Archivo de categoría: FICCIÓN BREVE
En esta categoría ubico los textos que son de mi autoría. Ficción breve, miificción
Adolescencia
Los frutos
EL GEN
Huevos de pulga
La exnovia
Viviendo con los tíos
Hacía largas caminatas para disminuir el aburrimiento. Caminaba a medio sol por el impulso de caminar. Zigzagueante, toreando los carros por instinto. Ver los objetos pálidos sin contornos: mirar, sin mirar y en mi interior construía un circo de varias pistas que en cada una de ellas transcurría la vivencia de un sueño. Todos los actos se ejecutaban al unísono, con flashes, focos intermitentes y un sol artificial; qué absurdo caminar a la deriva sin ser, ni tampoco ser de los demás.
El departamento donde vivía era lo más cercano a un quirófano, todos los muebles estaban donde deberían de estar. Dos veces al día llegaba una franela impecable a quitarles el polvo acumulado y a dejarlos en el mismo lugar. Tallar, tallar, hasta que el brillo le musitaba a la señora “hasta aquí”.
Me sentaba en la cama con temor, rogando a Dios no manchar o arrugar la sábana que pudiese despertar el enfado de la señora. Había una atmósfera que apretaba de los hombros hasta meterte el cuello dentro del tórax. Respiraba como ratón y el reloj parecía soldado, que en vez de campanadas tocaba una marcha. El espejo simulaba un tercer ojo, las lámparas en las esquinas parecían torres. En la noche, para ir a mear, tenía que hacer un rito. En el silencio, me levantaba en dos tiempos, y antes de salir de mi cuarto revisaba uno a uno todos los botones de la pijama. Caminaba con tiento y cerraba la puerta del baño con seguro. Cuando el chorro grueso y enérgico caía en el agua de la taza haciendo un ruido mayúsculo, entonces musitaba con los incisos “Me vale madre”. Pero, disfrutaba más al presionar la palanca del retrete; era entonces cuando la tasa se tragaba toda el agua con remolinos ruidosos y concluía con hipos violentos.
Ir a la calle era otra sensación, buscaba sitios transitados y me perdía en el gentío identificando a las mujeres que prodigasen sensualidad, las veía con emoción; que regodeo hacían mis ojos cuando parecían escuchar ese tam-tam que hacen dos glúteos al caminar. Una noche me encontraba en una glorieta. En ese semicírculo la vi. Me adelanté para mirar de reojo la cara. Su cuerpo me había dejado con un suspiro entrecortado. Tenía ojos pícaros que parecían invitarme. Ese instante en el que deseas abordar a una mujer es terrible y prefieres el silencio a un desprecio, sin embargo te cuestionas y después justificas: ¿Le digo un piropo? ,¿ La saludo?, ¡Qué hago!, qué hago. Sí le hago plática y me contesta, sí deja que la acompañe y con suerte acepta un ligue, después con qué dinero podría invitarle unos tacos, un café. Y sí… de dónde sacaría para el hotel. ¡ eso sería tener buena suerte!, o bien te manda a la chingada, o sale con que le has caído bien y te va a cobrar barato.
Harto de calle, llegaba al departamento y metía la llave con delicadeza, como si fuera a desvirgar una prostituta; para no despertar a la familia, no prendía la luz y a tientas llegaba a mi dormitorio.
Me quitaba las ropas, y me enfundaba la pijama. Prenda que detesto, pero hay que calzarla, para no contradecir la decencia. Me acostaba en línea recta, para no arrugar las sábanas y en el silencio total, me sucedía una inesperada erección a la cual tenía que cumplir, de manera ordenada y metódica, con suspiros profundos, casi espirituales. Esa satisfacción era como una unción que me limpiaba de las porquerías acumuladas durante el día y me daba fuerzas para sostenerme en los días por venir.
Las tijeras
Busqué con afán y no encontré el libro, el que contenía un texto, que firmaba como autor. Una semana antes lo había tenido en mis manos y lo dejé sobre la cubierta del escritorio.—¿No has visto mi libro, donde aparece mi cuento? La lluvia y el frío ensuciaban La tarde.
—No sé. Sé de mis cosas, de las tuyas solo puedes saberlo tú.
—Hace una semana lo dejé sobre mi escritorio. Debiste verlo cuando hiciste la limpieza.
—Recuerda que la limpieza la hizo la muchacha que viene cada ocho días. Mañana vendrá. Pregúntale a ella.
Guardé silencio. Ella trabajaba haciendo artículos navideños que próximamente entregaría a sus pupilos. Estaba ensimismada, con los ojos puestos en la tela, el pegamento. O quizá en ese momento aparentaba y con el rabillo de sus ojos me veía.
Mi vida era una secuencia de tumbos y una ocasional victoria. El libro de cuentos era una evidencia que me proporcionaba ánimos para luchar. Desaparecerlo constituía un golpe duro. Ella lo sabía.
La oscuridad de la tarde lluviosa era evidente. Prendí la luz blanca del comedor. Resoplé dejando el vaho sobre la frialdad del vidrio de la ventana. Oía la gota que martilleaba insistente la hoja del plátano.
Me acerqué milimétricamente a ella, un escozor daba vueltas en mi coronilla y bajaba por mi cuello, produciéndome un calor que se desparramaba por todo el cuerpo haciendo retumbar en mis sienes los azotes del pulso. Cruzó por mi mente enfrentarla, tomarla de los hombros y encajarle mis dedos, obligándola a confesar dónde había escondido el libro. Al mirar la mesa, encontré debajo de la tela un destello, que mis ojos bebieron. Recorrí palmo a palmo hasta llegar al instrumento, la tomé por los ojos de acero inoxidable y alargando el dedo medio sentí la aguja de su punta en la yema. Me acerqué más, las piernas duras, mis dedos engarrotados. Había comenzado a sudar y el tac de mi cabeza se multiplicaba. El frío del metal me atraía, así que apreté las tijeras y… escuché su voz.
—¿Verdad que me odias?
— Cómo crees.
Sus manos de dedos alargados y finos como batutas palpaban sobre la mesa.
Y dándosela por el mango le dije: estaban escondidas entre la tela y seguro la necesitas.
fOTO STELLA
El novio
La pinche vieja de la pensión era una fodonga, solo había que darle una mirada a la cocina y la estufa tenía costras sobre la costra. Dormía en una cama de resortes y mi condurmiente era un sujeto blanco, chaparro, panzón y con bigotes estirados.
-Si ves que ronco, solo dale un chingadazo a la cabecera de la cama y con eso dejo de roncar.
Si era cierto, pero el cabrón dejaba de roncar diez minutos y luego agarraba su ritmo de graves profundos. Era molesto. Nadie roncaba con tanto volumen como él.
No había billete para una mejor pensión, así que me salía a estudiar al café que estaba en la esquina, que no gozaba de mucha clientela. Había llegado de provincia y fue un dolor de suspiros separarme de mi novia —¡joder era la primera! —, días después, la dueña de la pensión me entregó un telegrama —en ese tiempo no había redes—. Recibir un telegrama te ponía en tensión, pues las noticias con urgencia, casi siempre son amargas.
Tomé el dinero de mis pasajes y regresé a mi ciudad. Mi novia se encontraba internada en un hospital. El telegrama me lo giró una amiga en común.
Hace tan solo una semana me despedí de mis padres. El dinero que me dieron:
—Esto para la pensión, para tus pasajes y para tus libretas. Estíralo lo más que puedas, — enfatizó, mi madre. Ahora, el gasto del transporte, los pasajes y las libretas se harían mierda.
Bajé del autobús con dolor y sudando. No recordaba ningún pleito con ella, sino todo lo contrario, estuvimos en la nevería de siempre, donde podía darle sus besos y tocar “distraído” sus senos abundantes.
Regresar a la ciudad, cuando no tenía mucho de haberme abrazado con mis padres, me sofocaba y me sobresaltaba encontrarme algún pariente, que los enterara, cuando ellos, pensaban que le daba duro a los estudios.
Poco antes de entrar a su cuarto, llegó su padre: un sujeto cachetón, moreno, de bigote, chaparro y vestido con un verde olivo, trabajaba en el departamento de tránsito local. —Me enteré por ella que vivía con su padre y un hermano pequeño.
—¿Eres el novio de Isabel?
—Si
—Ha estado preguntando por ti y a nombre de su amiga te mandé el telegrama. ¿Te peleaste con ella?
—Para nada.
—Entonces…
—¿Qué le ha dicho ?
— No ha querido decir nada. Te dejaré con ella, le hace bien tu compañía.
Entré sigiloso. La tenían con un tubo metido en la nariz y dormitaba. Cuando me sintió, entreabrió los ojos. Gemidos breves que intercalaba con sollozos. Acerqué mi cara y la abracé. Nos quedamos quietos. La humedad brincaba de sus ojos a mis quijadas. No supe que decirle. Sentí sus lágrimas en mis labios y más me trabé.
—¿Quién te avisó?
—Carmen, me dijo Carmen. —No le quise decir que fue su padre.
Seguía llorando, sin sollozos, como si su cabeza anduviese en no sé dónde. Le secaba sus lágrimas, y mi mano apretaba la suya. No me atrevía a interrogarla, —pues que madres le pasó, para tomarse no sé cuantas pastillas de valium. De esto me enteré en la recepción al darle una ojeada a los expedientes que las enfermeras tenían regados en el mostrador y cuando me alejaba hacia su cuarto, escuché decir a una de ellas, en voz baja: “ este es el novio” Entonces tomó significación la pregunta de su padre “¿ te peleaste con ella?
Dejó de llorar y sus labios secos se pegaron a mi mejilla, después al oído me susurro. “ Te quiero” “
—Hice una cosa mala. Pero, no debo decirlo, sino que trato de olvidar.
—¿Qué hiciste?
Volvió a gemir y a sollozar y un nuevo regato de lágrimas le cruzó la mejilla. Me estrujé. Se me hicieron pelotas las palabras y me quedé con la pregunta de “’ Qué fue lo que hiciste” solamente secaba su llanto.
—Ya no aguanto. No puedo ser estudiante, cuidar a mi hermano, y
hacer las tareas de la casa. Y luego…mi papá … Ya no aguanto.
Cuando le iba a decir que me esperase, que buscaría un trabajo en la capital, que yo… Entró la enfermera:
—Es hora de su lavado gástrico y ya terminó la hora de la visita.
Con una seña le indiqué que me regresaba a la capital. Ya no pude ver su cara porque la enfermera me apresuraba a que saliese del cuarto.
A la salida me tope con su padre. Serio, con unos ojillos horizontales. Me miró inflando los cachetes.
— ¿Le dijo algo?
Me puse a la defensiva.
— Qué tendría que decirme.
— Si le contó porque tomó tantas pastillas.
— No quise preguntarle. Esa es cuestión suya…
Le tembló el bigote y recomponiendo su cara, volvió.
—Solo quise saber el por qué. Mi trabajo me exige estar las veinticuatro horas en servicio. La dejo sola y le doy más responsabilidades de las que puede soportar. Como padre tengo la obligación de saberlo todo. Entienda mi ansiedad…
—No sé porque habrá tomado esa decisión.
—Yo también fui joven. Sé que cuando la pareja se junta: es lumbre y gasolina. Soy amigo de usted, puede tenerme confianza.
—No entiendo. – como putas madres no iba entender, este cerdo me estaba diciendo que si no me la había cogido y que si ella no estaba panzona.
— Creo que si me entiende. Confió que no sea así.
Di por terminada la plática y me despedí.
— ¿Tiene algún teléfono donde llamarle?
— No. —
Me retiré con mil preguntas y respuestas dolorosas. Llegué a la capital por la madrugada y por la mañana ya estaba en la clase de anatomía. En la noche me entretuve dándole de chingadazos a la cabecera de la cama para que el roncador me dejara descansar.
En la cuesta vive un anono
La respiración se entorpece en la cuesta. El sol se filtra entre el ramaje, dándole al suelo de barro y hojas un crucigrama. Líneas de sol y sombra. Monedas doradas que uno pisa en cada metro que avanza. Hay olor a hongo que sobre la cascara del árbol de Chaca se ovillan, se aprietan y crecen. Cuerpos extraños para el tronco que no puede desprenderse de ellos. No los tendrá mucho tiempo. Manos -ansiosas de dinero- los desprenderán para llevarlos al mercado y venderlos en porciones. Gruesas y viejas enredaderas suben hacia los árboles, y en el trayecto dejan ver el azul quemado contrastado con el blanco, formando pequeños platos que se suspenden sobre el enramaje.
Mis manos no se dan abasto para quitarme el sudor que penetra en mis ojos, y me obliga a detenerme y seguir sin renunciar. Percibo el latido que se abre en mis sienes y el tum tum de mi corazón que me dice: tu puedes. El viento se rompe en mi cara, el grito de los tordos me roza los oídos; y a los lejos, el vuelo de las garzas sobre el rio.
Se ve tan pequeño el rio que podría contenerlo en el hueco de mis manos y tragarlo de un sorbo para matar la sed que clava mi garganta. Nunca he podido subir la cuesta, apenas si veo. Con el índice, me quito el sudor, intento contar mis pasos y me digo: me detendré cuando termine de contar cincuenta. Al terminar, vuelvo a decírmelo y empiezo: uno, dos… Sé que estoy cerca, ya siento el olor de los capulines. Diez metros más de cuesta, y llegaré al anono que decidió nacer allí para mirar mejor el paisaje. Al llegar, levanto mis manos y grito. Es un grito que sale del alma, nadie me ve. Mi corazón golpea el pecho, y mis brazos se amarran al árbol del anono y lo beso.
El ave
El árbol extiende su sombra, es una cobija refrescante para las rocas. ¡Hay tanta lejanía cuando el ave planea en el desfiladero! En un quiebre del silencio, se escuchan voces que pareciera que llegaran de un velorio que fue hace años, pero no, son las mujeres que cuchichean mientras sus manos tallan la ropa en el vientre de las losas. Cerca de ahí, los hombres platican mientras la espuma de la cerveza resbala saliendo de su boca.
Los niños grandes cuidan a los chicos, y las mujeres parece que rezan, pero no, es el río que murmura cuando pasa arrastrando los tejos. Los hombres ya salen, las mujeres en silencio cuidan la ropa. El ave se ha ido, dejando la soledad en la boca del desfiladero.
¡Ah la vida!
Fastidiado porque la tarde pasa sin pena ni gloria. La noche presiente una luna de bruja, entonces, se hinca y se santigua. Allá, va la beata camino a la iglesia, lleva bajo el vestido la acalorada discusión de los pezones y, sobre la espalda, el crespón de la Vía Láctea.
Todo es igual: el mismo rincón y la misma araña disecada. Tiene días que no llueve; y en la azotea está el tinaco que sueña que el agua lo rebalsa. ¡Qué fastidio! Un bostezo rompe la carcajada en mi boca. Le digo a mi otro: la vida no se mueve, pero sigue.
Me aplasta el ruido asmático de la hormiga que carga cien veces su peso, el chapoteo de las lavanderas que tienen, en sus manos, más pantalones que jeans tenga una boutique de Manhattan. Por allá, va un ciempiés que sueña con ser mariposa. Camina con sus juanetes y busca reposo en una adormidera.
¡Ah si la vida siguiera sin moverse! No sentir hambre, tristeza, dolor, sería un placer. Pero no, la vida sigue y es un fastidio: para las manos, para el seco tinaco, para la hormiga y para el ciempiés afrutado de juanetes que sueña con ser mariposa
La alharaca
Por allá, se ven las luces de Zicatlán. Aquí, en Amaxac, sólo piedra, adobe y candil. Hace un rato, pasaron haciendo alharaca una docena de hombres: unos se bañaron con el agua fría del pozo, otros en el río para masajear sus dolores y ver como se deslizan las luces en la corriente que baja de la montaña.
Ya regresan, descamisados y caminan pisando viejas pisadas. Platican de mujeres, y algunos se embroman tocándose las nalgas. Desde el fondo del camino, se oye, lejana, la risa cascada de los abuelos. Por instantes, contemplan el cielo trastornado de estrellas, dejan la charla y beben. Tras de ellos, el viento esparce el dulce sabor de la caña.
Mañana, el sol les barbechará la espalda y‚ a la misma hora, el patrón, en un confesionario de la iglesia, limpiará con abundante limosna sus pecados.