El novio
La pinche vieja de la pensión era una fodonga, solo había que darle una mirada a la cocina y la estufa tenía costras sobre la costra. Dormía en una cama de resortes y mi condurmiente era un sujeto blanco, chaparro, panzón y con bigotes estirados.
-Si ves que ronco, solo dale un chingadazo a la cabecera de la cama y con eso dejo de roncar.
Si era cierto, pero el cabrón dejaba de roncar diez minutos y luego agarraba su ritmo de graves profundos. Era molesto. Nadie roncaba con tanto volumen como él.
No había billete para una mejor pensión, así que me salía a estudiar al café que estaba en la esquina, que no gozaba de mucha clientela. Había llegado de provincia y fue un dolor de suspiros separarme de mi novia —¡joder era la primera! —, días después, la dueña de la pensión me entregó un telegrama —en ese tiempo no había redes—. Recibir un telegrama te ponía en tensión, pues las noticias con urgencia, casi siempre son amargas.
Tomé el dinero de mis pasajes y regresé a mi ciudad. Mi novia se encontraba internada en un hospital. El telegrama me lo giró una amiga en común.
Hace tan solo una semana me despedí de mis padres. El dinero que me dieron:
—Esto para la pensión, para tus pasajes y para tus libretas. Estíralo lo más que puedas, — enfatizó, mi madre. Ahora, el gasto del transporte, los pasajes y las libretas se harían mierda.
Bajé del autobús con dolor y sudando. No recordaba ningún pleito con ella, sino todo lo contrario, estuvimos en la nevería de siempre, donde podía darle sus besos y tocar “distraído” sus senos abundantes.
Regresar a la ciudad, cuando no tenía mucho de haberme abrazado con mis padres, me sofocaba y me sobresaltaba encontrarme algún pariente, que los enterara, cuando ellos, pensaban que le daba duro a los estudios.
Poco antes de entrar a su cuarto, llegó su padre: un sujeto cachetón, moreno, de bigote, chaparro y vestido con un verde olivo, trabajaba en el departamento de tránsito local. —Me enteré por ella que vivía con su padre y un hermano pequeño.
—¿Eres el novio de Isabel?
—Si
—Ha estado preguntando por ti y a nombre de su amiga te mandé el telegrama. ¿Te peleaste con ella?
—Para nada.
—Entonces…
—¿Qué le ha dicho ?
— No ha querido decir nada. Te dejaré con ella, le hace bien tu compañía.
Entré sigiloso. La tenían con un tubo metido en la nariz y dormitaba. Cuando me sintió, entreabrió los ojos. Gemidos breves que intercalaba con sollozos. Acerqué mi cara y la abracé. Nos quedamos quietos. La humedad brincaba de sus ojos a mis quijadas. No supe que decirle. Sentí sus lágrimas en mis labios y más me trabé.
—¿Quién te avisó?
—Carmen, me dijo Carmen. —No le quise decir que fue su padre.
Seguía llorando, sin sollozos, como si su cabeza anduviese en no sé dónde. Le secaba sus lágrimas, y mi mano apretaba la suya. No me atrevía a interrogarla, —pues que madres le pasó, para tomarse no sé cuantas pastillas de valium. De esto me enteré en la recepción al darle una ojeada a los expedientes que las enfermeras tenían regados en el mostrador y cuando me alejaba hacia su cuarto, escuché decir a una de ellas, en voz baja: “ este es el novio” Entonces tomó significación la pregunta de su padre “¿ te peleaste con ella?
Dejó de llorar y sus labios secos se pegaron a mi mejilla, después al oído me susurro. “ Te quiero” “
—Hice una cosa mala. Pero, no debo decirlo, sino que trato de olvidar.
—¿Qué hiciste?
Volvió a gemir y a sollozar y un nuevo regato de lágrimas le cruzó la mejilla. Me estrujé. Se me hicieron pelotas las palabras y me quedé con la pregunta de “’ Qué fue lo que hiciste” solamente secaba su llanto.
—Ya no aguanto. No puedo ser estudiante, cuidar a mi hermano, y
hacer las tareas de la casa. Y luego…mi papá … Ya no aguanto.
Cuando le iba a decir que me esperase, que buscaría un trabajo en la capital, que yo… Entró la enfermera:
—Es hora de su lavado gástrico y ya terminó la hora de la visita.
Con una seña le indiqué que me regresaba a la capital. Ya no pude ver su cara porque la enfermera me apresuraba a que saliese del cuarto.
A la salida me tope con su padre. Serio, con unos ojillos horizontales. Me miró inflando los cachetes.
— ¿Le dijo algo?
Me puse a la defensiva.
— Qué tendría que decirme.
— Si le contó porque tomó tantas pastillas.
— No quise preguntarle. Esa es cuestión suya…
Le tembló el bigote y recomponiendo su cara, volvió.
—Solo quise saber el por qué. Mi trabajo me exige estar las veinticuatro horas en servicio. La dejo sola y le doy más responsabilidades de las que puede soportar. Como padre tengo la obligación de saberlo todo. Entienda mi ansiedad…
—No sé porque habrá tomado esa decisión.
—Yo también fui joven. Sé que cuando la pareja se junta: es lumbre y gasolina. Soy amigo de usted, puede tenerme confianza.
—No entiendo. – como putas madres no iba entender, este cerdo me estaba diciendo que si no me la había cogido y que si ella no estaba panzona.
— Creo que si me entiende. Confió que no sea así.
Di por terminada la plática y me despedí.
— ¿Tiene algún teléfono donde llamarle?
— No. —
Me retiré con mil preguntas y respuestas dolorosas. Llegué a la capital por la madrugada y por la mañana ya estaba en la clase de anatomía. En la noche me entretuve dándole de chingadazos a la cabecera de la cama para que el roncador me dejara descansar.
En la cuesta vive un anono
La respiración se entorpece en la cuesta. El sol se filtra entre el ramaje, dándole al suelo de barro y hojas un crucigrama. Líneas de sol y sombra. Monedas doradas que uno pisa en cada metro que avanza. Hay olor a hongo que sobre la cascara del árbol de Chaca se ovillan, se aprietan y crecen. Cuerpos extraños para el tronco que no puede desprenderse de ellos. No los tendrá mucho tiempo. Manos -ansiosas de dinero- los desprenderán para llevarlos al mercado y venderlos en porciones. Gruesas y viejas enredaderas suben hacia los árboles, y en el trayecto dejan ver el azul quemado contrastado con el blanco, formando pequeños platos que se suspenden sobre el enramaje.
Mis manos no se dan abasto para quitarme el sudor que penetra en mis ojos, y me obliga a detenerme y seguir sin renunciar. Percibo el latido que se abre en mis sienes y el tum tum de mi corazón que me dice: tu puedes. El viento se rompe en mi cara, el grito de los tordos me roza los oídos; y a los lejos, el vuelo de las garzas sobre el rio.
Se ve tan pequeño el rio que podría contenerlo en el hueco de mis manos y tragarlo de un sorbo para matar la sed que clava mi garganta. Nunca he podido subir la cuesta, apenas si veo. Con el índice, me quito el sudor, intento contar mis pasos y me digo: me detendré cuando termine de contar cincuenta. Al terminar, vuelvo a decírmelo y empiezo: uno, dos… Sé que estoy cerca, ya siento el olor de los capulines. Diez metros más de cuesta, y llegaré al anono que decidió nacer allí para mirar mejor el paisaje. Al llegar, levanto mis manos y grito. Es un grito que sale del alma, nadie me ve. Mi corazón golpea el pecho, y mis brazos se amarran al árbol del anono y lo beso.
La sombra del cedro
La mañana es fría. La gente cuchichea mientras se sienta. De las casas, llega el olor a café. Empieza la sesión. Presido la mesa. En breve, las personas se animan a preguntar. Contesto, dialogo y respondo con pasión y convencimiento. Mis oyentes se hacen señas y muestran interés. Hay gente de pie, otras escuchan fuera del recinto. El sol se ha mostrado y entre la plática con la comunidad, se abren silencios.

Te recuerdo y te digo: “No puedo abrazarte, ni decirte lo bien que me he sentido. En la distancia contemplo fugazmente tus ojos, ¿Si pudieras leer mi pensamiento? ¿Si pudieras mirarme la cara?, verías la sombra del viejo cedro que golpea la ventana y se recuesta en mis labios”
Me preguntan, dialogo, discuto. Así son las mesas de trabajo. Mis ojos esperan -con paciencia- otro silencio. Otro disparo: “Tu y yo dándonos vueltas con los brazos abiertos para sentir la inmensidad del monte en nuestra piel”.
La gente mayor me invita a sus casas. Las mujeres, cuando se enteran que me gustan las plantas, desean enseñarme su jardín.
-Llévese un codito, seguramente con esto recordará nuestro pueblo,
Yo acepto. Otras cortan algunas rosas y me las dan:
-Para que se la lleve a su novia.
Nadie nota mi desesperación. Será un fin de semana largo.
Me urge montarme en un carro. Comer kilómetros de la lengua de asfalto, sentir que nos esperamos. Ansioso de su abrazo, y ella del mío
El ave
El árbol extiende su sombra, es una cobija refrescante para las rocas. ¡Hay tanta lejanía cuando el ave planea en el desfiladero! En un quiebre del silencio, se escuchan voces que pareciera que llegaran de un velorio que fue hace años, pero no, son las mujeres que cuchichean mientras sus manos tallan la ropa en el vientre de las losas. Cerca de ahí, los hombres platican mientras la espuma de la cerveza resbala saliendo de su boca.
Los niños grandes cuidan a los chicos, y las mujeres parece que rezan, pero no, es el río que murmura cuando pasa arrastrando los tejos. Los hombres ya salen, las mujeres en silencio cuidan la ropa. El ave se ha ido, dejando la soledad en la boca del desfiladero.
¡Ah la vida!
Fastidiado porque la tarde pasa sin pena ni gloria. La noche presiente una luna de bruja, entonces, se hinca y se santigua. Allá, va la beata camino a la iglesia, lleva bajo el vestido la acalorada discusión de los pezones y, sobre la espalda, el crespón de la Vía Láctea.
Todo es igual: el mismo rincón y la misma araña disecada. Tiene días que no llueve; y en la azotea está el tinaco que sueña que el agua lo rebalsa. ¡Qué fastidio! Un bostezo rompe la carcajada en mi boca. Le digo a mi otro: la vida no se mueve, pero sigue.
Me aplasta el ruido asmático de la hormiga que carga cien veces su peso, el chapoteo de las lavanderas que tienen, en sus manos, más pantalones que jeans tenga una boutique de Manhattan. Por allá, va un ciempiés que sueña con ser mariposa. Camina con sus juanetes y busca reposo en una adormidera.
¡Ah si la vida siguiera sin moverse! No sentir hambre, tristeza, dolor, sería un placer. Pero no, la vida sigue y es un fastidio: para las manos, para el seco tinaco, para la hormiga y para el ciempiés afrutado de juanetes que sueña con ser mariposa
La alharaca
Por allá, se ven las luces de Zicatlán. Aquí, en Amaxac, sólo piedra, adobe y candil. Hace un rato, pasaron haciendo alharaca una docena de hombres: unos se bañaron con el agua fría del pozo, otros en el río para masajear sus dolores y ver como se deslizan las luces en la corriente que baja de la montaña.
Ya regresan, descamisados y caminan pisando viejas pisadas. Platican de mujeres, y algunos se embroman tocándose las nalgas. Desde el fondo del camino, se oye, lejana, la risa cascada de los abuelos. Por instantes, contemplan el cielo trastornado de estrellas, dejan la charla y beben. Tras de ellos, el viento esparce el dulce sabor de la caña.
Mañana, el sol les barbechará la espalda y‚ a la misma hora, el patrón, en un confesionario de la iglesia, limpiará con abundante limosna sus pecados.
Mudez
Doy a mis días vacaciones: abro la puerta de mi pecho para que el alma sacuda su tiempo de prisionera y parta. Dejo de hablar y alerto a mi oído. Escribo poemas a la mudez y a las caracolas que sólo son espejo de aguas que no existen. Aplaudo al silencio, al olvido que son, desde ahora, compañeros. Ignoro los coletazos del rio de mi sangre, del chismerío que hacen las hojas cuando las atropella el viento, también, de los cantos de sirenas que se atreven a preguntar por mí. Ruedan los días, y sigo entregado a la ausencia. Días fértiles para la nada. Cuando vuelvo al quehacer, me encuentro que no ha pasado nada, las mismas cosas: atropellados, asesinados, decapitados y politicos corruptos que pasean al perro, mientras sus guardaespaldas abren camino ; y la pelota rebota y rebota como siempre.
Asalto
Hay días que pasan y sin que lo desees, vuelven a zarandearte.
Días periféricos que te saltan en el camino.
Turbado, intento pasar con indiferencia. Soy presa de ti, mas tus manos tienen alas en reversa. Mi boca memoriosa, autómata, repite su vejez joven:
…la hierba de tu cabello desfallecía en tu espalda; y cuando el sudor nos hacía peces, abrevaba mi furor en tu pozo, y éramos, en ese instante, gacela y felino.
El instante se fue. Sólo está el almizcle de tus manos cuando recorrieron mi nuca y el cinturón de la espalda.A tientas, sigo el camino y tus besos. Solamente son pajas de aroma y lejanía.
Corriendo por la mañana
Mi respiración se traba en la subida.
El sol se filtra entre las hojas y mis ojos recogen el esplendor derramado en el suelo.
Hay humedad y helecho. El silencio lo quiebra el aleteo repentino de los tordos.
Por encima de la cuesta, está el árbol de anono que se fecunda con el olor de los capulines.
Llego hasta éste, lo abrazo y recupero el aliento en la silla de sus ramas.
Mi sudor humedece sus hojas, llueve desde las arrugas de mi frente.
Algún día, regresaré para regodearme entre sus frutos.
Y quizá un niño, en alguna mañana, se coma mis pensamientos.
Ellos no saben si hay
Me levanto cuando aún se oye el aleteo de los murciélagos; hoy, la noche ha sido fría y húmeda. ¡Será difícil hacer fuego! Pongo en la olla granos de café nuevo que, mezclados, alcanzarán para que la familia tome medio pocillo. Despierto al marido y le doy un pedazo de pan para que se vaya con algo a trabajar en la milpa. Al rato, empezarán a levantarse los chiquillos y piden. No saben si hay, pero piden.
Por la mañana, corro hacia la parcela, que recién nos prestaron, a llevarle el almuerzo: tortillas untadas con frijoles y un poco de chile. Comemos. Le ayudo a limpiar la milpa. Él se queda trabajando. Regreso a casa a preparar un caldo de chayotes. Me llevaré a los niños a la cañada para que ayuden a cargar el agua que servirá para cocer los frijoles, limpiar los platos. ¡Hay que hacerla rendir! El doctorcito quiere que nos bañemos a diario. No es malo lo que dice, pero el agua sólo alcanza para tomar.
Hace mucho que no tengo un hato seco de leña, y los que la traen a vender casi no se arriman por aquí, con eso de que el dinero está escaso. Los chamacos piden. Ellos no saben si hay, pero piden.