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Son cuentos que rebasan las mil palabras, y tratan diferentes temas.
Ofrenda con cariño a los niños difuntos
En México se celebra el día de muertos, es una costumbre prehispánica, Este cuento habla de como hacemos la celebración. Si bien ya lo colgué en el blog, lo hago de nuevo para quienes no lo han leído.
El corazón latía rápido cuando quería alcanzar a mi hermana; imaginaba mi corazón con la lengua de fuera. Deeini era ágil y ligera. ¡Hasta parece que escucho su carcajada de agua! Subíamos por el camino hasta el punto alto de la barranca. Al alcanzarla, ella veía a lo lejos el río, el pedregal blanco, la arena; manto canela y, al lado de las piedras encimadas, el lugar donde mi madre solía lavar. Me acariciaba los cabellos peinándome con las uñas,
Nos alegraba subir y al llegar, levantábamos los brazos al cielo. Percibíamos el silencio, la gota de agua que al rodar humedecía la roca y luego, acostados con las manos bajo la nuca veíamos las nubes acariciadas por el viento.
de regreso me enseñaba unas hojas a las que no les encontraba nada de raro;me decía que eran hojas del niño Dios, pues en diciembre cambiaban de color anunciando el nacimiento de Jesús.
El río era una culebra de relámpagos y fulgores.Cuando las mulas de los arrieros lo atravesaban, parecía tener espejos, sabíamos que al día siguiente se instalarían los puestos, ¡fiesta para los ojos! Mamá, buscando las especies, papá, los arreos para el caballo, mi hermana las peinetas, pasadores y aretes; yo, andaba a la caza de las canicas con sus chispas de color.
Aquella noche dormíamos y la rodeaba con mis brazos, cuando escuché a mamá gritándole.
—¡Levántate, levántate!
Hacía frío y ella se acurrucaba. Al darse cuenta que seguía acostada, la zarandeó de su trenza.
— ¡Qué! ¿No oyes?
Le di mi camisa de franela para que se cubriera, pero mamá volvió a apresurarla y se levantó, tapándose con sus brazos.
Papá había llegado dando tumbos y puso de pie a mamá para que le diera de cenar. Afuera, se oía como la lluvia tamborileaba sobre las láminas de cartón, el viento frío se colaba por las rendijas del tarro. Deeini salió a comprar un cuarto de aguardiente, regresó temblando. Estornudaba y el moco no la dejaba resollar.
En la mañana, mi madre se acercó y le puso la mano sobre la frente. ¡Por Dios! ¡Está ardiendo! Con rapidez, cortó del patio cáscara de árbol chaca y albahaca, y revolvió con alcohol, puso lienzos en la cabeza y en los pies.
Para la media noche tosía con dolor, al respirar sumía la panza, el pecho le gorgoteaba y una espuma del color papaya salía por su boca. Los ojos estaban idos y su nariz aleteaba como mariposa. Mamá y la abuela rezaban. Papá fue al pueblo grande en la madrugada para buscar al señor que cura. Cuando llegó el médico, encontró el cuerpo tibio; y lo se porque estaba debajo de la cama y la asía con mi mano.
Mi madre se hincaba suplicando.
—¡Regrésemela doctorcito! ¡Le pago lo que quiera, ándele no sea malito! ¡Regrésemela, por lo que más quiera! ¡Por lo que más quiera!
La enterramos una tarde de lluvia. El camino al cementerio se volvió terco y pegajoso y, entre el silencio, caían los sollozos como pedradas. Desde lo alto del campo santo se divisaba el sendero que va a la cañada. Me parecía verla corriendo y yo tras ella.
“La tristeza en un racimo de plátanos; de repente muchos se ponen amarillos, al paso de los días queda uno que otro, y el tallo donde ellos se pegaban, queda solo y nos olvidamos de él. La tristeza no se va como lo hacen las semillas que vuelan con el viento. La lloro a diario pero nadie me ve, lo hago hacia adentro. Voy al monte por leña, llego a la cañada para recordar a mi hermana; y cuando regreso, mamá me dice siempre lo mismo. ‘¿No quieres agua?’ Le digo que no. Ella no sabe que de tanto comerme las lágrimas, se me quita la sed.
Hoy, ¡es un gran día! Mi papá trajo ramas y hojas grandes, lustrosas del monte. Pusieron una mesa y con las varas hicieron arcos que rozan el techo. Van a hacer un altar: me dijeron que los muertos llegarán en la noche y, ¿saben? ¡Estoy feliz porque voy a encontrarme con mi hermana!
Mamá tiene la cocina revuelta, en una mesa, descansando sobre unas láminas, hay figuras humanas que cocerá en el horno de barro: será el pan de muerto. Ayudé poniendo a los muertitos, ojos y nariz. En otro lado está la abuela probando la pasta y la masa que luego envolverán en hojas de plátano, y después de tres horas en el fogón estarán los tamales. Así, en una labor de día y noche, tendremos el ofrecimiento a los que se fueron antes.
Papá está por llegar, fue por las flores de cempasúchil, son amarillas, despiden un olor vegetal intenso; ellas y las veladoras hacen que los santos difuntos encuentren el camino, guiados por la luz y el aroma. Primero llegan los muertos chiquitos, después los grandes. Iré a la cañada y buscaré Lupitas, que es el fruto de monte que Deeini saboreaba. Traeré varias, porque hace mucho no las come.
¡El altar ya está terminado! Las hojas de palmilla lo revisten; son de un verde intenso, oscuro, brillante, las flores alfombran en ramos los pilares. De entre las hojas cuelgan las naranjas, mandarinas, limas. Todas como si salieran de un árbol. Sobre la mesa están las veladoras con su luz de cobre, los alimentos que gustaban en vida los difuntos. Para mi abuelo, dulce de calabaza, terrones de panela para una tía, ¡y a mi hermana su fruta preferida! Una se la abrí, la otra la dejé intacta para que se la lleve. ¡La estaré esperando!
A media noche, los ruidos del monte se hacen intensos. Veo cómo llega una luciérnaga, revolotea por los andamios y se posa sobre mi brazo, después vuela en zigzag, dejándome la sensación de que es el espíritu de mi hermana. Despierto, ¡había prometido no dormir para verla…! pero ganó el sueño. Sin hacer ruido, camino hacia el altar; a la luz de las velas compruebo que las lupitas están en el mismo sitio, nadie las ha tocado; o sea que Deeini no había encontrado el camino, no la dejaron venir o, lo peor, no quiso. No sé, no sé. Con paso veloz decido ir rumbo a la cañada; la abuela me tira una mirada difusa, pero vuelve a quedarse dormida. A la mitad del recorrido abre la mañana.
Miro el río que culebrea entre las montañas, el viento fresco trae olores de pan y canela. Voy al lugar donde siento a mi hermana; es un rincón escondido, las enredaderas se tuercen forman un cielo de hojas y cubren de amarillo intenso los frutos que al abrirse dan dulce semilla y dibuja la imagen de la virgen de Guadalupe. No puedo callar, la llamo con todas mis fuerzas, sólo escucho mi gemido que se va con el viento.
Salgo del escondite llorando. Con mi pequeño machete rompo con coraje las hierbas del camino y huelo el perfume de la flor de cempasúchil; vuelvo mis ojos a la hondonada y diviso que en el corazón de la mancha verde, justo en el centro, florece el rojo quemado de las nochebuenas.
La decepción
Él tomó su sombrero, te dio un beso en la mejilla y dijo: “Luego vengo”; y en un santiamén, llegó la madrugada sin que él diese señas de volver. Antes de que se fuera, lo abrazaste recargando tu perfil en su cuello, tus senos contra su pecho. Mientras él se bañaba, miraste al espejo. Tu pelo castaño caía lacio sobre tus hombros, la bata abierta parecía un zaguán resguardando frutales. ¿Sabes?, la seda va muy bien a tu cuerpo, pues al caer define la brevedad de tu vientre y la curva de tus caderas. Del buró sacaste un incienso de sándalo y te imaginaste el olor esparciéndose en la recámara. Él salió del baño con las gotas de agua atrapadas en el vello, sin mediar palabra, lo besaste. Él respondió, discretamente zafó de tus brazos y se encaminó hacia el clóset. Empezó a vestirse y tomó el sombrero.
—Regresaré pronto— dijo.
Besó tu mejilla y sonrió con picardía.
— Voy a una reunión de caballeros.
Mientras te bañabas, miré tu silla veteada, recorrí cada una de las figuritas de porcelana. Oí crujir la puerta. Saliste con una bata color naranja y sujetabas tu pelo con una toalla. Jamás hubieses imaginado que yo veía detrás del espejo. Tus ojos color carbón, labios hechos para el beso; las mejillas turgentes y frescas.
El bochorno de la noche dio la justificación para abrir la bata. Observaste la grandeza de tus pechos y sonreíste al recordar la atracción que ejercen sobre el deseo de los varones. Cepillabas el cabello; en cada movimiento, sobresalía enrojecido tu pezón como una uva cargada de vino.
Te recostaste sobre la cama y esperaste. La noche calurosa se transformó en tibia y la vigilia empezó a tropezar con el silencio, el fastidio fue escondiendo los deseos de lumbre y bostesabas.
Miraba tu esplendor, acostada tenías la cabeza de lado, y la dignidad erecta de los pechos; en el sueño, ellos esperaban. Tus piernas largas que parecían cal dorada.
—No entiendo el desprecio de tu varón. ¡Cómo no trotar y cabalgar tus colinas llegando así a las dunas de tu vientre y entremezclar los suspiros con lluvia íntima! He salido de mi escondite y estoy a tu lado, por más que intenté sacudirte con mi ánimo, no despertaste. Me retiré a mi guarida a rumiar mi desorden que, por supuesto, ya no es de este lugar, aún recuerdo las veces que espiaba a las parejas en su procesión de quejidos. Hermosa mujer, yo también me he decepcionado de tu esposo y me he quedado con el deseo de lubricar mis sentidos.
Después de la media noche
Casi era la media noche y las cuentas no ajustaban. Me faltaba abrir y leer correspondencia que llegó del Ministerio de Hacienda. Mi espalda pide algo blando. ¡El calor desesperante! Los abanicos insuficientes. Abriré la ventana y levantaré un poco la cortina metálica para que corra aire fresco. A esta hora la gente se va retirando a sus casas y la calle, poco a poco, se deshabita.
Soy contador, superviso los estados financieros y hago el cálculo del tributo que el comerciante pagará al estado. Tener trato para atender a los jefes de las dependencias, a los empleados que agilizan los trámites y a quienes nos contratan, es un trabajo arduo que exige ser discreto. Miraré la correspondencia, uno nunca sabe qué vendrá. El estilete para abrir cartas lo guardo en la bolsa de mi camisa, si lo dejara en el escritorio, desaparecería en el mar de papeles. Veamos, esta es del diario de la federación dónde manifiestan un cambio en la norma 00325. Para fortuna mía, se refiere a las iglesias. Mis cincuenta años ya golpean. Ahora comprendo lo que el viejo tuvo que trabajar para comprar este espacio. ¡Me lo dejó de herencia! A los sesenta seguía con la fabricación manual de zapatos. Es un local que está en el subsuelo de un edificio de principios del siglo XX que, con el paso del tiempo, ha quedado en el primer cuadro de la ciudad. Escuchaba el paso presuroso de la gente. El sonido de la sirena en la lejanía.
Abrazaba la cintura con las manos tratando de que el dolor disminuyese; pero no, se hizo cruel. Decidí reposar en el sofá, que dispongo para los clientes, me digo que sólo serría un momento. Boca abajo y levantando poco la testa es como mejor descansaba. En dicha posición mis ojos pueden mirar hacia la calle y ver el paso de las personas.
Ocho días después desperté sobresaltado en la cama de un hospital. Una luz mortecina brotaba de una lámpara que está sobre el buró. Mi esposa dormía profundamente en una poltrona acojinada. Yo trato de ubicarme mentalmente. ¿Cómo llegué a este lugar?
Recuerdo que en el momento de sumergirme en el sueño, vi borrosamente, las zapatillas de una mujer, y después el ruido de su cuerpo recargado parcialmente sobre la cortina metálica. Al mirar sus piernas vi que una mano alzaba su falda. Ella respondía con gemidos entrecortados. En un instante, el individuo levantó la cortina y, agachados, se introdujeron en mi local. Retozaron sobre la vieja alfombra, sin percatarse de mi presencia. Con la blusa abierta, él destrabó el brasier y acercando los pezones al centro los succionaba a la vez. Ella, en silencio, metía sus dedos entre la abundante cabellera. Me quedé estupefacto cuando él sacó un delgado puñal que hundió de un golpe por debajo del pezón izquierdo.
–¡Estúpida, mil veces estúpida! –le gritaba–. A mí no me engañas. ¿Acaso crees que no me daría cuenta de que tú y el dueño de este sitio tienen amores?
Después de esa exclamación de odio, sacó el puñal del pecho y se abalanzó sobre mí; cuando me daba vuelta para enfrentarlo, parte de la luz cayó sobre su rostro y, con sorpresa, comprobé que se trataba de una mujer. Fue lo último que divisé antes de sentir la punta acerada en mi carne y la sangre que se deslizaba humedeciendo mis ropas.
La llegada del médico a la sala interrumpió mis pensamientos.
–Le daré el alta –dijo luego de revisarme, y agregó, antes de salir– pero no me explico su estado de inconsciencia, ya que la herida no interesó ninguna zona vital.
Tampoco comprendió la tensión muscular en la expresión de mi cara y la crispación de mis manos cuando le pregunté por el cadáver de la mujer.
–¿Cuál mujer, cuál cadáver? –contestó tartamudeando.
–La que mataron frente a mí.
–¿Se siente bien? No había ningún cadáver, usted estaba solo, tirado sobre un sillón, boca abajo, con parte del estilete clavado muy cerca de la arteria axilar. ¡No había nadie más! –y se retiró negando con la cabeza.
Me quedé abrumado.
–Seguramente aluciné –atiné a decir.
Una semana después, cuando estaban remodelando el despacho, ordené que quitaran el piso de madera para cambiarlo por cerámica. El obrero encontró un pequeño puñal, fino, largo, que parecía de juguete. Miró en forma furtiva a ambos lados y, sigilosamente, lo escondió debajo de sus ropas.
Yo bajé la mirada y preferí callar.
Los patos
Huí, sin decirle a nadie. Salí de la tierra agrietada, del aire con sed. No me importó. Llegué a la ciudad. Nada fácil fue ganar la confianza de la gente que todo recela. Ayudante de velador, barrendero, mozo, limpiador de oficinas y desde hace meses me tienen en el archivo. Tengo un departamentito donde paso las noches y, aunque está en el último piso, es mi cueva que he amueblado con lo que otros desechan.
Desde hace meses, la inquietud me turba. Me he percatado que mi espacio se reduce. Los programas de la televisión que me entretenían, ahora, son indiferentes. Las canciones de moda me aburren. Por accidente, escuché una estación de Radio Universidad, me gustó, pero no pude soportar el violín.
Me veía en los espejos: flaco, de bigote parado y de orejas caídas. Hacía largas caminatas para cansarme; el aire de las calles es lleva humo de fritangas, olor de fábricas, coladeras sin tapa. La brisa que llegaba del mar sacudía mi piel en la madrugada, me devolvía el vigor, sólo era cuestión de abrir las ventanas y el viento de la noche enriquecía el ambiente. Ahora, ha cambiado, ya no sucede y tengo que respirar frecuente, porque el aire no me llena. Iba de una ventana a otra; y de la otra, hasta la puerta. El sueño se ausentó y para calmarme, necesité fumar, se me adosó tanto, que si no tenia visible una cajetilla de cigarros frente a mí, salía a buscarla, así fuese en la madrugada. Una noche, el portero del edificio tocó al departamento, pues escuchó un grito. Le dije que había sido yo, que tuve un mal sueño. Opté, entonces, por dejar el radio prendido. Para contrarrestar la somnolencia, abusé del café. Me sentía bien una o dos horas, pero después sobrevenía la fatiga. Un día, cuando compraba, la dependienta preguntó si estaba enfermo, le dije que no. Me siento bien y doblé el brazo para enseñarle mi “conejo”, pero la verdad, era que no rendía y hablaba sólo lo indispensable, dejé de ir a fiestas. De vez en cuando, hacía ronda con Alberto, un amigo del trabajo; ambos tomábamos el mismo autobús.
—Andas enamorado. —me decía.
Yo movía la cabeza.
—Entonces, ya no te la jales mucho. —Se carcajeaba.
La sensación de caerme al vacío, el aleteo, y ese olor a incienso, se hicieron frecuentes e insostenibles en mis sueños, tenía pavor a cerrar los ojos. Fui con un médico y después de una entrevista breve, recetó vitaminas, pastillas para los nervios e inyecciones que odio desde pequeño. No surtí la receta y confesé lo que me pasaba a mi compañero.
—Se te metió la tristeza, dicen que es el alma de una mujer que anda en pena. Yo no sé si creas, pero sería bueno que consultaras. Por mi pueblo, hay una mujer que cura. Mira, mi tío Jacinto empezó a hablar en las noches y le dio por vagar por el pueblo a deshoras. Vio médicos, curanderos y seguía peor, hasta que alguien nos dijo de ella y no sé qué le haría, pero el tío se curó. El lugar está lejos, pero vale, que te des una vuelta.
Llevé lo indispensable. Casi un día de viaje para llegar al pueblo de Sábila; y de allí, a pie, hasta divisar una loma y sobre ella, una choza de tarros,
—No puedes equivocarte, pues afuera está un nogal tan viejo que del tronco le han salido barbas y bajo el árbol habrá una pila de gente que espera. Llévate una manta por si tienes que pasar la noche a la intemperie.
Sábila es un pueblo viejo, con calles empedradas y una iglesia hecha de cantera y cal. Aún, se escucha el sonido de los cascos de los caballos y el rechinido de las carretas. Los vientos que llegan traen olor a piedra y a tierra cuando cosechan la papa. Del pueblo hasta la choza, hay media hora yéndose a pie. El camino es monótono, sólo crecen zacatillos. A mi lado, viaja gente de diferentes partes, hablan tan bien de la curandera, que me veo sorprendido y un olor a fe se tumbó en mi alma. En el cielo graznaban algunos patos y soplaba un vientecillo frío y molesto.
Desde mi inconsciencia, soportando el peso de la tierra, la recuerdo con su mechón de pelos en la mejilla. Mientras trajinaba seleccionando sus hierbas, la luz de la luna caía sobre un árbol desramado. Me atendió cuando todos se habían ido. La vieja cubrió mi cuerpo con hojas y raíces. El humo de aromas adormeció mi vigilia. Cuando desperté, el sol era intenso, pero mi alma sentía el frescor de la menta. Me dio la botella.
—Sólo tomarás cinco cucharadas por la noche, y ni una gota más. —Vuelvo a verte en una semana.
Un viaje que había sido tan fatigante, me hizo decidir que era mejor quedarme en aquel pueblito. Renté un cuarto amplio y ventilado. Los tres primeros días seguí con fidelidad su prescripción.
Vivía en la noche otra vida, cuántas veces percibí la fragancia de los sándalos, el color aduraznado de la luna que me llenaba de vitalidad y me hacía cantar como si la melodía hubiese nacido en mi garganta. Tenía otros ojos. No sabía cómo, pero me divisaba en una procesión de fe, llevaba en las manos una vela y una rosa. Aquella rosa me hacía recordar mis amores tristes, esos donde pones toda tu intensidad y que al doblar la esquina, ella se retira, abrazada de otro calor. Los cantos de las gentes daban paz a mi oído, y a la luz de las velas y el hincar de los pasos, la noche parecía abrirse y guiarnos hasta una pequeña loma donde se levantaba un santuario, abrazado por altísimas palmeras. Cuando llegábamos, cada uno inclinaba la cabeza; por un instante levanté la mirada y divisé a la sacerdotisa. Sus ojos oscuros y tibios de luz. El rostro se perfilaba a través de la gasa, que la cubría hasta sus rodillas; un rostro pequeño que invitaba al deseo de contemplarla. Fueron pasando al frente y percibía su voz, una discreta voz, y al estar frente a ella, despertaba. Despertaba en el sueño y volvía a otro acomodo para seguir ensoñando y continuar. Lento muy lento, avanzaba en mi deseo de mirarla. Un sueño repetido no sé cuantas veces, pero sentía que el tiempo pasaba presuroso, como un rio que no se detiene. Mi pelo se hacía largo, y la barba se poblaba.
Por las mañanas, recorría los caminos o divisaba las cabras cuando trotaban y formaban selvas de polvo y silencio. Comía vorazmente. Para un estómago lleno, seguía el bostezo; luego, el sueño y me acurrucaba en la cama dispuesto a viajar. Esa vez, el sueño se quedó muy lejos de mi deseo. Me senté. Con las palmas de mis manos oculté mi cara, pidiendo que llegase el sueño. No deseaba mirar la claridad y entreabrí lento los dedos de las manos y empecé a contar lo que en ese momento se pudiera contar. Cada vez que iniciaba otra cuenta, me iba envolviendo un remolino que adelgazaba el aire y me producía hipos de asfixia. Sin pensarlo, tomé la botella y sorbí más de un trago generoso. En la profundidad del sueño volví a verme.
Ella me llevó a su choza, hizo que me acostará, llenó de suspiros y humedades cada milímetro de mi piel, su olor de vida, su voz de silencio, me transformó. Mi alma fue una danza que remedó vientos, vaivenes de hojas y la noche profundamente estrellada fue el escenario de mi gloria y felicidad.
Afuera de mí, escuché rezos, plegarías que, seguramente, olían a corolas. No me importaba. Vivía un siglo con ella y zarandeamos a la montaña con nuestros juegos, el placer interminable de irla recorriendo con mis labios, con mi vida. Después, el alma desfallecía como el agua de un estanque que espera. Pasaron muchos años, recorrimos cientos de paisajes y a una sonrisa siempre seguía otra: forjamos un paisaje de agua y flores.
Las buenas gentes del pueblo me encontraron dormido, tal vez moribundo o, quizá, en su apreciación sin vida. Mí inconsciencia recuerda los rezos, el vientecillo de cera y rosas. Escuchaba el aleteo de los patos; “se sienten tan cerca, que pareciera que vuelo con ellos. Por más que intento abrir los ojos, sólo llegan neblinas. ¡Me llevan! Camino con los cantos, palpo mi cara y el olor del cedro me apabulla, es como si estuviese dentro de un árbol. Golpeo con furia la tabla, pero no me hago atender y no me escuchan y es que los patos no dejan de pasar, es una bandada, un griterío gigante que anuncia a todos un invierno atroz.
El suegro
La pinche vieja de la pensión era una fodonga, solo había que darle una mirada a la cocina y la estufa tenía costras sobre la costra.
Dormía en una cama de resortes y mi compañero de cuarto era un sujeto blanco, chaparro, panzón y con bigotes estirados.
-Si ves que ronco, solo dale un chingadazo a la cabecera de la cama y con eso dejo de hacerlo. El cabrón dejaba de roncar diez minutos y luego agarraba su ritmo de graves profundos. Era molesto.
llegué de provincia y fue un dolor de suspiros separarme de mi novia.
Días después, la dueña de la pensión me entregó un telegrama. Recibir un telegrama te ponía en tensión. Las noticias con urgencia, casi siempre son amargas.
Tomé el dinero de mis pasajes y regresé a mi ciudad. Mi novia se encontraba internada en un hospital. El telegrama lo giró una amiga en común.
Una semana antes me había despedido de mis padres:
—Esto para la pensión, para tus pasajes y para tus libretas. Estíralo lo más que puedas, — enfatizó, mi madre. Ahora, el gasto del transporte, los pasajes y las libretas se harían mierda.
Regresé a la ciudad, cuando recién me había despedido de mis padres. Me sofocaba encontrarme algún pariente, que los enterara; ellos tenían la certeza que estaba en la capital.
No recordaba ningún pleito con mi novia, sino todo lo contrario, estuvimos en el café de siempre, donde podía darle de besos y acariciarla.
Poco antes de entrar a su cuarto, llegó su padre: un sujeto cachetón, moreno, de bigote, chaparro y vestido con un verde olivo, trabajaba en el departamento de tránsito local. —recordé que vivía con su padre y un hermano pequeño.
—¿Eres el novio de Isabel?
—Si
—Ha estado preguntando por ti y a nombre de su amiga te mandé el telegrama. ¿Te peleaste con ella?
—Para nada.
—Entonces…
—¿Qué le ha dicho ?
— No ha querido decir nada. Te dejaré con ella, le hace bien tu compañía.
Entré sigiloso. La tenían con un tubo metido en la nariz y dormitaba. Cuando me sintió, entreabrió los ojos. Gemidos breves que intercalaba con sollozos. Acerqué mi cara y la abracé. Nos quedamos quietos. La humedad brincaba de sus ojos a mis quijadas. No supe que decirle. Sentí sus lágrimas en mis labios y más me trabé.
—¿Quién te avisó?
—Carmen, me dijo Carmen. —No le quise decir que fue su padre.
Seguía llorando, sin sollozos, como si su cabeza anduviese en no sé dónde. Le secaba sus lágrimas, y mi mano apretaba la suya. No me atrevía a interrogarla, —pues que madres le pasó, para tomarse no sé cuántas pastillas de Valium. De esto me enteré en la recepción al darle una ojeada a los expedientes que las enfermeras tenían regados en el mostrador y cuando me alejaba hacia su cuarto, escuché decir a una de ellas, en voz baja: “ este es el novio” Entonces tomó significación la pregunta de su padre ¿ “te peleaste con ella”? Dejó de llorar y sus labios secos se pegaron a mi mejilla, después al oído me susurro. “ Te quiero” “
—Hice una cosa mala. Pero, no debo decirlo, sino que trato de olvidar.
—¿Qué hiciste?
Volvió a gemir y a sollozar y un nuevo regato de lágrimas le cruzó la mejilla. Me estrujé. Se me hicieron pelotas las palabras y me quedé con la pregunta de “’ Qué fue lo que hiciste” solamente secaba su llanto.
—Ya no aguanto. No puedo ser estudiante, cuidar a mi hermano, y hacer las tareas de la casa. Y luego…mi papá … Ya no aguanto.
Cuando le iba a decir que me esperase, que buscaría un trabajo en la capital, que yo… Entró la enfermera.
—Es hora de su lavado gástrico y ya terminó la hora de la visita.
Con una seña le indiqué que me regresaba a la capital. Ya no pude ver su cara porque la enfermera me apresuraba a que saliese del cuarto.
A la salida me tope con su padre. Serio, con unos ojillos horizontales. Me miró inflando los cachetes.
—¿Le dijo algo?
Me puse a la defensiva.
— Qué tendría que decirme.
— Si le contó porqué tomó tantas pastillas.
— No quise preguntarle. Esa es cuestión suya…
Le tembló el bigote y recomponiendo su cara, volvió.
—Solo quise saber el por qué. Mi trabajo me exige estar las veinticuatro horas en servicio. La dejo sola y le doy más responsabilidades de las que puede soportar. Como padre tengo la obligación de saberlo todo. Entienda mi ansiedad…
—No sé porque habrá tomado esa decisión.
—Yo también fui joven. Sé que cuando la pareja se junta: es lumbre y gasolina. Soy amigo de usted, puede tenerme confianza.
—No entiendo. le dije. –como putas madres no iba entender, este cerdo me estaba diciendo que si no me la había cogido y que si ella no estaba panzona.
—Creo que si me entiende. Confió que no sea así.
Di por terminada la plática y me despedí.
—¿Tiene algún teléfono donde llamarle?
—No.
Me retiré con mil preguntas y respuestas dolorosas. Llegué a la capital por la madrugada y por la mañana ya estaba en la clase de anatomía. En la noche me entretuve dándole de chingadazos a la cabecera de la cama para que el roncador me dejara descansar.
La tocata
La ciudad es un hormiguero de alientos que se aleja y vuelve. El mismo rostro con diferente gesto. Las calles son cordones de vehículos que se mueven a pausas, temblorosos, enganchados por el claxon, la prisa y la ansiedad.
Hay un cielo con grises en desparpajo que presumen agua. El viento que llega tiene olor a metal, cuero y ácido; viene en ráfagas, mueve tendederos, antenas y anuncios espectaculares. Los pájaros nómadas toman un descanso, huyen del frío, del ruido y el smog.
Estoy guarecido bajo una cornisa y miro a la gente que corre. Algunos cubren sus testas con los periódicos del día, otros se tapan con un viejo suéter, estremeciéndose. A mi lado, en una tienda de ropa, le están colocando un vestido azul y una peluca rojiza a un maniquí; tiene los brazos abiertos y extendidos hacia adelante. En ese momento tu imagen aletea en mis ojos y me prende en el recuerdo.
Un carro ronronea cerca, toca el claxon con insistencia. Me haces señas para que aborde; y tu mano, al girar, va de un do hasta un fa. Con la ceja saludo al viejo auto que a diario se rompe el espinazo por ti. Tenemos el deseo de besarnos en la mejilla, pero la luz del semáforo cambia a verde y la arrancada es violenta.
Me acerco con la rutina que aprendí hace tiempo; tomas mi mano y la aprietas, como preguntando: ¿por qué no me has hablado? En un tris, haces un cambio en la palanca de velocidades y tu mano, que me sujetaba, se desplaza al volante.
Hablas y hablas, y simulo una atención que estoy lejos de tener, mis gruñidos y monosílabos son evidencia de que deseo continuar en silencio. Tú sigues la plática como si entre nosotros nada hubiese ocurrido. Muestras tu imagen de anteayer, y no la de hoy. No quiero escucharte decir que la mañana es fría, que llueve a cantaros, que la polución, el tráfico. Maneja, sólo maneja, no deseo platicar contigo. Así que, ¡sólo maneja! Me miras sorprendida, pues antes no te hubiera hablado de ese modo; de haberte permitido continuar, tendría el fastidio de tu discurso como esferitas tintineándome el alma, pero todo cambia.
Las calles encharcadas detienen el tránsito; el vehículo se asfixia, estornuda cada vez que el rojo lo obliga a suspender la marcha. La avenida es larga y el semáforo se reproduce en cada esquina.
Aquella mañana, cuando por primera vez nos encontramos, ya te conocía porque todos me hablaban de ti, de tu sonrisa, la charla, tu cercanía con la música; y también sabía del carro, que era viejito, pero… ¡qué cómodo! Jamás se quedaba, era un burrito de trabajo, sobre todo, para una mujer. Imagino en qué problemas te verías, si el carruaje se detuviera en cada esquina, ¡y con el tráfico de México! ¡Qué carácter bonito, nunca enojada!, y cómo cambiabas cuando tus manos iban y venían por el teclado del piano. Recuerdo que cuando te sentaste, los cabellos se tendieron en la superficie de la mesa. Olías a mañana de pueblo, que en la noche se lava por la sorpresa de un chubasco. Tus ojos negros, vivos, zigzagueantes, difíciles de atrapar, te otorgaban la belleza de un pez en movimiento.
El café llenaba de olor la estancia y mientras platicábamos, aspiré tu presencia. Te imaginé dentro de mí. Fue una delicia verte a mis anchas y enjuagarme con tu aroma a manzanilla. Te inventaba recovecos para dejarte en mis entrañas, pero no fue posible, y escapaste.
Me habías conocido con la barba de varias noches y ojos adormilados. ¿Abrirlos? ¡Para qué! Era ver lo mismo: los monitos de porcelana en actitud de darse un beso con una patita levantada, el reloj con el gorila que al aplaudir daba las horas.
Así llegaste a mi vida. Simplemente te entregué el ropero, el cajón de olores, las palabras rotas, mi insomnio, y esa tristeza adosada por años a mi equipaje. Mi piel fue cambiando de textura, el color viejo se hizo más vivo, y se limpió de resabios. Poco a poco pude sentir que dentro de mí había un germen que respiraba.
— Luces mejor que cuando te conocí –me decías – antes estabas indefenso, cercano a la lejanía, escondido. Hoy eres diferente y tus manos, si llega el viento, parecen dos rehiletes.
Era increíble, ¡me tomabas en cuenta!
Tal vez te acercaste por un sentimiento mórbido, pero me suavizaste la piel con tus caricias y mis ojos eran dos girasoles cuando tu mejilla descansaba sobre mi pelo. El tiempo se volvía un instante y el alma se vitalizaba.
Me quitaste las ropas sucias y la barba de tantas noches. Estabas en mí sin estarlo, y mi corazón presuroso brincaba queriendo salirse del jarrón. Contemplarte era descubrir el mundo, tener un sol dentro de mí, un asombro. Observar tu carro doblando la esquina, me incitaba a seguirlo, a gritarle al semáforo que se quedara en rojo, pero fui dejando de ser, hasta que ya no pude ser sin ti. ¡Qué difícil explicármelo! Era como sumergirme en un río sin saber nadar, bracear sin ton ni son, hasta el desmayo, percibir que en el fondo resbalaban los musgos por la calvicie de mis rodillas y el agua llegándome al alma a través de las corrientes celulares. Luego, cuando al fin alcanzaba la orilla, volvía la soledad; cabizbajo, solía regañarme por no haber interpretado correctamente tus señales.
Hoy, a tu lado, soy consciente de que yo era un papel que con cualquier remolino daría vueltas y vueltas y seguiría girando, aunque el torbellino no estuviera.
Conduces rápido y tomas Insurgentes mientras los charcos se acuestan en las esquinas. De la tercera velocidad pasas violentamente a la segunda, sacando una cortina líquida que moja a quienes esperan el urbano. Me miras y te encoges de hombros.
—Como quiera ya estaban empapados, además, llegarán a sus casas a bañarse. No te he dicho, mis manos cada día son más hábiles, ya puedo tocar la tocata en fuga. Sabes de quién es, ¿verdad? –preguntas.
—Déjame en la esquina, por favor.
— ¡Oye, te vas a mojar! Si lo deseas te dejo en el metro. ¿Quieres?
—No, gracias.
El agua fría se escurre por mi cuello, no hago nada para evitar que siga por la espalda. A lo lejos, un muñeco de luz toma la guitarra y saca chispas que se pierden en la oscuridad de la noche. A mi lado, un trolebús mueve pesadamente su carga. Es la gente que busca su cueva
La urgencia
En un hospital, las tres de la mañana es el momento en que la tensión da un respiro a los trabajadores. No sucede siempre, pero sucede.
Con un trapeador el intendente relame los mosaicos de vinilo y en el área de atención de partos los internos de pregrado, enfermeras y auxiliares están de pie.
De pie, es un decir; lo más exacto sería definir que con un ojo dormitan y con el otro descansan.
Sólo es un instante. Es como si la máquina se parara y diera lugar a un profundo silencio.
Todos intentan aprovecharlo. Un relax, un pestañeo o un mini-sueño, pueden ser renovadores y dar el impulso para las siguientes horas, que suelen ser las más intensas.
Si acaso se oye una radio que da la hora, es el programa del «ojo pelón». Los que toman las decisiones críticas, duermen; se despiertan sólo si es necesario.
En el piso –así llamamos al sector de hospitalización– las mujeres esperan con angustia el momento del parto. No hay nadie a su lado; sólo ellas y sus hijos por nacer. Presienten un mundo vacío, sin asideros.
Las enfermeras –algunas, ángeles; otras, no tanto– aunque quieran acompañarlas tienen tanto trabajo, que les responden con palabras indiferentes, toman los signos, dan las pastillas y se van. Son almas en blanco que ejecutan su rutina.
El puente entre la paciente y la institución son los internos, que revisan a las señoras y las derivan al servicio de atención del parto cuando tienen cuatro centímetros de dilatación.
Algunas mujeres deciden no esperar, y el parto es atendido en la cama. Este hecho es conocido como “Camacho”. Por lo tanto, el prestigio de un médico interno de pregrado es no tener “Camachos”.
En el momento exacto –a esa hora crucial– preparamos a nuestro jefe de internos, Durazo. Alto, blanco, tenía un abdomen protuberante que prometía el radio de un embarazo gemelar.
A las tres de la mañana lo caracterizamos para su presentación en la unidad toco-quirúrgica: un turbante para resguardar el cabello, la bata, vendas en las piernas que le ocultaban los pelos, y botas de algodón cubriendo sus pies; una sábana húmeda con restos de yodo para que simulara sangre y un suero –ese sí– clavado en la vena.
Dos de nosotros guiamos la camilla con la mayor rapidez posible a la sala de partos; trabajo que, normalmente, hacían los enfermeros.
El jefe –en el silencio del hospital– daba alaridos tan desgarradores, que más bien parecía una puerca a punto de sacrificio.
–¡Camacho! ¡Camacho! –anunciaba con énfasis nuestro equipo.
El escándalo despertó a todo el mundo.
Los auxiliares y enfermeras se movieron rápido, preparando todo para la atención del parto. Los internos de pediatría llegaron a la sala para recibir al nuevo ser, y los encargados de obstetricia se vistieron con prontitud.
Pasamos “la parturienta” a la mesa, y las enfermeras alzaron
sus extremidades, para que las apoyara en las pierneras en posición ginecológica.
Nosotros, mientras tanto, dándole consuelo.
–Ya, señora; todo va a salir bien –y, por dentro, muriéndonos de risa.
El interno encargado de atender el parto retiró la sábana para hacerle el tacto.
–¡Esta mujer tiene huevos y no está rasurada! –exclamó encabronado.
No contuvimos la carcajada, y ellos tampoco.
El jefe Durazo escapó de un salto; todavía tuvo el humor para caminar como patito y, sujetándose el vientre, se perdió entre los pasillos del hospital.
Faltaba poco para las cuatro de la mañana, y casi una hora para las urgencias de las cinco.
Doña Abigaíl
—¡Pásale hijo, pásale!, que ya te vi. La mirada se le puso ausente y siguió contándome. Fui una mujer de trabajo, acostumbrada a levantar al sol. Entre la penumbra recogía la basura del patio, buscaba leña para cocer los frijoles y como a eso de las diez de la mañana, con el sudor pegado al cuerpo, venía a tomarme el café con un pedazo de pan; y a seguir, que el trabajo de la casa nunca se termina. Yo le decía a José que esa muchacha me daba mala espina. La veía muy delgada, tan fina de cara, con esos ojos que languidecían la mirada hasta perderla. La verdad, no sabía con quién hablaba, si con ella, o con la ausencia. En aquella ocasión entré a su recámara porque ella no había salido y creí que estaba enferma. La encontré en un rincón con los ojos vacíos, distante. Movía los labios como si estuviera en un rezo o probando el sabor de una comida. Allí, todo olía a humedad, con ropa sucia desperdigada sin ton ni son; polvo apelmazado en la superficie de los muebles y la cama que parecía tener años de no haberse tendido. Le dije enojada. En las noches oía sus pasos; tenía dificultades para dormir y llenaba el silencio de murmullos. |
La metamorfosis (2)
Soñé que corría desorientado por los arenales y los hilos de las telarañas cruzaban mi cara. Respiraba haciendo hipos y por el frío de la madrugada mi cuerpo era un temblor. Anteayer cuando leía el periódico, miré hacia la ventana y no pude percibir el reflejo de mi rostro. Lo atribuí al cansancio. Una mañana frente al espejo, quitándome una escama de la cara, vi que uno de los dedos faltaba. Sonreí. Pues me percaté que éste se escondía detrás de los otros.
Los sueños no variaban. Corría entre los arbustos preso de confusión sobre los médanos. En las espinas quedaban jirones de piel. Algunas veces escuchaba el ruido sordo de mis pisadas; en otras, el murmullo del mar y el silbido de la brisa cuando ésta roza los tallos secos de las ramas.
Siempre de la oficina a la casa. Si acaso pasaba a una tienda a comprar víveres, la mayor parte de las veces latas de salmón, en la creencia que el aceite era bueno para las funciones mentales. Leía y leía; y de pie, miraba la calle y a la muchedumbre hasta que ésta quedaba solitaria, moviéndose solamente los colores del semáforo.
Las noches transcurrían con lentitud. Mi corazón parecía anunciar con su tambor un espectáculo circense. Ése, donde el lanzador de cuchillos parte a la mitad una manzana que descansa en la testa de una mujer hermosa.
Revoloteaba en la cama como una libélula que aletea dentro de un frasco de vidrio. Cuando me situaba en posición fetal, el corazón parecía ubicarse dentro de mi boca, y el latido repercutía en las sienes. Las horas se hacían lentas, y la mente era una pizarra que cultivaba voces e imágenes que una tras otra se proyectaban y desaparecían, para dar inicio a otra serie. Escuchaba el carro pasar, un grito lejano y el ulular de una patrulla. Veía la transparencia de la luna reflejada en los vidrios de la ventana. ¿A qué horas el sueño llegaba en mi ayuda? No lo sé, pero cuando abría los ojos, rumiaba un cansancio apelmazado.
Un domingo lluvioso desperté. El frío dormía en mis pies y busqué otra frazada, temblé, hasta que el sueño – bendito sea- llegó. Bajo las sábanas vi la hora, eran cerca de las cuatro de la tarde. Recordé que la despensa estaba vacía y con gran pereza me vestí para ir al supermercado. Antes, pensé en tirar la basura acumulada de hace una semana, pero me dije: mañana. En la tienda, después de comprar lo de costumbre, tuve dificultades para coger la billetera y sacar el importe.
– ¿Le pasa algo, me dijo la cajera? ¡Se ve transparente!
Sonreí, le di las gracias y contesté.
– Debe de ser el frío de diciembre.
Un día me sorprendí por no percibir el olor del café, observé que mi foto en el buró era sólo una mancha de claroscuros y que el recuerdo de su visita a mi departamento se había envejecido.
Recordé súbitamente que ella, al mencionar nuestras vivencias, las refería siempre en pasado. Miré el algodón de la fina camiseta que un día me obsequió, había máculas de un rojo óxido. Un algo del corazón me dijo que debía acariciarla, pero al hacerlo noté con gran pesar que la tela ya no respondía a mis manos. Entonces caminé de un lado a otro sin sentir mi peso y observé que al fondo del cuarto, se abría un rayo de luz y que en la parte superior danzaban finos corpúsculos. Salté una, dos y tres veces hasta que conseguí atraparlos y tenerlos entre mis manos. Curiosamente después de mi esfuerzo, me perdí entre ellos.
La sospecha
Cuando su hijo cerraba la puerta, le lanzó un beso chasqueando la lengua. Ella entrecerró los ojos y creyó ver a su esposo que, hace dieciocho años, se había ido de viaje. Aún lo recuerda con la ceja levantada y aquella sonrisa coqueta con la cual se despidió. Para ella no era extraño que él se ausentara algunos días. Aquella vez, fue un otoño, y el frío se colaba por las rendijas de la puerta.
Vivían en un gran condominio donde los edificios parecían haber sido calcados. Lo recuerda como una buena persona, amoroso, sin embargo, eran notorias sus ausencias. Muchas veces tuvo que golpearle la mejilla para que volviera a la realidad. A veces lo sueña. Ella piensa que lo mataron, tal vez por robarle, tal vez…
Hace dieciocho años él entrecerró la puerta, había ordenado ropa para una semana, pero al ir bajando la escalera, se preguntó, ¿Qué tanto me amará mi mujer? Sería bueno saberlo. Y en vez de irse a la estación, se dio a buscar un cuarto de renta. Lo encontró y se quedó allí. En unos minutos, vivía cerca de su casa, y podría decirse que era un vecino nuevo de sí mismo. No salió durante semanas. Su barba creció. Compró ropa holgada de colores oscuros y un sombrero que abarcaba toda la testa. Meses después vigilaba el edificio donde vivía su familia. La seguía cuando iba a comprar a la comisaría; en ocasiones, y oculto en espacios estratégicos, podía observar su mirada sin brillo y el rostro adelgazado. Pasó el tiempo, la mujer siempre sola, y con una rectitud ejemplar. Cierta vez coincidieron en algún puesto del mercado y pudo escuchar alguna conversación con la verdulera. Su voz era clara, suave, y caía como si nada más hablara para sí misma. Recordaba su tono; recién se habían casado y aunque suave, comunicaba una alegría que podía sentirse porque le hacía cosquilla en el lóbulo de la oreja.
Muchos años pasaron. Y casi para cumplir los veinte se dio cuenta de que su mujer era íntegra; ahora estaba seguro de que no lo reconocería e intentaría enamorarla. Se hizo coincidir con ella, logró sacarle algunos monosílabos, y hasta pudo entablar una charla en la soledad de un parque, donde sin rodeos le habló como la primera vez. Ella sintió que una aguja se le clavaba en el corazón. Y aquellos ojos tristes volvieron a prenderse como un cerillo. Ella se llenó de una fina lluvia y en un instante pensó que había algo mágico en aquel hombre y al verlo con los labios entreabiertos lo tomó de la mejilla y lo besó como lo haría una muchacha de veinte años. Reconoció los labios del hombre que se ausentó y dio gracias a Dios por habérselo regresado. Él se retiró ofuscado, perdiéndose en los vericuetos de la gran ciudad y nunca más volvió a verla.
Después de la media noche
Casi es la media noche y las cuentas no ajustan. Me falta abrir y leer correspondencia que llegó del Ministerio de Hacienda. Mi espalda pide algo blando. ¡El calor es desesperante! Los abanicos no son suficientes. Abriré la ventana y levantaré un poco la cortina metálica para que corra aire fresco. A esta hora la gente se retira a sus casas, y la calle, poco a poco, se deshabita. Soy contador, superviso los estados financieros y hago el cálculo del tributo que el comerciante pagará al estado.
Tener trato para atender a los jefes de las dependencias, a los empleados que agilizan los trámites y a quienes nos contratan, es un trabajo arduo que exige discreción.
Miraré la correspondencia. El estilete para abrir cartas lo guardo en la bolsa de mi camisa. Si lo dejara en el escritorio, desaparecería entre los papeles.
Veamos, ésta es del Diario de la Federación dónde manifiestan un cambio en la norma 00325. Para fortuna mía, se refiere a las iglesias. Mis cincuenta años ya golpean. Ahora comprendo lo que el viejo tuvo que trabajar para comprar este espacio. ¡Me lo dejó de herencia! A los sesenta seguía con la fabricación manual de zapatos. Es un local que está en el subsuelo de un edificio de principios del siglo XX que, con el paso del tiempo, ha quedado en el primer cuadro de la ciudad.
Escucho el paso presuroso de la gente. El sonido de la sirena en la lejanía.
Me doblo como arco tratando de que el dolor disminuya, pero no, se hizo cruel. Decido reposar en el sofá que dispongo para mis clientes. Me digo que sólo será un momento. Boca abajo, y levantando un poco la testa es como mejor descanso. En dicha posición, mis ojos pueden mirar hacia la calle y ver el paso de las personas que transitan.
Ocho días después despierto sobresaltado en la cama de un hospital. Una luz mortecina sale de una lámpara que está sobre el buró. Mi esposa duerme profundamente en una poltrona acojinada. Yo trato de ubicarme mentalmente.
¿Cómo llegué a este lugar? Me questiono.
Recordé que en el momento de sumergirme en el sueño, había visto borrosamente las zapatillas de una mujer y, después, el ruido de su cuerpo recargado parcialmente contra la cortina. Al mirar sus piernas torneadas vi que una mano alzaba su falda. Ella respondía con suspiros entrecortados y gemidos. En un instante, el individuo levantó la cortina y, agachados, se introdujeron en mi local. Retozaban sobre la vieja alfombra, sin percatarse de mi presencia. Con la blusa abierta, él destrabó el sostenedor y acercando los pezones al centro, los succionaba a la vez. Ella, en silencio, metía sus dedos entre la abundante cabellera. Quedé estupefacto cuando él sacó un delgado puñal que hundió de un golpe por debajo del pezón izquierdo.
– ¡Estúpida, mil veces estúpida! –le gritaba. ¡A mí no me engañas! ¿Acaso crees que no me daría cuenta de que tú y el dueño de este sitio tienen amores?
Después de esa exclamación de odio, sacó el puñal del pecho y se abalanzó sobre mí. Cuando me daba vuelta para enfrentarlo, parte de la luz cayó sobre su rostro y, con sorpresa, comprobé que se trataba de una mujer. Fue lo último que divisé antes de sentir la punta acerada en mi carne, y la sangre que se deslizaba humedeciendo mis ropas.
La llegada del médico a la sala interrumpió mis pensamientos.
–Le daré el alta –dijo – luego de revisarme, y agregó antes de salir.
-Pero no me explico su estado de inconsciencia, ya que la herida no interesó ninguna zona vital.
Tampoco comprendió la tensión muscular en la expresión de mi cara y la crispación de mis manos cuando le pregunté por el cadáver de la mujer.
– ¿Cuál mujer, cuál cadáver? – Contestó tartamudeando.
–La que mataron frente a mí.
– ¿Se siente bien? No había ningún cadáver, usted estaba solo, tirado sobre un sillón, boca abajo, con parte del estilete clavado muy cerca de la arteria axilar. ¡No había nadie más!
Se retiró negando con la cabeza. Quedé abrumado.
–Seguramente aluciné –atiné a decir.
Una semana después, cuando estaban remodelando el despacho, ordené que quitaran el piso de madera para cambiarlo por cerámica. El obrero encontró un pequeño puñal, fino, largo, que parecía de juguete. Miró en forma furtiva a ambos lados y, sigilosamente, lo escondió debajo de sus ropas.
Yo bajé la mirada y preferí callar.
La foto
El cura penetró al dormitorio de la señora Josefina Santa Cruz. Sobre la pared, la imagen de Cristo, una foto de ella con el obispo. En otra se le miraba con el pelo largo, pantalón deportivo y caminando entre los eucaliptos. Tenía el clavo de un probable infarto. En su lecho, el pelo caoba y trenzado. La mirada fulgía ajada y tierna. Su médico ya había iniciado tratamiento y en breve llegaría la ambulancia.
El cura Anselmo recordaba las veces que organizó a la comunidad para que la iglesia se mantuviese. La recordaba rezando en la capilla. Lo hacía a solas. Su conducta humilde, servicial. ¿Qué podría confesar, si en ella todo era cristal? Preguntó suave.
—¿En qué has ofendido al Señor?
—Males antiguos regresan y deseo estar preparada. No lo he ofendido, pero quiero llegar hacia Él, con mi mejor traje.
—Siempre has sido transparente, hija mía.
—Mi vida en la comunidad la he hecho con las ventanas abiertas, pero hay espinas que siguen.
—Te escucho.Sigue leyendo «La foto»
El sueño de Eunice
Durante la noche tuvo un sueño inquieto. Miraba las cosas como las ve el pasajero que va dentro de un tren en movimiento. Se despertó cuando la máquina se detuvo, pero volvió a dormir. La máquina había tomado de nuevo el paso.
Bailaba en un salón con lámparas de cristal con un sujeto sin rostro. Dejó a su pareja y fue hacía el jardín. El riachuelo fluía rápido. Se sentó en la banca, sobre ella había un árbol y al lado un farol.
Una voz la sacó de sus cavilaciones y sintió miedo. Instintivamente se volteó.
—Buenas noches… perdona ¿te asusté?
—No —contestó ella, con fingida serenidad.
—Disculpa, es que te vi sola.
—Disfruto la noche.
— ¿Me puedo sentar a tu lado?
—Ya me iba.
—No quiero importunarte, acabo de llegar y me agradaría platicar, pero si no lo deseas, me retiro.
Con pasos cortos, el individuo comenzó a retirarse; se sintió descortés y le gritó:
— ¡Espere!Sigue leyendo «El sueño de Eunice»