Sendero
Recién me habían crecido los pechos. Por la tarde le pedí permiso a mi papá para visitar a san Ignacio, que es el santo de mi padre. Quería confesarme, la última vez lo hice por órdenes de mi tía, la beata. Esa vez el padre Remigio me impuso arrodillarme sobre un puño de maíz y repetir una docena de padres nuestros y aves marías. Todo porque había pecado con el pensamiento.
No había nadie en el confesionario…
—A tu edad, los pecados son pequeños. Al menos que ya tengas novio.
.—Ni Dios lo quiera, usted conoce a mi papá y ya sabe lo delicado que es. A mi hermana mayor la chingó sólo porque la vio sonriéndole a Juan, el zapatero.
—Tu papá no dice groserías y tú sí, y es pecado.
—No las dice frente a usted, ¡pero si lo oyera! alza la voz y maldice, si lo que ve, no le gusta. La vez que en los frijoles encontró un cabello, por poco brinca arriba de mi hermana.
—Lo afectó mucho la muerte de tu mamá.
—Pero… Ya tiene tres años y cada vez se hace más enojón y si algo huele mal, le da por arquearse. Nos tiene lavando los trastos, aunque estén lavados. Le tengo miedo, me asusta cuando se enoja, pero también me da coraje y me da por ser rezongona; luego se me pasa y sigo haciendo mis tareas.
Aquí le dejo un bocadito para que cene. Mi papá quería más, pero le dije que ya no había y se lo traje a usted.
—Ya, vete y reza tres padres nuestros que son buenos para prevenir el pecado. Gracias por el bocado.
¡Ay San Ignacio! ¡Mejor te lo cuento a ti! Ya ves que sólo matan res cada ocho días, y esa mañana, mi papá trajo unos bistecs. «Es filete y costó caro»
—Voy a salir, al rato regreso a almorzar. Dijo.
-Ponles sal, ajo y pimienta y déjalos un rato en naranja agria. Agregó.
Regresaba de cortar las naranjas, y ya no vi la carne. Miré para todos lados. Escuché, abajo del brasero, que un gato negro resollaba atragantado. ¡Se jambaba la carne! Tenía a la mano la escoba y pude darle más de un garrotazo. Soltó la mitad. Aún apendejado, intentó correr. Logré darle otro golpe y el filete cayó donde se habían cagado las gallinas en la noche. Pudo escapar el desgraciado. La carne estaba llena de pelos, babeada y la otra con mierda. Me dio asco, pero más era el miedo al pensar en mi papá, que no tardaría en llegar. No sabía qué hacer, mi hermana mayor se había ido a visitar a sus padrinos, Doña Herminia, la vecina, por más que le grité no contestaba. Me puse a jalarme las trenzas, hasta que me arranqué un manojo de pelos. Lavé la carne, quité la tierra, cenizas, hollín, pelos, baba, mucha baba. Le exprimí naranjas agrias, la salé y dejé que reposara y con un garrote en la mano daba vueltas sin perderla de vista, por si regresaba el gato. Cuando llegó mi papá, le di dos pedazotes, salsa verde, frijoles de la olla y tortilla recién hecha. ¡Dio una comida! Antes de tenderse en la hamaca, logró divisar al gato negro y me dijo:
-Guarda bien la carne, allí anda el gato de Hilareón.
Hay una parte de la casa donde dos paredes se juntan y queda un pasillo estrecho. Allí, solo puede caber un gato. Le puse un cebo y esperé. Sólo tenía una oportunidad y no la desperdicié. Sacó la cabeza y ¡zas!
—¿Qué es? —Nada papá, es el gato de Hilearón.
Volvió a dormirse. Media hora después, lo tenía despellejado y la tripería se la di a los gansos. Mi padre, después de la siesta se dio un baño y salió al centro del pueblo y regresó anocheciendo.
El gato estaba bien gordo. La osamenta y la piel la eché en el hoyo de la letrina. La carne la herví y la deshebré. Molí yerbas de olor, ajo y cebolla, resultó una papilla que al juntarla con pan molido, pude fritar en aceite. Tortillas de carne.
Hice jugo de guanábana, le puse un poco de caña, conseguí hielo, y después de cenar mi padre sólo se golpeaba la panza de la comilona que dio.
—Me guardas tortitas para mañana que almuerce y haces más jugo.
—Si papá. ¿Te gustaron las tortitas? No me contestó, ya lo había vencido el sueño.
—No me regañes, San Ignacio, pero también, le convidé un pedacito al padre, ya ves, ¡qué es tan bueno!
