva la flama. Así que tus caricias orales tenían esa doble emoción, la suavidad de un agradecimiento y el resabio de un ardor ¿Sería la recompensa por tu orgasmo? ¿ o la búsqueda de más intensidad?
Con una seña de mi mano, de mis ojos, te invité a que te subieras a la cama. Pero me diste a entender que me situara detrás de ti y golpeaste tu trasero. Cuando estuve, te fuiste doblando, como un camello lo hace en las arenas del desierto. Tu cabeza descansó en la suavidad de tus brazos y tus pechos en el piso simulaban dos tazas. Curvando el cuello me preguntaste:
— ¿Te gusta como me ves?
Hinqué la mirada en esa línea viva que sale de la nuca y termina debajo de la espalda, luego en la estrechez de tu cintura, que más abajo abre hacia tus caderas: caí arrodillado. Apoyé mis manos en tus flancos y sembré de besos a tu espalda, glúteos y a tu centro. Restregué mi apéndice por la piel de las grupas acaloradas y rojas, y después lo froté en tu isla eréctil, y decías…
—Dale, dale. Hazlo.
Mientras movías como una sierpe tu cuerpo. No te hice caso. Y seguía rodándolo sobre tu triangulo húmedo.
—Dale, dale. Hazlo
Entonces sin decirte nada y abrazándote de la cintura dejé que se fuese dentro, lo hice cuando tu no esperabas y sólo escuché que pujaste y gimoteabas sin parar.
— ¿Te dolió?
Gemiste y entendí que querías que me retirara y lo hice, pero entre jadeos hablaste:
—Ahora córrela lo más dentro que puedas.
Llegó hasta el fondo. De lado veía el bamboleo de los pechos como un eco de nuestro movimiento. Poco a poco abriste los brazos y quedaste boca abajo , pero con tu centro expuesto. El sudor abundante hacía que mi cuerpo resbalase sobre el tuyo y me daba el impulso para recorrer tu canal de principio a fin. Excitado, recuerdo haberte dicho:
— Puedo irme por otro lado…
— ¡Me vale! Ese es el riesgo, pero sigue y quédate inmóvil, deseo que sientas mis latidos y también como te muerdo.
La blancura de tu efigie contrastaba con mi piel morocha. Tu respiración se hacía intensa, jadeabas y aumenté el cadereo. Sobrevino el orgasmo, Tu cuerpo se tensó como resorte y la mitad de los jadeos, gritos se quedaron pegados al suelo, la otra se dispersó entre los vericuetos de la choza; nos dimos un baño, de vuelta a la cama te hiciste bolita y te metiste en mi pecho. Cerramos los ojos. Yo seguí el curso de lo imaginado.
MAÑANA 8.20 ELLA, DOS SEÑORA EN LA CALLE.
SEÑORA UNO. — ¡Ay mi niña como debes de sufrir! Pero un día malo todos lo tenemos.
SEÑORA DOS. —Ya la llevó su marido con el médico. Sería bueno que le tomaran una radiografía.
ELLA…— Sí. Todos tenemos días malos “yo desearía tener más de esos. Mi esposo es tan despistado que ni cuenta se ha dado de mis moretones, tuve que decirle que me caí y sin dar importancia me dijo que fuese a ver al médico, que por eso pagaba el seguro. Me encabroné, que me bajo la falda, y mis pantaletas y le enseñe mis nalgas que aún estaban enrojecidas y arqueando la ceja me recriminó que es por las cremas que me echo. Me fui al baño a llorar, porque si me quedo allí, no sé qué más le hubiese enseñado”.
SEÑORA UNO. — ¿Y qué le dijo el médico?
ELLA — Aún no me dice nada, pues regresará pasado mañana; ya aparté mi cita.
Creo haberme dormido un instante, pues el ovillo que estaba en el hueco de mi pecho desapareció y cuando me di cuenta ya tu boca hacia migas con mi ombligo y tu mano exploraba la geografía de mi pubis. Entonces acaricié la textura de tu pelo, luego escuché tu voz aniñada:
—Me das mi chupón
Lo bésate como quien besa a un oso de peluche.
—Es la entrega más bella que he tenido desde hace mucho tiempo.
Pero él no sabe de eso y volvió a erectarse.
Te subiste y dijiste al oído…
— ¿Te gustaron mis caderas? Debo de tener las nalgas como si me hubiese dado sarampión. Sabes, cada vez que me ponías la palma de tu mano, tenía placer. Era una manera de decirte lo bien que me hacías sentir. Le diré a mi esposo, si es que acaso se da cuenta, que el bronceador me hizo reacción.
Te seguías moviendo, sólo por el deseo de sentirme dentro de ti, sabía que eran actos más de ternura que de sexo, volvías a besarme y decías, eres el primero que me ve el ano en todo esplendor… sólo tú lo conoces. Bueno, ¡ni yo me lo he visto! Pensé que teníamos una especie de sobrecama de forma activa.
— Lo tienes bonito, redondo, apretadito, pues cuando te metí el dedo, casi lo mordías.
Entonces, lo busqué de nuevo y volví a mimarlo
—¿Te gusta? Le pregunté.
—Me gusta. Quiero que me poseas por allí, de esa manera no habrá nada que no sea dado para ti. Mi esposo lo pide, pero no lo merece. Me preparé para dos cosas, una, para no sentir ningún remordimiento y la otra para ser de ti, las veces que me desees y por donde desees.
—Ponte de lado, abrázame, bésame. Me enterneces. Para irte acostumbrando te daré de piquetitos, nada doloroso sino placenteros, pues esta cueva, no tiene nada de diferente, se coge cuando la mujer lo desea y está caliente. Ahora ya no lo estás. Empecé a besarte con ternura.
LA MAÑANA LA CALLE DOS MUJERES RUMBO A LA IGLESIA PLATICAN
SEÑORA UNO— Que feo tiene las rodillas la señora
SEÑORA DOS —Sí, pero ella lo buscó
SEÑORA UNO —Cómo que lo buscó
SEÑORA DOS.— ¿No se dio cuenta?, que si fuesen golpes, ella no podría caminar, o lo haría con mucho dolor, cada vez que doblara las piernas. Además cuando levanté la falda para verle mejor, me di cuenta que había otro moretón en la parte de arriba. Si hubiese sido golpe, el derrame estaría abajo.
SEÑORA UNO.— El marido la ha de amar con mucha pasión.
SEÑORA DOS. —No sea tonta, los maridos tienen fecha de caducidad. Le aseguro que antes de los diez años se les cansa el caballo.
SEÑORA UNO— ¿Y usted cómo sabe tanto?
SEÑORA DOS— La vida, la vida me ha enseñado. “Ah si esta buena mujer me hubiese visto en mis mejores días, seguramente no platicaría nunca conmigo”.
CONSULTORIO MÉDICO TARDE
ENFERMERA— Señora por favor pásele.
Ella entró al consultorio donde la madera, los libros y las artesanías hacen el decorado. Una música de saxo se escucha.
MÉDICO— Señora que gusto verla de nuevo. Siéntese por favor. Dígame ¿En qué puedo serle útil?
ELLA— Doctor vengo a que revise las rodillas.
Él ayuda con esmero y casi la carga para subirla a la mesa de exploración. Ella se apoya en los hombros. Acostada pregunta:
ELLA—Usted cree que sea grave lo que tengo?
MÉDICO— secreteando le susurra al oído- Nada que el tiempo no pueda curar.
y le chupa el lóbulo donde cuelga un arete de madera.

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