Disparos

maizSon tardes de fiesta  en que las  gotas de agua sobre el tejado parecen reproducirse en la cocina. Dentro de la olla de aluminio,  sendos puños golpean las paredes metálicas. Una guerra de disparos se suscitan al unísono: el bongo de la lluvia y el buf-tap de las castañuelas. Luego, el silencio. Afuera,  huele a tierra mojada; y  adentro, el aroma  de un maíz que se hizo palomitas.

Sin nada

d47d8-aguaceroDesnudo y abierto a los caminos, cuento despacio las señales que me dejaste. Allá tu viento de limonarias. El río donde columbro trapecios y redondeces que cuelgan de tu espalda. Con el pensamiento en trote voy a ti para sembrarte de pitahayas. Pero ya no estás. Sólo persisten las tejedoras de la ausencia y yo regreso húmedo de olvido.

La noche

amantesLa noche  oculta.  Tocarse entre sombras susurrando medias palabras. Suspiros que  caen en los recodos de un cuello. Luna cómplice de arroyos  que mal dibuja la solidez de un muslo,  de una cadera o el olor de un beso.  Instantes donde la cotidianidad  la reinventamos.

Despedida

mujer caminandoHoy nos vimos. La abracé con calidez. Dijo que se encontraba bien, con mucho trabajo, tanto, que a su misma sombra la ponía a laborar. Entendí, entonces, que no nos veríamos por mucho tiempo. Volví a abrazarla para desearle fortuna. Ninguno dijo adiós. Cuando la vi a lo lejos, caminaba sin su sombra.

Tu voz

mujer derojoMe acercas tu voz, y mi oído se hace fiesta y no sabe qué hacer como el perro amarrado por días  y lo sueltas.  Corro, me detengo, te miro, te beso y me abalanzo sobre ti,  deseo abrazarte y pertenecer a tu adentro.

Tu voz cotidiana que platica del viento,  de los fantasmas que van y vienen mientras tú guisas o te asomas por la ventana para mirar el agua donde la luna acude a su cita de fotografía.

Me alcanza tu voz instructora y las frases que corrige las transforma. Tienes rayos en tus ojos, y las cucarachas del lenguaje corren en desbandada. Me amenazas con tu sonrisa; y bajo tu mirada, atento, pongo mi parco entendimiento para comprender las declinaciones que susurras.

En el devenir  escucho   tu voz de mujer sosiego, mujer oído que con su  savia oculta alcanza mis viejas paredes. Cuando me hablas y cantas mi nombre, mi oído se hincha y baila.

Salem

27-Lavaderos-Iztacalco-1972En su cuarto de azotea, Salem, el loco,   despidió a sus seguidores con un dejo de urgencia. Se recostó sobre su cama de cartón y cruzó sus huesudos brazos sobre la quilla de su pecho.

-No tarda en venir – musitó en voz baja.

Los recuerdos llegaron. La azotea estaba ocupada por mujeres lavando. El chapoteo  de la ropa seguía el ritmo de las caderas, todas a un tiempo moviendo las nalgas, retando a la fatiga.  El viento trajo olor de aceite rancio y  cueros. Más tarde  llegaron  aromas marinos que revolvieron más  su memoria.

 Antes de que se fuesen los olores de cocina, ella ponía todo en su lugar. Salem, el joven,  cerraba los ojos,  y por su contoneo sabía lo que deseaba.

-¡Te quiero así!

Y se metía en  sus labios, en el  acre  de sus axilas y el salado de sus ingles. El ambiente sudaba fuego  y salitre.

Murió cuando más se amaban.  Las que llegaron después tuvieron  que aceptar que se había quedado sin corazón, pero  repleto de deseos y del prodigio de su aritmética para elevarlas al cubo de la intensidad.

-No tardará.

Se dijo abriendo las piernas huesudas como un compás. Cargado de sudor, su sangre se hizo agolpada y una erección adolescente se injertó en el ansia que estaba siendo presa  del molusco de su primera mujer.  Las demás esperaban. Una a una desfiló ante la enjundia que hervía.  Por momentos, los olores del mar cambiaron de domicilio hasta  que se instaló la profundidad del silencio y el vapor de las aguas.

Salem, el viejo, todavía escuchó el  ruido líquido de las lavanderas,  el frenesí  de las caderas y el aroma  lunar  de la mujer amada.

Salem ya no estaba.

Mujer niña

floresTu voz de cuita, de mujer niña. Eso parece. Eres más. Sólo hay que escarbar en tu pecho y mirar con los sentidos para intuir que tienes una sabia oculta, que vuela,  enternece y da sosiego. Eres jilguero,  y algo inefable que vuela vuela… que no se ve… pero irradia. Abro los árboles y ya no estás. Llueve finito y me despierto.

Ruptura

SOLEDAD ANDENLa soledad pesa más que el mar,  y evocarte me asfixiaba. Suspiré hondo. Me acerqué al bullicio de una estación, compré boleto a cualquier parte y abordé. Llegaría la amnesia. Sepultado tu recuerdo, esperaría el prurito de la cicatriz.

Tus caderas

mujer caminandoSoñé con tus ojos dormidos sobre mi pecho, y un olor de agua me enredó. divisé la sabana y la espiga de la caña mecida por el viento; y entre los crucigramas de sombra que duermen bajo los mangos, te encontré. Fugaz, siempre fugaz  como las chupa rosas que se van a ninguna parte. ¿De dónde eres? Si en tardes soñolientas, cuando te avizoro y voy detrás, olisqueó en tu cadera que son muelle y flor.

El viejo capitán

mar y barcoLa espuma es de un mar antiguo donde las olas se acicalan unas a otras. Ellas lo peinan con sus uñas perladas, y al recorrer su pelo brotan luces que juegan con el recuerdo de sus ojos. Dicen que el amor es un canto sólido que llega cauteloso a los corazones. Es una espalda donde te recuestas – añaden – y son alas que te llevan a un océano de galaxias.

Las olas lo abrazan, suavizan la piel y besan sus cabellos. Lo miran, juegan y perciben que sus ojos se ovillan por el cansancio de los años. Él dice con su voz de viejo capitán:
-Si algún día no llego, déjenme pensar que estoy a su lado y sientan que me tienen en sus brazos. Si un viento violeta resbala por mis pestañas, sabrán, entonces, que viviré con ustedes, y en sus noches dormiré con sus sueños.

La lucha

 Juana, de manos largas, ásperas y hábiles, vivía en una vecindad, tenía un radio sobre un viejo ropero que daba la hora y reproducía canciones que ella tarareaba. Sacaba la silla al patio de su casa y zurcía. Sus ojos en el manto y sus oídos en el taconeo. Cuando reconocía el andar de su esposo, se metía a la vivienda y empezaba a calentar su comida.
Él cenaba después de las ocho, pero en los últimos meses la frecuencia había cambiado. Dos o tres veces por semana llegaba cerca de la media noche. Lo oía comer, desvestirse y a los pocos minutos, roncar. Ella se hacía la dormida y al verlo con su cara de niño bueno, no tuvo dudas de que él tenía otra mujer.
-No te oí llegar.
-Cuando me acosté estabas bien dormida y no te quise despertar.
-¿Te fuiste con tus amigos?
-Ha aumentado el trabajo, pero a la salida nos tomamos una cerveza.
Hace cinco años se juntó con él. Las ansias de poseer un hogar la hizo frágil a sus besos. Sabía de antemano que la carencia sería su compañera, pero su deseo de ser mujer y madre la hizo ser temeraria. Ella no había cambiado desde aquel tiempo: pechos sólidos, vientre plano, cejas largas y ojos color café. Si alguna diferencia había con la de ahora, había que buscar en el entrecejo, consecuencia de arrugar la frente para dar la puntada exacta en el bordado.
Recuerda, siempre recuerda, el golpe a su matriz cuando él depositaba el semen. Después de dos años de intentos, solicitaba ya, que fuese la simiente esperada.
Él espació los encuentros, y ella intuyó que vendrían tiempos complicados. Salía de su casa solamente para atender las citas que le daban en el hospital. Más de alguna vez miró a las embarazadas y le entraba el loco deseo de acariciarles su vientre. Observaba con detenimiento a las que poco les faltaba para parir. El sudor de su frente, los gestos de dolor que para ella deberían de ser de placer, cómo eran ayudadas por el marido para caminar hacia la recepción. Algunas veces escuchó palabras de aliento que les dirigía su compañero:
-Veras que todo va a salir bien. No tengas miedo.
Regresaba a su vivienda en silencio y en silencio prendía una veladora.
La doctora le repetía siempre:
-Verá que un día de estos no le baja la regla, pero le mandaré a hacer unos análisis, no se impaciente.
-Mándeme, mejor, al hospital grande.
-Claro que lo haré, sólo cuando termine de estudiarla.
Llevaba más de un año y no terminaban los estudios. Con lo ganado con sus bordados pagó una consulta privada con un especialista y comprendió que ni con el sueldo de dos años bordando podría juntar tanto dinero para seguir cubriendo consultas privadas. Una noche su esposo le espetó:
-Mi padre tuvo seis hijos con mi mama y cuatro con otra mujer.
Ese día, aseó la vivienda, lavó la ropa, se puso a guisar. Si su esposo llegaba temprano le serviría como siempre. Se bañó con lentitud, como saboreando el agua que caía por su cuerpo. Se vistió eligiendo un color blanco con franjas rojas y anaranjadas que la hacía ver fresca y radiante. Se sentó en una banca cerca de la calle de luces; música y un ajetreo de féminas que iban y venían. Recordó la voz de la vecina cuando en el lavadero hablaron de las preñeces:
-¡Puede que no sea la mujer, sino el hombre!
Caminó decidida hacía la calle de sonidos y tabaco. Antes de que llegase, fue interceptada por un sujeto muy joven que desde su carro le abrió la portezuela. Ella siguió caminando y volvió a la banca, asustada.
-No seas así, yo también tengo miedo -escucho detrás.
Ella lo miró temerosa, pero la sonrisa franca de él la confundió y sólo le hizo la seña con los ojos de que se sentara.
En la noche, fresca y olorosa a  jabón, esperó a su esposo y lo incitó – con un valor desconocido- a tener sexo.
Un día, no llegó la menstruación; y nueve meses después, nació su hijo. El esposo volvió a ser el mismo: amable cariñoso y protector de la familia. Cuando el niño cumplió el año, el esposo con cariño, le dijo al oído:
-¿Cuándo me darás la niña para tener la parejita?
mujeres vendiendo

Póquer

poquerDejé todo por estar a tu lado, y  vivimos sólo para los dos.
Hoy me evitas. Callo. Comprendo que nos hace mal seguir montados en un viento que no existe.

En la próxima, cuando transitemos por la plaza central, responderé a tu sonrisa con otra, como un jugador que  enseña su juego, sabiendo que tiene otro menor.

Los cotorros

cotorrosHe visto relámpagos horizontales en un zig-zag iridiscente. Creí ver el verde de las naranjas, el amarillo de los crisantemos,
mas por la gritería no pude menos que admirar que eran parvadas de cotorros que transitaban sobre la ciudad borrachos de vida,
sin respetar el rojo de los semáforos ni el silencio obligatorio de los hospitales.

Reclamo

flor de silencioUna voz tronante detuvo la mano.
— ¡No me toque!
Él apretó las mandíbulas y cerró los puños. Ella aprovechó su desconcierto y lo miró con nauseas.
— ¡No se atreva ni a verme! ¿Piensa que soy una estúpida? Que no me daría cuenta que es mi medio hermano y vino a proponerme matrimonio, que lo hace con el fin de lastimar a mi madre. ¿Quiere venganza? Mire, aquí está la pala, desentierre a nuestro padre y exhíbalo. Mi madre y yo no tenemos la culpa. ¡Ahora lárguese!
Lloró de rabia, pero más de desilusión.

* intertextualidad con el dramaturgo O Neil

¿Tú lo crees abuela?

mujer vestido— ¿Así que tú crees eso, abuela?
— ¡Y cómo no! Si lo haces frente a mí.  ¿Qué no harás cuando no te veo?
— ¡Pero si no hago nada malo!
—Nadie es tan menso como para echarse la culpa.
— ¿Dónde está lo malo? No hice más que medirme el vestido que me quedaba mejor.
— ¿Crees que me vas a engañar con que no sabías lo que hacías? ¿Te haces la tonta?
—Bueno.  ¿Qué fue lo que hice mal?
— ¡Te parece poco! Si sabías que te ibas a medir ropa, lo primero que debías haberte puesto fue un brassiere y un fondo.
—Pero sabes que traigo puesto un jean, un top y una blusa holgada; y no es necesario. Además, dijiste que te acompañara al mercado. Yo ni siquiera sabía que íbamos a pasar por la boutique.
—Muy bien que sabes que cuando venimos al mercado te gusta ver la ropa nueva que ha llegado. Y luego me convences de que te compre al menos una blusa.
— ¡Hoy no me compraste nada!
—Con el enojo y la vergüenza que me hiciste pasar sólo quiero darte de nalgadas.
— ¿Por qué sientes vergüenza?
— ¿Y todavía me lo preguntas? ¿Qué ha de haber pensado el señor? Sólo con recordar, me arde la cara; y por más señas que te hacía que nos fuéramos, te medías y medías los vestidos.
— Y a poco, ¿no se me veían bonitos?
— Te encanta, por lo que veo, provocar a los hombres. ¡Mira, mira lo que hiciste! Te mediste como media docena de vestidos, tres de ellos con el escote que se te veía medio pecho y con lo transparente de la tela  dejabas ver los pedacitos de pantaletas que usas. ¿Qué ha de haber pensado el señor?
— ¿Tú lo crees abuela?
— ¡Claro! El señor es una persona educada y, por eso, no decía nada.
— ¿Tú lo crees abuela?
— ¡Claro que lo creo! Él con el afán de servir a la clientela, te tuvo paciencia.  Además, le dejaste la ropa amontonada en el vestidor; y después de que no le compraste nada, se ha de haber enojado.
— ¿Y tú lo crees abuela?
— ¡Pues claro que lo creo!
—Yo creo, abuela, que si voy mañana me atenderá, no me dirá nada y estará gustoso de que me mida sus vestidos. Yo creo eso abuela. No sé por qué no lo crees tú.