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Aunque no debiese, al final son cuentos escritos con rigor, el tema puede causar prurito en algunas mentes, es por eso que se advierte. Soy escritor y nada de lo humano me debe de espantar.
El desconocido
Ella estaba recostada en la cama de su cuarto, mordisqueando el lápiz y montada la pierna izquierda sobre la derecha. Hojeaba su diario personal; no se atrevía a escribir.” Debes relatar todo lo que pase”, recordó las palabras de su mamá.
— ¿¡Anotar lo que pasó?! —
Dalia podría esconderlo, pero su mamá revisa todo y si leyese, ¡la que se le armaría! Se puede anotar las cosas de la escuela, la conversación con su amiga María, pero nada más. ¿Cómo explicar lo que pasó hace seis meses? Todavía tiene presente aquella sensación que le produjo angustia y placer. Había intentado decírselo a su amiga, pero no lo hizo, qué tal si ella después contaba y se hacía chisme. Era mejor callar.
Esa tarde, soñolienta, metió entre sus piernas una de las almohadas. En la mañana se había sentido inquieta y agitada y en la ensoñación, se veía bailando, rodeada de chicos que aplaudían. De pronto percibió un estremecimiento en todo el cuerpo que la despertó: la piel se erizó, los pómulos se tornaron calientes y un cosquilleo iba y venía de su bajo abdomen hasta su pubis. Estaba asustada, sorprendida. Por instinto oprimió su abdomen bajo, sentía como si le hubiese bajado la regla, pero no tenía sangre. Después un desguanzo y volvió a dormirse. Se dijo: ¿Puedo anotar eso?
Hace meses tuvo un novio, pero le desagradó la manera de ser tan formal, cortés y rompió sin darle mayores explicaciones. Después conoció a Rolando, moreno, sonriente que la miraba insinuante mientras tocaba las tumbas. Al final del concierto, una amiga los presentó. El chico era abierto, expresivo, alegre. Antes de que terminase el mes, se hicieron novios. Fue quien le dio el primer beso y la hizo sentir mujer: su piel se erizaba cuando él la recorría con la pulpa de sus dedos. Ahora pasado el tiempo, comprende que pudo haber llegado a más, si el chico hubiese sido sensible y paciente.
Miró el diario y movió la cabeza. Guardó entonces el lápiz en el cajoncito del buró.
Aquel día, cuando caminaba hacia su casa, vio a un joven viejo que emparejaba la marcha de su carro con la de ella. Intentó ignorarlo, pero ante su insistencia titubeó… ¿Qué hacer? Se puso nerviosa. Luego comprendió que él solo buscaba una dirección, se acercó a explicarle. Mientras indicaba, él sacó de la cajuela una paleta de chocolate y se la ofreció. En un principio declinó, pero al ver el brazo del hombre extendido y el gesto de su cara que parecía suplicarle, aceptó. Cuando él retiró su mano percibió su caricia, pero no dijo nada y se alejó con prisa. Al dar la media vuelta, escuchó su voz preguntándole ¿y mañana, caminarás por aquí a estas horas? Ella sin responder, sonrió.
Al día siguiente recordó el incidente y salió una hora antes, probablemente no lo encontraría. El día parecía otoñal: Lluvia, viento y un sol tibio. De pronto, retumbó un “hola” que la sacó de su ensimismamiento. Volvió la cara.
¡Era él! Retribuyó el saludo, pero siguió caminando nerviosa.
––¡Espera!, ayer no pude llegar a la dirección.
—¿Por qué?
—Es que no entendí bien. Me distraje viéndote. Así que perdona, ¿me podrías decir por dónde es? o, ¿podrías llevarme?
Ella se asustó. Recordó la sentencia de su padre de no hablar con extraños. Al mismo tiempo que fuera amable con los que visitaban la ciudad.
—No tengas miedo. Sólo vengo a visitar a una niña que se encuentra muy enferma. Mi madre me pidió verla. Ayer ya no pude, por más que intenté, así que tú eres mi ángel de la guarda, se buena y llévame.
Aceptó. Llevaría al extraño, pues sabía de cabo a rabo los pormenores de la colonia. Él la condujo al carro, le dio la dirección y mientras ella leía, él sacó de su cajuela otra paleta de chocolate y al momento que se la daba, de nuevo sintió el contacto de su piel.
—Eres una niña bonita, ¿tienes muchos amigos?
—Tengo amigas—, dijo ella, —mamá me ha dicho que no es hora de tener amigos, pues sólo tengo trece años.
—¡Trece años! es increíble, parece que tuvieses más, estoy claro que sin uniforme escolar, vestida de mezclilla, podrías ir al cine a una función de mayores y el guardia jamás sabría que tienes trece años.
Ella sonrió, pues si algo le agradaba era haberse quitado la cara niña. Su desarrollo fue de repente y asombroso.
De reojo veía la cara de él, que no ocultaba su sorpresa por ella. Era un hombre sin belleza, pero varonil. Tendría más de veinticinco años. Destacaba su color moreno, sin tener rasgos negroides, y la red de vellos lacios que caían como ramas oscuras de sus brazos, lo hacían diferente.
—Parece que esa es la casa.
Estacionó el vehículo, y ella intentó salir del auto, pero él la detuvo.
—Nada, nada de irse, sólo preguntaré, no tardo.
Cuando regresó, le dijo con tristeza:
—Parece que la niña fue llevada a otra ciudad a recibir tratamiento intenso. A ver mi nena directora de vialidad, dígame dónde puedo ofrecerle un helado rico con chocolate.
Ella no dijo nada, o pretendió no escucharlo.
— ¿De dónde es usted?
—Soy de muy lejos. Tu ciudad es bella; bella como tú.
Ella sonrió, y le dijo:
—Déjeme en esa esquina. Mi mamá debe estar preocupada.
—¿Allí vives?
—No. Pero déjeme aquí, así me evito preguntas ociosas de mis vecinos o lo peor, de mi mamá.
Estaba a punto de salir, y volvió a preguntar.
— ¿A qué horas nos vamos a tomar ese helado?
—Mañana saldré muy temprano…
Se retiró dejándolo con la palabra en la boca. La vio alejarse con prisa.
Aquella mañana, se vistió con una falda escolar que le quedaba rabona. Se despidió de sus padres. Pensó en el desconocido. No la encontraría. En realidad, no iba a la escuela. Tenía en mente visitar a una amiga de la infancia que no era bien vista por su mamá. Deseaba darle a la compañera una sorpresa. El automóvil se aparcó cerca de ella. No lo esperaba. Sentía un estremecimiento por su cuerpo. Él abrió la puerta y la invitó a subirse. Ella dudó, pero se dio valor, al sentarse, la falda subió hasta el muslo, como pudo, ocultó su piel blanca. Percibía un hueco en el estómago. No se sentía mal. Pero durante el recorrido, bajo el influjo de una plática espontánea, se tranquilizó.
— ¿Sabes que el sol de las mañanas descubre paisajes en el mar? ¿Te gustaría ir a verlos?
Sin esperar respuesta enfiló el carro hacia la playa.
— Allá te invitaré un helado y podré desafiarte a unas carreras, se ve que haces ejercicio.
Ella sonrió, no se equivocaba, la rutina del ejercicio le habían torneado los muslos.
— ¿Te gustaría coger conchas y estrellitas de mar? si es así caminemos. Como el día apenas abre, el sol no quemará.
Cada vez más se sentía el aroma salobre.
— Soy de una parte lejana, cerca de una pradera, donde la tierra es roja y cuando cae el sol, pareciera que el cielo y la tierra han librado una pelea. Vivo solo entre los refugios de aquel terreno y a veces juego a las escondidas con las aves que pueblan los acantilados. He decidido seguirlas y conocer más de la naturaleza, me dedico a interpretar el diario de las aves.
Ella le contó de sus padres, sus amigas, y tímidamente le refirió que ya había tenido novio, pero que le daba miedo.
— ¿Miedo a que?
—Miedo, sólo miedo.
Y él entendió que el miedo se refería a ser vista por sus padres, a ser excitada, o miedo tal vez de sí… de su naturaleza.
—El mar es imponente. Quizá tú no lo percibas porque realmente te has criado entre sus aguas, o sea: eres una linda sirenita. Miro el cielo y veo las gigantescas montañas y me asombro. Pero ver el mar me hace sentir breve, enano del alma. Aquí entre esta vastedad encuentras que no tienes tamaño. Dios o la naturaleza se expresan en todo momento: en el vuelo de las gaviotas, en el suave rumor, en la corona blanca de la ola, o en las redes de colores que brincan cuando el sol sale. No he venido en la noche, tal vez lo haga antes de irme, pero me agradaría sentir los rayos de la luna mientras las olas me llenan de humedad, de sal y de caricias. — ¡Hagamos unas carreras!
— ¡Sale! —dijo ella.
Pusieron una meta y empezaron a correr. Él dejó que iniciara y pudo reconocer el cuerpo de una mujer sensual. El cabello largo, la espalda fuerte y la cintura que se movía a la par que las caderas y ese salto nervioso de sus glúteos.
Poco antes de llegar, él la alcanzó, pero trastabilló y en la caída ambos quedaron muy cerca.
— ¿Te hiciste daño?
Y mientras, tocaba su cuerpo para indagar si no se había hecho daño, terminó su mano en medio de su pecho.
— ¿Te hiciste daño?
Ella estaba bien. Había intuido que algo pasaría, le agradó que fuese de esa manera. Lo que no sabía era que la piel de la mano despertaría los botones de su piel. Brotaban entrelazadas las sensaciones de algo que no podía definir cuando la mano palpó su cuerpo. “El te hiciste daño” caía en su oído como una preocupación sincera que repetía su mente.
Ella también tuvo en movimiento sus manos y encontró en sus hombros la dureza de un hombre acostumbrado al ejercicio. Ella pensó que él se desapartaría, pero volvió a sentir su mano sobre el cuello, lóbulos, en la mejilla su voz suave. Al voltear, se encontró cerca de la boca de él, percibió su aliento, levantó su mentón, lo que él aprovechó para rozarle los labios. Su cuello fue una breve calle que su boca recorrió por ambos sentidos. El algo se puso en marcha, se agitaba y crecía. Como un alud cubrió la piel. La boca fue invadida con un beso tierno, que fue dilatando la carne rosada de sus labios. Llegó un asomo de claridad y trató de levantarse.
—No te asustes, nada haremos si no deseas…
Acostados en la playa, él comprendió que podrían verlos, la ayudó a levantarse y fueron a comprar helados.
Dentro del carro miraron hacia el horizonte donde apreciaron el tránsito de barcos pescadores.
Ella se calmó, y entre los sabores del helado y la plática amena de él, sintió que aquel desconocido ya no era tal, sino lo percibió como un amigo de muchos años.
— Recárgate en mi hombro y veamos la belleza de la naturaleza…
La abrazaba… poco después la mano de él hurgaba por su talle y ella se dejaba hacer, a veces la tomaba de la mejilla y le decía lo hermosa que era y daba un beso suave.
Ella le puso una mano sobre la pierna y cuando iba a retirarla, él la sujetó y le dijo:
— Es linda tu caricia.
Al tiempo acercaba su boca y ella deseó el beso: un beso de un adulto que disfrutó. Tenía en la boca el sabor de la fresa, la humedad, la fiebre y después fuego. Ella respondió.
La mano seducía el cuello, mientras la besaba. La blusa se abrió y la mano acarició el hombro. Ella se dijo: “Si llega a más, me desaparto. No llegó. Sintió la boca de él caer del cuello hacia el inicio de sus pechos y una erección de dolor y placer asaltó sus pezones. No le desató el sostén; el pecho decidió salirse y dejarse… ahora la boca mordisqueaba con sus labios el pezón.
Como recuerdos pasaban las veces que ella se sintió mamá y daba de amamantar a sus muñecos… ¡ahora lo hacía real!
El asiento corrió hacia atrás, dejando espacio. La voluntad de zafarse era cada vez menor y por un momento se olvidó de tal cosa… ella seguía. Su humedad había crecido y un orgasmo espontáneo repercutió en su vientre como una pelota de caucho que rebota sin orden ni tiempo.
Ella misma aflojó el sostén y sus pechos fueron pista de milimétricas sensaciones en donde su frutilla era succionada por una boca febril. La mano del desconocido tocaba su vientre, la falda rodó hacia la cintura y la piel de luna quedó al descubierto. En su pubis tamborileaba el placer. La mano frotaba, frotaba despacio, hacía círculos o iba de arriba abajo. Ella deseó sentir mejor, así que, en una breve insinuación de él, ella levantó las caderas para que le quitase las bragas. Se quedó, como algunas veces había estado en la soledad de su cama, con las piernas semiabiertas y bañada en efervescencias.
Ella apretaba con su mano la circunferencia de un falo. Lo había visto en los libros, pero jamás como ahora. Duro, enardecido; con una humedad que caía de su cabeza. Tiempo después escribiría: “Era un ser vivo. Parecía un gigante con un sólo ojo y me dio temor. Escuché su voz que me decía: “Es tuyo” y suavemente tomó mi cabeza y me acercó hacia él. “Bésalo” —me dijo. Cerré los ojos, abrí mis labios y ya no me detuve.”
Él se dobló. Lo puso en su mejilla. Ella percibía una bola de fuego. Cerró los ojos, lo metió dentro de su boca. Nunca imaginó que el líquido que emanaba de él, la excitaría sobremanera.
En el mismo diario escribiría “…era un olor fresco, se sentía húmedo y febril…un sabor marino. Recuerdo que después lo hice como si fuese una infanta, luego me desaparté y busqué la boca de él… y le dije al oído: “Llévame a casa o a otro lado”.
Tuvo un arrebato más. Ella montó sobre él. Le vino el recuerdo de niña, cuando una tarde en la penumbra vio a su madre cabalgando y acariciando la cabeza de su padre. Fue un movimiento de rayo, que la acercó más a la intimidad ya que el falo de él quedó aprisionado entre sus piernas y en movimientos rítmicos frotaba sus labios. Con la mirada le pidió que pusiera en marcha el carro. Se volvió a sentar a su lado, y con una de sus manos apretaba y desapretaba la circunferencia del pene que seguía fuera de su recinto. Hojas más, de un diario que haría quince años después de aquélla mañana se lee lo siguiente: “…Las mujeres tenemos un exquisito olfato. Es bueno y malo. Pues si el aroma es agradable, entonces vives en una delicia, si por el contrario es nauseabundo entonces estás en un infierno. La vez previa a la pérdida de mi virginidad, encontré claro que el aroma de mi bello desconocido inundaba de placer todas mis vísceras. Mi mano era la receptora de sus emanaciones, y mientras él manejaba buscando un motel, yo me inclinaba en el asiento, recargada en su hombro y apresando con mi mano izquierda la circunferencia del glande. El aroma era brutal y no pude contenerme, bajé a su entre pierna y lamí como una perrita hace con la leche que se riega en el suelo. Han pasado muchos años y nadie me ha excitado tanto…”
La ventana del motel tenía vista al mar. La habitación amplia, sobria, limpia, olorosa a jabón, y al fondo una pileta interior y una maceta con hojas del color de la sandía. Frente a la cama, un gran closet con puertas que servían de marco a enormes espejos. Ella bajó su falda; esperó.La besó rozándole los labios, su frente, mejillas, orejas y cuello. Al mismo tiempo le ofrecía palabras suaves, las manos de él iban de arriba abajo tomando la vereda de los hombros o bajando por la ruta del abdomen, caderas. Hubo un momento que se detuvo y le dijo al oído:
— ¿Es tu primera vez?
Dijo que sí con los ojos, él alisó su cabello…
— ¿Quieres sentir hasta el final, o me detengo?
—Ella tomó la palabra de algún lugar: un baño, o una plática indecente que escuchó de los chicos. Pero esa vez cobró un significado, abrazó una realidad y una vivencia que la recordaría por siempre. Lo besó en la boca.
—No te detengas y cógeme, —le dijo.
Nunca se atrevió a describir paso por paso lo que siguió. Un día, reflexionando de cuáles horas de su vida habían sido más bellas, llegó a la conclusión que eran esas. Y deseando recrear aquellos espacios, tomó la libreta a sus sesenta años y escribió:
“Sería una simpleza describir las formas como me abordó el desconocido; nada de mi piel quedó íntegra, pues el placer es un remolino que anestesia la realidad; sólo se mira a sí mismo. Vuelvo a reírme: de niña no tomas la pastilla porque te da miedo atragantarte.
Da vergüenza que te miren desnuda, los sabores aceitosos y marinos te causan repugnancia. Ese día introduje en mi garganta miles de cápsulas o pastillas sin que arqueara. Me mostré desnuda, fue enorme placer que él me viese y tocase cada una de mis partes. Acepté ser horadada y el dolor inicial se volcó en placer indefinible. Y Cuando tuve en mis carrillos el sabor de él, oliendo a mar, lo degusté intensamente. En unas horas abandoné a la niña y me convertí en mujer. Esas son las mejores horas que la vida me ha dado. Afuera el mar, besaba mi cuello, y abarcaba con sus manos mis senos y al besarlo le dije: Gracias por hacerme mujer.
La decepción
Él tomó su sombrero, te dio un beso en la mejilla y dijo: “Luego vengo”; y en un santiamén, llegó la madrugada sin que él diese señas de volver. Antes de que se fuera, lo abrazaste recargando tu perfil en su cuello, tus senos contra su pecho. Mientras él se bañaba, miraste al espejo. Tu pelo castaño caía lacio sobre tus hombros, la bata abierta parecía un zaguán resguardando frutales. ¿Sabes?, la seda va muy bien a tu cuerpo, pues al caer define la brevedad de tu vientre y la curva de tus caderas. Del buró sacaste un incienso de sándalo y te imaginaste el olor esparciéndose en la recámara. Él salió del baño con las gotas de agua atrapadas en el vello, sin mediar palabra, lo besaste. Él respondió, discretamente zafó de tus brazos y se encaminó hacia el clóset. Empezó a vestirse y tomó el sombrero.
—Regresaré pronto— dijo.
Besó tu mejilla y sonrió con picardía.
— Voy a una reunión de caballeros.
Mientras te bañabas, miré tu silla veteada, recorrí cada una de las figuritas de porcelana. Oí crujir la puerta. Saliste con una bata color naranja y sujetabas tu pelo con una toalla. Jamás hubieses imaginado que yo veía detrás del espejo. Tus ojos color carbón, labios hechos para el beso; las mejillas turgentes y frescas.
El bochorno de la noche dio la justificación para abrir la bata. Observaste la grandeza de tus pechos y sonreíste al recordar la atracción que ejercen sobre el deseo de los varones. Cepillabas el cabello; en cada movimiento, sobresalía enrojecido tu pezón como una uva cargada de vino.
Te recostaste sobre la cama y esperaste. La noche calurosa se transformó en tibia y la vigilia empezó a tropezar con el silencio, el fastidio fue escondiendo los deseos de lumbre y bostesabas.
Miraba tu esplendor, acostada tenías la cabeza de lado, y la dignidad erecta de los pechos; en el sueño, ellos esperaban. Tus piernas largas que parecían cal dorada.
—No entiendo el desprecio de tu varón. ¡Cómo no trotar y cabalgar tus colinas llegando así a las dunas de tu vientre y entremezclar los suspiros con lluvia íntima! He salido de mi escondite y estoy a tu lado, por más que intenté sacudirte con mi ánimo, no despertaste. Me retiré a mi guarida a rumiar mi desorden que, por supuesto, ya no es de este lugar, aún recuerdo las veces que espiaba a las parejas en su procesión de quejidos. Hermosa mujer, yo también me he decepcionado de tu esposo y me he quedado con el deseo de lubricar mis sentidos.
La migraña
La luz daba la sensación de que pasaban de las cinco de la tarde. Era mediodía. El departamento tenía olor a humedad y a vejez. El ventilador gemía al tratar de mitigar los cuarenta grados centígrados de temperatura. la televisión era un bla bla de anuncios.
Subió treinta escalones y alzó la voz:
— ¡Buenas tardes! ¿dónde está la enferma? La señora que miraba la televisión no se dio por enterada y desde una de las recámaras escuchó su voz.
—Pásele doctor, es por acá.
Recostada en la cama, con el pelo revuelto, blusa roja, short holgado y apoyaba la espalda en almohadones.
—Siéntese médico, disculpe el desorden
Puso el maletín en el buró, y él puso media nalga en el borde de la cama, le sonrió, como diciéndole, te compondrás. Identificó que era el mismo ventilador —el que gemía— y ella sin maquillaje tenía el rostro de una muñeca de trapo. La reconoció por el lunar que ensombrecía una parte del ala de la nariz. Anteayer en un auditorio, después de dar su ponencia, ella se acercó para solicitarle si podría repetir la conferencia en una estación de radio. Él le dio su tarjeta y quedaron de comunicarse. Cuarenta y ocho horas después, estaba frente a ella,
— ¿Qué le sucede?
— Me da pena haberlo molestado
— No se preocupe. Es mi trabajo.
— Pero también me apena. Mire en que fachas me encuentra.
—Está enferma.
-Sabe, tengo un dolor intenso en la mitad de la cabeza, me punza, otras me late y cuando hay mucha luz o ruido siento que la cabeza me explota. Tengo asco.
—La revisaré.
Con paciencia puso todos los sentidos al estudio de ella. Nada pasó por alto, la luz llegó al fondo del ojo, del oído, de la garganta y con el tacto captó los ritmos del corazón. En silencio desprendió una hoja del recetario y escribió con claridad lo que tendría que tomarse.
Estando a punto de marcharse, encontró reflejada en su cara una crisis de dolor. No dijo nada y preparó la jeringa para inyectarle en el glúteo. sumisa aceptó y tuvo que esperar para observar si llegaba el efecto deseado. Con el estetoscopio oía la frecuencia cardiaca. Quince minutos después el dolor fue desapareciendo. Al cerrar su maletín, ella estalló en sollozos.
—¿Te volvió?
—No doctor, es que ayer hice un coraje.
—Puede contarme.
—Le quito el tiempo, no me haga caso, debe de tener más pacientes. No quiero entretenerlo.
—Para su descanso, ya terminé mi jornada. Usted fue mi última paciente. Ahora sólo está el amigo. ¡Cuénteme!
—Anoche hice coraje con mi novio. Estaba molesta de que llegara tarde a la cita. No me bastaron sus disculpas. Lo dejé con la palabra en la boca y tomé el primer taxi. ¿Qué piensa?
— Debiste escucharlo.
Sollozó. Una lágrima caía y él la interrumpió con el pulpejo de su dedo. Ella se aferró a su mano y la deposito sobre su pecho. Un calor que se hizo frío recorría su brazo, que lo hizo tamborilear los dedos. Fue como si accionara el interruptor de la luz. El pezón erectó y la mano con rapidez fue hacia el abdomen. Ella parecía no darse cuenta.
—¿No siente que tengo calentura?
Tomó la mano de él y la sitúo sobre su frente. Él la recorrió hacía abajo buscándole los pulsos del cuello y registró con el tacto un corazón en huida, —como si diera tumbos— . Bajó su cabeza y cerró los ojos para concentrarse. Cuando él volteó la cara encontró con los labios de ella. En un segundo sus bocas eran una, en minutos sudaban copiosamente y las ropas estaban a uno y otro lado de la cama. El golpeteo de sus cuerpos era intenso. El desvencijado colchón con base de metal y resortes crujía, haciendo un ruido ensordecedor. Poco después, exhaustos volvían a escuchar el ruido del ventilador.
Cuando él se vestía.
—¿Vive sola?
—No, con mi mamá.
—¿Dónde está?
—Está viendo la televisión.
Se quedó frío. Y en voz baja le dijo:
-¿escucharía?
—No.
— Pero hicimos mucho ruido.
— No te preocupes, mi mamá está casi sorda y cuando se pone a ver películas viejas nadie la saca.
Ella le dio un beso y su mano descansaba en el glúteo de él, al mismo tiempo le preguntaba: ¿Vendrás en la noche por si vuelve la migraña?
La ocasión
¿Recuerdas cuando Juana te dijo que ella ya no podía seguir trabajando contigo? Pero que sabía de una prima que podría hacerlo. Le preguntaste si tenía buena presentación y ella contestó con familiaridad que sí. Juana te conocía bien y supo interpretar lo que tu querías decirle, pues al responderte movió las manos dibujando dos paréntesis.
Dos días más tarde llegó con su prima. Joven, bien formada, con acné en la frente y respondía al nombre de María. Habló lo elemental y mirando hacia abajo. Tenía conocimiento de primeros auxilios. Trabajaría por la mañana y por la tarde y sus obligaciones serían: mantener el local aseado, ordenar el medicamento, recibir la consulta, tomar signos vitales y ayudarte con la clientela femenina.
Por ese tiempo eras parte de un club de corredores por tu afición. Te veías delgado, elástico y resistente. Todos los días corrías de veinte a treinta minutos y los domingos trotabas con media docena de corredores. El local no tenía lujos, pero si era amplio y cómodo. Como una breve casa. Tu compromiso: atender de las nueve de la mañana a dos de la tarde.
Salió lista la muchacha: inyectaba, ponía sueros, y poco a poco enseñaste las complicadas formulas de las medicinas y cómo preparar pomadas de manera artesanal. Amén de que con paciencia la instruiste de cómo insertar un espejo vaginal y tomar muestras para el diagnóstico de cáncer. Me atrevo a decir, que mirar de cerca los aspectos íntimos dio oportunidad para dialogar sin prejuicios. En dos meses Sigue leyendo «La ocasión»
PASIFAE Y EL MINOTAURO
Me acosté con la cabeza a un lado de tus pies. Llevé a la boca el dedo gordo de tu píe, lo humedecí; al mismo tiempo acaricié tu pantorrilla.
— ¿Sientes cosquillas?
Trataste de retirarlo, lo contuve. me pregunté ¿si alguno de tus amantes te había provocado de ese modo? Levanté tu falda, descubrí tus muslos. Llegué al tobillo, con la lengua lamí y entre más lo hacía tu intención de quitarlo se desvanecía.
—Me place lo que haces. —dijiste.
—Nada malo pensaran si te hago un moretón. —Respondí.
Cerré los ojos ,visioné la escena.
ES EN UNA CALLE. DE MAÑANA 8.10. ELLA CON FALDA PLATICA CON DOS SEÑORAS.
SEÑORA UNO — ¿Y cómo se lastimó?
SEÑORA DOS — Mire que feo se le ve ese moretón en el tobillo.
ELLA — Me golpeé con la esquina de la cama. Me sobé, y puse una compresa fría.
SEÑORA UNO — Con lo que duele el tobillo.
Con mi boca deguste la tersura de tu rodilla.
—¡Súbete! Escuché que decías.
No te hice caso. Mi placer me lo dabas con tu respuesta, me seducía dejarte maculada. Seguí, seguí y hubo gritos, suspiros que se elevaron, otros que despreciaron el cielo para arrinconarse en la sábana.
UNA CALLE ES DE MAÑANA 8.15 ELLA. DOS VECINAS
SEÑORA DOS Levanta la falda ¡Dios no había visto sus rodillas!
SEÑORA UNO—Y fueron las dos, Santo dios, pero una está más lastimada que otra. Hasta parece que le untaron violeta de genciana.
SEÑORA DOS—A una amiga se le hizo así por cumplir una promesa. Llegó de rodillas ante el santo cofre de Atochi.
ELLA— Me dolió mucho, caí de golpe, más apoyada en una rodilla. Ahogué mi dolor mordiendo la manga de la camisa. Me dije, este día no es el mío, pues poco antes me había lastimado el tobillo.
Luego de varias horas en la cabaña, la respuesta a las manchas violetas, está en el quehacer intenso que vivimos.
Una parte fue debido a que mi boca chupaba más, una de tus rodillas, la otra fue cuando en un abrir y cerrar de ojo dijiste:
— ¡Párate!
Te hice caso y quedaste arrodillada frente a mi vientre. Bajaste mi jean, luego el bóxer y mirándome dijiste:
—Siente como recorro con boca y garganta la península de tu cuerpo.
Tu sapiencia fue increíble y cada vez que iniciaba el orgasmo, —te percatabas por mis gemidos— y sin previo aviso apretabas los testículos, el dolor anulaba mis sensaciones y volvías con tu tarea de lactante. ¿Cuánto tiempo pasó? No lo supe. Sólo jugábamos. Alguna vez, recordé haberte dicho que tus caderas eran mi punto débil y comprendí que nunca lo olvidaste y te arrodillaste; tu cabeza se apoyó en la alfombra y levantaste los glúteos.
— Mírame.—Exclamaste.
Me situé detrás. El sudor parecía una fina escarcha sobre el río de tu espalda y deslicé mis manos desde la nuca hasta tus caderas. Besé tus nalgas, las apreté y les di palmadas, pues me seduce verlas enrojecidas. Mi boca daba golpes de tea desde el borde hasta el centro. La palma de mi mano se ajustó entre tu pubis y el esfínter. Sentí el ardor, la humedad, que animaron al medio a introducirse en tu introito, deslizándose en un lúdico dentro y afuera, mientras que mi boca trastornada campeaba en la geografía roja de tus glúteos. Los abrí, alcancé con la mirada tu orificio; con la punta de mi lengua lo humedecí. No esperabas ese ataque, y sobresaltaste, más por tus movimientos involuntarios, quejidos; deduje tu aceptación. Seguías de rodillas, coloqué entonces la cabeza entre tus piernas y abracé tu cintura; mi boca rodaba de tu pubis hasta tu ano y viceversa. Te grité:
—Mueve la cadera y acércate lo más que puedas a mi boca.
Tus movimientos se hicieron vehementes y el sudor formaba arroyos que caían sobre la alfombra.
—Me quiero venir. —Súbitamente dijiste
Erecté mi lengua y simulé poseer un apéndice. Te abrí y exploré tu canal. Tú me cogías de la nuca. La culminación no fue tan breve y tu cuerpo en espasmos arremetió con violencia. Fue allí cuando insultaste las rodillas; fueron cilindros que iban y venían con fuerza animal planchando la alfombra.
LA ACERA, LA MAÑANA 8.17 ELL, LAS SEÑORAS
SEÑORA UNO AGACHANDOSE — ¡Ay, válgame dios!, pero qué feo se le ven sus rodillas, una más que otra.
SEÑORA DOS AGACHANDOSE—¡Ay, lo que debe de estar sufriendo! ¿Y ya se puso miel?
ELLA.- Sólo me he puesto glicerina y fomentos de agua fría.
Después de tu orgasmo, pensé que te recostarías, pero te dio por volver a las oraciones. Yo me senté en la cama y tú seguías de rodillas, recuerdo que gateaste y volviste a lamer mis compañeros. Tu cara tenía placidez, pero en tus ojos seguía viva la flama. Así que tus caricias orales tenían esa doble emoción, la suavidad de un agradecimiento y el resabio de un ardor ¿Sería la recompensa por tu orgasmo? ¿ o la búsqueda de más intensidad?
Con una seña de mi mano, de mis ojos, te invité a que te subieras a la cama. Pero me diste a entender que me situara detrás de ti y golpeaste tu trasero. Cuando estuve, te fuiste doblando, como un camello lo hace en las arenas del desierto. Tu cabeza descansó en la suavidad de tus brazos y tus pechos en el piso simulaban dos tazas. Curvando el cuello me preguntaste:
— ¿Te gusta como me ves?
Hinqué la mirada en esa línea viva que sale de la nuca y termina debajo de la espalda, luego en la estrechez de tu cintura, que más abajo abre hacia tus caderas: caí arrodillado. Apoyé mis manos en tus flancos y sembré de besos a tu espalda, glúteos y a tu centro. Restregué mi apéndice por la piel de las grupas acaloradas y rojas, y después lo froté en tu isla eréctil, y decías…
—Dale, dale. Hazlo.
Mientras movías como una sierpe tu cuerpo. No te hice caso. Y seguía rodándolo sobre tu triangulo húmedo.
—Dale, dale. Hazlo
Entonces sin decirte nada y abrazándote de la cintura dejé que se fuese dentro, lo hice cuando tu no esperabas y sólo escuché que pujaste y gimoteabas sin parar.
— ¿Te dolió?
Gemiste y entendí que querías que me retirara y lo hice, pero entre jadeos hablaste:
—Ahora córrela lo más dentro que puedas.
Llegó hasta el fondo. De lado veía el bamboleo de los pechos como un eco de nuestro movimiento. Poco a poco abriste los brazos y quedaste boca abajo , pero con tu centro expuesto. El sudor abundante hacía que mi cuerpo resbalase sobre el tuyo y me daba el impulso para recorrer tu canal de principio a fin. Excitado, recuerdo haberte dicho:
— Puedo irme por otro lado…
— ¡Me vale! Ese es el riesgo, pero sigue y quédate inmóvil, deseo que sientas mis latidos y también como te muerdo.
La blancura de tu efigie contrastaba con mi piel morocha. Tu respiración se hacía intensa, jadeabas y aumenté el cadereo. Sobrevino el orgasmo, Tu cuerpo se tensó como resorte y la mitad de los jadeos, gritos se quedaron pegados al suelo, la otra se dispersó entre los vericuetos de la choza; nos dimos un baño, de vuelta a la cama te hiciste bolita y te metiste en mi pecho. Cerramos los ojos. Yo seguí el curso de lo imaginado.
MAÑANA 8.20 ELLA, DOS SEÑORA EN LA CALLE.
SEÑORA UNO. — ¡Ay mi niña como debes de sufrir! Pero un día malo todos tenemos.
SEÑORA DOS. —Ya la llevó su marido con el médico. Sería bueno que le tomaran una radiografía.
ELLA…— Sí. Todos tenemos días malos “yo desearía tener más de esos”. «Mi esposo es tan despistado que ni cuenta se ha dado de mis moretones, tuve que decirle que me caí y sin dar importancia me dijo que fuese a ver al médico, que por eso pagaba el seguro. Me encabroné, que me bajo la falda, y mis pantaletas y le enseñe mis nalgas que aún estaban enrojecidas y arqueando la ceja me recriminó que es por las cremas que me echo. Me fui al baño a llorar, porque si me quedo allí, no sé qué más le hubiese enseñado”.
SEÑORA UNO. — ¿Y qué le dijo el médico?
ELLA — Aún no me dice nada, pues regresará pasado mañana; ya aparté mi cita.
Creo haberme dormido un instante, pues el ovillo que estaba en el hueco de mi pecho desapareció y cuando me di cuenta ya tu boca hacia migas con mi ombligo y tu mano exploraba la geografía de mi pubis. Entonces acaricié la textura de tu pelo, luego escuché tu voz aniñada:
—Me das mi chupón
Lo bésate como quien besa a un oso de peluche.
—Es la entrega más bella que he tenido desde hace mucho tiempo.
Pero él no sabe de eso y volvió a erectarse.
Te subiste y dijiste al oído…
— ¿Te gustaron mis caderas? Debo de tener las nalgas como si me hubiese dado sarampión. Sabes, cada vez que me ponías la palma de tu mano, tenía placer. Era una manera de decirte lo bien que me hacías sentir. Le diré a mi esposo, si es que acaso se da cuenta, que el bronceador me hizo reacción.
Te seguías moviendo, sólo por el deseo de sentirme dentro de ti, sabía que eran actos más de ternura que de sexo, volvías a besarme y decías, eres el primero que me ve el ano en todo esplendor… sólo tú lo conoces. Bueno, ¡ni yo me lo he visto! Pensé que teníamos una especie de sobrecama de forma activa.
— Lo tienes bonito, redondo, apretadito, pues cuando te metí el dedo, casi lo mordías.
Entonces, lo busqué de nuevo y volví a mimarlo
—¿Te gusta? Le pregunté.
—Me gusta. Quiero que me poseas por allí, de esa manera no habrá nada que no sea dado para ti. Mi esposo lo pide, pero no lo merece. Me preparé para dos cosas, una, para no sentir ningún remordimiento y la otra para ser de ti, las veces que me desees y por donde desees.
—Ponte de lado, abrázame, bésame. Me enterneces. Para irte acostumbrando te daré de piquetitos, nada doloroso sino placenteros, pues esta cueva, no tiene nada de diferente, se coge cuando la mujer lo desea y está caliente. Ahora ya no lo estás. Empecé a besarte con ternura.
LA MAÑANA LA CALLE DOS MUJERES RUMBO A LA IGLESIA PLATICAN
SEÑORA UNO— Que feo tiene las rodillas la señora
SEÑORA DOS —Sí, pero ella lo buscó
SEÑORA UNO —Cómo que lo buscó
SEÑORA DOS.— ¿No se dio cuenta?, que si fuesen golpes, ella no podría caminar, o lo haría con mucho dolor, cada vez que doblara las piernas. Además cuando levanté la falda para verle mejor, me di cuenta que había otro moretón en la parte de arriba. Si hubiese sido golpe, el derrame estaría abajo.
SEÑORA UNO.— El marido la ha de amar con mucha pasión.
SEÑORA DOS. —No sea tonta, los maridos tienen fecha de caducidad. Le aseguro que antes de los diez años se les cansa el caballo.
SEÑORA UNO— ¿Y usted cómo sabe tanto?
SEÑORA DOS— La vida, la vida me ha enseñado. «Ah si esta buena mujer me hubiese visto en mis mejores días, seguramente no platicaría nunca conmigo”.
CONSULTORIO MÉDICO TARDE
ENFERMERA— Señora por favor pásele.
Ella entró al consultorio donde la madera, los libros y las artesanías hacen el decorado. Una música de saxo se escucha.
MÉDICO— Señora que gusto verla de nuevo. Siéntese por favor. Dígame ¿En qué puedo serle útil?
ELLA— Doctor vengo a que revise las rodillas.
Él ayuda con esmero y casi la carga para subirla a la mesa de exploración. Ella se apoya en los hombros. Acostada pregunta:
ELLA—Usted cree que sea grave lo que tengo?
MÉDICO— secreteando le susurra al oído- Nada que el tiempo no pueda curar.
y le chupa el lóbulo donde cuelga un arete de madera.