Busqué con afán y no encontré el libro, el que contenía un texto, que firmaba como autor. Una semana antes lo había tenido en mis manos y lo dejé sobre la cubierta del escritorio.—¿No has visto mi libro, donde aparece mi cuento? La lluvia y el frío ensuciaban La tarde.
—No sé. Sé de mis cosas, de las tuyas solo puedes saberlo tú.
—Hace una semana lo dejé sobre mi escritorio. Debiste verlo cuando hiciste la limpieza.
—Recuerda que la limpieza la hizo la muchacha que viene cada ocho días. Mañana vendrá. Pregúntale a ella.
Guardé silencio. Ella trabajaba haciendo artículos navideños que próximamente entregaría a sus pupilos. Estaba ensimismada, con los ojos puestos en la tela, el pegamento. O quizá en ese momento aparentaba y con el rabillo de sus ojos me veía.
Mi vida era una secuencia de tumbos y una ocasional victoria. El libro de cuentos era una evidencia que me proporcionaba ánimos para luchar. Desaparecerlo constituía un golpe duro. Ella lo sabía.
La oscuridad de la tarde lluviosa era evidente. Prendí la luz blanca del comedor. Resoplé dejando el vaho sobre la frialdad del vidrio de la ventana. Oía la gota que martilleaba insistente la hoja del plátano.
Me acerqué milimétricamente a ella, un escozor daba vueltas en mi coronilla y bajaba por mi cuello, produciéndome un calor que se desparramaba por todo el cuerpo haciendo retumbar en mis sienes los azotes del pulso. Cruzó por mi mente enfrentarla, tomarla de los hombros y encajarle mis dedos, obligándola a confesar dónde había escondido el libro. Al mirar la mesa, encontré debajo de la tela un destello, que mis ojos bebieron. Recorrí palmo a palmo hasta llegar al instrumento, la tomé por los ojos de acero inoxidable y alargando el dedo medio sentí la aguja de su punta en la yema. Me acerqué más, las piernas duras, mis dedos engarrotados. Había comenzado a sudar y el tac de mi cabeza se multiplicaba. El frío del metal me atraía, así que apreté las tijeras y… escuché su voz.
—¿Verdad que me odias?
— Cómo crees.
Sus manos de dedos alargados y finos como batutas palpaban sobre la mesa.
Y dándosela por el mango le dije: estaban escondidas entre la tela y seguro la necesitas.
fOTO STELLA


La respiración se entorpece en la cuesta. El sol se filtra entre el ramaje, dándole al suelo de barro y hojas un crucigrama. Líneas de sol y sombra. Monedas doradas que uno pisa en cada metro que avanza. Hay olor a hongo que sobre la cascara del árbol de Chaca se ovillan, se aprietan y crecen. Cuerpos extraños para el tronco que no puede desprenderse de ellos. No los tendrá mucho tiempo. Manos -ansiosas de dinero- los desprenderán para llevarlos al mercado y venderlos en porciones. Gruesas y viejas enredaderas suben hacia los árboles, y en el trayecto dejan ver el azul quemado contrastado con el blanco, formando pequeños platos que se suspenden sobre el enramaje.




Me levanto cuando aún se oye el aleteo de los murciélagos; hoy, la noche ha sido fría y húmeda. ¡Será difícil hacer fuego! Pongo en la olla granos de café nuevo que, mezclados, alcanzarán para que la familia tome medio pocillo. Despierto al marido y le doy un pedazo de pan para que se vaya con algo a trabajar en la milpa. Al rato, empezarán a levantarse los chiquillos y piden. No saben si hay, pero piden.
Cuando la sacó del baúl, presentaba unas manchas que sacudió con varonil delicadeza. La observó con detenimiento a contraluz: la empañaba una sutil ictericia de longevidad. La tomó entonces entre sus dedos como si de un polvorón se tratase y sacó de sus casaca verde olivo el atomizador de permanganato de tiempo.
El albañil, un tipo regordete con ojitos de sapo, trabaja auxiliado por uno de sus hijos. Levanta paredes, luego, planea la toma de agua, la pileta, el baño. Lo veo sudado de los pies a la cabeza, ordenando a su hijo. Le gusta el silencio. Manos de cemento, pero hábiles para que el aplanado parezca la hoja de un cuaderno. El hijo, al igual que él, se mueve en silencio siguiendo indicaciones.


