La moneda de plata por Rubén García García

Sendero

No contuvo la molestia cuando escuchó que tocaban a la puerta. Abrió con brusquedad. Frente a ella estaba un joven imberbe que sostenía un arreglo floral; pensó que se había equivocado de dirección.

—¿La señora Celia Basan?

—Sí.

—Flores para usted.

Lo hizo pasar de mala gana, indicándole con un gesto el lugar donde depositar el cesto.

—¿Dónde firmo? — dijo con sequedad. La exuberancia del arreglo la tomó desprevenida. Girasoles y margaritas competían en un derroche de amarillos, pero eran las azucenas en la base las que, con un sutil aroma, parecían hablarle desde las profundidades. «¿Quién…?», se preguntó. «Mis hijos están lejos». La voz del muchacho la devolvió al presente.

—No hay nada que firmar. Es todo suyo.

Tomó el sobre amarillento con cierta reserva. Al abrirlo, una brisa sutil de lavanda despertó un recuerdo antiguo. Dentro, había una moneda de plata y una carta, escrita con una caligrafía temblorosa.

Querida Celia:

Hubiera deseado despedirme en persona, pero mi salud se desvanece como humo. Antes de que la niebla me invada, quiero agradecerte por los instantes que llenaste de luz mi existencia. Aún te miro en tu partida, aunque lo acepté con resignación. Anhelaba compartir el último tramo del viaje contigo, pero respeté tu decisión.

Te he observado desde la distancia, como un espectador invisible. Celebré tus logros científicos, asistí en silencio a las bodas de tus hijos, compartí tus momentos de dolor. Recuerdas cuando te dije que el amor, se mide en los días grises, más que en los radiantes ¿Y aquella moneda que tanto te gustó y que al final no compraste? La adquirí con la esperanza de sorprenderte, y hoy, ese anhelo se cumple. Su grabado te emocionó, y no la compraste porque el precio era demasiado, más tarde la adquirí, era una ganga, su valor era esotérico. Ahora, espero que te recuerde también a mí. El ramo que este joven te entrega es mi último adiós. Él es Mario, a quien cuidé como a mi hijo, tras la muerte de su madre adoptiva. Le hablé de ti, le mostré las fotos donde éramos cómplices. Lo crié con la idea de que eras su tía. Ahora, en mis horas finales, te suplico que lo ampares. Si no puedes, no te preocupes, ha sido admitido en una prestigiosa universidad y cuenta con un seguro que lo protegerá. Pero, por favor, prométeme que de vez en cuando le llamarás. Es un joven noble y sensible.

Hasta siempre, mi adorada Celia. Arturo

P.E te suplico que destruyas la carta.

Un nudo se atoró en su garganta. Con voz apenas audible, invitó a Mario a pasar al salón. Le ofreció té mientras él le relataba los últimos días de su amigo. Ella aferraba la carta contra su pecho, y la moneda la depositó en un compartimento oculto de su monedero,

—Soy una mujer que ama su soledad, sería injusto imponerte mi compañía —dijo, finalmente—. Pero te ayudaré con tus estudios. Te acompañaré a instalarte y considera esta casa como tuya. ¿Dónde está tu equipaje?

Regresó con una maleta discreta, casi un portafolio escolar. Mientras merendaban, una corriente helada se filtraba por una ventana. Mario se levantó, examinó el marco y con destreza ajustó la hoja que se deslizaba con dificultad.

La ventana tenía meses que ya no cerraba.

—¿Suele caminar por las mañanas? —preguntó, insinuando un cambio inminente en el clima.

—No le temo a las ventiscas —respondió Celia, con una sonrisa.

Antes de retirarse, Mario le rozó la mejilla con un beso suave, susurrando un «gracias» que resonó como una promesa. El aroma que emanaba de él la llevó a un sendero bordeado de abetos que había visitado en sueños.

A la mañana siguiente, Celia trotó por las calles empedradas sumidas en la penumbra. «Esta ciudad es mi refugio», pensó. «Escucho las escobas danzando sobre las piedras, el lejano rugido de un motor que rasga el silencio. ¡Y las estrellas, tan cerca!». A sus sesenta años, su salud era envidiable.

Buscó la luna, escondida tras de las nubes. Pensó en Mario, y la memoria de aquellos días la abrazó con fuerza, aunque se reafirmó en su decisión de vivir en soledad. Arturo deseaba una mujer a su lado. Si bien éramos compatibles en la intimidad, tenía un carácter posesivo que lo disimulaba bien. Ella por el trato que tenía con él, sabía que dos o tres veces al año se desaparecía. Alguna vez le comentó que formaba parte de sociedades secretas y como maestro tenía que impartir algunas conferencias por el mundo. Nunca fue insistente por conocer más de lo que le confió. Jamás volvió a preguntarle.

Mario la esperaba con una toalla y un vaso de jugo. Celia sonrió agradecida, y se dirigió a la ducha. El agua hervía en la tetera, y el aroma de galletas recién horneadas inundaba la cocina. Pronto, notó que Mario se preparaba para salir.

—¿Vas a explorar la ciudad?

—Eso puede esperar. El clima podría cambiar, y tal vez necesite provisiones. Me gustaría acompañarla, si me lo permite.

—Magnífico, iremos de compras, aunque me reviente, es necesario.

Al acercarse al coche…

—Déjeme conducir, soy buen chofer —ofreció Mario.

A los pocos kilómetros demostró su habilidad y ella se relajó. Solamente veía que iban en dirección correcta, parecía haber nacido en la ciudad.

Mientras compraban víveres frescos, Celia recordó a sus hijos, y el tedio de la compra se transformó en un paseo y terminaron riendo en una cafetería de la plaza central.

Muy temprano, calzó tenis, tomó su monedero y salió desafiando el frío. Trotaba por la cuesta hacia la iglesia cuando escuchó otra zancada. Instintivamente miró hacia atrás, y solo había fragmentos de niebla. Se detuvo, pero solo vibraba el silencio. Reinició su marcha y volvió a escuchar, ahora el trote de otros pasos que no eran los suyos, pero no venían de atrás ni de adelante, sino que resonaban en sus pies. Miró hacia abajo y se dijo: “Estoy loquita”. Al llegar a una cima, perdió el equilibrio. Unos segundos después, también perdió la conciencia.

Más tarde recordaría: “Cuando avanzaba sobre la cuesta, escuché otra pisada distinta a la mía; el ritmo no era el mismo. Cerca de la iglesia, de unas escaleras que conducen a una construcción rocosa —milenaria— emergió una silueta que detuvo mi caída. Me acostó y frotó los pulsos del cuello, al mismo tiempo que rezaba. Aún percibo el olor de hierbas y la paz que siguió después de la oración». Evocó el ulular de la ambulancia, cómo fue trasladada al hospital y los estudios a los que fue sometida. Solo escuchaba lo importante; el resto era un tiempo interminable que la hacía ensoñar, reír, llorar, compadecerse, emocionarse. Era vivir de otro modo.

Tres días después, la voz de su hija le acarició la mejilla, y la alegría la transformó en una ola depositada en la playa.

— ¡Mamá, ¡qué lindo está el día! Hay un aroma a durazno que revolotea. Dime que lo hueles, mamá.

— Lo huelo, hija…

— ¡Mamá, has regresado! ¡Dios, qué alegría! ¡Mi hermano está llegando a la ciudad!

El amor es acompañarse siempre.», recordó de pronto. Como un relámpago, se vio en el departamento de Arturo. En la sala, una colección de fotografías. Entre ellas, una en la que él sostenía un diploma de graduación. Su rostro juvenil la observaba con la misma intensidad con la que Mario lo hacía en el café, en el auto, en el colmado.

En casa, caminó reconociendo el departamento. Aún quedaba espuma en su entendimiento. Fue hacia la habitación donde había estado Mario y encontró a su hija profundamente dormida. Cierta vez lo mencionó, pero leyó en los ojos de sus hijos una interrogación. Contaban que algún velador la encontró y avisó a los servicios de urgencia.

Meses después, reestablecida, contestó el teléfono.

— ¿Señora Bazán?

— Sí.

— ¿Estuvo internada en el hospital los días…?

— Sí.

— Hay un monedero que no sabemos de quién es. Si es suyo, descríbalo, por favor.

— Es pequeño, color negro, de piel, con cierre marrón.

— Puede venir por él.

Cuando lo tuvo, recordó que lo llevaba en el bolso del pantalón deportivo. Una luz la apremió a hurgar en el compartimiento secreto. Al golpearlo, salió rodando por el piso una moneda de plata que giraba, pero al detenerse quedó de canto y rodó hacia ella, hasta guarecerse entre sus dedos.

Al día siguiente, se levantó con deseos de saborear dulce de coco y encontró una pequeña porción en la alacena. Puso la tetera sobre la estufa y, sentada, esperó a que el agua se calentara. El monedero apareció sobre la mesa, y distraídamente sacó la moneda y la hizo virar. Esta dio vueltas por toda la superficie y detuvo su movimiento cuando se encontró entre sus dedos. Lo volvió a hacer, obteniendo el mismo resultado. La siguiente vez, escondió las manos, y la moneda daba miles de vueltas. Habían pasado algunos minutos, y seguía. Puso su mano en un extremo de la mesa, y la moneda fue atraída, buscando meterse entre sus dedos. La llevó hasta su boca, la besó y sonrió luminosamente

El adiós por Rubén García García

Sendero

Llegué hasta la «madre». Dejé trabajo en la oficina y en el portafolio venía otro tanto. Urgía un trago. Desde ayer, barrunté que el clima cambiaría. Sintonicé un canal de jazz y, al compás de «Take Five», sorbía mi Old Parr en las rocas. Mi esposa no tardaría en llegar del gimnasio. Escuché el ruido del motor frente a mi casa. Hice a un lado la cortina y, sí, era ella. Empezaba a llover. Frente al portón había un carro que no era el suyo. Entró con prisa y, al besar mi mejilla, apenas si la rozó, se fue directo al dormitorio.

Ella acomodaba su ropa con una rápida precisión, cada movimiento llegaba al espacio adecuado. —¿Te vas de viaje? —No. Me voy de la casa. —Me miró a los ojos, sus ojos brillosos y fríos—. Lo nuestro no funciona.

Hace ocho días habíamos retozado como recién casados. Estaba pasmado. —Hace una semana no decías lo mismo. —No quería hacerte sentir mal. Pero me sirvió para confirmar que no está aquí lo que me satisface. —¿Y a dónde irás? —Eso no es de tu incumbencia. A su tiempo tendrás noticias.

La lluvia arreció. Las gotas eran botines que taconeaban sobre el vidrio, el viento se hizo frío. La vi decidida, me retiré. Mi boca seca reclamaba mi trago. Parado frente a la ventana, entendí los besos descuidados y los gemidos, como si regresaran para decirme que eran fingidos. Regresé cuando la puerta del clóset dejaba escapar el olor de vainilla con el que aromatizaba su ropa interior.

Sentado y sorbiendo, escuché que había cerrado la maleta. El viento había cesado. Con voz menos alterada me preguntó: —¡Qué! ¿No vas a decir nada? —Ya lo decidiste. —Me tembló la quijada. Cerré la boca. Afuera, el agua de la chorrera caía sobre el pavimento. —Por favor, devuélveme los mil dólares que te facilité. —Tragué saliva y saqué mi cartera, tomé quinientos dólares y se los di. —Tengo tu número de cuenta. En la quincena te los deposito. —Los necesito en este momento. —¡No los tengo! Espérate a que cobre.

Hizo una mueca y miró hacia la ventana. El sonido de un claxon sonó repetidamente. Ella abrió la puerta y gritó: —¡Espérame! Miré el carro, la luz apenas me permitió distinguir un auto compacto. Estaba por abrir la puerta llevando su maleta, cuando se regresó y, abrazándome, me dijo: —Algún día me lo agradecerás…

Salió. Yo me quedé en el corredor. En la cajuela del coche metió su maleta y se introdujo en el asiento del copiloto. Vi con tristeza cómo se dejaba besar y el auto que poco a poco se perdía en la calle lluviosa y solitaria. El portafolio lo aventé con fuerza a uno de los muebles, me serví otro trago y el solo de la batería de Dave Brubeck sonaba en mis oídos como una pelota que no dejaba de rebotar.

Apagué la música, sorbí mi copa de un solo trago y salí al patio a sentir la fría llovizna, tan helada que me hizo titiritar. Respiré profundo y, si hubo lágrimas, no me di cuenta. Lejos se oía la música de una banda.

¿Qué se puede hacer en diez minutos? por Rubén García García

Sendero

—¿Qué se puede hacer en diez minutos? —preguntó a su examante, con voz dulce y desafiante.

Ricardo no la esperaba, de hecho, no esperaba nada. Así que fue una sorpresa. Era la misma de siempre: fina en sus formas, con un perfil de barro tallado con delicadeza. No le dio tiempo a contestarle.

—Esto —respondió ella con una sonrisa indefinida.

Abrió la blusa lentamente, dejando que cada botón suelto incrementara el brillo en los ojos de Ricardo. Él sonrió con socarronería y le dio a su respuesta una tonada musical.

—¿Entonces solo tengo diez minutos…? — Amelia sostenía la sonrisa. Fue hacia ella, con ese caminar felino que conocía.

Él había sido el único que la vio dormirse en su pecho, envuelta en una silenciosa satisfacción. Para él, el encanto fue efímero. Para ella, la frialdad tuvo consecuencias; comprendió que solo había sido una estación en el tránsito de su vida.

El departamento estaba igual que cuando ella lo vio por primera vez, un desorden apenas disimulado. Mientras él dormía, ella aprovechaba para organizarlo y dejarlo medianamente limpio. Las paredes seguían del mismo color, y un cuadro, que ella le había regalado permanecía en su lugar. Escuchó de nuevo sus murmullos y el vuelo de las palomas al llegar al dintel de la ventana. Se lo agradecía sinceramente; la llevó a las alturas y la hizo danzar entre las copas de los majestuosos pinos.

Aquella noche lo soñó y no tuvo dudas: para liberarse, tendría que volar de nuevo y jamás regresar a su lado. Probar una vez más y decir adiós.

—En diez minutos se pueden hacer tantas cosas —se dijo Ricardo. No pudo evitar recordar el momento en que la convenció de subir a su departamento y hacerla despedir tantas chispas como el herrero que esmerila un lingote de hierro. Él fue quien la inició en la artesanía del fuego. Era una mujer hermosa, lástima que no entendiera que lo obtenido no tiene el mismo sabor que lo deseado. Se volvió pesada y celosa.

Besó el sendero de su piel, el sabor a café con leche. Eran tan delicadas como burbujas tornasoladas en el viento. Oía su respiración como el batir de un ave contra el aire. Sabía entonces que la voluntad de ella era la que deseaba.

La parvada de susurros de él voló hacia el abismo cuando sintió el piquete de una aguja que penetraba en su cuello. El frío se extendió como una cascada sorpresiva, que llega sin previo aviso. Te coge, y después de una bocanada de todo, llega la mudez.

—¡Esto es lo que se puede hacer! —exclamó ella con una amarga satisfacción, poco antes de que la sordera de él llegara y todo se volviera oscuridad.

Amelia se retiró, reacomodando su ropa con una calma inquietante, dejando tras de sí una mezcla de alivio y dolor. Tuvo la curiosidad de mirar la herida, las gotas de sangre que armaron un hilo bermellón que salían del cuello de Ricardo. Al cerrar la puerta percibió un calambre en el vientre y la expulsión de un líquido que fluía del cuello de su matriz. «es el adiós» se dijo y siguió su camino hacia la salida.

En tu adiós de Rubén García García

Sendero


Llegué hasta la «madre». Dejé trabajo en la oficina y en el portafolio venía otro tanto. Urgía un trago. Desde ayer, barrunté que el clima cambiaría. Sintonicé un canal de jazz y, al compás de «Take Five», sorbía mi Old Parr en las rocas. Mi esposa no tardaría en llegar del gimnasio. Escuché el ruido del motor frente a mi casa. Hice a un lado la cortina y, sí, era ella. Empezaba a llover. Frente al portón había un carro que no era el suyo. Entró con prisa y, al besar mi mejilla, apenas si la rozó, se fue directo al dormitorio.

Ella acomodaba su ropa con una rápida precisión, cada movimiento llegaba al espacio adecuado. —¿Te vas de viaje? —No. Me voy de la casa. —Me miró a los ojos, sus ojos brillosos y fríos—. Lo nuestro no funciona.

Hace ocho días habíamos retozado como recién casados. Estaba pasmado. —Hace una semana no decías lo mismo. —No quería hacerte sentir mal. Pero me sirvió para confirmar que no está aquí lo que me satisface. —¿Y a dónde irás? —Eso no es de tu incumbencia. A su tiempo tendrás noticias.

La lluvia arreció. Las gotas eran botines que taconeaban sobre el vidrio, el viento se hizo frío. La vi decidida, me retiré. Mi boca seca reclamaba mi trago. Parado frente a la ventana, entendí los besos descuidados y los gemidos, como si regresaran para decirme que eran fingidos. Regresé cuando la puerta del clóset dejaba escapar el olor de vainilla con el que aromatizaba su ropa interior.

Sentado y sorbiendo, escuché que había cerrado la maleta. El viento había cesado. Con voz menos alterada me preguntó: —¡Qué! ¿No vas a decir nada? —Ya lo decidiste. —Me tembló la quijada. Cerré la boca. Afuera, el agua de la chorrera caía sobre el pavimento. —Por favor, devuélveme los mil dólares que te facilité. —Tragué saliva y saqué mi cartera, tomé quinientos dólares y se los di. —Tengo tu número de cuenta. En la quincena te los deposito. —Los necesito en este momento. —¡No los tengo! Espérate a que cobre.

Hizo una mueca y miró hacia la ventana. El sonido de un claxon sonó repetidamente. Ella abrió la puerta y gritó: —¡Espérame! Miré el carro, la luz apenas me permitió distinguir un auto compacto. Estaba por abrir la puerta llevando su maleta, cuando se regresó y, abrazándome, me dijo: —Algún día me lo agradecerás…

Salió. Yo me quedé en el corredor. En la cajuela del coche metió su maleta y se introdujo en el asiento del copiloto. Vi con tristeza cómo se dejaba besar y el auto que poco a poco se perdía en la calle lluviosa y solitaria. El portafolio lo aventé con fuerza a uno de los muebles, me serví otro trago y el solo de la batería de Dave Brubeck sonaba en mis oídos como una pelota que no dejaba de rebotar.

Apagué la música, sorbí mi copa de un solo trago y salí al patio a sentir la fría llovizna, tan helada que me hizo titiritar. Respiré profundo y, si hubo lágrimas, no me di cuenta. Lejos se oía la música de una banda.

La confesión de Rubén García García

sendero

Le pedí permiso a mi padre para ir a la iglesia a confesarme. La última vez, me llevó la tía Clemencia, porque según ella, a mi edad ya se siembran los malos pensamientos. Después de hacerlo, me impuso que rezara dos aves marías hincada sobre granos de arroz. Hace un año mi pecho parecía una tabla, esta vez me crecieron dos bultitos.

No había nadie en el confesionario…

—A tu edad, los pecados son pequeños. Al menos que ya tengas novio.

—Ni Dios lo quiera, usted conoce a mi papá y ya sabe lo delicado que es. A mi hermana mayor la chingó sólo porque la vio sonriéndole a Juan, el zapatero.

—Tu papá no dice groserías y tú sí, y es pecado.

—No las dice frente a usted, ¡pero si lo oyera! alza la voz y maldice, si lo que ve, no le gusta. La vez, que en su plato encontró un cabello, por poco brinca arriba de mi hermana.

—Lo afectó mucho la muerte de tu mamá.

—Pero… Ya tiene tres años y cada vez se hace más enojón, y si algo huele mal, le da por arquearse. Nos tiene lavando los trastos, aunque estén lavados. Le tengo miedo, me asusta cuando se enoja, pero también me da coraje y me da por ser rezongona; luego se me pasa y sigo haciendo mis tareas. Aquí le dejo un bocadito para que cene. Mi papá quería más, pero le dije que ya no había y se lo traje a usted.

—Ya, vete y reza tres padres nuestros que son buenos para prevenir el pecado. Gracias por el bocado.

¡Ay San Ignacio! ¡Mejor te lo cuento a ti! Ya ves que sólo matan res cada ocho días, y esa mañana, mi papá trajo unos bistecs. «Es filete y costó caro»

—Voy a salir, al rato regreso a almorzar. Dijo.—Ponles sal, ajo y pimienta y déjalos un rato en naranja agria.

Regresaba de cortar las naranjas, y ya no vi la carne. Miré para todos lados. Escuché, abajo del brasero, que un gato negro resollaba atragantado. ¡Se jambaba la carne! Tenía a la mano la escoba y pude darle más de un garrotazo. Soltó la mitad. Aún apendejado, intentó correr. Logré darle otro golpe y el filete cayó donde se habían cagado las gallinas en la noche. Pudo escapar, el desgraciado. La carne estaba llena de pelos, babeada y la otra con mierda. Me dio asco, pero más era el miedo al pensar en mi papá, que no tardaría en llegar. No sabía qué hacer, mi hermana mayor se había ido a visitar a sus padrinos, doña Herminia, la vecina, por más que le grité no contestaba. Me puse a jalarme las trenzas, hasta que me arranqué un manojo de cabellos. Lavé la carne, quité la tierra, cenizas, hollín, pelos, baba, mucha baba. Le exprimí naranjas agrias, la salé y dejé que reposara y con un garrote en la mano daba vueltas sin perderla de vista, por si regresaba el gato. Cuando llegó mi papá, le di dos pedazotes, salsa verde, frijoles de la olla y tortilla recién hecha. ¡Dio una comida! Antes de tenderse en la hamaca, logró divisar al gato negro y me dijo:

—Guarda bien la carne, allí anda el gato de Hilearón.

Hay una parte de la casa donde dos paredes casi se juntan, y queda un pasillo estrecho. Allí, solo puede entrar un gato. Le puse un cebo y esperé. Sólo tenía una oportunidad y no la desperdicié. Sacó la cabeza y ¡zas!

—¿Qué es?  —Nada papá, es el gato de Hilearón.

Volvió a dormirse. Media hora después, lo tenía despellejado y la tripería se la di a los gansos. Mi padre, después de la siesta se dio un baño y salió al centro del pueblo y regresó anocheciendo.

El gato estaba bien gordo. La osamenta y la piel la eché en el hoyo de la letrina. La carne la herví y la deshebré. Molí yerbas de olor, ajo y cebolla, resultó una papilla, que al juntarla con pan molido, pude fritar en aceite. Tortillas de carne.

Hice jugo de guanábana, le puse un poco de caña, conseguí hielo, y después de cenar mi padre sólo se golpeaba la panza de la comilona que dio.

—Me guardas tortitas para mañana que almuerce, y haces más jugo.

—Si papá. ¿Te gustaron las tortitas? No me contestó, ya lo había vencido el sueño.

—No me regañes, San Ignacio, pero también, le convidé un pedacito al padre, ya ves, ¡qué es tan bueno!

Iglesia de Chumatlán Veracruz

Navidad en la selva de Rubén García García

sendero

En la noche, bajo la ceiba platicaba don Sapo con el Topo, que traía lentes oscuros. Una luna brillante de diciembre.

―¿Ha escuchado hablar de Santa Claus?

―Para nada Sapo.

―¿Pero sí de la navidad?

―Sí, mamá platicaba que era el día en que había nacido Jesús. ¿Y quién es Santa Claus?

―También le dicen papá Noel. Es un señor gordo, vestido de rojo que cada veinticuatro de diciembre llega y obsequia a los niños un regalo para festejar el nacimiento del niño Jesús.

―Por acá no viene: ¡estamos tan lejos!

―Le muestro como es.

El Topo se quitó los lentes oscuros. Las veía, y volvía a verlas .

―¡Pero es igualito a ti! si te ponemos el gorro, un vestido rojo, tus botas y te inflas, serías el Sapo Claus de la selva.

―¡Qué cosas dice señor Topo! —miró hacia la luna y llegó un olor a jazmines. Y se imaginó vestido de rojo con un gorro. —Sería bondadoso que los pequeños de la selva recibieran un regalo de navidad . dijo en voz alta

―Verá que todo se puede. Soy buen amigo del Rey de los Ratones. Él nos dará toda la ayuda, si se lo pido.

-¿Quieres que los pequeños sean felices?

―¡Claro que sí! –refiere el topo―entonces, ¿te parece si por un día te conviertes en Papá Noel?

Don Sapo se quedó mudo y el Topo dando una media vuelta y levantando los brazos al cielo estrellado, dijo:

―¡Dios nos ayudará!

Armaron un plan y se despidieron moviendo la cola. La noticia corrió de hocico en hocico. Santa Closs vendría a la selva y daría a los cachorros que se hubiesen aplicado en sus quehaceres un regalo de navidad, para festejar el nacimiento del Niño Dios.

—¡Cómo se le ocurre señor Sapo decir que Santa Closs vendrá! Me dijeron que informó a los padres, que él llegará a repartir regalos entre los animalitos de la selva. ¡Eso no se hace! No de esperanzas. Bien sabe que apenas hay para comer. -dijo el señor Lechuza.

―No tenga desconfianza. Ya verá usted, que si los niños hacen su carta bien clarita, sin faltas de ortografía y diciendo por qué son merecedores de regalos, Santa, cumplirá.

― El regalo es un estímulo para que los niños sigan haciendo bien sus quehaceres. ―exclama el Topo.

El Sapo se fue a ver al Rey de los Ratones, brincó por los camelotes del río. Después de muchas horas llegó donde estaba su reino. Encontró al Rey en la biblioteca, era su mansión. Le contó acerca de los planes

― Es grato, señor Sapo que la navidad la lleve al corazón de la selva. ― dice el Rey.  Aquí tengo las fotos de Papá Noel. Don Sapo, usted tiene mucho parecido con él. —intervino la esposa del rey,  Mamá Ratona.

―¿Usted cree? -Preguntó emocionado, don Sapo.

―¡Claro que sí! lo feliz que haría a los animalitos del monte, si en la navidad encontraran en su casa un regalo.

―¿y los regalos? Dijo don Sapo

―Eso es lo de menos, en la ciudad son tan desperdiciados, que los niños caprichosos tiran sus regalos y, al rato, piden otro nuevo. Los papás con tal de que no los molesten, vuelven a comprarles más.  Dijo el Rey de los ratones.  —Yo tengo tela roja. Ahora llamo a las costureras del reino para que le  tomen medidas y le confeccionen su traje.

―¿Y los regalos? —insistió don Sapo.

Mamá Ratona chifló sacando la lengua y frunciendo los labios. los ratones prestos, llegaron.

―Esta noche traigan muchos juguetes. Ordenó: cada ratón debe de traer dos por lo menos.

Por la mañana había cientos de muñecas, ositos, jirafas, carretas, trenes, planchas, trasteros con sus vasijas, estufas con sus peroles. —gracias a los niños caprichosos y a padres complacientes.

―¿Y cómo podré llevarme tanto?

―Nuestras primas, las ratas de agua nos ayudarán.

Un ejercito de artesanos se encargaron de dejar como nuevos, los obsequios. La niña fea dejo de ser fea, y la flauta se reconcilió con el viento. Los embolsaron poniéndoles un moño rojo con diferentes leyendas: ayuda a tu mamá, no faltes a la escuela, estudia a diario, respeta a las niñas y ama a tus padres y hermanos. ¡Feliz navidad! El Niño Dios nació.

Cuando mamá Ratona vistió de Santa Closs a Don Sapo, todos exclamaron: ¡ohh !, también recordó que al señor Santa se reconocía por su carcajada de JO, jo, jo . don Sapo empezó a practicarla.

Un camelote fue adaptado como balsa. Éste fue reforzado con raíces trenzadas por las ratas de agua. Lo esencial era que estuviese protegido por la madre tierra en contra de los malos espíritus que son fluidos que se transforman en cualquier tipo de maldad.

―Recuerde don Sapo, dijo el rey,  que el mal tiene muchas caras: una roca, un viento furibundo, una neblina, un grito desgarrador o quizá una voz melosa. Si bien va protegido, eso no quiere decir que sea a prueba de todo. Abra los ojos, que desde este momento, usted pertenece a la bondad. Le acompañaran mi guardia personal, y mis amigas las Nutrias que impulsaran el camelote hasta la profundidad de la selva y otro viajero, que es un secreto.

En el cielo había una luna veleidosa. Por momentos parecía decir véanme, y en otras se envolvía entre las nubes. En el primer tercio del trayecto el camelote avanzó sin sorpresas. Gritos en la lejanía, chicharras en coro. Al llegar a la mitad del trayecto la luna se ocultó. La noche se hizo densa, la brisa se calmó. Ahora, el viento llegaba frío y zarandeaba a los árboles, don Sapo arrugaba y desarrugaba la frente, era un tic de sobresalto. Lejos el aullido de una bestia y el agua encrespada se oía como el ronroneo de un perro cuando duerme. Poco después se hizo un profundo silencio.

Los ojos de don Sapo no daban crédito. En el agua había círculos de colores brillantes, pero al afinar la mirada un avispero de latidos golpeaba su pecho: vio con terror que eran víboras entrelazadas que rodaban sobre la superficie y amenazaban con tomar la ínsula de los juguetes. Las Ratas, guardianes del reino, se ordenaron en fila con los ojos casi cerrados, para no ser hipnotizadas. Las Nutrias formaron la primera defensa. Con sus colas golpeaban el agua; el ruido intenso, y las olas formadas, detuvieron el avance, sin embargo, una de ellas logró de un salto descomunal llegar hasta la isla con las fauces abiertas para deglutir de un solo bocado el cuerpo obeso de don Sapo. Solo que, en el último instante, el Jaguar de un zarpazo le arrancó la cabeza.

Los ataques se concentraron en don Sapo que se escondió tras un peluche de águila que parecía tan real que las víboras con un silbido se retiraron.

Regresó la calma. La luna asomó nítida. Poco después, una docena de nubes gordas la envolvió, y la oscuridad se hizo densa. Un silencio sospechoso bostezaba. Rompió el sonido del río: splash splash: golpes en el agua; tambores líquidos que anunciaban otro suceso. Las Ratas olfateaban, divisaban el horizonte a ras del agua; al tiempo exclamaron: ¡lagartos! Hay muchos, que están de rivera a rivera.

El camalote se detuvo. Los caimanes nadaban lentamente hacia él. La luna abrió un instante dejando ver una fila de ojos, de donde fluía un brillo verdoso y rojizo. Los habitantes de la isla se agruparon, al frente se plantó el Jaguar. Dos enormes caimanes se adelantaron a golpear para derribarlos de la ínsula. Escucharon la voz de don Lechuzo que les gritaba:

– ¡Cierren los ojos! ¡cierren los ojos!

Un enjambre de luciérnagas voló sobre los lagartos prendiendo y apagando su luz, lo que hizo que miraran hacia arriba; y al hacerlo llegaron miríadas de moscos que se incrustaron en sus párpados, obligándolos a hundirse en las aguas del río.

A don Sapo hubo que acomodarle el gorro, la bata roja, y sus botas. le forjaron una canasta sobre su lomo. Así, mientras dormían fue dejando juguetes a los cachorros y a los padres, un nacimiento para venerar la llegada del hijo de Dios.

Solo don Lechuzo y el Topo supieron que Don Sapo había terminado. El Jo,jo, jo aflautado, cada vez se oía más lejos, camino a los pantanos.

En la media noche de Rubén García García

Sendero

Casi medianoche y las cuentas no cuadran. Me falta leer y mi espalda reclama descanso. El calor es intenso; el ventilador no es suficiente. Abriré un poco la cortina metálica para que ventile. A esta hora, la gente se retira a sus casas. Soy contador, superviso los estados financieros y calculo los impuestos que los comerciantes pagarán al estado. Tener tacto para tratar con los jefes, los empleados que agilizan los trámites y quienes nos contratan es un trabajo arduo que exige discreción. Revisaré la correspondencia, nunca se sabe qué puede venir. El estilete para abrir cartas lo guardo en la bolsa de mi camisa, si lo dejara en el escritorio desaparecería entre tantos papeles. Veamos, esta es del diario de la federación donde manifiestan un cambio en la norma 00325. Por suerte, se refiere a las iglesias. Mis cincuenta años ya se hacen notar. Ahora comprendo el esfuerzo que el viejo tuvo que hacer para comprar este local. ¡Me lo dejó en herencia! A los sesenta, seguía con la fabricación manual de zapatos. Es un espacio en la planta baja de un edificio de principios del siglo XX. Con el tiempo, ha quedado en el corazón de la ciudad.

Escucho el taconeo de la gente y el sonido de una sirena. Masajeo mi cintura tratando de apaciguar el dolor; pero éste no cede. Decido reposar en el sofá que dispongo para mis clientes, digo que solo serán unos minutos. Boca abajo y levantando un poco la cabeza es como mejor descanso. En esa posición, mis ojos pueden mirar hacia la calle y ver los zapatos y oír el taconeo de las personas que transitan…

Ocho días después, despierto sobresaltado en la cama de un hospital. Una luz tenue sale de la lámpara que está sobre el buró. Mi esposa duerme en una poltrona. Trato de ubicarme. ¿Cómo es que llegué a este lugar?

Hace un mes el trabajo se duplicó; sin que se duplicaran los ingresos económicos. Pedí préstamos para contratar personal, pago de horas extras y hubo gastos extraordinarios en casa. Dormía y en el sueño me veía en un bar departiendo con amigos, cuando el peso de una mirada me obligó a voltear era una mujer de pelo abundante y ensortijado que alzaba su copa y su ceja. Como si le diese vuelta a la hoja me miraba correr por una vereda desconocida, sembrada de arbustos con espinas y a lo lejos el estridente rumor del mar que parecía estrellarse con algún arrecife. Corría sin saber cómo orientarme y salir. Luego en mi oficina con el escritorio colmado de papeles y acostado boca abajo. Recuerdo que antes de sumergirme en el sueño, vi borrosamente las zapatillas de una mujer y el ruido que hace un cuerpo al recargarse en la cortina metálica. Al mirar sus piernas una mano alzaba su falda. Ella respondía con suspiros entrecortados. En un instante, el individuo levantó la cortina y se introdujo en el local. Retozaban sobre la alfombra sin percatarse de mi presencia. Con la blusa abierta, él destrabó el corpiño y besaba sus pechos. Ella acariciaba su abundante cabellera. Me quedé estupefacto cuando él sacó un delgado puñal que hundió de un golpe.

«¡Estúpida, mil veces estúpida!», le gritaba. «A mí no me engañas. ¿Acaso crees que no me daría cuenta de que tú y el dueño de este sitio tienen amores?» Después de esa exclamación de odio, sacó el puñal del pecho de ella y se abalanzó sobre mí. Cuando me di la vuelta para enfrentarlo, parte de la luz cayó sobre su rostro y con sorpresa vi que se trataba de una mujer. Fue lo último que recuerdo antes de sentir la punta acerada en mi carne y la sangre que corría humedeciendo mi camisa.

La llegada del médico al cuarto interrumpió mis pensamientos. «Le daré el alta», dijo luego de revisarme, y agregó: «No me explico su estado de inconsciencia, ya que la herida no afectó ninguna zona vital.»

Tampoco comprendió la tensión muscular en mi expresión ni la crispación de mis manos cuando le pregunté por el cadáver de la mujer.

«¿Cuál mujer, cuál cadáver?», contestó tartamudeando.

«La que mataron frente a mí.»

«¿Se siente bien? No había ningún cadáver, usted estaba solo, tirado sobre un sillón, boca abajo, con parte del estilete clavado muy cerca de la arteria axilar. ¡No había nadie más!», y se retiró moviendo de un lado al otro la cabeza.

Me quedé abrumado. Es cierto, todo un mes trabajando hasta la medianoche, sumergido entre el debe y el haber de mis clientes que insistían en llamar a mi teléfono para saber cuánto tendrían que pagar al ministerio.

Tiempo después, cuando estaban remodelando el despacho, ordené que quitaran el piso de madera para cambiarlo por uno de cerámica. El obrero encontró un pequeño puñal, fino, largo, que parecía de juguete. Miró furtivamente a ambos lados y, sigilosamente, lo escondió debajo de sus ropas.

Yo bajé la mirada y preferí callar.

Las aves de Rubén García García

Sendero

Se levanta en la madrugada impulsado por un sueño, y apoyándose con el bordón camina hacia las afueras del pueblo. Escucha en la lejanía el grito de los animales. Al cruzar el zapote un aleteo lo sorprende. Queda en su nariz aguileña un olor de plumas húmedas. Se dirige hacia la cañada. Camina afirmando su talón. Huele el moho que cubre las rocas. ¿Soñaría con su madre? Hubo un grito que lo despertó. Desde adentro, desde una oscuridad que no precisa.
La luz niquelada de la luna cae en la higuera lejana, y sobre la falda del cerro se extiende el cementerio. Allá, camino al río, vivió con su madre
La recordó barriendo la hoja minúscula del tamarindo y del frondoso guayabo. Desgranaba las mazorcas y de su boca salían chasquidos para llamar a las gallinas y polluelos. Oía el ruido del agua, el golpeteo de la ropa en la batea y montones de ropa que le daban a lavar. Él se veía en el patio con su pantalón raído, flaco, mugriento viendo a dos polluelos correteando a otro que intentaban arrebatarle una lombriz. Los siguió y fue tras ellos, no les dio descanso, hasta que piando cayeron sin vida.
Regresó sigiloso. Su madre se dio cuenta cuando los encontró con los ojos abiertos y aún tibios. Solo movió la cabeza, “algo comieron”. Cuando iba a la tienda del pueblo no pudo evitar la sonrisa al recordar el esfuerzo que hizo de corretearlos y aquella sensación de placer al escuchar su piar de angustia. Sabía que aquello no estaba bien y por un tiempo se contuvo. Volvió a las andadas, pero ahora se los llevaba entre los zacatales y lo volvía a hacer, hasta que un día tras de él iba su madre rabiosa con una vara de tamarindo. Se escondió bajo las ramas del guayabo que caían a ras del suelo. En el crepúsculo, escucharon sus gritos de dolor. Las larvas negras y peludas cayeron en su espalda cuando las gallinas trepaban al árbol. Tres días estuvo con fiebres y delirando.
La alborada está por llegar. Así, en un momento, piensa que está atardeciendo y que pronto llegará la noche. En un instante el bordón resbala. Pierde el equilibrio, da varias vueltas. Cae y sin poder detenerse rueda, rueda sobre las peñas. Desesperado intenta asirse. La vida se le va entre los dedos. llega hasta el fondo. Respira atropellado, es fría la humedad y se moja del sonido del agua que corre. Quiere sentarse y, al apoyar la mano, rompe la corteza de un fruto y corren atropellándose cientos de gusanos. No puede controlar la saliva, la náusea y se orina sin que pueda contenerse.
Al mirar hacia arriba se encuentra con unas aves encuclilladas que en hilera lo escrutan con fingida indiferencia. Aletean al parejo, como si quisieran iniciar el vuelo. Pero no; solo llaman a otras plumíferas que planean en círculo y que se retratan sonrientes, en los ojos del viejo.
La mañana se abre con un insolente olor a guayabas.

Dos capuchinos de Rubén García García

Sendero

La tarde en la que me introduje al cine tuve el presentimiento de que me seguían. En la oscuridad del pasillo me cambié de ropa, salí por la puerta de emergencia y regresé en taxi a mi departamento, que había dejado a propósito sin luz.

Llegué al país hace menos de un año. Concursé por una beca para hacer el servicio social en una institución de salud y fui aceptada. Me incorporé al trabajo. Inicié un proyecto de investigación. Me asignaron un escritorio, un ordenador y una impresora. Mi compromiso era exponer los resultados al final del año lectivo. Tenía un tutor y una jefa que era la encargada de los pasantes que hacían su servicio social. La señora Andrea, amable distinguida y con carácter.

Una ciudad arbolada. Los domingos me cautivaban  porque  la gente iba a la alameda donde, las personas mayores, bailaban al son de una música tropical. Vivía en un departamento que se ajustaba a mi economía. Mi padre y mi novio estaban pendientes de mi quehacer,pero nunca los molesté.

La institución, si había un auto me llevaba al área de trabajo. Regresaba en algún móvil urbano. Como tutor me asignaron a un médico responsable de llevar la vigilancia de las enfermedades. Supervisor de las áreas rurales por lo  que solo permanecía en la oficina una semana al mes y ocupado en sus reportes. Muy amable, galante, conocedor del proceso de investigación. Es él quien me orientó para darle forma a mi trabajo.

Conocí al señor secretario cuando iba por los pasillos. Levanté la mirada para verlo y seguí en mi trabajo. En una brevedad estuvo frente a mí, acompañado por mi jefa. Me levanté, le di la mano. La señora Andrea le dijo: “ella es la que ganó la beca”. “Me llamo Sonia para servirle. “La felicito y sea bienvenida”, “estoy muy agradecida”, “nada de agradecimiento, si está aquí es por sus méritos. Se retiró dejando un aroma con discreto olor naranja.

Al día siguiente me llamó a su oficina y se mostró interesado en los pormenores del trabajo, hizo un gesto de desaprobación cuando supo en que colonias hacia las entrevistas. En la siguiente semana el operador de una camioneta reciente se ocuparía de mis traslados. El Chofer era una persona mayor de la confianza del señor secretario.

Fui a agradecerle el gesto.  Y ordenó que trajesen dos capuchinos. Poco más de media hora estuvo preguntando sobre mis impresiones acerca del país, la ciudad y la manera como el personal me había recibido. La veré cada semana para que me cuente de sus avances. Me despedía, pero él dio la vuelta al escritorio y estrechó cálidamente mi mano. “bienvenida”, me dijo y besó mi mejilla y el olor a cítricos volaba de su barba cuidada. Ese fue el inicio, y si bien fue una vez cada semana, en ocasiones me mandaba a llamar. Era un hábil platicador y lleno de anécdotas. El tono de su voz claro y cálido. Agradaba escucharlo; ameno y cauto, pero en ocasiones se le escapaba una mirada de cálculo. Cuando me retiraba sentía en la espalda la fuerza de sus ojos. Con él sentía el respeto al superior, y al hombre culto que intentaba encubrir la fuerza de su genero. Supe que era un varón dispuesto a conseguir, pero prudente. Un tropiezo y su carrera política se truncaría. Yo no era connacional, y él sabía que guardaba una buena relación con el consulado.

Desde la ventana de mi departamento me gustaba ver a los transeúntes, oír a los vendedores que van gritando: pan, nieve, tamales y desde la camioneta con una bocina “compro fierro viejo, estufas, refrigeradores, colchones que venda”. Una tarde se sitúo un carrito que vendía hot-dogs. No le di importancia. Un martes salí temprano y reconocí el vehículo que transportaba el mueble. Hice conjeturas y entré en la sospecha de que me vigilaban. Cuando apagaba las luces de mi departamento el vendedor se iba.

 Entre los pasillos los cotilleos se pasaban de un departamento a otro. Cada vez que salía de la oficina del señor, mi jefa se hacía la aparecida. Me escaneaba. Le sonreía como diciéndole: mira todo está en su lugar. Mi cabello, el carmín de mis labios y la ropa sin arrugas. Dos pretendientes que tenía fueron removidos y no los volví a ver. El único que le permitía me tomara del brazo, hombros o cintura era al chofer. Un hombre cano, respetuoso, y caballero. Manejaba en silencio y al despedirme, me decía: cuídese, dándole un acento de más a la palabra.

En la libreta escribí:

«El señor tiene una memoria privilegiada, me interrumpe para contarme alguna vivencia. Le encanta sentir que se le escucha. Tiene una voz suave, educada que envuelve con seda. Su pelo crespo, entrecano, lo hace atractivo. Cuando su secretaria le dice que el gobernador desea que lo llame. Me despide con un beso en la mejilla y de manera “accidental” rueda sus manos por mi talle. No intento rechazarle; acepto su cortejo, sin que encuentre en mis ojos nada que lo haga pensar que lo acepto».

Hace un mes recibí la orden de atender a un grupo de estudiantes para darles estadísticas de nutrición. Un equipo de profesionales que me agradó servir por espacio de varios días, ya que realizaban un estudio de investigación.

Un domingo salí con mi bolsa de compras. En el baño me cambié de ropas para confundir, por si alguien me vigilaba. Fue un escape para disfrutar de unos momentos en la playa. El mar, la inmensidad, y la plática de él fueron los que me sedujeron para tener una tarde intensa, acalorada y prometerle una plática diferente.

Lo enteré que me vigilaban, “estará el departamento a oscuras, dejaré la puerta entreabierta”. había una luz mínima con sabor a canela. Estaba pendiente a todo ruido que escuchaba. Por el hueco de la cortina veía hacia la calle, para fortuna el vendedor de Hot-dog ya se había ido. Hablábamos con voz baja y  disfrutamos de algunos bocadillos con un blanco espumoso, muy rico. Pasé la noche con él. No me dio descanso hasta que la madrugada nos alcanzó. Dos noches que conocí paisajes, colores, sensaciones y mis gemidos sofocados con la complicidad de las almohadas. Él Se iba antes de que abriera el día.

Él ya no está, terminaron el estudio. La Primera intimidad nunca se olvida. La mujer se enamora en un clic y en una noche… fiel a la pasión destraba el nudo de la barca y deja que la corriente se la lleve.

Las tardes son calmas, se ven los pasillos deshabitados. Saqué la carpeta de mi escritorio y me encontré en el pasillo con él. Con el pretexto de enseñarme un área que estaban remodelando me invitó a cenar. Rechacé la invitación. Tuve una sensación de inquietud y pretexté que tenía trabajo, pues ya faltaban pocos días y detallaba el informe final. No se anduvo por las ramas y soltó a los felinos que lleva. “Bien sabe que disfruto su compañía y no puedo negar que las horas contigo se esfuman. Deseo darte la mejor noche que hayas pasado. (me puse en guardia, deduje que sabía mi secreto). Acepté que me llevase a mi departamento, pero tomó otra avenida hacia la salida. “solo tomaremos un café”. Iba hacia la zona donde se sitúan los moteles. “¡Déjeme aquí! Alcé la voz, sin gritar, ni mostrarme histérica. Apretó los dientes, me miró con reclamo. Dio la vuelta y regresamos. Antes de bajarme me pidió disculpas, “no se asuste, yo me dije y qué tal si acepta”, hizo que me sonriera y ambos reímos.

“Es usted una mujer bella, inteligente y deseable, quien la conquiste y la haga su esposa será afortunado. De buena gana me iba con usted y pedía su mano, ”¿solo la mano?”, le dije, y nos carcajeamos. “ Ah, tenía escondido el humor, eso es algo que la embellece”. Déjeme darle un abrazo de los míos. Se acercó y su aroma de cítricos me sedujo y acepté ese abrazo y un beso en la mejilla que lo corrió hacia mi boca y sí, nada podía hacer, y le correspondí. Pensé que un beso no es caro, pues pude estar en un infierno o en un cielo de mentiras. No creo que sea prudente humillar al tigre.

Día de muertos de Rubén García García

Sendero

Deeini era ágil y ligera. ¡Hasta parece que escucho su carcajada! Corríamos hasta el punto más alto. Veíamos el río que al pasar los arrieros simulaba una culebra de fulgores. Mañana tendríamos tianguis. Me acariciaba los cabellos y al regreso me mostraba en la hondonada: «esa es la flor de noche buena. Son verdes y en diciembre se vuelven rojas para celebrar el nacimiento del niño Jesús».

Dormíamos juntos en la choza cuando escuché a mamá gritándole.

—¡Levántate, levántate!

Al darse cuenta que seguía acostada la zarandeó de su pelo.

¡Qué! ¿No oyes?

Le di mi jorongo de franela para que se cubriera, pero mamá volvió a apresurarla. Ella se defendió del frío con sus brazos. Papá había llegado borracho y levantó de la cama a mamá para que le diera de cenar. Deeini regresó temblando con el aguardiente que mi papá reclamaba.

En la mañana, mi madre le puso la mano sobre la frente. ¡Por Dios! ¡Está ardiendo!, y le puso lienzos de agua con alcohol. Por la noche tosía con dolor, sumía la panza al respirar, el pecho le gorgoteaba y los ojos idos. Papá fue al pueblo por el médico y cuando llegó mi hermana no respiraba.

Mi madre se hincaba frente al doctor.

—¡Regrésemela doctorcito! ¡Le pago lo que quiera, ándele no sea malito! ¡Regrésemela, por lo que más quiera! ¡Por lo que más quiera!

Cuando la enterraron llovía finito y camino al cementerio la recordé cuando subíamos al cerro a divisar el río. A ella le gustaba una fruta que solo se da en el monte. Eran pequeñas pelotas ovaladas que al abrir se dibujaba la imagen de la virgen de Guadalupe y contenía abundantes semillas. Me dijo que se llamaban “lupitas”.

La tristeza no se va como lo hacen las semillas que vuelan con el viento. lloro a diario, nadie me ve porque lo hago hacia adentro. Si voy al monte a traer leña me acuerdo de mi hermana. Mamá me dice siempre lo mismo: «échate agua en tus ojos que se te ven rojos».

¡Después de la media noche veré a mi hermana! Dice la abuela que el primer día de noviembre llegan los niños. El altar se adorna con las hojas de palmilla, de un verde brillante, con flores de cempasúchil que se disponen en abundancia y son la luz que guía a las almas. De entre las hojas cuelgan las naranjas, mandarinas, limas como si salieran de las ramas. Sobre la mesa las veladoras con su luz de cobre y la ofrenda; lo que más les gustaba en vida a los difuntos. A mi hermana le puse “lupitas”. Una se la abrí y la otra no, para que se la llevara de regreso.

¡Había prometido no dormir para verla! pero me ganó el sueño. Antes del amanecer sin hacer ruido, fui hacia el altar. «Las lupitas están en el mismo sitio, ¡nadie las ha tocado!, o sea que quizás Deeini no encontró el camino, no la dejaron venir o, lo peor, no quiso. No sé, no sé. Me fui hacia el monte corriendo. La mañana estaba gris, el viento sacudía mi cabello, llegué al sitio donde mi hermana y yo cortábamos las “lupitas”: es un rincón en el que las enredaderas se tuercen formando un cielo de hojas y cuelgan los frutos de un amarillo intenso. No puedo callar y grito con todas mis fuerzas su nombre, pero sólo escucho mis sollozos. Corrí hacia el camino y con mi pequeño machete desgajé las hierbas del camino. En el aire se respiraba el olor de las ramas tasajeadas. Algo me detuvo el machete, volví la mirada a la hondonada del cerro y divisé en el centro de la maleza la tupida floración roja de las nochebuenas.

Cocoroca de Rubén García García

Sendero

“Necesitas una mujer”. Tu esposa no creo que regrese. Me dijo mi hermana. “A mi edad lo que menos quiero es una mujer”. “Al menos busca una que te ordene la casa, te haga de comer para que mejore tu salud”.

Llegó porque le contaron que me estaba muriendo, exageraciones de la gente, pero sí, si estuve enfermo y me dejó como perro revolcado el covid.

Recuerdo que a la casa de mi madre pasaban muchachas pidiendo trabajo, pero no en estos días. Puse un anuncio en el periódico y solo una vez sonó el teléfono. “solo puedo ir una vez a la semana”. Ya me había hecho a la idea de que seguiría yendo a la fonda y dándole a la tintorería mi ropa.

Una mañana llegó una mujer que vestía con falda larga oscura, y sobre la cabeza, un velo. Parecía sacada de algún convento. Pensé al verla que pertenecía a alguna secta. Pero no, “me dijeron que usted solicitaba una señora para trabajar en casa”. Ese día el sol apareció bravo, y ya, a media mañana se sentía el bochorno. Una pañoleta negra le cubría la cabeza y como una cuerda se la enroscaba en el cuello. Fernanda era su nombre. Después de convenir, la acepté. “¿y su esposa?, me preguntó, le dije que vivía solo. Pestañeo y se quedó en silencio. Pensé: ” falta que me diga que no trabaja con hombres solos”

Vendría de lunes a viernes. Haría limpieza, lavado de ropa y prepararía alimentos para ella y para mí. Recordé las veces que iba al mercado con mi esposa para comprar víveres frescos. Ella se fue siguiendo a sus hijas, y cuando las hijas se fueron al extranjero, ella decidió seguirlas y ninguna regresó. Algunas noches desperté abrazando a la almohada, hasta que una noche decidí no traer a mi cabeza ningún recuerdo.

La casa se veía ordenada, limpia. Cocinaba con buena sazón, y era un placer oler a lavanda la ropa interior y calzar una camisa bien planchada. Estaba encantado, pero siempre hay un pero, me sacaba de quicio ese atuendo de monja de la edad media. Supe por boca de ella que era una manda, una promesa que se hizo de esperar un año más a su esposo, que se fue hacia el norte y nunca más supo de él.

Una de esas tardes de bochorno, dijo:

–Dentro de un mes termino mi manda.

—¡Por fin! ¿se quitará el hábito?

– Si viera que ya me he acostumbrado.

– Entonces, ¿no se quitará el hábito?

Pestañeo dos veces más y no me contestó.

Para no verla con su atuendo le dejaba víveres y salía a visitar a mis amigos, o a sentarme en el parque leyendo algún libro de interés. Regresaba a la hora de comer. Lo hacía solo, ella comía antes.  Terminada su labor se retiraba. Me dijo que vivía con su mamá en una colonia lejana. En más de alguna ocasión mis amigos del club de dominó la llegaron a ver. “de qué convento la sacaste”. “no se le ve la cara, apenas la punta de los zapatos”.

Había pasado ya más de un mes de aquella plática cuando le dije que deseaba hacer un trato. “¿qué le parece, si al menos en casa se viste como yo deseo?”. Parpadeo tres veces, tragó saliva, arrugó la frente y quedó en silencio. Por supuesto que usted no comprará nada. “¿Me está pidiendo que me vaya?”, de ninguna manera. Solamente deseo verla diferente, terminada su labor, vuelve a ponerse su ropa. Destensó su frente. Su mirada se iba hacía el patio deshierbado, por debajo del durazno, que estaba tirando su flor. Había entrelazado sus manos apretándose una contra la otra. Entendí que tenía una lucha interior. Le aumentaré el sueldo, y si acepta, le daré un bonito uniforme y si me lo permite, le daré para un arreglo de su cabello, que seguro lo tiene maltratado.

-Déjeme pensarlo.

No fue al siguiente día, y estuve de malas. Pensé que a lo mejor ya no vendría, Tampoco fue los siguientes días, pero una semana después llegó. Creí que solamente vendría a pedirme el dinero de su sueldo, pero grande fue mi sorpresa cuando me dijo:

– ¿Y mi uniforme?

Este día lo dedicaremos a hacer compras, le dije. También deseo dejarla en un centro de belleza para que usted disponga de un nuevo corte de cabello y lo que le sugieran las encargadas. Mientras, yo iré a una tienda de uniformes y se lo escogeré.

Cuando regresamos a la casa vestía con su traje de monja, sin el velo.

“Si gusta bañarse ya sabe dónde. Le dejé su ropa en la cama. Tengo una reunión de amigos. Luego, regreso. Le dije.

En realidad, iba a hacer tiempo a un café para darle su espacio de intimidad que toda mujer requiere. Además del uniforme le regalé otro vestido estampado de pequeñas flores. Como no se había hecho comida, pedí que llevaran una pizza.

Ella apareció tapándose la cara. Era evidente el cambio. Las del centro de belleza, le habían dejado con un corte moderno, con un color acorde a su piel, arreglaron sus cejas, y ella puso algunas sombras que resaltaban sus ojos negros. El uniforme verde enmarcaba sus formas y sólo ella sabía que no tenía sujetador, pero era evidente que los años habían respetado la vitalidad de sus senos. La hice darse una vuelta y encontré a la mujer que llevaba escondida.

“¡Se ve estupenda! ¡Qué cambio! ¿Ya se vio en el espejo? ¡Mírese! ¡Está usted irreconocible! Hoy es un día diferente, así que la invito a comer”.

“Pero… si no he hecho la comida”.

“No se preocupe, ya viene en camino una pizza”.

Los días siguientes hacía sus quehaceres con otra energía. La cadencia al caminar volvió. Mis amigos me visitaban con más frecuencia, y ella se daba cuenta de que sus miradas la recorrían. En confianza le decía que no se avergonzara, que si el Señor le había dado esa armonía, entonces que la luciera.

Hoy, cuando estoy sentado y ella limpia las ventanas, ayudándose de una escalera, veo de reojo sus muslos cálidos. Ella lo sabe y de vez en cuando me lanza una mirada viva y una sonrisa cocoroca*.

*Me llamó la atención la palabra y aunque tiene varias acepciones me quedé con ese estado de alegría entre dos personas. Después de saber, salió el cuento que leyeron. Muchas gracias por tu lectura.

Otros datos acerca de la palabra, es utilizada por los hermanos Chilenos.

*Cocoroco / cocoroca

Publicado el febrero 25, 2009 por María Pastora Sandoval | 7 comentarios

Viendo el Festival de Viña me doy cuenta que Soledad Onetto, la animadora, está muy “cocoroca» con Juanes, quien confesó que era “su cantante favorito de esta versión» del certamen.

Pues bien, en Twitter lo comenté, pero no sé si quienes no son chilenos entienden el término.

Estar “cocoroco» o “cocoroca» es más o menos lo que en Argentina es “chinchoso» o “chinchosa», según tengo entendido.

Es un estado de coquetería entre dos personas, se evidencia que se gustan y que “se hacen ojitos» o “cambio de luces», se sonríen nerviosamente.

Aunque, como pasó en este caso, era la Onetto la que estaba cocoroca porque Juanes le cantaba…

El almohadón de Rubén García García

Sendero

En la cocina teníamos acción. Había un clima de caricias ocultas bajo la mesa. A la mirada solo se veía a una pareja que disfrutaba de una cerveza. Desde ese sitio, su mamá siempre estaba al alcance de la mirada.

Juana, la madre, padecía de una limitación auditiva. Ella tenía afición por las películas programadas para la televisión y se hundía en el mullido sillón, de tal manera que solo se le veía su cabello entrecano.

Bajo la mesa, ella subía su pie por mis piernas hasta llegar a mis ingles y frotaba y frotaba hasta que conseguía alterarme, se retiraba y volvía, se retiraba y seguía. Así que después de una hora los ojos me brillaban, como un reflejo de lo que por dentro ardía.

La mamá la llamó con una seña. Interrumpimos el juego y ella se recargó en el filo del mueble quedando su cuerpo en forma de arco. Su cara pegada a la mejilla de su progenitora. Algo le contaba. Vestía una falda rabona, dejando ver sus pliegues y el borde de su ropa interior.

Me situé detrás de ella, mis yemas la rozaron, su piel blanca se hizo de gallina. La recorrí desde el hueco de su rodilla hasta el ángulo de su muslo. Me hizo una seña con el entrecejo de su frente de que me calmara; eso aumento mi deseo y recargué mi cuerpo sobre el de ella. Con la mano quiso apartarme. Topó con mi dureza. Cerré los ojos y aprete mi boca y cuando creí que me daría un pellizco, empezó a deslizar su mano. Abria sus piernas y las cerraba imitando a las alas de una mariposa. Ella seguía escuchando, casi impertubable, con su mamá.

Después de las nueve, la mamá decidió ver otra película porque se le había ido el sueño. Aún con la efervescencia acepté que lo mejor sería despedirme.

Sin que se percatara tomé un almohadón de la sala. En la oscuridad del pasillo iniciamos con frenesí una nueva ronda de caricias, la ropa caía una a una sobre los escalones. Cuando apoyaba sus rodillas escuché la voz de quejido: ¡Ya súbete! ¡y por favor no maltrates el almohadón!, que es el que hace juego con el color de la sala.

El día infame de Rubén García García

Sendero

Las siete de la mañana. Era un día de perros. La lluvia helada caía desde el alba. La clínica de salud en el área de urgencias médicas estaba desierta. Era atendida por el médico de base y una enfermera.

—Enfermera. Dijo con voz grave el médico.

—Dígame.

—Por favor ponga agua a calentar.

—¿Para?

—¿No le caería bien un café calientito? Se hace uno y de paso me lo hace a mí.

—Hágaselo usted. Soy enfermera, no su sirvienta.

Si llegaba un herido lo atendían en profundo silencio, sin dirigirse la palabra. Tenían meses y solo se hablaban si era necesario, por ejemplo, cuando pasaba el señor director, ambos bromeaban y sonreían.

Ese día, el tiempo no estaba de buenas, y el médico menos, el desprecio de la enfermera había colmado su importancia personal. «solo le daré un susto a la enana». Ella también estaba de malas. Casi para llegar a la clínica pasó velozmente un auto y levantó una cortina de agua que la empapó.

Le dieron ganas de orinar. Los baños estaban hasta el fondo del servicio, a un lado del botiquín de instrumental y medicinas. Lo que más le molestaba era pasar frente al médico, que era mal encarado. Bigotudo y con el pelo siempre parado. Pasó sin mirarlo. En el wáter aprovecharía para cambiarse las medias y los zapatos.

Cuando quiso gritar la mano cerró su boca; hábilmente la despojó de su ropa interior «¡Vas a saber lo que es un hombre! Te quitaré la cara de seria que siempre tienes conmigo. Veras que de hoy en adelante sonreirás» El agua arreció y hubo truenos lejanos. Dentro, el forcejeo fue substituido por caricias y besos. No llegó urgencia alguna.

A diario, sobre el escritorio del médico, aparecía en el florero un clavel rojo y en la mesita de ella, escondido entre la papelería un sobre y dentro, una barra de chocolate. Tomaban café en silencio, pero había un parloteo con los ojos que era un jardín en floración.

La jaqueca de Rubén García García

Por la luz parecían las cinco de la tarde. Era mediodía. El departamento olía a vejez. El ventilador gemía. Cerca de los cuarenta grados. La voz gritona de un comercial.
Subió treinta escalones aún en obra negra.
— ¡Buenas tardes! La señora que miraba la televisión no se dio por enterada y desde una de las recámaras se oyó una voz estropeada.
—Pásele doctor, es por acá.
En la cama, con el pelo revuelto, blusa holgada color de rosa, short de mezclilla deslavado y recargada la espalda sobre los almohadones.
—Siéntese médico, disculpe el desorden.
Se sentó en el borde de la cama, le sonrió. Era el mismo ventilador —el que gemía— Tenía el rostro de una muñeca de trapo. La reconoció por el lunar que ensombrecía una parte del ala de la nariz. Anteayer en un auditorio, al finalizar su ponencia se acercó para solicitarle si la podría repetir en una estación de radio. Él le dio su tarjeta y quedaron de comunicarse. Cuarenta y ocho horas después, estaba frente a ella.
— ¿Qué le sucede?
— Me da pena haberlo molestado
— No se preocupe.
— Pero también me apena. Mire en que fachas me encuentra.
—Está enferma.
-Sabe, tengo un dolor intenso en la mitad de la cabeza, me punza, otras me late y cuando hay mucha luz o ruido siento que la cabeza me explota. Tengo asco.

La exploró. El ojo, oído, garganta. corazón, abdomen. desprendió una hoja del recetario y escribió con claridad lo que tendría que tomarse.
A punto de marcharse encontró en su cara una crisis de dolor. No dijo nada y preparó la jeringa para inyectarle. Esperó para comprobar el efecto. Quince minutos después se aflojaron los músculos de la cara. Al cerrar el maletín, ella estalló en sollozos.
—¿Te volvió el dolor?
—No doctor, es que ayer hice un coraje.
—La escucho.
—Le quito el tiempo, no me haga caso, debe de tener más pacientes. No quiero entretenerlo.
—Para su descanso, usted fue mi última paciente. Ahora solo está el amigo. ¡Cuénteme!
—Anoche hice coraje con mi novio. Estaba molesta de que llegara tarde a la cita. No me bastaron sus disculpas. Lo dejé con la palabra en la boca y tomé el primer taxi. ¿Qué piensa?
— Debiste escucharlo.
Sollozó. Una lágrima caía y él la interrumpió con el pulpejo de su dedo. Ella se aferró a su mano y la deposito sobre su pecho. Un calor que se hizo frío recorría su brazo. Tamborileo los dedos como un tic. Fue como si accionara el interruptor de la luz; el pezón se erectó y la mano de él, con rapidez, la retiró. Ella parecía no darse cuenta.
—¿No siente que tengo calentura?
Tomó la mano de él y la sitúo sobre su frente. Él la recorrió hacía abajo buscándole los pulsos del cuello y registró con el tacto un corazón en huida. Bajó su cabeza y cerró los ojos para concentrarse en el pulso. Cuando él volteó la cara se encontró con los labios de ella. Poco después sudaban y las ropas estaban a uno y otro lado de la cama. El golpeteo de sus cuerpos era intenso. El desvencijado colchón con base de metal y resortes crujía, haciendo un ruido mayúsculo. Exhausto y recuperándose volvía a escuchar el ruido del ventilador.
Cuando él se vestía le preguntó:
—¿Vive sola?
—No, con mi mamá.
—¿Dónde está?
—Está viendo la televisión. Se quedó frío. Y en voz baja le dijo:
¿escucharía?
—No.
— Pero hicimos mucho ruido.
— No te preocupes, mi mamá está sorda y cuando se pone a ver películas viejas nadie la saca.

Ella le dio un beso y su mano la descansaba en la nalga, al mismo tiempo le preguntaba: ¿Vendrás en la noche por si vuelve la migraña?

La duda o anotaciones de una adolescente entrega once y final de Rubén García García

Sendero

Aymara fue tras de ella. Era importante disminuirla y anular su magia para romper el lazo que lo ataba a Virgilio. Tan compenetrada me sentía con mi nana que podía visualizarla. Corría, sin que sus pies tocaran el suelo.

Mi amante Virgilio permanecía indiferente, sentado sobre una roca, que al tocarla me dio escalofrío, aquella laja caliente y rojiza lo dañaba. Lo tomé del brazo y él se negaba a seguirme. Acaricié su pelo, le hablé al oído y no reaccionaba. Lo jale con fuerza y para mi sorpresa descubrí que podía levantarlo como si cargara un ramo de naranjas. Lo llevé a otra roca. Volví a tallarle su pelo, a recordarle el mar, la cabaña y como si despertara de un largo sueño me veía sin saber quién era y dónde se encontraba. Levanté la cara hacia el sur. Vi a la nana que la habían cercado en un redondel de fuego. Un viento amentado me levantó y volé entre nubes amargas. «solo tienes una oportunidad, entrarás al círculo y al vuelo la sacarás. No salgas del ruedo de fuego, te elevarás rumbo al cielo, no mires hacia atrás e ignora  las lenguas de fuego que estarán tras de ti y cuando sientas la brisa fresca y limpia te sales del círculo». Tomé a mi nana de la cintura y al percibir la frescura del viento regresé. Virgilio poco a poco recuperaba el sentido de realidad. Aleyda me dio un líquido ámbar que olía a mar y me ordenó que lo besara y le diera el elixir con mi boca.

Ya podía caminar y su conciencia regresaba. Lo besé de nuevo, lo inflé como una llanta y me reconoció. Alcánzame le dije y empecé a correr tras Aleyda. Y él tras de mí.  Entramos a una choza donde lo dejamos.  La voz de Aleyda ordenándome: «cierra los ojos y repite los rezos que te enseñé». Al abrirlos me vi,  apagamos las veladoras y se escuchó el canto de los pájaros chisteadores. Regresé a mi dormitorio. De acuerdo al reloj de mi buró solo habían pasado unos minutos. 

Supe que Virgilio se había quedado en el refugio de una amiga de Aleyda, para que tornara a su normalidad. Donde se encontraba era un sitio de poder y la indicación era que volviese lo más pronto a la ciudad, «No recordará nada, tal vez solo le lleguen imágenes neblineadas sin contexto». Me dijo mi nana.

«¿Y de cuando acá ya no duermes en tu cama?» le contesté que no podía dormir y fui a mi estudio a terminar una tarea. «Por un momento pensé que te habías ido a una fiesta o estarías con Aleyda en su cuarto. Tenía tanto sueño que regresé y rápido me dormí con todo y los ronquidos de tu padre».

Anoche platiqué con mi nana. Me tranquilizó escuchar que su amiga le comunicó que Virgilio ya había regresado a la ciudad y que el agua había tornado a ser clara. Una compañía minera, la misma que recogía muestras depositaba los desechos en un pozo profundo que contaminaba uno de los acuíferos que daban agua al pueblo.

Días después recibía en mi móvil la primera carita sonriente con un ramo de rosas y dos corazones. Era la señal para que yo le hablase. Días después supe que era onomástico de la abuela y que mis padres irían a pasarla con ella.

Le hablé y me dijo que deseaba verme, que tenía muchas cosas que contarme. Te espero donde siempre le contesté.

Ve con él, es un buen muchacho. Me dijo Aleyda.

Salí temprano de casa, a cada paso mi corazón tocaba en mi pecho. El viento parecía saltar sobre mi pelo. El rocío no tenía mucho que se había retirado, aún quedaban huellas entre  las hojas. Silbaba.

No apareció su auto, pero sabía que venía tras de mí. Seguí el paso por la alameda, hasta que me tomó de la cintura y besó mi mejilla. Se me quedó viendo aún con restos de una mirada extraviada. No me contuve y tomándolo de las mejillas lo besé. No se lo esperaba. Respondió a mi beso. «nos pueden ver» me sonreí y lo volví a besar. «¿nos vamos?» con un movimiento de cabeza le di a entender que deseaba seguir, «abrázame», nos fuimos sin rumbo recobrando y perdiendo esquinas hasta llegar a un restaurante donde el café con pan es delicioso. Parecía no comprender. Pero yo si entendía bien lo que me sucedía. Al oído le dije ¿quieres ser mi novio? Me estrechó con sus brazos y quebrando su voz salió un sí, que lo sentí íntimo y profundo.

Volvimos a caminar por la alameda, nos sentamos. Me acariciaba diciéndome tanto que las palabras no serían capaces. Abrazados por las calles de la ciudad terminamos fatigados de tanto platicar y reír. Le dije que deseaba una nieve y entramos a uno de esos centros comerciales que todo tienen. El comió de mi nieve, yo de la suya, cruzamos las cucharas y al mismo tiempo engullimos la porción y volvimos a reír. Poco después entramos a la función de cine y nos emocionamos. El tiempo se hizo veloz y en la claridad de la noche, me dice que la institución le daría una semana de descanso. Me dejó frente a la casa y quedamos de vernos temprano en el mismo lugar.

Ahora tú serás mi mujero. Iremos a la cabaña que está entre los pinares. Había gente, me lo hizo notar, pero no le di importancia. En el restaurante disfrutamos de un café de olla con canela y panecillos de la casa. Caminamos entre los pinares por una vereda que nos llevaba hacia una cima. Cuando se haga el camino tortuoso me cargas “amamanche” le dije. Desde lo alto divisamos la cascada sentados uno al lado del otro, Las mejores pláticas de amor son con el silencio, y acurrucándose con la mirada. Regresamos con hambre y sudorosos y oliendo el fino polen que caía de los árboles. Comimos con el placer de estar juntos, y cuando íbamos a la cabaña, le dije; «nos bañaremos juntos. Y en la cama nos pondremos a ver películas. Tengo deseos de jugar contigo. De que me platiques tus planes, tus pensamientos, tus gustos, de sentirme a tu lado y por la noche no nos iremos, dormiremos con la misma sábana y podremos mimarnos, bueno si es que todavía tenemos fuerza cuando empiecen a cantar los gallos. Seré tu “hembro” y voy a caminar centímetro a centímetro por tu piel. No habrá parte de ella que no tenga tu olor, el mío. Estoy festejando la vida y tu eres lo que elegí para que me acompañase. Mañana lunes conocerás a mis padres. Y si no te arrepientes pedirás permiso para verme.

Mis padres me dieron sus razones para no casarme y les respondí que no me estoy casando. Que tampoco abandonaré mis estudios. Que soy muy joven, y me lleva unos ocho años de edad. No hay edad para enamorarse, y ¿el tiempo para que me llegue el arrepentimiento? ni yo lo sé, puede ser uno o muchos años. Supongamos, sin conceder, que en veinte años estoy hecha un río de lágrimas, no es difícil preguntarse ¿y todo ese tiempo que se vivió en armonía, se tira al bote de la basura? La vida es cambio y uno no es indemne a ese paso. Quien se crea que la vida es “y vivieron siempre felices” es bobería. Me propongo vivir día a día. Aceptar la tristeza, el dolor como parte; es sano. ¿Cómo podríamos disfrutar de una alegría si no se conoce al opuesto?

Han pasado algunos meses y mis padres han aceptado que ya no soy una niñata, que tengo carácter para enfrentarme a la vida. Aleyda en una ceremonia con Chamanes nos ha bendecido. Cuando tengo días feriados voy a su casa y me recuerda que lo que encontré en la bodega son escritos de mi bisabuelo acerca de las plantas y hongos. Y una frase inquietante: “aunque no te conozco un día me haré presente en tu vida”. Me sigue adiestrando en los quehaceres del arte del cazador, de las diferentes realidades, de cómo salirse del cuerpo y viajar. Ambas hemos ido a conocer los chamanes de las montañas de la sierra madre y entre los místicos del desierto. La sensación que te da el estar en armonía con la madre tierra, de intentar ser uno y luchar y luchas por ser mejor cada día. Que la felicidad es un ideal.  Que el ayer es el ayer, y el futuro es incierto, que la vida debe de ser siempre vivida.  Solamente vuelvo a ser niña cuando me refugio con virgilio. Me encanta estar bajo la regadera con él. Coincidir en llenarnos de pájaros y soltarlos al mismo tiempo con suspiros, aleteos y chillidos y después ser cobijada. ¿Qué cuánto durará? No lo sé ni me lo pregunto, solo lo vivo. Pero entiendo que nada es para siempre y lo acepto.

Fin.

Mi agradecimiento a quienes siguieron la narrativa. Jamás había escrito tanto y siguiendo solo lo que me venía a la cabeza. Es cierto hay algunos desfaces en el tiempo, que la adolescente no es la tipica adolescente. Creo que el autor tiene ciertas licencias y sé también que hay jóvenes muy despiertos y adultos  encerrados en su «sapiencia».