Sendero
Deeini era ágil y ligera. ¡Hasta parece que escucho su carcajada! Corríamos hasta el punto más alto. Cuando la alcanzaba, ella veía a lo lejos la silueta del río, el pedregal, la arena con su color canela y las enormes piedras encimadas, donde mi madre solía lavar. Me acariciaba los cabellos con las uñas, diciendo cuanta cosa se le ocurría y de regreso me mostraba una hojas y decía que eran pétalos del niño Dios, pues en diciembre se volvía rojas y anunciaban el nacimiento de Jesús.
El río era una culebra de relámpagos y fulgores. Cuando las mulas de los arrieros lo atravesaban, sabíamos que al día siguiente habría fiesta. Mamá, buscando las especies, papá, los arreos para el caballo, mi hermana las peinetas, pasadores y cosas para colgarse en las orejas; yo, andaba a la caza de las canicas.
Dormíamos y la rodeaba con mis brazos, cuando escuché a mamá gritándole.
—¡Levántate, levántate!
Hacía frío. Al darse cuenta que seguía acostada, la zarandeó de su trenza.
— ¡Qué! ¿No oyes?
Le di mi camisa de franela para que se cubriera, pero mamá volvió a apresurarla y se levantó, tapándose con sus brazos. Papá había llegado dando tumbos y puso de pie a mamá para que le diera de cenar. Afuera se oía la gotera caer en la cubeta. Deeini salió a comprar un cuarto de aguardiente con don Chucho, regresó temblando. Estornudaba y el moco no la dejaba resollar.
En la mañana, mi madre se acercó y le puso la mano sobre la frente. ¡Por Dios! ¡Está ardiendo! Con rapidez, cortó del patio cáscara de árbol de chaca y albahaca, las martajó en alcohol y le puso lienzos en la cabeza y en los pies. Para la media noche tosía con dolor, al respirar sumía la panza, el pecho le gorgoteaba y una espuma del color amarillo le salía de la boca. Los ojos estaban secos e idos y su nariz aleteaba como una mariposa. Mamá y la abuela rezaban. Papá fue al pueblo grande en la madrugada por el médico. Encontró su cuerpo aún tibio; y lo sé porque yo estaba debajo de la cama apretándolo la mano.
Mi madre se hincaba frente al doctor.
—¡Regrésemela doctorcito! ¡Le pago lo que quiera, ándele no sea malito! ¡Regrésemela, por lo que más quiera! ¡Por lo que más quiera!
Llovía finito cuando la enterraron y el camino al cementerio se hizo chicludo. Los sollozos de mamá me picoteaban el pecho. Desde el cementerio veía el sendero donde corríamos. Me parecía verla.
La tristeza no se va como lo hacen las semillas que vuelan con el viento. lloro a diario, pero nadie me ve, porque lo hago hacia adentro. Cuando voy al monte por leña, me voy por el sendero para recordar a mi hermana; y al regreso, mamá me dice siempre lo mismo. ¿No quieres agua?’ Le digo que no.
Hoy mi papá trajo ramas y hojas grandes y lustrosas del monte, que llaman palmilla. Pusieron una mesa y con las varas hicieron arcos que rozan el techo. Van a hacer un altar: me dijeron que los muertos llegarán en la noche y, ¿saben? ¡Estoy feliz porque voy a encontrarme con mi hermana!
Mamá tiene en una mesa figuras humanas que cocerá en el horno de barro, será el pan de muerto. En otro lado está la abuela probando la pasta y la masa que luego envolverán en hojas de plátano, y después de tres horas en el fogón estarán los tamales. Así, en una labor de día y noche, tendremos el ofrecimiento a los que se fueron antes. Papá está fue por las flores de cempasúchil que son amarillas y despiden un olor vegetal intenso; ellas y las veladoras hacen que los santos difuntos encuentren el camino, guiados por la luz y el aroma. Primero llegan los muertos chiquitos, después los grandotes. Yo iré a la cañada y buscaré Lupitas, que es el fruto de monte que Deeini saboreaba. Traeré varias, porque hace mucho que no las come.
¡El altar ya está terminado! Las hojas de palmilla lo revisten; son de un verde intenso, oscuro, brillante, las flores alfombran en ramos el cielo y también los pilares. De entre las hojas cuelgan las naranjas, mandarinas, limas. Todas ellas como si salieran de las ramas. Sobre la mesa están las veladoras con su luz de cobre y los alimentos que saboreaban en vida los difuntos. Para mi abuelo dulce de calabaza, terrones de panela para una tía, ¡y a mi hermana lupitas que es su fruta de monte preferida! Una se la abrí y la otra no, para que se la llevara. ¡La estaré esperando!
A media noche veo cómo llega una luciérnaga y se posa sobre mi brazo, camina hasta alcanzar la mano y después vuela en zigzag, dejándome la sensación de que es el espíritu de mi hermana. Me despierto, ¡había prometido no dormir para verla…! pero ganó el sueño. Sin hacer ruido camino despacio hacia el altar, a la luz de las velas compruebo que las Lupitas están en el mismo sitio, nadie las ha tocado; o sea que quizás Deeini no había encontrado el camino, no la dejaron venir o, lo peor, no quiso. No sé, no sé. Con paso veloz decido ir rumbo al sendero. A la mitad del recorrido se abre la mañana.
Veo el río que culebrea y el viento fresco trae olores de limonaria. Voy hasta el lugar en el que mejor siento a mi hermana; es un rincón escondido, donde las enredaderas se tuercen formando un cielo de hojas y cuelgan de un amarillo intenso los frutos que al abrirse dan la dulce semilla y dentro dibuja la imagen de la virgen de Guadalupe. No puedo callar y grito con todas mis fuerzas, pero sólo escucho mi gemido. Salgo del escondite llorando. Con mi pequeño machete rompo con coraje las hierbas del camino y huelo el perfume de la flor de cempasúchil; vuelvo mis ojos a la hondonada y diviso que en el corazón de la mancha verde, justo en el centro, está la floración enrojecida de las nochebuenas.
