plática de otoño de Rubén García García

Sendero

Dejaron el jardín y tomaron el sendero. Las hojas yacen, se han acumulado dando un color amarillento al camino. Ella al pisar amolda su pie. Él no, y al caminar parece que levanta las hojas caídas. Es una tarde fresca sin ser fría y un sol tibio forma en el suelo lunares de luz. Platican, como siempre lo hicieron, en la universidad y después en los juzgados.

—Cuando despierto pienso en vos.

—Gracias. Yo no pienso en nada, me arremolino en la cama y trato de relajarme, y luego le doy gracias a la vida mientras me baño.

—¿Qué día dejas tus quehaceres y desayunamos juntos como hace años lo hacíamos?

—Buenos momentos que recuerdo con aprecio.

—Es que yo tenía una mujer bella e inteligente que sabía escuchar.

—Eres galante, pero siempre te rodeaste de alumnas guapísimas. Me agradaba tu don de gente y tu sapiencia para escoger la palabra atinada. Todas te queríamos pues sin egoísmos compartías tu saber.

—En cambio, yo me enamoré de ti.

—Creo que te enamorabas de todas.

Ella inspira y exhala el aire fresco que llega de la cordillera. Entre los arboles alcanza a ver un ave que aletea y le dice:

—Tú deseabas una mujer que estuviera a tu cobijo y yo estaba lejos de ser eso.

—Deseaba una esposa ante la sociedad y ante Dios. Como lo fueron mis padres y mis abuelos.

—Tú deseabas una mujer que te siguiera. Yo tengo sangre nómada.

—Leerte mis poemas en la intimidad de una chimenea…

Aún recuerda que en la cafetería le entregó una hoja con olor madera y al desdoblarla un poema. «Y despertar en el rio de tu espalda»

—Eso es tierno. En cambio, a mí me gusta salir, trabajar para comprar mis cosas y no depender de nadie.

—Pero nos amábamos.

—Yo te admiraba.

—Te hubiese conquistado.

Ella se pone sería, se queda en silencio y mira a la lejanía. Los rayos de luz entre los árboles abren una puerta a la mirada.

—Me conquistaste. Pero nunca te diste cuenta. Tal vez pensaste que era una broma, no lo sé. Te lo hice saber. Fue un instante que la alegría de tenerte rompió como una ola y sofoqué por un momento mis deseos de fuga. Te tardaste. Cuando te decidiste, solo quedaba la espuma sobre la arena.

—Después te propuse matrimonio y me rechazaste.

—Todo tiene su tiempo. Tuviste miedo a lo que dijesen tus hijos, tu familia estirada. Recién había terminado la licenciatura. Te diré que me vuelvo una mujer frágil cuando amo. Y tú jamás te diste cuenta.

Se muerde el labio. Eran tiempos ajetreados en el trabajo y más que el trabajo la política que te exige. Esa participación le dio a largo plazo el puesto de magistrado en la suprema corte. Cuando ella le hablaba por teléfono, él se deshacía en excusas y posponía la cena que le había prometido. Cuando la vio en el restaurante ya no era la misma, la luz con que lo miraba, se había esfumado.

—Regresemos, mi buen amigo, el viento arrecia y el sol se ha ocultado. Sé que tus hijos están lejos. También me has dicho, que en este lugar te sientes bien atendido. Siempre es un gusto conversar contigo. Dentro de una hora me llevaran el nieto y esa alegría no puedo perdérmela, y tú estarás cenando con tus amigos del asilo.

La obra de arte de Chejov

Sendero

La tía Gertrudis no puede ver la puerta de la alacena abierta porque se enoja, pero ella deja abierta la de su dormitorio. La del estante, se entiende, se meten las pipiliacas que se comen el chile del mole. La de su recámara, no sé; quizá extraña a su difunto esposo. La escucho llorar y creo que por sofocarlo se oye como un quejido.

—¡Flaco, flaco! Ve con don Demetrio y pídele un kilo de bistecs y medio de chorizo.

Buscó el dinero y no lo encontró.

—Dile que te lo apunte, luego voy y se lo pago.

—Me dijo el carnicero que más tarde pasa a cobrarle.

Hizo un gesto de rechazo y luego lo cambió por una sonrisa forzada.

Yo no vi que don Demetrio llegara ni por la tarde, ni por la noche. Algunos susurros en la madrugada y los quejidos de mi tía antes de que cantara el gallo.

Lo que recuerdo es que nunca faltó en la mesa un trozo de carne. Aún me timbra en el oído su voz aflautada:

—No desperdicien nada, ni se la den al gato, que no me la regalan.

El gato Tobi por Rubén García García

Sendero

El gato Tobi es alimentado, querido y mimado. Por las noches se escapa para hacer su ronda. Se involucra en peleas por alguna gata en celo. Mientras tanto, el matrimonio duerme. La señora, inquieta en su sueño, parece escuchar ruidos propios de una cerradura que responde a una llave. Presa del miedo, exclama: «¡Mi marido!». El esposo, por reflejo, busca sus pantalones y escapa por la salida de emergencia. En la calle desierta, desaparece y, después de dos cuadras, se detiene, sonríe y regresa, al mismo tiempo que Tobi, que maulla. La esposa, al recuperarse de la pesadilla y darse cuenta de la ausencia de su marido, grita alarmada: «¡Qué haces!»

El día que llegaste de Rubén García García

Sendero

Las hormigas salieron de su nido, ni ellas intuyeron que arribaría un aguacero. Fue el día que llegaste. De los retoños del páramo salieron en fila mariposas amarillas. Cerca de la nopalera se abrió del viejo cactus una flor. Cansada del viaje me pediste agua y día a día te fui dando todo. «No será para siempre» —me dijiste.

Ahora que ya no estás ha quedado la voz de tu silencio y la ansiedad del gato que te busca todos los días en el tejado.

Por algo te recuerdo de Rubén García García

Sendero

Después de bañarnos subía mis piernas sobre su regazo, con habilidad masajeaba mis ples, cortaba mis uñas, y retozábamos hasta la media noche.

Un día, furiosa me gritó diciendo que la engañaba y blandió el machete. La desarmé. Sucio de ira, de un golpe le cercené la cabeza.

Me di a la fuga… ando a salto de mata. Tengo los dedos hinchados y el dolor se abre cuando tropiezo.

¡Nadie como ella! Tenía una mano de santa para restaurar mis pies.