Sendero

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Aunque no debiese, al final son cuentos escritos con rigor, el tema puede causar prurito en algunas mentes, es por eso que se advierte. Soy escritor y nada de lo humano me debe de espantar.
Sendero
Sendero
Compré el libro de Inga en mi juventud, y quedó en los anaqueles, como uno más entre los adquiridos por tres generaciones. Había decidido remozar la biblioteca, por lo que se tendría que limpiar, seleccionar y resguardar los textos. Esta área se ubica en la parte alta y al fondo del extenso patio y era independiente de la nave central de la casa. Colinda con un callejón poco transitado del viejo pueblo, del cual mi abuelo fue uno de los fundadores. Hombre de trabajo, pero amante de las letras. Construyó su espacio y cuando se enclaustraba a leer, decía a la abuela:
-¡No estoy para nadie!
Estantes de cedro, donde duermen cientos de libros, abajo un sofá de piel suave, mullido. Un escritorio resistente, como para soportar el peso de un elefante. Hay un baño completo, cuadros al oleo, y escaleras.
Una de las paredes del fondo, la que colinda con el callejón, tiene un deterioro, -quizá es el tiempo y la humedad—. Se aprecia una grieta en forma de ele.
Pocas veces había estado allí, yo soy proclive a la fiesta, a la música, al convite, y no a estar en soledad. Mi padre, siempre fuera del país, o en la capital, pues fue un político apreciado.
Platiqué con mi esposa acerca de remozar la biblioteca.
—Es mejor que la tires y allí podemos construir un jardín de juegos para los nietos. El tiempo se va rápido.
—Preferí el silencio.
—Pero si vas a contratar gente para limpiar libros y quitar telarañas, entonces le diré a mi sobrina, que necesita recursos para seguir estudiando.
—Dile que venga el próximo lunes.
El trabajo de limpieza no estaba exento de riesgos, por lo que deseaba una mujer apta. Cuando la entrevisté, calculé diecisiete años de edad, morena, de cabello corto, cutis manchado por el acné y seria. Llamaba la atención una verruga que nacía en su hombro derecho y que trataba de ocultar con un saquito de mezclilla. Ese día traía una falda que dejaba ver unas rodillas con cicatrices profundas que hablaba de haber sido una niña inquieta. La contraté. Se llama Elen.
Abandonaba su sitio de trabajo, para tomar sus alimentos, o para retirarse. Yo, después de llegar a casa, me servía un café o una bebida; después veía el avance del trabajo y a darle indicaciones.
Siempre la vi en su quehacer. Me daba las buenas tardes con susurros, y seguía su labor. No era una mujer para asombrarse, pero había en ella una sutil manera de ser, que alteraba, y sobrevenía el deseo de saber de ella. Sin embargo no lo permitía y, discreta se guardaba los pormenores. Una tarde la vi arriba de la escalera, de espaldas, absorta, y aunque llevaba un pantalón holgado, se definían armónicamente sus formas.
Aquella tarde no esperaba verla, mas la encontré sentada en el sofá, con la pierna cruzada y leyendo. Tan concentrada estaba, que no escuchó mis pasos cuando me acerqué por detrás. Leía a Inga.
Una novela que fue un hallazgo. La compré en un tiradero de libros viejos cuando estaba en la capital estudiando. Trataba de una joven rubia, impetuosa, muy bella, que vivía en una ciudad sueca con una tía madura a quien confiaba buena parte de su vida, sus novios, sus dificultades. Novela que me llevó al cielo en noches de soledad y que casi memorice. Ella seguramente leía el capítulo tres, donde Inga conversaba en la sala con su tía:
— Deseo tener relaciones sexuales.
La tía no se inmutó, para su óptica, estas cosas no son tabú sino parte de la vida.
— ¿Qué te ha motivado?
— Las lecturas, tus libros y aunque eres discreta, me he dado cuenta de tus cambios de humor cuando llega Iván. En otras ocasiones escucho tus quejas y suspiros. Y yo deseo saber.
— Estás en edad. No puedo evitarlo si así lo has decidido, sólo debes de hacerlo con responsabilidad y cuidarte de un embarazo no deseado.
—Soy exacta en mis menstruaciones y puedo precisar el día que estoy ovulando. Así que reconozco cuando podría estar en riesgo de un embarazo.
— Imagino, que tendrás candidato, procura ser cuidadosa en la elección y ya sabes, los feos no están permitidos, —le dijo bromeando.
Lo que Inga no dijo a su tía fue que el candidato favorecido era Iván, el amante de ella.
Una Noche Cuando recién terminaban de preparar la cena, y esperaban a Iván, la Tía Romi recibió una llamada de su jefe, para indicarle que pasaría por ella en media hora y que viajarían a la capital para resolver un negocio que estaba cayéndose. En un santiamén la tía preparó maletas y encargó a la sobrina que recibiese a Iván.
Inga le abrió la puerta con una blusa holgada, sin corpiño. La falda a través de la luz, dibujaba los muslos y ropa interior. Iván percibió el olor de la belleza y cuando supo que su compañera había tenido que viajar intempestivamente, quiso retirarse, pero Inga le dijo que la cena ya estaba servida.
— ¿Cómo deseas tu whisky? –Pregunto a Iván, desde el mueble donde guardaban las bebidas.
— Un poco de agua y dos hielos.
— Así sabe sabroso.
— ¿Qué te parece, si mientras busco la música me preparas el mío?
Iván se acercó a la cantina y en silencio preparó la bebida. No se había percatado de la sobrina, pero, cuanto parecido tenía con Romi. Cuando Inga caminó hacia el aparato de sonido, se dio cuenta de la amplitud de la cadera y el andar sinuoso de una adolescente que empieza a sentirse parte del mundo.
Después de la cena, él consideró prudente retirarse. Le dio las gracias, elogió el sabor de los alimentos y al besarla en la mejilla, ella lo atrajo y le dijo cerca del oído,
—quédate un rato más.
Supo entonces que un mundo de problemas vendría a su vida. Pero la fragancia también peleo un puesto y en esa cara de indecisión, resonó la voz de ella y atacó.
—Es que me siento sola.
Ya no dijo nada, la abrazó como dándole compañía. Pero ella no se apartó. Y estirando sus piernas, acercó su boca al oído y cuchicheándole en la oreja le dijo:
—No te arrepentirás.
Volvió con bocadillos. Se escuchaba un saxo.
—¿Me sacas a bailar?
Él sabía, por su experiencia, en lo que terminaría. Ella no ocultaba su intención, y la ocasión era propicia. A él le molestaba una idea. Pero Inga la deshizo.
— Sólo sigo los consejos de mi tía, además ella no tiene por que enterarse, al menos que se lo digas tú.
— Explícame.
— Nada, no deseo que te sientas culpable, ni tampoco deseo que dejes de ser amante de mi tía.
— Debes de tener muchos amigos de tu edad
— Son torpes, mal educados y bobos. Tú sabes tratar, veo y escucho como seduces y complaces a Romi.
Él siguió bailando, la atrajo más, y ella aceptó. Mucha de la tensión había desaparecido. Afloró en él un flujo cálido por piernas y manos. Tanto, que se atrevió a deslizarlas por las caderas y, percibió en la yema de los dedos, el roce de la tela cuando los glúteos tensaban y aflojaban a cada paso del baile.
Cuando su respiración cuchicheo en su oído, percibió la respuesta. Ella mordía su labio y una secuencia de olas de rubor hacía surcos en sus mejillas.
Ella sabía que esa noche dejaría de ser virgen. Él supo que ya no había retroceso.
Cuando me vio al lado de ella, se asustó en demasía, la calmé y le dije que siguiera la lectura, que leyera en voz alta, mientras iría a la cantina a preparar unas bebidas. El abuelo, había dejado muchas, así que no me fue difícil: una suave crema de almendras. Cuando regresé, apagué las luces generales y prendí una lámpara de pie, suficiente para continuar leyendo. Después de brindar y darle confianza, la insté a que siguiera la lectura en voz alta.
Iván era rodeado por los brazos de ella. La boca de él hacia recorridos desde el cuello hasta el lóbulo, se detenía en la mejilla y en la comisura. Ella abría la boca esperando los labios, pero él solamente llegaba a los linderos. Así, cuando la boca estuvo muy cerca, abrió fuego.
—Bésame.
Obedeció a la palabra, pero antes de empalmarse a los de ella, los humedeció. Labios que mordisquearon, y de un beso sutil, paso poco a poco a la sensación reciproca de unirse más y encontrarse con el calor, la textura, y admirarse de los tumultos de hormigueos que recorren vericuetos del cuerpo. Enlazadas las lenguas se succionaron con cadencia y movieron en la profundidad, las fuerzas de lo inevitable, el no retroceso.
Se detuvieron en la mitad de la sala.
—Apriétame.
Ella percibió su erección entre sus piernas e instintivamente abrió el compás. Él la acompañó con movimientos suaves y encontrados, siguiendo los compases de la música.
La voz de ella daba el acento adecuado a la lectura, pero entre silabas, se notaba otro tipo de inflexión. Percibí, pese a lo tenue de la luz, el enrojecimiento de sus labios y su blusa apenas si contenía la respiración. Sin pensarlo, puse mi mano sobre su muslo, si ella aceptaba, seguiría en la lectura, y si no, se levantaría indignada y afrontaría las consecuencias. Un Segundo después la quité. Me levanté y fui de nuevo a la cantinita. Al regresar con las copas, me acerqué a su oído y le cuchichee, “continua” Si bien mis labios no tocaron su piel, pude percibir el temblor de su oreja, el calor que fluyó hacia mis labios y la evidencia de una pezón levantando sus brazos. Un aroma dulce y acido brotaba por su nuca.
Decidí mantenerme de pie, detrás de ella, mientras seguía leyendo. Tenía a mi alcance la letra impresa del libro, el perfume, y la elevación acompasada de los pechos, que subían y bajaban. El silbido discreto, proveniente de las alas de la nariz, que ocasionaba fugaces claudicaciones atribuidas al fuego íntimo de la lectura, o bien a esa suave intensidad, cuando se vierte el licor en la sangre. Puse ambas manos sobre sus hombros y las dejé allí.
Las manos de Iván eran dos abanicos delicados que acariciaban desde la cadera hasta la redondez, suaves yemas alisando terciopelo. Las bocas descansaban, ella en el cuello y él lamiendo el lóbulo de sus orejas. La voz del saxo caía y se levantaba.
—Apriétame con más fuerza.
La atrajo hacía él, las manos se volvieron más enérgicas y abarcaron la redondez de sus nalgas y apretándola y desapretando. Susurró: —¿así?
Ella suspiró. Y él entendió que podía soportar las próximas envestidas.
Volví a su oído y le cuchicheé:
—Qué bien lees. —y puse mis labios en el lóbulo de la oreja, bajando después hacia la curva del cuello, las manos deslizaron por los hombros y sutilmente acariciaron sus brazos. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no dejar la lectura.
-Tienes unos pechos increíbles-, y mordisqueó la tela que los ocultaba.
– Bésamelos. —al mismo tiempo, sus manos sacaron la blusa, por el cuello.
La orquesta acompañaba al saxo, el bajo apenas perceptible. Entrelazó sus manos sobre el pelo ondulado y rojizo de Iván, y hacía una discreta presión para que captara la señal. Él bajo su testa y sus labios humedecieron, respiraron y lamieron la cereza rojiza que sobresalía de sus pechos. Se dio cuenta en ese momento que la excitación entraba por su piel, por sus ojos y su oído era un receptáculo de placer cuando lo escuchaba gemir y decirle:
-Tu ombligo hermoso y profundo.
Mis manos dejaron de acariciarle los brazos, subieron a los hombros y lentamente descendieron hasta llegar a la suavidad de sus pechos. Se le quebró la voz. Mi boca abrevó en sus oídos, mis labios apretaron uno de sus lóbulos. Subía los senos, para que mis manos pudiesen sopesarlos. Ella ya no era ella, yo tampoco. Éramos palabra, lectura. Luz tibia que ardía entre libros, madera y olores que se despertaron de un tiempo ido.
La mano de Inga bajó hacía la entrepierna y bajó el cierre del jean. Metió la mano y palpó, lo que sólo conocía por imágenes de libro. No imaginaba que fuese así, tan duro, tan febril, como un pequeño ser vivo. Él ayudó, la destrabó del bóxer y dejó que saliera. Los dedos finos apretaron y se deslizaron para reconocer lo que ella sabía que estaría dentro de sí. Recordó entonces los gritos de su tía y se estremeció.
Ella leía con voz quebrada, yo arrodillado mordisqueando sus muslos. Al tiempo que desabrochaba la blusa para liberar los pezones del sostén. Mi boca buscaba la entrepierna y la voz se calló cuando mis labios acoplaron a sus labios íntimos y mi lengua atropellaba delicadamente sus interiores.
Recordé letra por letra de la novela, mientras corría la humedad de mi sobrina…
Sentados en el sofá, era besada en sus areolas y ella aprisionaba con su mano el brillo, los latidos. Sintiéndose asfixiada, se levantó, quitó sus bragas con rapidez y se sentó en su regazo. Ella lo guió hasta su centro, cerró los ojos y sin pensarlo se dejó caer, hasta que el pubis de él era acompañado por el de ella. Iván no daba crédito, al mirarla encontró en sus ojos un regato de lagrimas. Inga se dio cuenta que también se llora de placer y le dijo al oído. “no te muevas, que seré yo quién me desvirgue.
Yo hacía, ella se dejaba y sólo las sombras confusas serían compañeras del desborde de una pasión que nunca había sentido. ¿Era Iván? ¿O era el estudiante que furioso se masturbaba en algún cuarto solitario de la ciudad? Mordisqueaba sus pechos, saboreando el olor de sus manos, pues ella en su arrebato, los tomaba y me invitaba a succionarlos, ofreciéndome el pezón alargado y rubiforme.
Acostados, desnudos, y a la breve luz de la lámpara, pude distinguir la finesa de sus formas: minúsculos pezones, duros los senos, como si estuviese dando de amamantar, piernas largas, gatunas que al sentirlas a los lados de la cintura, me abrazaban con tanta fuerza que nos hacía ser uno. Ella cerraba los ojos, y me ofrecía la boca, la rudeza de su respiración, y hondos suspiros que terminaban en gemidos. Quedamos en silencio, atarantados del exceso de placer y aún sin poder aterrizar la conciencia. Sonó el celular y ella presurosa contestó.
Al tiempo que ella terminaba de hablar con su mamá, escuché que el portón de la casa se abría y por el ruido del motor, sabía que era mi esposa que llegaba de su sesión de los viernes con las damas de caridad. Sabía también que me buscaría y al no encontrarme en la sala de la televisión, vendría a la biblioteca. La realidad llegaba pateando las puertas.
Ella entró al baño a retocar su imagen. Yo veía mentalmente los movimientos de mi esposa y planeaba el escape de ella. Sobre la puerta había una rejilla de ventilación, apoyado sobre la escalera miré y tenía a mi vista la parte posterior de la casa. Bajé y fui al fondo, pues los ruidos del callejón se escuchaban vivos. Pegué mi oído al dintel deteriorado y un apéndice, evitaba que mi oreja quedara plana a la pared. Vi que era una palanca semioculta en las imperfecciones del revoque. La enganché con el dedo, tiré y tronó, como si hubiese jalado de un gatillo. Por gravedad se deslizó la parte delgada de la pared dejando una salida hacia el callejón.
Cuando salía del baño, entré para reacomodarme la figura. Al salir le hice una seña de que no hablará y le mostré la puertecilla. La abrace con ternura, y al oído le dije “toma un taxi” mañana hablaremos y deslice en su bolsa lo suficiente para que pagase el servicio.
Minutos después tocaron a la puerta. Abrí. Era mi esposa. Regresé al escritorio, donde previamente había dejado varios libros.
– ¿Qué haces?
– Revisó los libros del abuelo
– ¿Vas a cenar?
– Claro. ¿Cómo te fue?
– Bien, pero contaron cada cosa. Apúrate, porque la cena no tardo en servirla y deseo acostarme temprano. Estuviste tomando…
– Sólo una crema y un whisky.
– ¿Y de cuando acá te gustan las cremas?
No le contesté, cerré la Biblioteca y pensaba en Inga, en ella, en el abuelo. Y también en su deseo de acostarse temprano. Generalmente se acostaba y ya. Cuando yo lo hacía la mayor de las veces dormía profundamente. Despertarla me costaba más sinsabores…
Con el baño me recuperé. Acostado, la luz de una pequeña lámpara conformaba el perfil de mi esposa.
-Estuvieron contando cada cosa, que me puse inquieta y me retiré. Entendí que a ella se le habían despertado sus deseos y cuando estaba de lado metí mis labios en la nuca. Después de lo acontecido, no había perdido deseos. Le mordisqué la nuca y dije suspirando: Inga.
Ella se volteo y me dijo:
¿Y quién es Inga?
Inga es una adolescente, que desea saber que es el sexo y decide investigarlo con el amante de su tía.
-Ah es una novela ¿y eso revisabas cuando fui a verte?
-sí.
– Pues que abuelo tan caliente tuviste.
Le di la razón. Esa puertecita que da al callejón, debe de tener su historia.
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La desmemoria de Rubén García García Te vi una cara de “no me acuerdo”. ¿Cómo es posible que no lo recuerdes, si los llevaba en su «bocho» a todas partes,
-“Ah el Rondi”, – exclamaste: -pues muy apenas. Te di la razón, ¡también soy desmemoriado! pero se me hace dificil creer que se te haya olvidado.
Tenía alrededor de treinta años, ágil, con sus risos dorados que le caían sobre la frente. Alto, esbelto. Con una manera de caminar felina y al cruzar la pierna, dejaba que el pie se balanceara como si tuviese un resorte. Era típico de él, como lo tuyo; antes que el pie dejara de moverse, revoloteabas en la cocina, y desde allá le preguntabas: “qué se te antoja” lo que pidiese, y tú intentabas complacerlo. Tu esposo, Toño, sonreía satisfecho de que fueses buena anfitriona.
Latz y yo, creíamos que algo les había dado para tenerlos tan mareados. Sabíamos que era del norte, pero nunca mencionaste cómo lo conocieron y que los visitaba casi a diario. Comían y cenaban con él. Todavía más, en algunas ocasiones, ya muy noche nos despedíamos, y él se quedaba ¿Habrá sido posible que te hayas olvidado de él?
Antes del Rondi, los cuatro hacíamos planes, que si vamos a la playa o vamos a rolarla. Por supuesto Latz y yo una que otra vez nos pasábamos de copas, tú siempre fuiste ecuánime, medida. Toño no tomaba. Tenía un carácter llevadero, alguna que otra vez se le zafaba un tornillo y era capaz de desbaratar cualquier fiesta; entonces era mejor despedirse. ¿Habrá pasado lo mismo con el Rondi?, quien sabe, solo sé de ese período, que fue tan especial para ti y más parecías esposa del Rondi que de Toño.
Te reconocíamos por tus ojos de gata, boca breve y labios gruesos. Piernas largas y velludas. Sí, en aquel entonces, la mujer no se rasuraba. ¿A poco tu esposo no se daba cuenta de que te veías enajenada? Pienso que no. Toño les tenía tanta confianza que cuando se iba a trabajar, el Rondi se quedaba contigo haciendo sobremesa. Claro, también pasaba con Latz, conmigo, pero nosotros éramos amigos de muchos años y despedíamos al gordo con bromas y él se iba contento de que tú te quedaras bien acompañada. ¡Cuántas fiestas tuvimos sin el Rondi!, en la playa, en casa, y aquella noche, que no estuvo Latz.
El calor sofocante era tolerable con cerveza oscura artesanal bien fría, tomábamos al parejo cuando se fue la luz. Se hizo un silencio y minutos después sentí tus manos explorándo y yo sentado, quieto, sabía que no era la vecina, con tu boca mordías suave en mi ingle. Excitado, solamente bajé el zíper, y sin ayudarte hiciste el resto, lo suficiente para sentir la presión y la humedad de tus labios y yo acariciando tu nuca; luego tu voz:” ya vete… mi marido no tarda en llegar”. semanas después, el que llegó fue el Rondi.
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De día te ocultas y de noche atisbo y leo las reacciones y tus pensamientos. Me siento y aplaudo tu exhibición de arte gatuno. baile de callejones que poco a poco te despojas de los prejuicios y das una excelsa.
función de tu libido.
Al día siguiente tímida te escondes.
Rubén García García
4 de la mañana.
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Me acosté con
a un lado de tus pies. Llevé a mi boca el dedo gordo de tu pie.
— ¿Sientes cosquillas?
Trataste de retirarlo, lo impedí. me pregunté si alguno te había provocado de ese modo. Levanté el vestido, Besé tu tobillo. Sentí la tibieza de tus muslos y la erección del vello.
Desististe. No retirarste el múslo y suspiraste.
—Me place lo que haces. Me dices.
—Nada malo pensaran si te hago un moretón.
Cerraba los ojos y visioné una escena, en la que tú platicabas con algunas mujeres.
LA ESCENA ES EN UNA CALLE. DE MAÑANA 8.10 ELLA DE FALDA PLATICA CON DOS SEÑORAS.
SEÑORA UNO — ¿Y cómo se lastimó?
SEÑORA DOS — Mire que feo se le ve ese moretón en el tobillo.
ELLA — Tendía la sábana cuando me golpeé con la esquina de la base de madera. Me sobé y después puse una compresa fría.
SEÑORA UNO — Con lo que duele esa parte.
Doblé el cuerpo y tu braga, pero, al instante regresé. Acaricié la rótula con la lengua, y decidí abarcarla con mi boca.
—¡Súbete! Escuché.
No te hice caso. Seguí sorbiendo. Mi placer me lo dabas con tu respuesta y me seducía dejarte maculada. Seguí, seguí y hubo gritos y suspiros que se elevaron y otros quedaron en la sabana
UNA CALLE UNA MAÑANA 8.15 DOS VECINAS
SEÑORA DOS Levanta la falda ¡Dios no había visto sus rodillas!
SEÑORA UNO—Y fueron las dos, Santo dios, pero una está más lastimada que otra. Hasta parece que le untaron violeta de genciana.
SEÑORA DOS—A una amiga se le hizo así por cumplir una promesa. Llegó de rodillas ante el santo cofre de Atochi.
ELLA— Me dolió mucho, caí de golpe, más apoyada en una rodilla que en otra. Ahogué mi dolor mordiendo la manga de la camisa. Me dije, este día no es el mío, pues poco antes me había lastimado el tobillo.
Luego de varias horas en la cabaña, la respuesta a las manchas está en el quehacer intenso que vivimos.
Una parte fue debido a que mi boca chupaba más una de tus rodillas, la otra fue cuando en un abrir y cerrar de ojo dijiste:
— ¡Párate!
Te hice caso y quedaste arrodillada frente a mi vientre. Desataste el cinturón y bajaste mi jean, luego el bóxer y mirándome dijiste:
—Siente como recorro con boca y garganta la península de tu cuerpo.
Tu sapiencia fue increíble y cada vez que me tocaba el orgasmo, —te percatabas por mis gemidos— y sin previo aviso apretabas los testículos y el dolor anulaba mis sensaciones y entonces volvías con tu tarea de lactante. ¿Cuánto tiempo pasó? No lo supe. Sólo jugábamos. Alguna vez, recordé haberte dicho que tus caderas eran mi punto débil y comprendí que nunca lo olvidaste y esa tarde te arrodillaste; tu cabeza se apoyó en la alfombra y levantaste los glúteos.
— Mírame. Exclamaste.
Me situé detrás. El sudor parecía una fina escarcha sobre el río de tu espalda y deslicé mis manos desde la nuca hasta tus caderas. Besé tus nalgas, las apreté y les di palmadas, pues me seduce verlas enrojecidas. Mi boca daba golpes de tea en ellas desde el borde hasta el centro. La palma de mi mano se ajustó a tu pubis y el remolino de tu esfínter. Sentí el ardor, la humedad, que animaron al medio a introducirse, deslizándose en un lúdico dentro y afuera, mientras que mi boca trastornada campeaba en la geografía roja de tus glúteos. Los abrí, con la punta de mi lengua lo humedecí.
No esperabas ese movimiento, y te estremeciste. Tus movimientos se hivieron involuntarios y los quejidos salían de tu vientre.
Seguías de rodillas, coloqué entonces la cabeza entre tus piernas y abracé tu cintura; mi boca rodaba por tus estaciones.
Tus movimientos se hicieron vehementes y el sudor formó regatos que caían sobre mi pecho.
—ya no aguanto—Súbitamente dijiste
Erecté mi lengua, exploré tu canal. La culminación se extedió y tu cuerpo en espasmos arremetió con violencia.
Fue allí cuando insultaste las rodillas; fueron cilindros que iban y venían con fuerza animal machacando la alfombra.
LA ACERA, LA MAÑANA 8.17 LAS SEÑORAS
SEÑORA UNO AGACHANDOSE — ¡Ay, válgame dios!, pero qué feo se le ven sus rodillas, una más que otra.
SEÑORA DOS AGACHANDOSE—¡Ay, lo que debe de estar sufriendo! ¿Y ya se puso miel?
ELLA.- Sólo me he puesto glicerina y fomentos de agua fría.
Después de tu orgasmo, pensé que te recostarías, pero te dio por volver a las oraciones. Yo me senté en la cama y tú seguías de rodillas, recuerdo que gateaste y volviste a lamer mis compañeros. Tu cara tenía placidez, pero en tus ojos seguía viva la flama. Así que tus caricias orales tenían esa doble emoción, la suavidad de un agradecimiento y el resabio de un ardor ¿Sería la recompensa por tu orgasmo? ¿ o la búsqueda de más intensidad?
Con una seña de mi mano y de mis ojos, te invité a que te subieras a la cama. Pero me diste a entender que me situara detrás de ti y golpeaste tu trasero. Cuando estuve, te fuiste doblando, como un camello lo hace en las arenas del desierto. Tu cabeza descansó en la suavidad de tus brazos y tus pechos en simulaban dos tazas sobre la alfombra. Curvando el cuello me preguntaste:
— ¿Te gusta como me ves?
Hinqué la mirada en esa línea viva que sale de la nuca y termina debajo de la espalda, luego en la estrechez de tu cintura, que más abajo abre hacia tus caderas: caí arrodillado. Apoyé mis manos en tus flancos y sembré de besos a tu espalda, tus glúteos y a tu centro lo rellené de glosas. Restregué mi apéndice por la piel de las grupas acaloradas y rojas, y después lo froté en tu isla eréctil, y decías…
—Dale, dale. Hazlo.
Mientras movías como una sierpe tu cuerpo. No te hice caso. Y seguía rodándolo sobre tu triangulo húmedo.
—Dale, dale. Hazlo
Entonces sin decirte nada y abrazándote de la cintura dejé que se fuese, lo hice cuando tu no esperabas y sólo escuché tu gimoteo.
— ¿Te dolió.
— es más grande el placer.
De lado veía el bamboleo de los pechos como un eco de nuestro movimiento. Poco a poco abriste los brazos y quedaste boca abajo , pero con tu centro expuesto. El sudor abundante hacía que mi cuerpo resbalase sobre el tuyo y me daba el impulso para recorrer tu canal de principio a fin. Excitado, recuerdo haberte dicho:
— Puedo irme por otro lado…
— ¡Me vale! Ese es el riesgo, pero sigue y quédate inmóvil, deseo que sientas mis latidos y también como te muerdo.
La blancura de tu cuerpo contrastaba con mi piel. jadeabas y aumenté el cadereo. Sobrevino el infinito placer. Tu cuerpo se tensó como resorte. Los gritos se quedaron en ñla alfombra.
Nos dimos un baño y de vuelta a la cama te hiciste bolita y te metiste en mi pecho. Cerramos los ojos. Yo seguí el curso de la imaginación.
MAÑANA 8.20 ELLA DOS SEÑORA EN LA CALLE.
SEÑORA UNO. — ¡Ay mi niña como debes de sufrir! Pero un día malo todos lo tenemos.
SEÑORA DOS. —Ya la llevó su marido con el médico. Sería bueno que le tomaran una radiografía.
ELLA…— Sí. Todos tenemos días malos “yo desearía tener más de esos”. Ya , ya me llevó “ joder es tan despistado que ni cuenta se ha dado de mis moretones, tuve que decirle que me caí y sin dar importancia me dijo que fuese a ver al médico, que por eso pagaba el seguro” “ Me encabroné, que me bajo la falda, y mis pantaletas y le enseñe mis nalgas que aún estaban enrojecidas y arqueando la ceja me recriminó que es por las cremas que me echo” Me fui al baño a llorar, porque si me quedo allí, no se qué más le hubiese enseñado”.
SEÑORA UNO. — ¿Y qué le dijo el médico?
ELLA — Aún no me dice nada, pues regresará pasado mañana; pero ya aparté mi cita.
Creo haberme dormido un instante, pues el ovillo que estaba en el hueco de mi pecho desapareció y cuando me di cuenta ya tu boca hacia migas con mi ombligo y tu mano exploraba la geografía de mi pubis. Entonces acaricié la textura de tu pelo, luego escuché tu voz aniñada:
—Me das mi chupón
Lo bésate como quien besa a un oso de peluche.
—Es la entrega más bella que he tenido desde hace mucho tiempo.
Te subiste y dijiste al oído…
— ¿Te gustaron mis caderas? Debo de tener las nalgas como si me hubiese dado sarampión. Sabes, cada vez que me ponías la palma de tu mano, tenía placer. Era una manera de decirte lo bien que me hacías sentir. Le diré a mi esposo, si es que acaso se da cuenta, que el bronceador me hizo reacción.
Te seguías moviendo, sólo por el deseo de sentirme dentro de ti, pues yo sabía que eran actos más de ternura que de sexo. Luego volvías a besarme y decías, eres el primero que me ve el ano en todo esplendor… sólo tú lo conoces. Bueno, ¡ni yo me lo he visto! Pensé que teníamos una especie de sobrecama de forma activa.
— Lo tienes bonito, redondo, apretado.
—¿Te gusta? Le pregunté.
—Me gusta. Quiero que me poseas por allí, de esa manera no habrá nada que no sea dado para ti. Mi esposo lo pide, pero no lo merece. Me prepararé para dos cosas, una para no sentir ningún remordimiento y la otra para ser de ti las veces que me desees y por donde desees.
—Ponte de lado, abrázame.
Esta cueva, no tiene nada de diferente, se coge cuando la mujer lo dese y ahora ya no lo estás, sólo le daremos un avance y empecé a besarla con ternura.
LA MAÑANA LA CALLE DOS MUJERES RUMBO A LA IGLESIA PLATICAN
SEÑORA UNO— Que feo tiene las rodillas la señora
SEÑORA DOS —Sí, pero ella lo buscó
SEÑORA UNO —Cómo que lo buscó
SEÑORA DOS.— Qué, no se dio cuenta. Que si fuesen golpes ella no podría caminar, o lo haría con mucho dolor, cada vez que doblara las rodillas. Además cuando le levanté la falda para verle mejor me di cuenta que había otro moretón en la parte de arriba. Si hubiese sido golpe, el derrame se hubiese bajado.
SEÑORA UNO.— El marido la ha de amar con mucha pasión.
SEÑORA DOS. —No sea tonta, los maridos tienen fecha de caducidad y le aseguro que antes de los diez años se les cansa el caballo.
SEÑORA UNO— ¿Y usted cómo sabe tanto?
SEÑORA DOS— La vida, la vida me ha enseñado. Ah “si esta buena mujer me hubiese visto en mis mejores días, seguramente no platicaría nunca conmigo”.
CONSULTORIO MEDICO TARDE
ENFERMERA— Señora por favor pásele.
Ella— entra al consultorio donde la madera, los libros y las artesanías hacen el decorado. Una música de saxo se escucha suave.
MÉDICO— Señora que gusto verla de nuevo. Siéntese por favor. Dígame. Se siente usted mal?
ELLA— doctor vengo a que me revise las rodillas
Él le ayuda con esmero y casi la carga para subirla a la mesa de exploración. Ella se apoya en los hombros y cuando recuesta
ELLA—Usted cree que sea grave lo que tengo?
MÉDICO— secreteando le susurra al oído: nada que el tiempo no pueda curar.
y le chupa el lóbulo donde cuelga un arete de madera.
Texto Rgg
Alejandra Galvalisi
*Por error desparecí la entrada, la rehíce. Respeté los comentarios de la antigua entrada.