Un día diferente

Juana te dijo que no podía seguir trabajando; sabía de una prima que podría hacerlo.  Preguntaste si estaba presentable, contestó que sí. Juana te conocía y supo interpretar lo que tu querías, al responderte movió las manos dibujando un ocho.
llegó con su prima. Joven, formada, con acné en la frente, respondía al nombre de María. Habló poco, mirando hacia abajo. Tenía conocimiento de primeros auxilios. Trabajaría mañana y tarde. Tendría que mantener el local aseado, ordenar el medicamento, recibir la consulta, tomar signos vitales y ayudarte con la clientela femenina.
Te veías delgado, elástico, resistente. Corrías de veinte a treinta minutos diarios. El local era amplio, cómodo. Tú horario atender mañana y tarde
Salió lista, inyectaba, ponía sueros, aprendía las fórmulas, preparaba pomadas de manera artesanal. La instruiste de cómo insertar un espejo vaginal y cómo tomar muestras. Mirar los aspectos íntimos dio oportunidad para platicar sin prejuicios. En dos meses formaban ya un buen equipo. Tomar café antes de iniciar la jornada se hizo costumbre.
Por la mañana calzabas tus arreos deportivos y salías a correr. Después del café se iniciaba la consulta. A la dos de la tarde concluían; ella regresaba a las cuatro. Aparecías a las seis de la tarde. A las ocho de la noche ella se iba y tú escuchabas música, leías.
Un día no fue la misma. No fue difícil para un hombre como tú darse cuenta de que la niña traía un taco atorado en la garganta. Tú sabías que tenía novio, sospechaste un desamor, o quizá algo grave. Esa mañana, tomando café le preguntaste a boca de jarro
—¿No te ha bajado la menstruación? — ella no levantó la mirada.
—Cómo lo sabe.
— Soy brujo. — contestaste riendo. Platícame todo.
Recuerdo que movías la cabeza. Te pusiste la bata blanca y ella recostó sobre la mesa de exploración, no te fue difícil saber que no había crecimiento de abdomen ni cambios en las glándulas mamarias. Aplicaste una ampolleta, la menstruación apareció. Desde ese día hasta el último que estuviste con ella, controlaste su fertilidad.
 
Tantos días de café, de trabajo dieron acercamiento. El diálogo fue diferente, frente al paciente el usted, en la plática del café, el tú. Discretamente te rozabas con ella, otras caían accidentalmente. Ella era indiferente.
Un día le preguntaste:
—¿Quieres seguir estudiando? Ella asintió…
Entraba a clases a las dos de la tarde y llegaba alrededor de las siete de la noche. Si te hubieses observado, habrías visto la satisfacción que te daba verla de uniforme escolar con su mochila en la espalda. Ya no miraba hacia abajo cuando inquirías. Le quitaste el complejo de caminar encorvada, porque se sentía abochornada por un exceso de busto. Empezó a vestirse siguiendo tus observaciones. Las miradas de los transeúntes se posaban en su figura. No evitabas ver el nacimiento de sus pechos, o mirarla con el uniforme escolar con aquella faldita color vino. Las relaciones con su novio, no eran de lo mejor, se hicieron frías, en secreto lloraba, por sentirse despechada.
Aquel día llegó una mujer joven y atractiva, de cabello ensortijado, preguntó por ti. Ella pensó que era una paciente. no era tal, la señora con dejo de autoridad empezó a interrogarla acerca de la relación que llevaba contigo. Me reía, pues no era difícil suponer que la tipa tenía algo contigo. Nunca la había visto por el consultorio. La segunda vez te encontró, no estaba María, ofreciste una atención de primera. La tipa era celosa por oficio. Yo sabía que entre tú y mari, sólo mediaba una amistad y en ti algunas chispas de deseo; nada más. Los acosos de la tipa se hicieron más frecuentes, ella no se aguantó, la sujeta iba las veces que no estabas tú. “Oiga amarre a su amiga o dígale que venga cuando esté usted.” Vi tu sonrisa cuando contestaste: “no le hagas caso.” Si bien es cierto que no eres capaz de montar un teatro, pero la vida ofrece circunstancias especiales y Mari debió haberse preguntado, ¿qué cosas le harías a la tipa para cuidarte tanto?
Un día te pidió permiso para faltar todo el viernes y llegar por la noche. Tú no eres torpe, intuiste que la niña tenía un plan de largas horas. Te quedaste callado. Reíste por dentro, después miraste como bamboleaban sus pechos, cada vez que saltaba. Un dejo de envidia aparcó en tu pecho y la imaginaste entre las sábanas. Ese día, para tu sorpresa estaba en el consultorio haciendo su tarea. Por el ceño, imaginaste que la habían plantado. Oí cuando dijiste: “entonces no hubo fiesta” y te saliste silbando una melodía de moda.
 
Aquel sábado habías planeado correr más de diez kilómetros. Llegaste temprano y fiel a tu costumbre hiciste café, mientras calzabas el short gris de tela delgada, ajustable que deja ver hasta casi la ingle. Llegó ella. Tomaron juntos el café recién hecho. La vi radiante, traía el vestido azul de cuello en círculo que dejaba ver. Ella estaba sentada en el sofá. Tú enfrente. Un mueble de resortes, forrado con terciopelo oscura. Te inclinaste sobre ella, cuchicheaste algo en su oído y ella observó la brevedad de tu short. Pude sentir tu exclamación al respirar el champú de su pelo y el perfume dulce de su piel. La besaste quedo en el lóbulo y luego mordisqueaste con tus labios. Ella había cerrado los ojos, quizá buscando en su interior un algo a que asirse para abortar la embestida. Del lóbulo bajaste al escote, volviste a su mejilla e intentaste darle un beso en la boca. Ella ladeo la cabeza, te instalaste sobre el cuello olisqueando su aroma joven, sin más prisa que la turbación de su aliento. Te ubicaste de hinojos, tu cara quedó a nivel de sus pechos y de su vientre. Evitaste los senos en contra de tu deseo, fueron tus manos las que tomaron la iniciativa y poco a poco levantaste la falda azul de su vestido y tu boca rodó en la piel de sus rodillas, muslos. Ella nunca imaginó tantas sensaciones en una brevedad.
El vestido azul estaba hasta la cintura, quedaron al descubierto sus piernas acaneladas. Tus manos exploraban sus caderas, buscaban el elástico de su ropa interior. Los índices al unísono trabaron en el borde y poco a poco la prenda bajaba, cuando descendía por sus glúteos, sentiste como levantó sus caderas para que la bragas salieran. Dueño del quehacer hiciste lo que te dictó la experiencia.
Sabías que la piel erizada de sus muslos, la caricia de sus manos sobre tu testa, eran el permiso. Yo Escuchaba el silbido grueso de sus respiraciones, el rechinido del mueble. Dentro el olor del café, afuera el silencio se quebraba por el sonido que hacían los carros al pasar. El día era joven.

mujer camila reveco

El último wisqui

La plática en el club, se hizo privada, sólo quedamos él y yo. Un recién egresado, y un viejo lobo de los quirófanos. En ocasiones habíamos transitado por los corredores del hospital, no era su íntimo, pues mediaba una clase social, una buena pila de años. Tal vez por los whiskies ingeridos, la soledad, el deseo de ser escuchado. No lo sé, después de que cada galeno habló sobre sus pacientes, sus errores, virtudes diagnósticas, sólo quedamos no más de cinco. Dos de ellos hablaron de anécdotas picantes, en lo que no habían participado ellos, y él, de vez en cuando decía “Sí, me lo contó el primo de una amiga.” después de la media noche, dijo, “me acompaña con la caminera” asentí con la cabeza, alcé mi copa y le dije salud.
¡Ah mis colegas!, son unas blancas palomitas. Debajo de la piel de un médico se esconden secretos complicados.
—¡Usted tiene uno?
—Tengo muchos, cómo los que un día tú tendrás.
De joven trabajaba como médico en una institución que ofrecía servicios de seguridad social y nuestros pacientes provenían de una clase social elevada. Un día, casi para terminar la consulta tocaron a la puerta. Era una prima. Pensé en aquel momento que quizá al ver mi nombre sobre la puerta, se había detenido a saludarme, gran sorpresa, pues estrictamente hablando, ella llegó en calidad de paciente.
Una prima con la que no convivía, tenía una gemela. Me confundía con ellas.  La recibí con agrado. Era una mujer que demandaba atención. Así que inicié la entrevista. Ella tenía la piel y el color de una aceituna, un blanco moreno con grandes ojos y profundas y largas cejas. ¿Qué me contestaría?, ¿qué dijo? no recuerdo. Algo, algo mencionó… algo pasó, que hizo que detonase mi deseo. El rostro de ella olía a complicidad. Arreglamos una cita. Cuando contactamos, en vez de irnos a un café, convenimos con los ojos, que no era saludable un lugar público. Fuimos a un motel.
Ambos sabíamos, lo hicimos y nos comportamos como cualquier pareja, o mejor dicho como pocas parejas. Pues lo prohibido motivó a que el deseo se fuese a la cúspide. Ella poseía un cuerpo formado, duro, gatuno, cuando sus piernas estaban a un lado de mi torso, o bien cuando ella me aprisionaba, decía » no sabes cuantas noches soñé que me tenías así y ahora que lo hago, pienso que es un sueño.
Estaríamos como tres horas y el descanso sólo era breve, así que dejamos de hacerlo, cuando el roce de nuestros sexos despertaba más dolor que placer. Ella se fue por un lado y yo por el otro. No hubo una segunda vez.
—¿Supo usted quién de las dos fue?
—No. Y cuando en una ocasión conviví con ellas, al verlas, no me atreví a investigar y preferí defender el recuerdo del lunar morocho alunado en su nalga izquierda.

las-dos-fridas

Peligro en el hospital

La encontré con los ojos cerrados, la luz de la lámpara daba directo a sus ojos. mañana a temprana hora sería intervenida de una desviación nasal. Como residente de pregado, mi obligación era hacerle su documento médico.
-Por favor, apague la luz.
Prendí la que se encontraba en el buró. Me presenté, le referí que le haría su historia clínica; imprescindible para llevarla a quirófano. Atractiva, joven, de voz nasal, por su nariz de cotorra y desviada. Veía una chica abierta, desinhibida. La bata azul permitía visualizar su blanca piel al explorarla, facilitó con agrado el procedimiento.
-¿Si tengo alguna molestia, lo puedo llamar?
-Por supuesto, solo llame a la enfermera.
-Porqué no viene usted y me acompaña, me siento nerviosa y sola.
-No se preocupe estaremos cerca. Casi no hay pacientes, hace frío y llueve.
-Cuando termine mi labor vengo a darme una vuelta.
-No me engañe, estas noches asustan.
Afuera la noche estaba de perros y rayos, el agua, los truenos hacían vibrar las ventanas. El hospital vacío. La enfermera de guardia absorta. Una hora después volví.
-¿Ya ve, no han salido fantasmas?
-No los alborote, que tal si vienen y yo solita.
Se sube al siguiente piso, me toca, -dije bromeando-, dejaré la puerta abierta si se aterroriza.Tranquila y apreté su mano dándole valor.Ella no me soltaba.
-¿Y estará solito?
Moví la cabeza y sonreí.
Me despedí de la enfermera, pidiendo de favor que si algo sucedía me hablara por el teléfono.
Me di una ducha. Llevaba veinticuatro horas de guardia, unas horas de sueño me daría el impulso para llegar a las treinta seis.
Sentí un pie frío entre mis piernas y luego aquella voz de nariz apretada. Su pezón erecto rozando mi piel. Los latidos se fueron a mis sienes, sobresaltado respiré profundo. ¡Nunca imaginé tener una interna en mi cama! Mentalmente eché una moneda al aire. Daba lo mismo, el problema ya estaba allí. Quedé frente a ella y metí mis labios entre su oreja y clavícula. Sentí su mano acariciar el pelo de mi nuca. Pasaban de la una de la mañana, no me dio descanso, se valió de sus atributos para mantener mi atención. A ella tuve que ponerle la almohada en la boca para sofocar sus gemidos. Eran las cinco de la mañana, me vestí, le dije que me siguiera y mientras distraía a la enfermera, ella llegó a su cuarto. No tardarían en darle su medicación preanestésica.
A las seis de la mañana cuando llegó mi compañero de cuarto, me dijo, “puta madre, pues que hiciste en la noche cabrón putañero”
A ella la operarían de su nariz, lejos del abdomen.

pregrado

Cuando mamá se distraé

No requería mucho tiempo. Teníamos un clima alimentado por caricias ocultas. Nuestro problema era distraer a la mamá.
Subir las escaleras burdas por la oscuridad del pasillo. Llegaba al penúltimo escalón con el resoplo de un caballo viejo.
La mamá veía películas en ingles, era sorda.
Siempre apoltronada. Un mueble que por su tamaño servía de división entre la sala y la cocina. Nosotros preferíamos la cocina, sentados frente a frente en un comedor de cuatro sillas, situado a espaldas de la señora. Yo llevaba bocadillos, refresco y cerveza fría.
Bajo la mesa teníamos un juego de pies. Ella ascendía por mis piernas, hasta localizar mis ingles y después frotaba y frotaba hasta que conseguía alterarme, se retiraba y seguía, se retiraba y seguía. Por mi parte respondía con fragor y pausa. Así que después de una hora de retozo los ojos brillaban, como un reflejo de lo que dentro ardía.
La mamá la llamó, sin quitar los ojos de la televisión. Interrumpimos el juego y ella se recargó en el filo del sofá, quedando su cuerpo en forma de arco. Su cara pegada a la mejilla de su progenitora, que le daba indicaciones en voz baja. Traía una falda corta, que dejaba ver con alegría la redondez de sus muslos y por la manera en que estaba, se miraban los pliegues y el color de las bragas.
Me situé detrás de ella, con las yemas de los dedos las deslice suave por la piel blanca, turgente. Volteó, me hizo una seña con la cara de que me calmara; eso levantó mis ansias y recargué mi cuerpo sobre el de ella. Con la mano quiso apartarme, topó con mi dureza y cuando creí que me daría un pellizco, empezó a deslizarme su mano de un extremo a otro dándome unos apretones prolongados, luego lo puso entre sus muslos y los abría y cerraba como las alas de una mariposa; mientras, seguía hablando con su mamá; su figura ocultaba la mía.
Era casi la media noche, la mamá decidió ver otra película porque se le había ido el sueño. Con la efervescencia en mis ojos acepté que nada se podía hacer, así que al despedirme de la señora, sin que se percatara tomé un almohadón de la sala y me lo llevé hacia la salida. Me acompañó; en la oscuridad del pasillo no evitamos el contacto e iniciamos con frenesí una nueva ronda de caricias, besos sin control y abrazos asfixiantes. Minutos después su ropa interior quedaba sobre los escalones. Sus brazos  recargaban sobre la pared y yo detrás de ella con las manos sujetando la cintura. No fue suficiente, el desnivel de la escalera se tornó molesto e incómodo. Así que tomando el almohadón le pedí que se hincara, ella entendió y justo cuando nuestros gritos se confundían se escuchó la voz de la mamá llamándola:
— ¡Ya súbete! ¡y por favor no maltrates el almohadón!, que es el que hace juego con el color de la sala.

mujer Alejandra Galvalisi

Alejandra Galvalisi

Pásifae, madre del minotauro.

Se levantó con la sensación que sería un día pésimo. Muy en la mañana el Rey Minos intentó despertarla. Contestó con un gruñido y regresó al sueño. Cuando los sirvientes la vieron, se encomendaron a los dioses. Por la tarde observó que el sol duro entristecía los jardines del palacio. Estaba por cumplir los cuarenta años y tenía la lozanía de un fruto recién cortado. Era espigada, piel dorada, un andar elegante. Cuando reposaba en el sofá parecía que la prole le había dado brotes de juventud y sensualidad.
Ella conocía de su carácter arrebatado, dominante, con días de mal humor, ahora había otro sentimiento que la inquietaba , que no podía definir. Respiró profundamente. deseando  modificar la sensación de «falta de aire». La ventana de su habitación en el palacio de Cnosos era amplia y desde allí contemplaba la nueva área de jardines que dirigía el arquitecto Dédalo. En ese momento no había nadie, ni viento, ni cantos de aves, solo un bochorno que pisoteaba la tarde.
—¡Fero! ¡Fero! ¿Dónde estás?
Se hizo presente un perro negro azulado que se le acercó. Ella acarició la testa y él lamió sus manos.
—Tú eres el único que soporta mis extravíos. —y volvió sus ojos azules hacía la ventana.
El palacio lo recordó como una construcción fría y húmeda, sin embargo fueron sus mejores años al lado de Minos. Atrás dejó a su padre Helios y a su madre Perséis, que la educaron para gobernar. Rápidamente tuvo a Acacálide, Ariadna, Androgeo, Glauco, Fedra y Catreo, dedicándose a ellos en cuerpo y alma, mientras Minos era reconocido por su juicio y marcialidad; era hijo de Zeus y Europa, que después casó con el Rey Asterión, adoptándole a Minos, Sarpedón y Radamantis. Recordó a su hermana Circe y de cómo ambas fueron instruidas en el manejo de lo oculto. Años después de casada se daría cuenta que su amado esposo perdía fácilmente la cabeza por cualquier fémina. Nunca le dijo nada a Minos del hechizo que sacó del arcabuz de su corazón: por cada eyaculación que vertiese en otra vagina distinta a la de ella, el semen se convertiría en serpientes, alacranes y tarántulas que agusanarían las vísceras del receptor. Así fueron cayendo sus amantes. Él se dio cuenta del hechizo al ver con horror los monstruos que eyaculaba, la vez que se masturbó. Sin embargo, guardó silencio. Ahora comprendía porqué las ninfas huían de él.
Algunas tardes se reunía con Dédalo bajo la sombra de una cabaña. Siempre colmado de ideas y atrapado entre la oreja y la testa un lápiz de carbón que utilizaba para dibujar en cualquier superficie. En ese tiempo, pretendía darle al palacio de Cnosos una nueva cara. Otras veces lo visitaba en su taller, encontraba en sus creaciones, el alma de un artista y el ingenio de una mente inquieta. Los juguetes con que se divertían sus hijos salían de su ingenio.
Cuando el Rey Asterión murió, sobrevinieron los problemas de la sucesión. Los hermanos se disputaron el reinado, pero congregados a puerta cerrada, los herederos, zanjaron el problema: Minos dijo que era el favorito de los dioses y para demostrarlo, Poseidón le enviaría un mensaje del mar. Los hermanos inconformes, dejaron que los resultados hablaran por sí mismos. Si en efecto los dioses apoyaban a Minos, poco podrían hacer ellos, así que optaron por esperar. Poco después de ofrendarle un templo al dios de los mares, en un día de verano, cuando la multitud estaba en el atracadero de la polis, divisaron que entre las olas del mar, un ser se abría paso. “…En un principio no se le encontraba forma, parecía una masa de espumas que se levantaba sobre las olas, pero a medida que se acercaba se fue dibujando su cara y las astas puras de los cuernos. Tenía un cuerpo enorme, donde las crestas del agua rompían en un hervidero de espumas. Cuando salió del mar, semejaba un macizo de nieve y su paso orgulloso levantaba exclamaciones entre la gente. Un toro albo que cautivo a todos” Escribiría más tarde el cronista Aximelon.
El miura fue el indicio de que los dioses querían que Minos gobernara. Él lo sacrificaría hasta que llegasen las fiestas, mientras, lo llevaría a los pastizales de su propiedad.
Cuando el toro albo sintió la mano de Minos sobre su testa consintió que lo acariciara, vio en sus ojos los cuatro elementos de la vida e imaginó sus campos con sementales de nieve. Al retirarse del establo, tomó la decisión de no sacrificarlo; a la distancia parecía un macizo albino cuya frente semejaba platicar con las estrellas. A su lado iba el fiel sabueso Laelaps, un perro que nunca dejaba escapar una presa, y bajo el brazo traía una jabalina que nunca erraba: regalos de Zeus y de Artemisa en el día de la boda de Europa con Asterión, que habían pasado a su poder a la muerte del Rey.
Partió Minos hacia un punto lejano donde se vería con Procris. En el trayecto recordó su cara de fuente, su voz de madera. Al principio despertó en él sentimientos paternos que después se tornaron confusos. Supo que había estado casada con Céfalos y que éste por la magia de la diosa de la aurora tomó la apariencia de otro varón y sedujo a su propia esposa, ofreciéndole una diadema de oro. Después de poseerla, Céfalo tornó de nuevo a su apariencia y se retiró desconsolado por la infidelidad de su esposa, refugiándose en los brazos de la diosa del Alba. Procris huyó avergonzada y llegó a la isla de Creta y aceptó el amparo de Minos y poco a poco las caricias paternales se transformaron en caminos de ardor y deseo.arte-impresionista-oleo
Un día que estuvieron próximos a ser parte del fuego, él se detuvo y con desesperación le confesó el hechizo que sufría.
— No te entiendo.
— Pasifae me ha embrujado y cada vez que mi semilla corre fuera de la vagina de ella, se transforma en veneno y mi compañera muere. Yo no quiero tu muerte.
Procris se acercó a él, lo abrazó y sus yemas rodaron primero por sus cabellos, por su mejilla; con voz breve le dijo:
—Me ha emocionado escucharte. Tus palabras sinceras se han mudado a mi corazón. ¡Ayudémonos! Sé de un brebaje que Circe receta para este tipo de asuntos.
— Cómo sé que me servirá.
— Tendrás que confiar en mí.
Él se acercó, la tomo de la cintura, escondió su barba en la curva de su oreja y después buscó sus labios. Ella se resistió, pero su corazón se dobló por la sinceridad de Minos y correspondió. Él se retiró aún emocionado y le susurró: Te deseo.
— También has encendido mi llama, pero el dolor de saberme sola me entristece.
— ¿Qué es lo que más quieres?
— Reconquistar mi matrimonio, sentirme cerca y unida a Céfalo como antes.
Días después antes de que la alborada llegase Minos tomó el brebaje de Procris y ella le susurró al oído «dentro de unas horas estarás curado».
— ¿Cómo lo sabré?
— Sólo espera en silencio y reza por tu salud a los diosa Afrodita. Espérame.
Regresó con una jarra de vino, ella le dio un trago, buscó sus labios y pasó a su boca un remanente del vino. Abrió su túnica y le ofreció su pecho con el pezón erecto. Volvió a besarle. Minos sintió sacudir su cuerpo, llevó su boca hacia la luna llena de sus senos. Ella montó sobre su piernas y sus labios trazaron otras líneas sobre su rostro, los besos rodaron sobre su cuello y sus pezones ocultos de varón se levantaron sobre el vello de su pecho. luego, con voz dulce: “Lo haré con mi boca así verás que tu germen viene vestido de blanco”.
La despidió de la isla de Creta obsequiándole el perro que nunca deja escapar una presa y una jabalina de caza que nunca yerra el blanco. Pasarían a la custodia de Procris, y serían el instrumento para recuperar a su marido que era un apasionado de la caza.
De regreso, Minos sólo pensaba en el toro espumeante de Poseidón.
Había una lista de adolescentes que ensayaban con religiosidad lo que sería esencial para la fiesta: estar frente al toro, correr hacia él, impulsarse y dar una vuelta en el aire y caer de manos sobre el lomo y después caer al suelo. Al final de la fiesta se realizaría el sacrificio del vacuno albino en honor al dios Poseidón. Todo sucedió de acuerdo a lo programado. Con excepción de que  El Rey Minos se quedó con el toro de Poseidón; y sacrificó uno parecido. El pueblo no se percató del cambio, pero Pasifae y el dios sí.
Parecía que el tiempo no se había movido, la ventana, los jardines, el bochorno. El perro mirándola. Ayer fue a los pastizales y vio al vacuno. Minos ordenó que toda vaca en celo fuera acercada al toro para que éste la montase. El animal tenía líneas de fuego entre la piel blanca; los cuernos parecían fulgir como dos medias lunas y su presencia de blancura le daba una orla de poderío cuasi brutal. Cuando montó a la vaca su estatura creció y de una poderosa embestida distendió las paredes de la vagina. Ésta mugió, aceptando la inutilidad de poner resistencia. Pasifae regresó apresurada a su habitación y en la noche el toro aparecía frente a ella, viéndole manso, tierno y en veces retador.
Sabía de buenas fuentes que el Rey Minos había vuelto a sus andadas de amante; pero sólo hizo un despectivo con los brazos. Recordó que su matrimonio con Minos fue en las fiestas de Afrodita y evocó con sofoco que su cuerpo era palma seca cuando el Rey lamía sus orejas. Pensó que no tenía nada de extrañó soñar con toros pues al fin y al cabo era el símbolo de la polis. Lo que no entendía era el brillo insolente en los ojos del miura y aquella imagen retadora en el momento de la cruza. Tuvo un presentimiento y fue temprano al corral. Sólo estaba el fiel Axto, que traía en ese instante una vaca en celo para ofrecerla al semental y enmudeció cuando se repitió la escena del sueño. En el momento del ayuntamiento la cabeza del toro volteó hacia ella. Después de la cruza, la reina dio la orden de que se abriese el corral, el vaquero dudo, pero la orden se desprendía de su mirada. Ella se acercó y él bajó la testa y pudo acariciarlo de la osamenta, después su cara y luego el lomo duro, como forjado en piedra. Aún sentía la agitación sexual del vacuno y sus manos sudaron; y súbitamente tuvo deseos de escapar, pero no lo hizo y siguió acariciando el pelo húmedo del miura. Por la noche sedujo a Minos y permaneció dormitando hasta el medio día que se levantó de un excelente humor.
Llegó una tarde al taller del maestro. De él se decía que había fabricado al hombre de bronce y de mil cosas más. Le habló en voz baja, él la escuchó sin proferir ningún juicio, movió la cabeza de arriba hacia abajo,  ella se retiró con los ojos mirando el suelo. Un mes después Dédalo le enseñó el encargo: ¡Era perfecta! Ese día el Rey saldría de la ciudad. En la noche, Pasifae entró desnuda al interior de la vaca fabricada por las manos artesanales de Dédalo. El maestro la acercó al semental albino y se retiró. Afuera la luna llena caía retozando entre los pastos y el murmullo de los animales nocturnos era interrumpido por algún relincho en la lejanía. Dentro, Pasifae esperaba ansiosa la embestida del toro. Una hora antes se había untado aceites inodoros en todo el cuerpo. El fuerte olor de hembra traspasaba muros y brincaba por los aires. La imagen de ser poseída por un toro leuco, forjado con espuma y nube, hacía que su media luna se inundara de ardor y de humedad. Cuando sintió su presencia accionó la palanca y las ruedas se inutilizaron para dar paso a las anclas. Exaltado puso las patas delanteras sobre el lomo de la vaca mecánica, ésta resistió la embestida y ella percibió en las sienes un corazón explotando en ansiedad y deseo. Un embolo húmedo y ardiente abrió su vagina y la empezó a llenar de carne y semen hasta sentir que su receptáculo era una nave inundada. Tuvo deseos de gritar y decir miles de cosas que llegaron del pensamiento, pero sólo recuerda haber sido un pastizal seco consumido por el fuego.
Nueve meses después nació el Minotauro, cuerpo de hombre y cabeza de miura y fue encerrado en una de las tantas habitaciones del palacio de Cnosos. En alguna ocasión, Minos le increpó duramente su relación con el vacuno de nieve, Ella contestó que Afrodita la había hechizado a solicitud de Poseidon.
– ¡Tú fuiste el culpable! Debiste sacrificar el toro que llegó del mar. La venganza del dios es para ti. Yo soy inocente. Sólo fui una pieza sin voluntad.
Después con dulzura acarició la testa de Fero y se metió entre los pasillos y puertas del palacio para dar de comer al Minotauro.
Frente al sol ardiente, cientos de trabajadores habían empezado a construir el Laberinto bajo la dirección del arquitecto Dédalo. Era tan confuso que algunos de ellos se perdieron en él , aún sin haberlo terminado.

pasi

*Por error desparecí la entrada, la rehíce. Respeté los comentarios de la antigua entrada.

Las sobrinas

Compré el libro de Inga en mi juventud. Años después quedó en los anaqueles; jamás imaginé que regresara por su fuero. Era uno más entre los adquiridos por tres generaciones. Había decidido remozar la biblioteca, por lo que habría que limpiar, seleccionar y resguardar los textos. Esta área se ubica en la parte alta, al fondo del extenso patio; independiente de la nave central de la casa. Colinda con un callejón poco transitado del pueblo en el que  mi abuelo fue uno de los fundadores. Hombre de trabajo, amante de las letras, construyó su espacio y se enclaustraba a leer. Decía a la abuela:
¡No estoy para nadie!
Estantes de cedro, con cientos de libros, abajo un sofá de piel suave, mullido. Un escritorio resistente, para soportar el peso de un elefante. Hay un baño completo, cuadros al oleo, y escaleras.
Una de las paredes del fondo, la que colinda con el callejón, tiene un deterioro, por el tiempo y la humedad. Se aprecia una grieta en forma de ele.
Pocas veces había estado allí, yo soy proclive a la fiesta, al convite. Mi padre en la capital, fue un político apreciado. Platiqué con mi esposa acerca de remozar la biblioteca.
—Es mejor que la tires y allí podemos construir un jardín de juegos para los nietos. El tiempo se va rápido.—Sin embargo, si vas a contratar gente para limpiar libros y quitar telarañas, entonces, le diré a mi sobrina, que necesita recursos para seguir estudiando.
—Dile que venga el próximo lunes.
El trabajo de limpieza no estaba exento de riesgos, por lo que deseaba una mujer apta. Cuando la entrevisté, calculé diecisiete años de edad, morena, cabello corto, cutis con acné; seria. Llamaba la atención una verruga que nacía en su hombro derecho y que trataba de ocultar con un saco de mezclilla. Ese día, traía una falda que dejaba ver unas rodillas con cicatrices profundas que hablaba de haber sido una niña inquieta. La contraté. Elen dijo llamarse.
Abandonaba su sitio de trabajo para tomar sus alimentos, o para retirarse. Al llegar a casa, veía el avance. Siempre la vi en su quehacer. Daba las buenas tardes quedo, y seguía su labor. No era una mujer para asombrarse, pero había en ella una sutil manera de ser que alteraba y sobrevenía el deseo de conocerla. Sin embargo, no lo permitía. Una tarde, la vi arriba de la escalera, de espaldas, absorta y, aunque llevaba un pantalón holgado, se definían sus formas. Aquella tarde no esperaba verla, la encontré sentada en el sofá, con la pierna cruzada y leyendo. Tan concentrada estaba, que no escuchó mis pasos cuando me acerqué por detrás. Leía a Inga.
Inga era una novela que fue un hallazgo. La compré en un tiradero de libros viejos cuando estaba en la capital estudiando. Trataba de una joven rubia, impetuosa, muy bella, que vivía en una ciudad sueca con una tía madura a quien confiaba buena parte de su vida, sus novios, sus dificultades. Novela que me llevó al cielo en noches de soledad y que casi memorice. Ella, seguramente, leía el capítulo tres, donde Inga conversaba en la sala con su tía:
— Deseo tener relaciones sexuales.
La tía no se inmutó; para su óptica, estas cosas eran parte de la vida; no tabú
— ¿Qué te ha motivado?
— Las lecturas, tus libros y, aunque eres discreta, me he dado cuenta de tus cambios de humor cuando llega Iván. En otras ocasiones, escucho tus quejas y suspiros. Y  deseo saber.
— Estás en edad. No puedo evitarlo si así lo has decidido, sólo debes de hacerlo con responsabilidad y cuidarte de un embarazo no deseado.
—Soy exacta en mis menstruaciones y puedo precisar el día que estoy ovulando. Así que reconozco cuando podría estar en riesgo de un embarazo.
— Imagino que tendrás candidato, procura ser cuidadosa en la elección y ya sabes, los feos no están permitidos —le dijo bromeando.
Lo que Inga no dijo a su tía fue que el candidato favorecido era Iván, el amante de ella.
Una Noche, cuando recién terminaban de preparar la cena, y esperaban a Iván, la Tía Romi recibió una llamada de su jefe para indicarle que pasaría por ella en media hora y que viajarían a la capital para resolver un negocio que estaba cayéndose. En un santiamén, la tía preparó maletas y encargó a la sobrina que recibiese a Iván.
Inga le abrió la puerta con una blusa holgada, sin corpiño. La falda, a través de la luz, dibujaba los muslos y ropa interior. Iván percibió el olor de la belleza y cuando supo que su compañera había tenido que viajar intempestivamente, quiso retirarse, pero Inga le dijo que la cena estaba servida.
— ¿Cómo deseas tu whisky? –Pregunto a Iván, desde el mueble donde guardaban las bebidas.
— Un poco de agua y dos hielos. Así sabe sabroso.
— ¿Qué te parece, si mientras busco la música me preparas el mío?
Iván se acercó a la cantina y en silencio, preparó la bebida. No se había percatado de la sobrina, pero, cuánto parecido tenía con Romi. Cuando Inga caminó hacia el aparato de sonido, se dio cuenta de la amplitud de la cadera y el andar sinuoso de una adolescente que empieza a sentirse parte del mundo.
Después de la cena, él consideró prudente retirarse. Le dio las gracias, elogió el sabor de los alimentos y al besarla en la mejilla, ella lo atrajo y le dijo cerca del oído:
—Quédate un rato más.fabian.perez
Supo, entonces, que un mundo de problemas vendría a su vida, pero la fragancia, peleo su lugar y en la indecisión, resonó la voz de ella.
—Es que me siento sola.
Ya no dijo nada, la abrazó dándole compañía, ella no se apartó; acercó su boca al oído y susurrándole en la oreja le dijo:
—No te arrepentirás.
Volvió con bocadillos. Se escuchaba un saxo.
— ¿Me sacas a bailar?
Él sabía, por su experiencia, en lo que terminaría. Ella no ocultaba su intención, y la ocasión era propicia. A él, le molestaba una idea, pero Inga la deshizo.
— Sólo sigo los consejos de mi tía, además, ella no tiene por qué enterarse, al menos que se lo digas tú.
— Explícame.
— Nada, no deseo que te sientas culpable, ni tampoco deseo que dejes de ser amante de mi tía.
— Debes de tener muchos amigos de tu edad.
— Son torpes, mal educados y bobos. Tú sabes tratar, veo y escucho como seduces y complaces a Romi.
Él siguió bailando, la atrajo más, y ella aceptó. Mucha de la tensión había desaparecido. Afloró en él un flujo cálido por piernas y manos. Tanto, que se atrevió a deslizarlas por las caderas y percibió en la yema de los dedos, el roce de la tela cuando los glúteos tensaban y aflojaban a cada paso del baile.
Cuando su respiración cuchicheo en su oído, percibió la respuesta. Ella mordía su labio y una secuencia de olas de rubor hacía surcos en sus mejillas. Ella sabía que esa noche dejaría de ser virgen. Él supo que ya no había retroceso.
Cuando me vio al lado de ella, se asustó en demasía; la calmé y le dije que siguiera la lectura, que leyera en voz alta, mientras iría a la cantina a preparar unas bebidas. El abuelo, había dejado muchas, así que no me fue difícil: una suave crema de almendras. Cuando regresé, apagué las luces generales y prendí una lámpara de pie, suficiente para continuar leyendo. Después de brindar y darle confianza, la insté a que siguiera la lectura en voz alta.
Iván era rodeado por los brazos de ella. La boca de él hacia recorridos desde el cuello hasta el lóbulo, se detenía en la mejilla y en la comisura. Ella abría la boca, esperando los labios, pero él –solamente- llegaba a los linderos. Así, cuando la boca estuvo muy cerca, abrió fuego.
—Bésame.
Obedeció a la palabra, pero antes de empalmarse a los de ella, los humedeció. Labios que mordisquearon, y de un beso sutil, pasó poco a poco a la sensación reciproca de unirse más, encontrarse con el calor, la textura, y admirarse de los hormigueos que recorren el cuerpo. Enlazadas las lenguas, se succionaron, movieron en la profundidad las fuerzas de lo inevitable, el no retroceso.
Se detuvieron en la mitad de la sala.
—Apriétame.
Ella percibió su erección entre sus piernas e, instintivamente, abrió el compás. Él la acompañó con movimientos suaves y encontrados, siguiendo los compases de la música. 
La voz de ella daba el acento adecuado a la lectura, pero entre silabas, se notaba otro tipo de inflexión. Percibí, pese a lo tenue de la luz, el enrojecimiento de sus labios y su blusa, apenas, si contenía la respiración. Sin pensarlo, puse mi mano sobre su muslo, si ella aceptaba, seguiría en la lectura, y si no, se levantaría indignada y afrontaría las consecuencias. Un Segundo después, la quité. Me levanté y fui de nuevo a la cantina. Al regresar con las copas, me acerqué a su oído y le cuchichee: continua. Si bien mis labios no tocaron su piel, pude percibir el temblor de su oreja, el calor que fluyó hacia mis labios y la evidencia de un pezón, levantando sus brazos. Un aroma dulce y ácido brotaba.
Decidí mantenerme de pie, detrás de ella, mientras seguía leyendo. Tenía a mi alcance la letra impresa del libro, el perfume, y la elevación acompasada de los pechos, que subían y bajaban. El silbido discreto, proveniente de las alas de la nariz que ocasionaba fugaces claudicaciones, atribuidas al fuego íntimo de la lectura, o bien a esa suave intensidad cuando se vierte el licor en la sangre. Puse ambas manos sobre sus hombros y las dejé allí.
Las manos de Iván eran dos abanicos delicados que acariciaban desde la cadera hasta la redondez, suaves yemas alisando terciopelo. Las bocas descansaban, ella en el cuello y él lamiendo el lóbulo de sus orejas. La voz del saxo caía y se levantaba.
—Apriétame con más fuerza.
La atrajo hacía él, las manos se volvieron más enérgicas y abarcaron la redondez de sus nalgas y apretándola y desapretando. Susurró: ¡así!
Ella suspiró, y él entendió que podía soportar las próximas envestidas.
Volví a su oído y le cuchicheé:
– ¡Qué bien lees!
Puse mis labios en el lóbulo de la oreja, bajando después hacia la curva del cuello, las manos deslizaron por los hombros y, sutilmente, acariciaron sus brazos. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no dejar la lectura.
Tienes unos pechos increíbles, mordisqueó la tela que los ocultaba.
Bésamelos. —Al mismo tiempo, se quitaba la blusa.
La orquesta acompañaba al saxo, el bajo, apenas, perceptible. Entrelazó sus manos sobre el pelo ondulado y rojizo de Iván y hacía una discreta presión para que captara la señal. Él bajo su testa y sus labios humedecieron la respiraron y lamieron la cereza rojiza que sobresalía de sus pechos. Se dio cuenta, en ese momento, que la excitación entraba por su piel, por sus ojos; y su oído era un receptáculo de placer cuando lo escuchaba gemir y decirle:
Tu ombligo hermoso y profundo.
Mis manos dejaron de acariciarle los brazos, subieron a los hombros y, lentamente, descendieron hasta llegar a la suavidad de sus pechos. Se le quebró la voz. Mi boca abrevó en sus oídos, mis labios apretaron uno de sus lóbulos. Subía los senos, para que mis manos pudiesen sopesarlos. Ella ya no era ella, yo tampoco. Éramos palabra, lectura; luz tibia que ardía entre libros, madera y olores que se despertaron de un tiempo ido.
La mano de Inga bajó hacía la entrepierna y bajó el cierre del jean. Metió la mano y palpó, lo que sólo conocía por imágenes de libro. No imaginaba que fuese así, tan duro, tan febril, como un pequeño ser vivo. Él ayudó, la destrabó del bóxer y dejó que saliera. Los dedos finos apretaron y se deslizaron para reconocer lo que ella sabía que estaría dentro. Recordó, entonces, los gritos de su tía y se estremeció. 
Ella leía con voz quebrada, yo arrodillado, mordisqueando sus muslos. Al tiempo que desabrochaba la blusa para liberar los pezones del sostén, mi boca buscaba la entrepierna, y la voz se calló cuando mis labios acoplaron a sus labios íntimos; y mi lengua atropellaba, delicadamente, sus interiores.
Recordé letra por letra de la novela, corría la humedad de mi sobrina.
Sentados en el sofá, era besada en sus areolas y ella aprisionaba con su mano el brillo, los latidos. Sintiéndose asfixiada, se levantó, quitó sus bragas con rapidez y se sentó en su regazo. Ella lo guió hasta su centro, cerró los ojos, sin pensarlo, dejó caer. Iván no daba crédito, al mirarla encontró en sus ojos un regato de lagrimas. Inga se dio cuenta que también se llora de placer y le dijo al oído: “no te muevas, que seré yo quién me desvirgue. 

pereja

 

Yo hacía, ella se dejaba y sólo las sombras confusas serían compañeras del desborde de una pasión que nunca había sentido. ¿Era Iván? ¿O era el estudiante que furioso se masturbaba en algún cuarto solitario de la ciudad? Mordisqueaba sus pechos, saboreando el olor de sus manos, pues ella en su arrebato, los tomaba y me invitaba a succionarlos, ofreciéndome el pezón alargado y rubiforme.
Acostados, desnudos, y a la breve luz de la lámpara, pude distinguir la finesa de sus formas: minúsculos pezones, duros los senos, como si estuviese dando de amamantar, piernas largas, gatunas que al sentirlas a los lados de la cintura, me abrazaban con tanta fuerza que nos hacía ser uno. Ella cerraba los ojos y me ofrecía la boca, la rudeza de su respiración y hondos suspiros que terminaban en gemidos. Quedamos en silencio, atarantados del exceso de placer y –aún- sin poder aterrizar la conciencia. Sonó el celular y ella presurosa contestó. Al tiempo que ella terminaba de hablar con su mamá, escuché que el portón de la casa se abría y por el ruido del motor, sabía que era mi esposa que llegaba de su sesión de los viernes con las damas de caridad. Sabía, también, que me buscaría y al no encontrarme en la sala de la televisión, vendría a la biblioteca. La realidad llegaba pateando las puertas.
Ella entró al baño a retocar su imagen. Yo veía – mentalmentelos movimientos de mi esposa y planeaba el escape de ella. Sobre la puerta había una rejilla de ventilación, apoyado sobre la escalera miré y tenía a mi vista la parte posterior de la casa. Bajé de la silla, fui al fondo, pues los ruidos del callejón se escuchaban vivos. Pegué mi oído al dintel deteriorado; y un apéndice, evitaba que mi oreja quedara plana a la pared. Vi que era una palanca oculta en las imperfecciones del revoque. La enganché con el dedo, tiré y tronó, como si hubiese jalado de un gatillo. Por gravedad, se deslizó la parte delgada de la pared, dejando una salida hacia el callejón.
Cuando salía del baño, entré para reacomodarme la figura. Al salir, le hice una seña de que no hablará y le mostré la puertecilla. La abrace con ternura, y al oído le dije: “toma un taxi”, mañana hablaremos y deslicé en su bolsa lo suficiente para que pagase el servicio.
Minutos después, tocaron a la puerta. Abrí. Era mi esposa. Regresé al escritorio, donde previamente había dejado varios libros.
¿Qué haces?
Revisó los libros del abuelo
¿Vas a cenar?
Claro. ¿Cómo te fue?
Bien, pero contaron cada cosa. Apúrate, porque la cena no tardo en servirla y deseo acostarme temprano. ¿Estuviste tomando?
—Sólo una crema y un whisky.
¿Y de cuando acá te gustan las cremas?
No le contesté, cerré la biblioteca y pensaba en Inga, en ella, en el abuelo y, también, en su deseo de acostarse temprano. Generalmente, se acostaba y ya. Cuando yo lo hacía, la mayor de las veces dormía profundamente. Despertarla, me costaba más sinsabores.
Con el baño me recuperé. Acostado, la luz de una pequeña lámpara conformaba el perfil de mi esposa.
Estuvieron contando cada cosa, que me puse inquieta y me retiré. Entendí que a ella se le habían despertado sus deseos y cuando estaba de lado metí mis labios en la nuca. Después de lo acontecido, no había perdido fortaleza. Le mordisqué la nuca y dije suspirando: Inga.
Ella se volteo y me dijo:
¿Y quién es Inga?
Inga es una adolescente que desea saber qué es el sexo y decide investigarlo con el amante de su tía.
-Ah es una novela, ¿y eso revisabas cuando fui a verte?
Sí.
Pues que abuelo tan caliente tuviste.
Le di la razón. Esa puertecita que da al callejón, debe de tener su historia.

El café y la mujer

Llegó con la piel vestida de latidos, sometida al escarceo en el café. En el baño, las burbujas se llevaban las caricias, los suspiros entrecortados. ¡Cuánto daría por irse tras ellas! Mas el agua fría la fue calmando.
Vestida con bata, mecía su cuerpo de mujer madura en la poltrona. Reflexionaba lo sucedido en las últimas semanas. ¡Todo fue tan rápido! Había sido un día aburrido, compró un libro en el bazar; a la vuelta había un café. entró  por una puerta diminuta, caminó por el pasillo con piso de madera, sombras, luces que salían de lámparas de juguete. Se sentó en un lugar apartado.
Las pasta del libro le provocaba escozor en la yema y sin pensarlo los llevó a la boca. Respiró profundo, empezó la lectura. Un hilillo de palabras fue removiendo el tedio de los días. Las imágenes corrían nítidas,  poco a poco  participó de ellas. Acudía por las tardes y por instinto acariciaba el lomo terso y rosado del libro; su corazón daba un salto, la imaginación prendía al leer el desfile de pasiones. Siempre iniciaba la lectura después de que el mesero llevaba café con leche y licor de vainilla.
las luces se tornaban diminutas, en otras aumentaba la intensidad; ella seguía con la piel, la piel de la protagonista. No se inmutó cuando percibió unas manos que rozaban sus  hombros, la suave respiración cerca de su cuello, el rechinido de la silla cuando es ocupada. Leía sobre las pasiones intensas que se reproducían  con nitidez en su cuerpo. Tuvo miedo que pudiera ser observada. Para su tranquilidad, la ausencia de luz, la convertía en sombra. Oía el crujir de la silla. Ella, días después escribiría en una libreta la experiencia.
…Sin pedir permiso te sentaste, ofreciste una plática deliciosa. Fue la primera de varias, ¡me habitaste! Me pregunto ¿qué ha sucedido conmigo? Jamás hubiese imaginado hacer todo lo que he hecho. Es como si no fuera yo; una transformación que se da en mi vida cuando estoy a tu lado. Eres un deseo que no he podido controlar. ¡Ni quiero! Yo misma he sido mi diablo. Me mata la curiosidad de saber lo que estás pensando al atreverme a tanto. Te comparo con Esteban; es un señor que deja saber que le gusto. Pienso que si te hubiese conocido como a él, todo sería distinto. Cuando estoy sola con  él me ofrece  su compañía. Me ve con la mirada lejana, ausente. Desea interpretar mi ensimismamiento; suspira y me saluda con un abrazo y un beso en la mejilla. Hace preguntas o me cuenta algún chiste y no puede ocultar que las palabras tiemblan en sus labios.
Otra parte sobre lo mismo la redactó en la computadora personal, en un archivo que hablaba sobre lingüística, palabras que estaban al final del texto.
…Aquella vez, tu olor de varón y el contacto de tu piel con mi oído me estremecieron. Mis pechos gritaban ingurgitados y el filo de la tela se plegaba a mi pezón produciéndo un placer doloroso. No pude más, fui al baño, me quité la braga y regresé. Había una mesa lejana donde jugaban un partido de ajedrez. Un saxofón se escuchaba en el centro y los bajos  dejaban caer su cuota de intensidad. Mi vestido amplio, oscuro y la poca luz ocultaron lo que hacía contigo. No fue difícil sentarme entre tus piernas. Cuando me atreví, el mesero hizo una seña, como interrogando si deseaba algo y con un ademán le di a entender que no. ¡Nadie podría quitarme ese orgasmo tan soñado! ¡Siento la carga en mi pecho! Es culpa, miedo y algo más que no defino. ¡Me insulto! tal vez sólo trato de defenderme de lo que creía imposible hacer, Me maldigo porque quizá un día no me importen los veinte años de matrimonio ¡Se irán por el desagüe! Si te hubiese conocido como a Esteban, nada habría pasado.
El aire fresco de la terraza revolvía su pelo y respiraba dilatando las alas de la nariz como si éstas fuesen a volar de un momento a otro. El esposo, con su corpulencia, hundía sus pisadas en los escalones, haciendo ruido con el propósito de que fuese notada su presencia. Carraspeó cuando la vio en el sillón con los ojos entrecerrados y una mano sobre su vientre y la otra sobre el pecho derecho.
— ¿En qué piensas? —le dijo.
— ¡Me asustas!
— ¡Estás sudando mujer! Tal parece que tienes fiebre. Deberías ver a un médico. Deja de tomar tanto café, dale descanso a tus ojos. Quita esa cara de preocupación. ¡Un cambio de rutina vendrá bien a tu alma! Por cierto, el viejo libro que lees, se ve interesante. ¿Me lo prestas cuando termines?
El día que lo termine, haré una hoguera y lo quemaré. Antes de que el sol llegue lo veré renacer y al hojearlo encontraré que tiene retoños en las palabras.
—Por supuesto que te lo prestaré cuando lo termine.

LA ESPERA toulus lautrec

 

Nuestra vecina

Edvard Munch
—Mamá, ¿qué tanto gritaba anoche doña Delia?
Nada que tú debas de saber. Son cosas de mayores.
Recuerdo aquellas visiones. Contaré lo que aconteció a la vecina de mamá. Tal vez alguien la comprenda. Facciones juveniles, ojos grises y un cabello rizado castaño que caía en bucles hasta el hombro. Mediana de estatura, pechos abultados, caderas macizas que iban y venían entre los helechos del jardín. Cantaba y removía la tierra de las rosas. Ella tenía estudios universitarios,  sin que hubiese terminado una carrera.
Los padres murieron. Allí hizo vida con el Capitán. Hombre serio, de bigote ancho. Lo recuerdo con uniforme cubierto de insignias y por su zapateo. Cada pisada era firme, tronadora, como diciendo: ya llegué. Su trabajo en el ejercito consistía, en viajar hacia la sierra para descubrir inconformes, levantados en contra del gobierno.
Durante dos o más años vi lo que sucedía con el matrimonio, sabía que el capitán, la mitad del mes estaba fuera, de los quince días restantes, siete eran de felicidad, otros cinco de indiferencia, enojo y explosión; los tres restantes aparecía una paz interior y él se iba a la montaña con una sonrisa en la boca. Dalia quedaba en casa, corredores matizados por enredaderas en donde el viento iba y venía como niño.
Cuando escuchaba el ronroneo de la Pawer, salía a recibirlo con abrazos y besos para animarle a que dejase el ceño fruncido. De esos siete días los tres primeros era de excitación. Muy temprano salía del baño y antes de que él se levantase, ya tenía el desayuno. Lo sabía porque los olores se filtraban hasta mi dormitorio. Algunas veces comían en el corredor entregados a la sonrisa y el mimo. Lo mecía en la hamaca y cuando dormía, ella se acomodaba. Una noche, mamá me ordenó regar el jardín. El agua llegaba después de medianoche, Estaban acostados en el pasto, iluminados por un débil foco, más por la luna llena. Escuché que ella decía:
¿Dime que me quieres?
—Sabes que sí.
—Dímelo, anda quiero oírlo.
—Te quiero—
Dímelo de nuevo anda quiero oírlo
.—Te quiero —Esa boca dice que me ama y me siento hinchada. No te puedo negar nada, eres mi bebe. No. Eres mi santo de adoración. Nunca puedo decirte no. Tómame Quedaron en silencio, sólo el chasquido de besos caía. Ella sobre él y el reflejo de la luna sobre los rulos de su cabellera que subía y bajaba. Me quedé en silencio. Sabía lo que estaban haciendo. Después entraron a su casa, Delia abrazándolo, él sobándo las caderas. Para el quinto día el entusiasmo se mantenía, pero sin llegar al furor de los primeros. Salían de compras. Ella atendía la casa y él pasaba más tiempo en el cuartel, de tal manera que llegaba hasta entrada la noche. Seguía solícita y cuando él hablaba, de inmediato atendía su deseo. El décimo día era pobre en caricias. zurcía ropa, y por la tarde se perdía en el jardín. Y si hablaba, salían las palabras sin aquella música de los primeros días. Lo atendía a secas, como si fuese algún visitante. En la mudez de la noche se escuchaban sus voces alteradas: gritos, reclamos.
—Me dijeron que te vieron con otra vieja.
—Son chismes
—A mi no me vas a ver la cara de pendeja. Ahora sé porque anoche te hiciste el dormido.
—Estás loca. Sólo tuve reunión con mi general y tomamos unos tragos.
Las voces daban paso al silencio, pero más tarde volvían a la carga. Dos o tres noches se repetía la escena, hasta que explotaban en gritos. Eran como diez minutos de refriega. Ruidos de muebles, como si los arrastraran. Golpes a mano limpia, forcejeo, el plash de la mano abierta. El zumbido del cinturón y la voz suplicante:
—Ya no me pegues. —ya no. —luego la mudez. Al día siguiente el capitán salía temprano y ordenaba:
—Alista la maleta.
Ella volvía a la quietud, volvía a ser la misma, amorosa, servicial y a él se le pasaba el enojo y mientras ella regaba el jardín en la noche, bajo la Luz de la luna, él volvía a meter mano y ella caminaba hacia la recámara preguntándole.
– ¿Compraste la crema de fresa?
Salí de mi ciudad para continuar los estudios en la capital del estado. Regresé para las fiestas de navidad y pregunté por ella.
–Se fue para México.
-¿Se fue con el capitán?
-No, se fue sola. El capitán tal vez lo cambiaron. Dicen las gentes que hubo muchos muertos en la sierra. Primero venían soldados a entregarle cartas o razones, pero desde hace seis meses que no sabe nada de él. Dos años después llegó a visitarnos con su nueva pareja. Eran días de asueto, de vacaciones, semana santa, semana para divertirse en la playa. En la noche, la casa se llenó de luz y la música se escuchaba hasta después de la media noche. Desde mi ventana vi que estaba sobre el pecho de su pareja, acariciándolo.
—¿Verdad que me quieres?
—Claro… claro.
—Pero dilo, me llena escuchar un te quiero en tus labios
—Te quiero…
—Mmmm … lo dices sin ganas, como si te obligaran. ¡Dilo fuerte! Anda dilo. Porque cuando lo dices en voz alta, mi corazón se hincha. Así. Esa boca dice que me ama y yo me siento inflamada.

Un día de campo

Al calzarme tuve una duda. Me llevaba la bicicleta o hacía caminata. Opté por la marcha; podría ir lento y ver a la mocita que estaría por irse a la escuela. Al situarme frente a su casa parecía no haber nadie. Di una vuelta alrededor de la manzana y ella salía. Trenzas bien hechas con su cinta, la blusa blanca y sus calcetas con ribetes rosas. Su mamá la despedía dándole un beso en la mejilla.  Al cambiar el ángulo de su mirada, me vio. Sin soltar a su mamá, sonrió discreta y elevó la ceja. Pasé frente a ella, sacando el tórax, metiendo la panza y tensando los glúteos.
Cuídate mucho —oí que le decía—, al mismo tiempo acomodaba un rulo que le caía sobre la frente. Ella caminaba moviendo la mochila al vaivén de la cadera.
Al doblar la esquina se emparejó y preguntó.
—¿Qué anda haciendo usted por aquí?
— Tengo una sorpresa que te gustará.
— ¿Y cómo sabe?
—Cómo sé qué.
—Qué me gustará.
—¡Oh!, lo sé, lo sé.
—¿Y qué es?
—No te digo, es una sorpresa.
—Pues si no me dice, no voy.
— Te daré una pista. Es algo que todas las mujeres quieren, pero que pocas pueden tener. No te digo más. Aceleré la marcha. Sentía la mirada de su mamá clavada en mi espalda.
Fueron dos días que mi corazón saltaba. Mi inquietud hacía que viera trencitas por todos lados. En mi juventud esperaba a que salieran de la escuela, y entre risa y charla nos poníamos de acuerdo para ir el domingo al cine. La oscuridad de la sala era cómplice de los labios y de los quehaceres de la mano. Hoy tengo la carne floja, frente amplia y la cintura cerveceada. Son momentos diferentes, pero la cadencia de una cintura me estremece. Trataba de ocuparme con mi trabajo para no pensar, pero la mirada se me escapaba al cajón que contenía el regalo de ella y me distraía. El silencio empezaba a ser molesto y la preocupación se movía entre mis sienes. ¿Le habrá dicho a su mamá?
Estaba sentado en un banco giratorio y dándole la espalda a la entrada principal. A través de la ventana veía a la gente correr tras el transporte colectivo —la hora en que salen los escolares—, ella entró sigilosa a mi despacho. Me tapó con sus manos los ojos y para que no me moviera recargó el cuerpo sobre el mío. Mi nariz percibió el suave olor de su axila y sus pechos duros me rozaron la espalda. ¡Era una sensación desquiciadora! Se fue la presión como el silbato que descarga la fuerza del aire. Libre del peso mental fui por mi recompensa. Mis manos bajaron y subieron leves por sus caderas,  al mismo tiempo que le decía con voz aniñada:
—¿Quién es ?
—La vieja Inés
—¿Qué quería?
—El regalo
Percibí por mi cuello el halo de su boca. Su voz me acariciaba como una corbata hecha de sonidos y palabras. Tuve que fingir calma.
—¿Dónde está la sorpresa?
Retiró sus manos y se sentó con las piernas cruzadas en el mueble acolchonado. Pensé darle el obsequio, pero me detuve en el último momento.
—Es que el regalo amerita algo especial.
Se puso en guardia.
— No te asustes.
—No tengo miedo.
— Pensaba llevarte a comer y después la sorpresa.
—No pedí permiso.
—Puedes hablar por teléfono.
—Nunca he pedido permiso de esa manera.
— Siempre hay una primera vez-
Se quedó pensativa. Aproveché para decirle.
—Anímate, no tardaremos.
— ¿ A dónde iríamos?
— Cerca, por el río. Compramos comida, y hacemos un día de campo. Como es entre semana no hay gente.
— No, mejor me quedo sin regalo.
No insistí, pues era evidenciar, así que le dije:
—Allá tú si te lo pierdes…
Me acerqué la tomé de los hombres y quedo le dije que no tardaríamos. Sonrió.
—Pero cómo aviso a la casa.
—Háblale a tu mamá por teléfono
—¿Y qué le digo?
— Qué vas a hacer una tarea.
Tomó el teléfono del escritorio y marcó. — Mamá, olvidé decirte que mañana tengo que entregar un trabajo de la materia que se me dificulta; te pido permiso para ir a casa de una amiga a hacer la tarea. No me sé su teléfono, pero de allá te hablo, para que sepas dónde estoy.
Colgó el teléfono y se me quedó viendo con ese chinito que se le iba de un lado a otro y se lo acomodaba soplándole. Yo conducía por calles poco transitadas. ¿Qué tienes, te comieron la lengua de los ratones? —le dije— Sonrió forzada. Manejaba con precaución, pero con el rabo del ojo veía que su rostro se había endurecido. Traté de distraerla, pero yo también sentía el peso de la ansiedad. Ella lo percibía, porque se ladeaba en el asiento, de tal manera que sólo se le viera parcialmente su cabellera.
Cuando llegamos a la cinta asfáltica, el rostro recobró su encaje juvenil. Me puse a tararear una canción de los Beatles y se me quedó mirando con cara de “y esos quienes son” comprendí y sin decir nada saqué un compacto de Riki martín. Abrió la cajuelita y encontró música clásica. Movió la cabeza como dándome a entender que era música de viejitos. Estacioné el carro detrás de unos árboles; nos apeamos y a escasos metros corría el brazo del río, que al golpear con las piedras producía sosiego. Con papel periódico improvisamos un mantel. Ella tenía hambre, pero le daba pena.: —Eres bien melindrosa —Le dije, al mismo tiempo que tomaba una porción y lo devoraba con gusto.
—No soy melindrosa y si tengo hambre como. —Me dijo
Le abrí una lata de refresco y para mí una cerveza. Se quitó los zapatos, las calcetas y para sorpresa mía la falda escolar. Debajo traía un short deportivo. Se fue a jugar con el agua, tiró piedras, correteó ranas, brincó charcos. Puso las latas y empezó al juego del tiro al blanco, la veía y no lo creía, pero lo cierto es que se estaba divirtiendo. Cuando la miraba de perfil sus caderas parecían crecer a cada instante como una curva que no termina. Preferí cerrar los ojos y relajarme.
Dormitaba. Cuando un chorro de agua me cayó en la cabeza. Tiré manotazos y jadeos. Se puso fuera de mi alcance. Corrí, pero fue un intento vano. Simulé un ataque de tos y de asma, por lo que me tiré al suelo y puse los ojos de plato. Se acercó lo suficiente para sujetarla y sentir su redondez. Olor de carne dura y tierna. Instantes en que su respiración y la mía se acercaron cerca del beso. En un descuido su cuerpo elástico escurrió hacia la corriente. Mi excitación se volvió angustia. Ella manoteaba, se hundía, sus cabellos daban vueltas como un remolino. No lo pensé y fui tras ella. Sentía que el corazón se atragantaba en mi cuello. Al alcanzarla la sujeté del tórax; sentía su desguanzo. Cuando pude verla a cabal conciencia, soltó una carcajada. Ella fingía; pero el susto nadie me lo quitaba. Chapoteó de nuevo con su risa de traviesa por las corrientes mansas del río.
Ella retozaba. Yo discernía acerca del tiempo que desperdicié en banalidades. Ella seguía como un rehilete sin freno, pero el ejercicio intenso y el sol pleno terminaron por cansarla. Había en su cara un desfile de bostezos. Subió al carro y emprendimos el regreso.
— ¿A poco se asustó?
La miré con fingido enojo.
—Oiga, está muy velludo, parece mono. —¿Qué horas son?
van a dar las 4 de la tarde,
— le dije a mi mamá que llegaría a las 6 o 7 de la tarde, ¿ puedo dormir?
Despertó porque detuve el carro,
—¿Dónde estamos?
No le contesté, salí, ordené unas bebidas y regresé con ella, que seguía recostada en el asiento delantero del automóvil. Ven. Le di la mano y ella me volvió a preguntar.
—¿Dónde estamos?
Estamos en un hotel de paso, para que descanses y puedas darte un baño-
—Mejor lléveme a la casa.
—No estaremos mucho tiempo sólo el necesario
—Pero….
No la dejé terminar, la tomé del brazo y la conduje al interior del motel.
—Oiga, esto es malo.
—Esto no tiene nada de malo, es sólo un cuarto donde podrás asearte, dormir un rato si lo deseas y ponerte guapa.
Me miró, le sonreí y su cara se aflojó.
-—Tengo mucho sueño.
—Duérmete, yo te cuido, seré tu ángel de la guarda
—¿Y qué tal si es mi demonio?
Tomó la almohada y se la puso por debajo de sus hombros. Le aventé la sábana.
-Quítate la blusa, sino la vas arrugar mucho, tápate con esto. -le dije.
Discretamente me fui al baño, para que desabrochara la camisa. No pude evitar ducharme y refrescarme del sol de la tarde. Dormía profundamente y la sábana se había corrido a un lado, dejando al descubierto sus senos que vencían la gravedad y que parecían dos lunas. Quedé perdido al mirarla. No pude más que exclamar: ¡Qué difícil!, ¡Qué difícil!, verla dormir con sus manos en una actitud de oración. Es una niña cansada. Pero en esos hombros hay dos mundos, corrientes que serpean, bolas de fuego con saques violentos que calientan las madrugadas. Esas manos tienen la caricia precisa para enardecer; en sus labios tiene la cadencia que pueden llevarte a las estrellas, o bien al mar de Lilith.
Con el pantalón puesto me recosté a su lado. ¡oh dios! Siento su respiración y su cuerpo rozando el mío. Estoy viejo y no sé qué hacer.
No pude evitarlo. Mi mano izquierda acariciaba esa curva que corre de la cintura a la cadera, una, dos y varias veces, ¡ cómo creerlo!, llegué hasta más, exploré el macizo terroso de su muslo. -mi pequeño corazón latía en su prisión-. Volví hacerlo con audacia, pero esta vez descansé mi mano en la superficie de su rodilla, con la yema percibía el interior de su pierna. Ella con el cabello desordenado, dejaba asomar el pabellón de su oreja, y mis labios estuvieron cerca de besar su lóbulo, cuando tosió abruptamente. Su cuerpo se situó de lado, mirando a la pared y profundizando de nuevo su sueño. Cerca tenía la nuca, la planicie de su dorso, y ese arroyo que era cortado por la tira del brasier. Tímidamente le puse la mano en la cintura y el aliento seguía al vaivén de su tórax, mi brazo izquierdo hacía ángulo en su cadera y la punta de mis dedos en el vientre. el macizo de los glúteos se adosaba a mi abdomen y mi latido se aceleraba. Mordía mis labios, para poder contenerme y el sudor de mi frente corría por mis mejillas. Estuve a punto de irme al sofá de la alcoba, cuando sentí que su mano jugaba con los vellos de mi brazo!, ¡Quedé helado!
–Me hace cosquillas. — dijo.
mi beso rodó de la nuca hacia su espalda; la rodeé con mi brazo y palpé la superficie de su vientre; me pegué más a ella, y bajé la cremallera de mi pantalón. Me introduje dentro de la sábana y busqué la solidez de sus pechos; encontré el broche y lo destrabé. Sus senos brincaban entre mis dedos. Su resistencia de “estese quieto, qué me hace” se fue disipando. Con la respiración arremolinada la besé en el cuello. Sus hombros eran dulces y suaves; pensar que de ahí nacían los brazos que apretaban mi espalda. Mis ojos abarcaron las esferas de sus pechos y mis labios se abrieron por el deseo de contenerlos. Erecto su pezón, lo percutí con mi lengua y el cielo de mi boca tragó el eclipse de su areola. Loco, loco de sexo tierno, llegué y troté con mis labios por toda la primavera de su abdomen, me detuve a beber en el pozo de su ombligo y recorrí caminos que me llevaron a los muslos. Sus manos tomaban mi testa y débilmente la empujaban. Después apretaban mi nuca y gemía. Saltaba mi amigo con reflejo de adolescente, pero mi mano apretó, apretó, y grité de dolor y respiré la humedad de la lágrima.
¡Vístete! qué se hace tarde. —le dije.
Me quedé como idiota. Cuando abrió la puerta salió limpia y luciendo su chinito que coqueto iba y venía por el trapecio de su frente…

El desconocido

Ella estaba recostada en la cama de su cuarto, mordisqueando el lápiz y montada la pierna izquierda sobre la derecha. Hojeaba su diario personal; no se atrevía a escribir.” Debes relatar todo lo que pase”, recordó las palabras de su mamá.

 

— ¿¡Anotar lo que pasó?! —

 

Dalia podría esconderlo, pero su mamá revisa todo y si leyese, ¡la que se le armaría! Se puede anotar las cosas de la escuela, la conversación con su amiga María, pero nada más. ¿Cómo explicar lo que pasó hace seis meses? Todavía tiene presente aquella sensación que le produjo angustia y placer. Había intentado decírselo a su amiga, pero no lo hizo, qué tal si ella después contaba y se hacía chisme. Era mejor callar.

 

Esa tarde, soñolienta, metió entre sus piernas una de las almohadas. En la mañana se había sentido inquieta y agitada y en la ensoñación, se veía bailando, rodeada de chicos que aplaudían. De pronto percibió un estremecimiento en todo el cuerpo que la despertó: la piel se erizó, los pómulos se tornaron calientes y un cosquilleo iba y venía de su bajo abdomen hasta su pubis. Estaba asustada, sorprendida. Por instinto oprimió su abdomen bajo, sentía como si le hubiese bajado la regla, pero no tenía sangre. Después un desguanzo y volvió a dormirse. Se dijo: ¿Puedo anotar eso?

 

Hace meses tuvo un novio, pero le desagradó la manera de ser tan formal, cortés y rompió sin darle mayores explicaciones. Después conoció a Rolando, moreno, sonriente que la miraba insinuante mientras tocaba las tumbas. Al final del concierto, una amiga los presentó. El chico era abierto, expresivo, alegre. Antes de que terminase el mes, se hicieron novios. Fue quien le dio el primer beso y la hizo sentir mujer: su piel se erizaba cuando él la recorría con la pulpa de sus dedos. Ahora pasado el tiempo, comprende que pudo haber llegado a más, si el chico hubiese sido sensible y paciente.

 

Miró el diario y movió la cabeza. Guardó entonces el lápiz en el cajoncito del buró.

 

Aquel día, cuando caminaba hacia su casa, vio a un joven viejo que emparejaba la marcha de su carro con la de ella. Intentó ignorarlo, pero ante su insistencia titubeó… ¿Qué hacer? Se puso nerviosa. Luego comprendió que él solo buscaba una dirección, se acercó a explicarle. Mientras  indicaba, él sacó de la cajuela una paleta de chocolate y se la ofreció. En un principio declinó, pero al ver el brazo del hombre extendido y el gesto de su cara que parecía suplicarle, aceptó. Cuando él retiró su mano percibió su caricia, pero no dijo nada y se alejó con prisa. Al dar la media vuelta, escuchó su voz preguntándole ¿y mañana, caminarás por aquí a estas horas? Ella sin responder, sonrió.

 

Al día siguiente recordó el incidente y salió una hora antes, probablemente no lo encontraría. El día parecía otoñal: Lluvia, viento y un sol tibio. De pronto, retumbó un “hola” que la sacó de su ensimismamiento. Volvió la cara.

 

¡Era él! Retribuyó el saludo, pero siguió caminando nerviosa.

 

––¡Espera!, ayer no pude llegar a la dirección.

—¿Por qué?

—Es que no entendí bien. Me distraje viéndote. Así que perdona, ¿me podrías decir por dónde es? o, ¿podrías llevarme?

Ella se asustó. Recordó la sentencia de su padre de no hablar con extraños. Al mismo tiempo que fuera amable con los que visitaban la ciudad.

—No tengas miedo. Sólo vengo a visitar a una niña que se encuentra muy enferma. Mi madre me pidió verla. Ayer ya no pude, por más que intenté, así que tú eres mi ángel de la guarda, se buena y llévame.

 

Aceptó. Llevaría al extraño, pues sabía de cabo a rabo los pormenores de la colonia. Él la condujo al carro, le dio la dirección y mientras ella leía, él sacó de su cajuela otra paleta de chocolate y al momento que se la daba, de nuevo sintió el contacto de su piel.

 

—Eres una niña bonita, ¿tienes muchos amigos?

—Tengo amigas—, dijo ella, —mamá me ha dicho que no es hora de tener amigos, pues sólo tengo trece años.

—¡Trece años! es increíble, parece que tuvieses más, estoy claro que sin uniforme escolar, vestida de mezclilla, podrías ir al cine a una función de mayores y el guardia jamás sabría que tienes trece años.

 

Ella sonrió, pues si algo le agradaba era haberse quitado la cara niña. Su desarrollo fue de repente y asombroso.

 

De reojo veía la cara de él, que no ocultaba su sorpresa por ella. Era un hombre sin belleza, pero varonil. Tendría más de veinticinco años. Destacaba su color moreno, sin tener rasgos negroides, y la red de vellos lacios que caían como ramas oscuras de sus brazos, lo hacían diferente.

 

—Parece que esa es la casa.

 

Estacionó el vehículo, y ella intentó salir del auto, pero él la detuvo.

 

—Nada, nada de irse, sólo preguntaré, no tardo.

 

Cuando regresó, le dijo con tristeza:

 

—Parece que la niña fue llevada a otra ciudad a recibir tratamiento intenso. A ver mi nena directora de vialidad, dígame dónde puedo ofrecerle un helado rico con chocolate.

Ella no dijo nada, o pretendió no escucharlo.

 

— ¿De dónde es usted?

—Soy de muy lejos. Tu ciudad es bella; bella como tú.

 

Ella sonrió, y le dijo:

—Déjeme en esa esquina. Mi mamá debe estar preocupada.

—¿Allí vives?

—No. Pero déjeme aquí, así me evito preguntas ociosas de mis vecinos o lo peor, de mi mamá.

 

Estaba a punto de salir, y volvió a preguntar.

 

— ¿A qué horas nos vamos a tomar ese helado?

—Mañana saldré muy temprano…

 

Se retiró dejándolo con la palabra en la boca. La vio alejarse con prisa.

 

Aquella mañana, se vistió con una falda escolar que le quedaba rabona. Se despidió de sus padres. Pensó en el desconocido. No la encontraría. En realidad, no iba a la escuela. Tenía en mente visitar a una amiga de la infancia que no era bien vista por su mamá. Deseaba darle a la compañera una sorpresa. El automóvil se aparcó cerca de ella. No lo esperaba. Sentía un estremecimiento por su cuerpo. Él abrió la puerta y la invitó a subirse. Ella dudó, pero se dio valor, al sentarse, la falda subió hasta el muslo, como pudo, ocultó su piel blanca. Percibía un hueco en el estómago. No se sentía mal. Pero durante el recorrido, bajo el influjo de una plática espontánea, se tranquilizó.

 

— ¿Sabes que el sol de las mañanas descubre paisajes en el mar? ¿Te gustaría ir a verlos?

 

Sin esperar respuesta enfiló el carro hacia la playa.

 

— Allá te invitaré un helado y podré desafiarte a unas carreras, se ve que haces ejercicio.

 

Ella sonrió, no se equivocaba, la rutina del ejercicio le habían torneado los muslos.

— ¿Te gustaría coger conchas y estrellitas de mar? si es así caminemos. Como el día apenas abre, el sol no quemará.

 

Cada vez más se sentía el aroma salobre.

 

— Soy de una parte lejana, cerca de una pradera, donde la tierra es roja y cuando cae el sol, pareciera que el cielo y la tierra han librado una pelea. Vivo solo entre los refugios de aquel terreno y a veces juego a las escondidas con las aves que pueblan los acantilados. He decidido seguirlas y conocer más de la naturaleza, me dedico a interpretar el diario de las aves.

 

Ella le contó de sus padres, sus amigas, y tímidamente le refirió que ya había tenido novio, pero que le daba miedo.

 

— ¿Miedo a que?

—Miedo, sólo miedo.

 

Y él entendió que el miedo se refería a ser vista por sus padres, a ser excitada, o miedo tal vez de sí… de su naturaleza.

 

—El mar es imponente. Quizá tú no lo percibas porque realmente te has criado entre sus aguas, o sea: eres una linda sirenita. Miro el cielo y veo las gigantescas montañas y me asombro. Pero ver el mar me hace sentir breve, enano del alma. Aquí entre esta vastedad encuentras que no tienes tamaño. Dios o la naturaleza se expresan en todo momento: en el vuelo de las gaviotas, en el suave rumor, en la corona blanca de la ola, o en las redes de colores que brincan cuando el sol sale. No he venido en la noche, tal vez lo haga antes de irme, pero me agradaría sentir los rayos de la luna mientras las olas me llenan de humedad, de sal y de caricias. — ¡Hagamos unas carreras!

 

— ¡Sale! —dijo ella.

 

Pusieron una meta y empezaron a correr. Él dejó que iniciara y pudo reconocer el cuerpo de una mujer sensual. El cabello largo, la espalda fuerte y la cintura que se movía a la par que las caderas y ese salto nervioso de sus glúteos.

 

Poco antes de llegar, él la alcanzó, pero trastabilló y en la caída ambos quedaron muy cerca.

 

— ¿Te hiciste daño?

 

Y mientras, tocaba su cuerpo para indagar si no se había hecho daño, terminó su mano en medio de su pecho.

 

— ¿Te hiciste daño?

 

Ella estaba bien. Había intuido que algo pasaría, le agradó que fuese de esa manera. Lo que no sabía era que la piel de la mano despertaría los botones de su piel. Brotaban entrelazadas las sensaciones de algo que no podía definir cuando la mano palpó su cuerpo. “El te hiciste daño” caía en su oído como una preocupación sincera que repetía su mente.

 

Ella también tuvo en movimiento sus manos y encontró en sus hombros la dureza de un hombre acostumbrado al ejercicio. Ella pensó que él se desapartaría, pero volvió a sentir su mano sobre el cuello, lóbulos, en la mejilla su voz suave. Al voltear, se encontró cerca de la boca de él, percibió su aliento, levantó su mentón, lo que él aprovechó para rozarle los labios. Su cuello fue una breve calle que su boca recorrió por ambos sentidos. El algo se puso en marcha, se agitaba y crecía. Como un alud cubrió la piel. La boca fue invadida con un beso tierno, que fue dilatando la carne rosada de sus labios. Llegó un asomo de claridad y trató de levantarse.

 

—No te asustes, nada haremos si no deseas…

 

Acostados en la playa, él comprendió que podrían verlos, la ayudó a levantarse y fueron a comprar helados.

 

Dentro del carro miraron hacia el horizonte donde apreciaron el tránsito de barcos pescadores.

 

Ella se calmó, y entre los sabores del helado y la plática amena de él, sintió que aquel desconocido ya no era tal, sino lo percibió como un amigo de muchos años.

— Recárgate en mi hombro y veamos la belleza de la naturaleza…

 

La abrazaba… poco después la mano de él hurgaba por su talle y ella se dejaba hacer, a veces la tomaba de la mejilla y le decía lo hermosa que era y daba un beso suave.

 

Ella le puso una mano sobre la pierna y cuando iba a retirarla, él la sujetó y le dijo:

 

— Es linda tu caricia.

 

Al tiempo acercaba su boca y ella deseó el beso: un beso de un adulto que disfrutó. Tenía en la boca el sabor de la fresa, la humedad, la fiebre y después fuego. Ella respondió.

 

La mano seducía el cuello, mientras la besaba. La blusa se abrió y la mano acarició el hombro. Ella se dijo: “Si llega a más, me desaparto. No llegó. Sintió la boca de él caer del cuello hacia el inicio de sus pechos y una erección de dolor y placer asaltó sus pezones. No le desató el sostén; el pecho decidió salirse y dejarse… ahora la boca mordisqueaba con sus labios el pezón.

Como recuerdos pasaban las veces que ella se sintió mamá y daba de amamantar a sus muñecos… ¡ahora lo hacía real!

 

El asiento corrió hacia atrás, dejando espacio. La voluntad de zafarse era cada vez menor y por un momento se olvidó de tal cosa… ella seguía. Su humedad había crecido y un orgasmo espontáneo repercutió en su vientre como una pelota de caucho que rebota sin orden ni tiempo.

 

Ella misma aflojó el sostén y sus pechos fueron pista de milimétricas sensaciones en donde su frutilla era succionada por una boca febril. La mano del desconocido tocaba su vientre, la falda rodó hacia la cintura y la piel de luna quedó al descubierto. En su pubis tamborileaba el placer. La mano frotaba, frotaba despacio, hacía círculos o iba de arriba abajo. Ella deseó sentir mejor, así que, en una breve insinuación de él, ella levantó las caderas para que le quitase las bragas. Se quedó, como algunas veces había estado en la soledad de su cama, con las piernas semiabiertas y bañada en efervescencias.

Ella apretaba con su mano la circunferencia de un falo. Lo había visto en los libros, pero jamás como ahora. Duro, enardecido; con una humedad que caía de su cabeza. Tiempo después escribiría: “Era un ser vivo. Parecía un gigante con un sólo ojo y me dio temor. Escuché su voz que me decía: “Es tuyo” y suavemente tomó mi cabeza y me acercó hacia él. “Bésalo” —me dijo. Cerré los ojos, abrí mis labios y ya no me detuve.”

Él se dobló. Lo puso en su mejilla. Ella percibía una bola de fuego. Cerró los ojos, lo metió dentro de su boca. Nunca imaginó que el líquido que emanaba de él, la excitaría sobremanera.

En el mismo diario escribiría “…era un olor fresco, se sentía húmedo y febril…un sabor marino. Recuerdo que después lo hice como si fuese una infanta, luego me desaparté y busqué la boca de él… y le dije al oído: “Llévame a casa o a otro lado”.

Tuvo un arrebato más. Ella montó sobre él. Le vino el recuerdo de niña, cuando una tarde en la penumbra vio a su madre cabalgando y acariciando la cabeza de su padre. Fue un movimiento de rayo, que la acercó más a la intimidad ya que el falo de él quedó aprisionado entre sus piernas y en movimientos rítmicos frotaba sus labios. Con la mirada le pidió que pusiera en marcha el carro. Se volvió a sentar a su lado, y con una de sus manos apretaba y desapretaba la circunferencia del pene que seguía fuera de su recinto. Hojas más, de un diario que haría quince años después de aquélla mañana se lee lo siguiente: “…Las mujeres tenemos un exquisito olfato. Es bueno y malo. Pues si el aroma es agradable, entonces vives en una delicia, si por el contrario es nauseabundo entonces estás en un infierno. La vez previa a la pérdida de mi virginidad, encontré claro que el aroma de mi bello desconocido inundaba de placer todas mis vísceras. Mi mano era la receptora de sus emanaciones, y mientras él manejaba buscando un motel, yo me inclinaba en el asiento, recargada en su hombro y apresando con mi mano izquierda la circunferencia del glande. El aroma era brutal y no pude contenerme, bajé a su entre pierna y lamí como una perrita hace con la leche que se riega en el suelo. Han pasado muchos años y nadie me ha excitado tanto…”

 

La ventana del motel tenía vista al mar. La habitación amplia, sobria, limpia, olorosa a jabón, y al fondo una pileta interior y una maceta con hojas del color de la sandía. Frente a la cama, un gran closet con puertas que servían de marco a enormes espejos. Ella bajó su falda; esperó.La besó rozándole los labios, su frente, mejillas, orejas y cuello. Al mismo tiempo le ofrecía palabras suaves, las manos de él iban de arriba abajo tomando la vereda de los hombros o bajando por la ruta del abdomen, caderas. Hubo un momento que se detuvo y le dijo al oído:

 

— ¿Es tu primera vez?

 

Dijo que sí con los ojos, él alisó su cabello…

 

— ¿Quieres sentir hasta el final, o me detengo?

—Ella tomó la palabra de algún lugar: un baño, o una plática indecente que escuchó de los chicos. Pero esa vez cobró un significado, abrazó una realidad y una vivencia que la recordaría por siempre. Lo besó en la boca.

 

—No te detengas y cógeme, —le dijo.

 

Nunca se atrevió a describir paso por paso lo que siguió. Un día, reflexionando de cuáles horas de su vida habían sido más bellas, llegó a la conclusión que eran esas. Y deseando recrear aquellos espacios, tomó la libreta a sus sesenta años y escribió:

 

“Sería una simpleza describir las formas como me abordó el desconocido; nada de mi piel quedó íntegra, pues el placer es un remolino que anestesia la realidad; sólo se mira a sí mismo. Vuelvo a reírme: de niña no tomas la pastilla porque te da miedo atragantarte.

 

Da vergüenza que te miren desnuda, los sabores aceitosos y marinos te causan repugnancia. Ese día introduje en mi garganta miles de cápsulas o pastillas sin que arqueara. Me mostré desnuda, fue enorme placer que él me viese y tocase cada una de mis partes. Acepté ser horadada y el dolor inicial se volcó en placer indefinible. Y Cuando tuve en mis carrillos el sabor de él, oliendo a mar, lo degusté intensamente. En unas horas abandoné a la niña y me convertí en mujer. Esas son las mejores horas que la vida me ha dado. Afuera el mar, besaba mi cuello, y abarcaba con sus manos mis senos y al besarlo le dije: Gracias por hacerme mujer.

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La decepción

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Él tomó su sombrero, te dio un beso en la mejilla y dijo: “Luego vengo”; y en un santiamén, llegó la madrugada sin que él diese señas de volver. Antes de que se fuera, lo abrazaste recargando tu perfil en su cuello, tus senos contra su pecho. Mientras él se bañaba, miraste al espejo. Tu pelo castaño caía lacio sobre tus hombros, la bata abierta parecía un zaguán resguardando frutales. ¿Sabes?, la seda va muy bien a tu cuerpo, pues al caer define la brevedad de tu vientre y la curva de tus caderas. Del buró sacaste un incienso de sándalo y te imaginaste el olor esparciéndose en la recámara. Él salió del baño con las gotas de agua atrapadas en el vello, sin mediar palabra, lo besaste. Él respondió, discretamente zafó de tus brazos y se encaminó hacia el clóset. Empezó a vestirse y tomó el sombrero.

—Regresaré pronto— dijo.

Besó tu mejilla y sonrió con picardía.

— Voy a una reunión de caballeros.

Mientras te bañabas, miré tu silla veteada, recorrí cada una de las figuritas de porcelana. Oí crujir la puerta. Saliste con una bata color naranja y sujetabas tu pelo con una toalla. Jamás hubieses imaginado que yo veía detrás del espejo. Tus ojos color carbón, labios hechos para el beso; las mejillas turgentes y frescas.

El bochorno de la noche dio la justificación para abrir la bata. Observaste la grandeza de tus pechos y sonreíste al recordar la atracción que ejercen sobre el deseo de los varones. Cepillabas el cabello; en cada movimiento, sobresalía enrojecido tu pezón como una uva cargada de vino.

Te recostaste sobre la cama y esperaste. La noche calurosa se transformó en tibia y la vigilia empezó a tropezar con el silencio, el fastidio fue escondiendo los deseos de lumbre y bostesabas.

Miraba tu esplendor, acostada tenías la cabeza de lado, y la dignidad erecta de los pechos; en el sueño, ellos esperaban. Tus piernas largas que parecían cal dorada.

—No entiendo el desprecio de tu varón. ¡Cómo no trotar y cabalgar tus colinas llegando así a las dunas de tu vientre y entremezclar los suspiros con lluvia íntima! He salido de mi escondite y estoy a tu lado, por más que intenté sacudirte con mi ánimo, no despertaste. Me retiré a mi guarida a rumiar mi desorden que, por supuesto, ya no es de este lugar, aún recuerdo las veces que espiaba a las parejas en su procesión de quejidos. Hermosa mujer, yo también me he decepcionado de tu esposo y me he quedado con el deseo de lubricar mis sentidos.

La migraña

La luz daba la sensación de que pasaban de las cinco de la tarde. Era mediodía. El departamento tenía olor a humedad y a vejez. El ventilador gemía al tratar de mitigar los cuarenta grados centígrados de temperatura. la televisión era un bla bla de anuncios.
Subió treinta escalones y alzó la voz:
— ¡Buenas tardes! ¿dónde está la enferma? La señora que miraba la televisión no se dio por enterada y desde una de las recámaras escuchó su voz.
—Pásele doctor, es por acá.
Recostada en la cama, con el pelo revuelto, blusa roja, short holgado y apoyaba la espalda en almohadones.
—Siéntese médico, disculpe el desorden
Puso el maletín en el buró, y él puso media nalga en el borde de la cama, le sonrió, como diciéndole, te compondrás. Identificó que era el mismo ventilador —el que gemía— y ella sin maquillaje tenía el rostro de una muñeca de trapo. La reconoció por el lunar que ensombrecía una parte del ala de la nariz. Anteayer en un auditorio, después de dar su ponencia, ella se acercó para solicitarle si podría repetir la conferencia en una estación de radio. Él le dio su tarjeta y quedaron de comunicarse. Cuarenta y ocho horas después, estaba frente a ella,
— ¿Qué le sucede?
— Me da pena haberlo molestado
— No se preocupe. Es mi trabajo.
— Pero también me apena. Mire en que fachas me encuentra.
—Está enferma.
-Sabe, tengo un dolor intenso en la mitad de la cabeza, me punza, otras me late y cuando hay mucha luz o ruido siento que la cabeza me explota. Tengo asco.
—La revisaré.
Con paciencia puso todos los sentidos al estudio de ella. Nada pasó por alto, la luz llegó al fondo del ojo, del oído, de la garganta y con el tacto captó los ritmos del corazón. En silencio desprendió una hoja del recetario y escribió con claridad lo que tendría que tomarse.
Estando a punto de marcharse, encontró reflejada en su cara una crisis de dolor. No dijo nada y preparó la jeringa para inyectarle en el glúteo. sumisa aceptó y tuvo que esperar para observar si llegaba el efecto deseado. Con el estetoscopio oía la frecuencia cardiaca. Quince minutos después el dolor fue desapareciendo. Al cerrar su maletín, ella estalló en sollozos.
—¿Te volvió?
—No doctor, es que ayer hice un coraje.
—Puede contarme.
—Le quito el tiempo, no me haga caso, debe de tener más pacientes. No quiero entretenerlo.
—Para su descanso, ya terminé mi jornada. Usted fue mi última paciente. Ahora sólo está el amigo. ¡Cuénteme!
—Anoche hice coraje con mi novio. Estaba molesta de que llegara tarde a la cita. No me bastaron sus disculpas. Lo dejé con la palabra en la boca y tomé el primer taxi. ¿Qué piensa?
— Debiste escucharlo.
Sollozó. Una lágrima caía y él la interrumpió con el pulpejo de su dedo. Ella se aferró a su mano y la deposito sobre su pecho. Un calor que se hizo frío recorría su brazo, que lo hizo tamborilear los dedos. Fue como si accionara el interruptor de la luz. El pezón erectó y la mano con rapidez fue hacia el abdomen. Ella parecía no darse cuenta.
—¿No siente que tengo calentura?
Tomó la mano de él y la sitúo sobre su frente. Él la recorrió hacía abajo buscándole los pulsos del cuello y registró con el tacto un corazón en huida, —como si diera tumbos— . Bajó su cabeza y cerró los ojos para concentrarse. Cuando él volteó la cara encontró con los labios de ella. En un segundo sus bocas eran una, en minutos sudaban copiosamente y las ropas estaban a uno y otro lado de la cama. El golpeteo de sus cuerpos era intenso. El desvencijado colchón con base de metal y resortes crujía, haciendo un ruido ensordecedor. Poco después, exhaustos volvían a escuchar el ruido del ventilador.
Cuando él se vestía.
—¿Vive sola?
—No, con mi mamá.
—¿Dónde está?
—Está viendo la televisión.

Se quedó frío. Y en voz baja le dijo:
-¿escucharía?
—No.
— Pero hicimos mucho ruido.
— No te preocupes, mi mamá está casi sorda y cuando se pone a ver películas viejas nadie la saca.

Ella le dio un beso y su mano descansaba en el glúteo de él, al mismo tiempo le preguntaba: ¿Vendrás en la noche por si vuelve la migraña?

mujer de espalda

La ocasión

¿Recuerdas cuando Juana te dijo que ella ya no podía seguir trabajando contigo? Pero que sabía de una prima que podría hacerlo. Le preguntaste si tenía buena presentación y ella contestó con familiaridad que sí. Juana te conocía bien y supo interpretar lo que tu querías decirle, pues al responderte movió las manos dibujando dos paréntesis.
Dos días más tarde llegó con su prima. Joven, bien formada, con acné en la frente y respondía al nombre de María. Habló lo elemental y mirando hacia abajo. Tenía conocimiento de primeros auxilios. Trabajaría por la mañana y por la tarde y sus obligaciones serían: mantener el local aseado, ordenar el medicamento, recibir la consulta, tomar signos vitales y ayudarte con la clientela femenina.
Por ese tiempo eras parte de un club de corredores por tu afición. Te veías delgado, elástico y resistente. Todos los días corrías de veinte a treinta minutos y los domingos trotabas con media docena de corredores. El local no tenía lujos, pero si era amplio y cómodo. Como una breve casa. Tu compromiso: atender de las nueve de la mañana a dos de la tarde.
Salió lista la muchacha: inyectaba, ponía sueros, y poco a poco enseñaste las complicadas formulas de las medicinas y cómo preparar pomadas de manera artesanal. Amén de que con paciencia la instruiste de cómo insertar un espejo vaginal y tomar muestras para el diagnóstico de cáncer. Me atrevo a decir, que mirar de cerca los aspectos íntimos dio oportunidad para dialogar sin prejuicios. En dos meses Sigue leyendo «La ocasión»

Me acosté con la cabeza a un lado de tus pies. Llevé a la boca el dedo gordo de tu píe, lo humedecí; al mismo tiempo acaricié tu pantorrilla.

 

— ¿Sientes cosquillas?
Trataste de retirarlo, lo contuve. me pregunté ¿si alguno de tus amantes te había provocado de ese modo? Levanté tu falda, descubrí tus muslos. Llegué al tobillo, con la lengua lamí y entre más lo hacía tu intención de quitarlo se desvanecía.
—Me place lo que haces. —dijiste.
—Nada malo pensaran si te hago un moretón. —Respondí.
Cerré los ojos ,visioné la escena.
ES EN UNA CALLE. DE MAÑANA 8.10. ELLA CON FALDA PLATICA CON DOS SEÑORAS.
SEÑORA UNO — ¿Y cómo se lastimó?
SEÑORA DOS — Mire que feo se le ve ese moretón en el tobillo.
ELLA — Me golpeé con la esquina de la cama. Me sobé, y puse una compresa fría.
SEÑORA UNO — Con lo que duele el tobillo.
Con mi boca deguste la tersura de tu rodilla.
—¡Súbete! Escuché que decías.
No te hice caso. Mi placer me lo dabas con tu respuesta, me seducía dejarte maculada. Seguí, seguí y hubo gritos, suspiros que se elevaron, otros que despreciaron el cielo para arrinconarse en la sábana.
UNA CALLE ES DE MAÑANA 8.15 ELLA. DOS VECINAS
SEÑORA DOS Levanta la falda ¡Dios no había visto sus rodillas!
SEÑORA UNO—Y fueron las dos, Santo dios, pero una está más lastimada que otra. Hasta parece que le untaron violeta de genciana.
SEÑORA DOS—A una amiga se le hizo así por cumplir una promesa. Llegó de rodillas ante el santo cofre de Atochi.
ELLA— Me dolió mucho, caí de golpe, más apoyada en una rodilla. Ahogué mi dolor mordiendo la manga de la camisa. Me dije, este día no es el mío, pues poco antes me había lastimado el tobillo.
Luego de varias horas en la cabaña, la respuesta a las manchas violetas, está en el quehacer intenso que vivimos.
Una parte fue debido a que mi boca chupaba más, una de tus rodillas, la otra fue cuando en un abrir y cerrar de ojo dijiste:
— ¡Párate!
Te hice caso y quedaste arrodillada frente a mi vientre. Bajaste mi jean, luego el bóxer y mirándome dijiste:
—Siente como recorro con boca y garganta la península de tu cuerpo.
Tu sapiencia fue increíble y cada vez que iniciaba el orgasmo, —te percatabas por mis gemidos— y sin previo aviso apretabas los testículos, el dolor anulaba mis sensaciones y volvías con tu tarea de lactante. ¿Cuánto tiempo pasó? No lo supe. Sólo jugábamos. Alguna vez, recordé haberte dicho que tus caderas eran mi punto débil y comprendí que nunca lo olvidaste y te arrodillaste; tu cabeza se apoyó en la alfombra y levantaste los glúteos.
— Mírame.—Exclamaste.
Me situé detrás. El sudor parecía una fina escarcha sobre el río de tu espalda y deslicé mis manos desde la nuca hasta tus caderas. Besé tus nalgas, las apreté y les di palmadas, pues me seduce verlas enrojecidas. Mi boca daba golpes de tea desde el borde hasta el centro. La palma de mi mano se ajustó entre tu pubis y el esfínter. Sentí el ardor, la humedad, que animaron al medio a introducirse en tu introito, deslizándose en un lúdico dentro y afuera, mientras que mi boca trastornada campeaba en la geografía roja de tus glúteos. Los abrí, alcancé con la mirada tu orificio; con la punta de mi lengua lo humedecí. No esperabas ese ataque, y sobresaltaste, más por tus movimientos involuntarios, quejidos;  deduje tu aceptación. Seguías de rodillas, coloqué entonces la cabeza entre tus piernas y abracé tu cintura; mi boca rodaba de tu pubis hasta tu ano y viceversa. Te grité:
—Mueve la cadera y acércate lo más que puedas a mi boca.
Tus movimientos se hicieron vehementes y el sudor formaba arroyos que caían sobre la alfombra.
—Me quiero venir. —Súbitamente dijiste
Erecté mi lengua y simulé poseer un apéndice. Te abrí y exploré tu canal. Tú me cogías de la nuca. La culminación no fue tan breve y tu cuerpo en espasmos arremetió con violencia. Fue allí cuando insultaste las rodillas; fueron cilindros que iban y venían con fuerza animal planchando la alfombra.
LA ACERA, LA MAÑANA 8.17 ELL, LAS SEÑORAS
SEÑORA UNO AGACHANDOSE — ¡Ay, válgame dios!, pero qué feo se le ven sus rodillas, una más que otra.
SEÑORA DOS AGACHANDOSE—¡Ay, lo que debe de estar sufriendo! ¿Y ya se puso miel?
ELLA.- Sólo me he puesto glicerina y fomentos de agua fría.
Después de tu orgasmo, pensé que te recostarías, pero te dio por volver a las oraciones. Yo me senté en la cama y tú seguías de rodillas, recuerdo que gateaste y volviste a lamer mis compañeros. Tu cara tenía placidez, pero en tus ojos seguía viva la flama. Así que tus caricias orales tenían esa doble emoción, la suavidad de un agradecimiento y el resabio de un ardor ¿Sería la recompensa por tu orgasmo? ¿ o la búsqueda de más intensidad?
Con una seña de mi mano, de mis ojos, te invité a que te subieras a la cama. Pero me diste a entender que me situara detrás de ti y golpeaste tu trasero. Cuando estuve, te fuiste doblando, como un camello lo hace en las arenas del desierto. Tu cabeza descansó en la suavidad de tus brazos y tus pechos en el piso simulaban dos tazas. Curvando el cuello me preguntaste:
— ¿Te gusta como me ves?
Hinqué la mirada en esa línea viva que sale de la nuca y termina debajo de la espalda, luego en la estrechez de tu cintura, que más abajo abre hacia tus caderas: caí arrodillado. Apoyé mis manos en tus flancos y sembré de besos a tu espalda, glúteos y a tu centro. Restregué mi apéndice por la piel de las grupas acaloradas y rojas, y después lo froté en tu isla eréctil, y decías…
—Dale, dale. Hazlo.
Mientras movías como una sierpe tu cuerpo. No te hice caso. Y seguía rodándolo sobre tu triangulo húmedo.
—Dale, dale. Hazlo
Entonces sin decirte nada y abrazándote de la cintura dejé que se fuese dentro, lo hice cuando tu no esperabas y sólo escuché que pujaste y gimoteabas sin parar.
— ¿Te dolió?
Gemiste y entendí que querías que me retirara y lo hice, pero entre jadeos hablaste:
—Ahora córrela lo más dentro que puedas.
Llegó hasta el fondo. De lado veía el bamboleo de los pechos como un eco de nuestro movimiento. Poco a poco abriste los brazos y quedaste boca abajo , pero con tu centro expuesto. El sudor abundante hacía que mi cuerpo resbalase sobre el tuyo y me daba el impulso para recorrer tu canal de principio a fin. Excitado, recuerdo haberte dicho:
— Puedo irme por otro lado…
— ¡Me vale! Ese es el riesgo, pero sigue y quédate inmóvil, deseo que sientas mis latidos y también como te muerdo.
La blancura de tu efigie contrastaba con mi piel morocha. Tu respiración se hacía intensa, jadeabas y aumenté el cadereo. Sobrevino el orgasmo, Tu cuerpo se tensó como resorte y la mitad de los jadeos, gritos se quedaron pegados al suelo, la otra se dispersó entre los vericuetos de la choza; nos dimos un baño, de vuelta a la cama te hiciste bolita y te metiste en mi pecho. Cerramos los ojos. Yo seguí el curso de lo imaginado.
MAÑANA 8.20 ELLA, DOS SEÑORA EN LA CALLE.
SEÑORA UNO. — ¡Ay mi niña como debes de sufrir! Pero un día malo todos tenemos.
SEÑORA DOS. —Ya la llevó su marido con el médico. Sería bueno que le tomaran una radiografía.
ELLA…— Sí. Todos tenemos días malos “yo desearía tener más de esos”. «Mi esposo es tan despistado que ni cuenta se ha dado de mis moretones, tuve que decirle que me caí y sin dar importancia me dijo que fuese a ver al médico, que por eso pagaba el seguro. Me encabroné, que me bajo la falda, y mis pantaletas y le enseñe mis nalgas que aún estaban enrojecidas y arqueando la ceja me recriminó que es por las cremas que me echo. Me fui al baño a llorar, porque si me quedo allí, no sé qué más le hubiese enseñado”.
SEÑORA UNO. — ¿Y qué le dijo el médico?
ELLA — Aún no me dice nada, pues regresará pasado mañana; ya aparté mi cita.
Creo haberme dormido un instante, pues el ovillo que estaba en el hueco de mi pecho desapareció y cuando me di cuenta ya tu boca hacia migas con mi ombligo y tu mano exploraba la geografía de mi pubis. Entonces acaricié la textura de tu pelo, luego escuché tu voz aniñada:
—Me das mi chupón
Lo bésate como quien besa a un oso de peluche.
—Es la entrega más bella que he tenido desde hace mucho tiempo.
Pero él no sabe de eso y volvió a erectarse.
Te subiste y dijiste al oído…
— ¿Te gustaron mis caderas? Debo de tener las nalgas como si me hubiese dado sarampión. Sabes, cada vez que me ponías la palma de tu mano, tenía placer. Era una manera de decirte lo bien que me hacías sentir. Le diré a mi esposo, si es que acaso se da cuenta, que el bronceador me hizo reacción.
Te seguías moviendo, sólo por el deseo de sentirme dentro de ti, sabía que eran actos más de ternura que de sexo, volvías a besarme y decías, eres el primero que me ve el ano en todo esplendor… sólo tú lo conoces. Bueno, ¡ni yo me lo he visto! Pensé que teníamos una especie de sobrecama de forma activa.
— Lo tienes bonito, redondo, apretadito, pues cuando te metí el dedo, casi lo mordías.
Entonces, lo busqué de nuevo y volví a mimarlo
—¿Te gusta? Le pregunté.
—Me gusta. Quiero que me poseas por allí, de esa manera no habrá nada que no sea dado para ti. Mi esposo lo pide, pero no lo merece. Me preparé para dos cosas, una, para no sentir ningún remordimiento y la otra para ser de ti, las veces que me desees y por donde desees.
—Ponte de lado, abrázame, bésame. Me enterneces. Para irte acostumbrando te daré de piquetitos, nada doloroso sino placenteros, pues esta cueva, no tiene nada de diferente, se coge cuando la mujer lo desea y está caliente. Ahora ya no lo estás. Empecé a besarte con ternura.
LA MAÑANA LA CALLE DOS MUJERES RUMBO A LA IGLESIA PLATICAN
SEÑORA UNO— Que feo tiene las rodillas la señora
SEÑORA DOS —Sí, pero ella lo buscó
SEÑORA UNO —Cómo que lo buscó
SEÑORA DOS.— ¿No se dio cuenta?, que si fuesen golpes, ella no podría caminar, o lo haría con mucho dolor, cada vez que doblara las piernas. Además cuando levanté la falda para verle mejor, me di cuenta que había otro moretón en la parte de arriba. Si hubiese sido golpe, el derrame estaría abajo.
SEÑORA UNO.— El marido la ha de amar con mucha pasión.
SEÑORA DOS. —No sea tonta, los maridos tienen fecha de caducidad. Le aseguro que antes de los diez años se les cansa el caballo.
SEÑORA UNO— ¿Y usted cómo sabe tanto?
SEÑORA DOS— La vida, la vida me ha enseñado. «Ah si esta buena mujer me hubiese visto en mis mejores días, seguramente no platicaría nunca conmigo”.
CONSULTORIO MÉDICO TARDE
ENFERMERA— Señora por favor pásele.
Ella entró al consultorio donde la madera, los libros y las artesanías hacen el decorado. Una música de saxo se escucha.
MÉDICO— Señora que gusto verla de nuevo. Siéntese por favor. Dígame ¿En qué puedo serle útil?
ELLA— Doctor vengo a que revise las rodillas.
Él ayuda con esmero y casi la carga para subirla a la mesa de exploración. Ella se apoya en los hombros. Acostada pregunta:
ELLA—Usted cree que sea grave lo que tengo?
MÉDICO— secreteando le susurra al oído- Nada que el tiempo no pueda curar.
y le chupa el lóbulo donde cuelga un arete de madera.

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