De ti

No era difícil que él descubriera mi culpa. Si me hubiese tocado se habría dado cuenta de mi piel enfebrecida, del calor que me dejaron unos besos ajenos, el latido de mis senos y el rocío de mi intimidad. Me alejé, no quise que me rozara con sus manos y que me despojara de las sensaciones que tú dejaste. Me quedé sola, con el pensamiento distante y pegando un botón que se derretía entre mis dedos. ¡Dios! Sólo las puntadas que atravesaron sus pequeños huecos saben mi secreto.

Cofradía

Marchan los borrachos dando traspiés por el camino terroso. Van de dos en dos haciendo altos súbitos. El más sobrio es quien lleva la garrafa de caña. Son cuatro litros que pondrán al centro. Ellos acomodarán sus traseros alrededor del galón y terminarán cuando no quede olor a caña. Éste es su sitio preferido: un solar baldío donde la hierba crece y un árbol de naranja agria  los provee de sombra y fruto.

 

Estarán tomando en cofradía. Brindando por lo que pudo ser y no fue. ¿Por qué más brindaran? ¿Por la mujer que abandonaron, por los hijos que no han visto, o por el rencor que tienen acumulado?

El final es una calca de otros ayeres, quedan tirados y camuflados por la hierba. Hay uno en pie, es un perro que siempre los acompaña y  convidan de lo que comen y beben y él agradecido lame cara y boca, mientras ellos sueñan y sus manos anestesiadas acarician la testa del can.

Escribiré como los ángeles

Soy Susano Zabaleta y conozco al escritor desde hace mucho tiempo. La verdad, somos amigos pero,  también como encontrados.  Si él dice que es blanco, yo, que negro y nunca nos ponemos de acuerdo. Cuando el sudor de las manos chorrea y la lengua se hace pastosa, entonces ponemos fin a la cuestión y, decimos salud con otra cervecita. Así, todos los sábados.

Un día dijo que no tomaría, porque estaba practicando la escritura y deseaba hacerlo como los ángeles. Perdí la cuenta de las semanas en que no tuvimos ninguna charla y que no probé ninguna bebida espirituosa, pero ese día, pareciera que el infierno había cambiado de domicilio y fui a su departamento. Abrí resueltamente la puerta sabiendo que allí estaba. Lo encontré sumido en la lectura y escribiendo no sé qué cosas en su computadora, a los lados una pila de libros, que identifiqué, por lo grueso,  con diccionarios de la lengua.

No se inmuto.

—Espérame, no te vayas, termino esta frase y te atiendo, además quiero enseñarte algo.

Con esa dichosa frase, me tuvo más de media hora. “Ya termino ya termino”, repetía. y se iba a los diccionarios, a los antónimos y a punto estuve de mandarlo a la chingada, muy serio, se levantó del asiento.

—Sabes Susano que siento que no tardaré en escribir como los ángeles. Como tú sabrás, de acuerdo a la morfología del señor Tademus, los ángeles tienen piel y en la espalda, las plumas con la que graciosamente se forman las alas.

Y sin que me lo esperase, se quitó la camisa, la camiseta y se volteó.

 —¡Mira! ya me están saliendo las alas.

Yo por más que miraba, no acertaba a ver lo que él decía.

—Cuáles alas —pregunté.

—No seas ignorante ¿Qué hay antes de las alas? sólo tienes que fijarte en los plumiferos y antes de que éstas salgan, la piel enrojece y después, poco a poco hacen erupción. Primero brotan las puntas de los caños, que posteriormente se enramaran de plumas. Fíjate bien y me enseñaba más la espalda.

—¡Acércate más!  —dijo furioso.

Y me acerqué. Sólo veía puntos rojizos…

—¡Tócame!

Y toqué. Se sentían como pequeños nódulos, y sí, estaban enrojecidos.

—Es el principio de mis plumas… y dentro de poco, escribiré como los ángeles.

Hojas sueltas

Entregado al hastío, pasé noches complicadas, casi enfermizas. Necesitaba un desahogo. En el pasado, lo tuve con tus pláticas que prometieron juntar mejor, las vocales. También, husmeé -en la casa antigua- los connatos de muerte que viví en callejones o entre aguas torrenciales.
Un día, fui al consultorio y entre el hedor del silencio, me nublé cuando vi el cielo de mi cueva  despedazado, el piso parecía un mapa , los azulejos  sin vida  y un aire enrarecido, triste y desesperante.
Mis libros y los obsequios de mi despacho se habían hecho, escandalosamente, autistas. Había llovido la noche anterior y ésta se acomodó en los rincones y reproducían el drama.
Cerré de inmediato. Busqué ayuda. Volví a levantar lo que fue mi cueva, mi espacio de amante. Pasaron meses, pero lo logré.
No, no es para dar consulta, sino para sentarme en el escritorio de vez en cuando, y reconciliarme con algunos paréntesis de felicidad, como la vez que por alguna razón, me encontré -de nuevo- con la poesía que me llegó lejana, viva y enorme.

El regreso

Una multitud observa como se reparte la última porción de alimento. Entre ellos hay un niño que sobresale: tiene una mirada amarga y cercana al rencor. Llegó al campamento con el deseo de mordisquear un pan y llevarle un trozo  a su madre enferma. Se ha quedado sin nada; regresará sin hambre, pero con una fiera recién nacida en el alma.

No todo está perdido

A los setenta años lo sacudió el deseo de ser extraordinario. No recuerda cuando le llegó, pero fue después de dar un largo paseo y previo a una vigilia adormilada. Una pregunta rondó como mugido. ¿ Cuántas veces estuvo a punto de perder la vida? Se dio respuestas que rápidamente enumeró. «De escolar casi me ahogo, de recién casado, nos asaltaron en un paraje desolado».
Se sonrió. Tenía la habilidad de recordar con nitidez. Y volvió a sentir los olores, los sonidos y el ambiente que le rodeaba las veces que estuvo en peligro. Cuando se dio cuenta había escrito en dos libretas todos los pormenores. Poco a poco fue dándoles forma y las veces que leyó a sus amigos en tardes de copas, recibió buenos comentarios.
Llevó tiempo encontrar a un profesional de la literatura para que le diese una opinión de su narrativa. Una semana después, le comentó con seriedad : “ Vas bien , sigue insistiendo, la literatura es de estar dando de patadas al portón”, días después fue al periódico de la localidad y Sigue leyendo «No todo está perdido»

Negrura

Hace tiempo dañaste a reyes y aldeanos. Los que sobrevivieron quedaron ciegos y carcomidos. No discriminaste. Hoy vives encarcelada. En mis noches de perversidad mezclo tus ácidos para hacerte más letal. Me incita pensar que un descuido puede ser mi oscuridad. Un día, cuando nadie te nombre y solo seas referente en libros empolvados quitaré tus  grillos. Te dejaré olvidada en algún aeropuerto y quince días después brotarás en forma de vesículas hediondas de pus y de muerte. En la hecatombe te preguntaré: ¿Estás satisfecha?

El perfume

Pensó que dicha botica no existía, al encontrarla redobló las esperanzas. Al cruzar la puerta percibió un olor de antigüedad  y, al recargarse sobre el mostrador de cedro el aroma se hizo penetrante.
Deseaba un perfume. El anciano se le acercó. Lo  atendió como si fuese un viejo cliente que recién llega de un largo viaje. Después desapareció tras de una puerta que parecía de juguete.
— Por favor aspire y me dice si es de su agrado.
Con el primero sintió la soledad de su niñez; con el segundo, apretó los ojos y  llegaron sensaciones vagas de una novia a la que jamás le dio un beso. En el tercero se vio de la mano con Martha. Una nueva aspirada y se encontró con dos años de coincidencias. Esas pláticas tan intensas donde el sueño se espanta; en el que las intimidades brincaban de la sábana al cielo.
Al día siguiente ordenó un ramo de flores, sobresaliente en rojos y amarillos.
—Rosas, de preferencia.
— ¿Adónde se las envío? —preguntó el dependiente— olisqueando el aroma sin tiempo.
— Al cruce de la Divina Providencia y Santa Fátima de los Remedios.
— ¿En qué colonia?
—En ninguna: es en el cementerio municipal.
Ya en el centro de la ciudad vio  a un grupo de universitarias que con sus libros bajo el brazo caminaban delante de él. Y exclamó para sí, ¡Lo que tengo  que hacer para cumplir la promesa de no olvidar!

 

Los patos

Llegué al pueblo cuando los patos volaban rumbo al sur. La choza olía a cera, a silencio. A ella confesé mi ánimo indiferente. Juntó hojas, flores y aceites que al hervir dejaron escapar aromas de raíces tiernas.

—Debe tomar la poción al anochecer.

Me despeñé en un sueño. Me vi en una procesión. Mi dedo medio parecía un cabo de vela. Llegué al altar frente a la sacerdotisa. Ella, ocultando mi cara con su túnica, besó mi boca y degusté el sabor de las almendras dulces. Desperté sudoroso, tratando de tomar una bocanada de aire. Los cantos de fe envolvían mis oídos, pero no lo suficiente, pues el graznar agudo de los patos enmudecían los golpes que propinaba al féretro al tratar de salir.

¿Los patos regresaban o se iban? Nunca lo supe.

Lágrimas negras

La mañana es húmeda y fría. Hace quince noches que la lluvia pertinaz se escurre por las callejuelas del pueblo ahogando los campos sembrados de papa. En la aridez, los viejos soplan sus manos para calentar el pulpejo de los dedos. Las nubes, percudidas de sombra presagian que el mal tiempo seguirá.
Los pobladores oran, y el murmullo busca un trozo de cielo dónde asirse; mas las gotas lo devuelven a la tierra.
Cuatro espectros montados en escuálidos caballos bajan de la serranía y las madres, desesperadas, abrazan el cuerpo de los niños. ¡Lloran sin lágrimas para no mojar más la tierra!

El cuadro es de Millet

 

Gracias por  el tallereo  Letra.

El color de la sangre

Tenía el puñal de su mejor amigo en la parte izquierda del pecho. A su alrededor las chicharras y,  en la lejanía los coyotes firmaban sobre el silencio de la noche. Respiraba con dolor. Pensó que su agresor iría ya por el arroyo cuando sintió el chapoteo de la sangre en la batea de su tórax.
El escritor de historias detuvo de tajo la narración, se volteó irritado para mirar quién lo había tomado del hombro. Pero una boca depositó un beso en el lóbulo de la oreja y con voz suave le dijo:
—Soñé que escribías algo para mí.
Aún estaba molesto, pero la caricia le disipó el enojo y tomándola de la cintura le susurró:
— ¿Qué deseas, un cuento jocoso o algún relato serio?Sigue leyendo «El color de la sangre»

La paloma

Desde la antena de  televisión una paloma obesa  dobla el cuello y picotea sus alas. Espulga de parásitos su plumaje, alza la cabeza y divisa al sol vespertino. Es una tarde bochornosa, percudida por los vehículos que dejan una estela de inmundicias: aire remolido, vientos oxidados, espray de fetideces y una que otra virginidad masculina.
La antena   es insegura o quizá la obesidad del ave ha doblado la frágil lámina del tubo y ella decide aletear por precaución y se refugia en la cúpula de la iglesia. Desde allí se ve el “paseo de las bolsas”: es un espacio alumbrado de colores por luces de neón y música que eructan las bocinas dispuestas en torres.  Es una cuadra de sudores, donde las manos de los mujercitos mueven la cartera como si jugaran al boliche, y ellas— las mujercitas— la bambolean  al ritmo de la cadera y al golpe del tacón. Están en la misma calle, pero cada grupo ocupa diferente acera. ¿Qué se dirán las miradas? ¿Y aquel adolescente a qué puerta tocará? El policía está Indeciso no sabe hacía donde dirigirse, pero por donde vaya,  llevará  una pelota más en el vientre. El adolescente se ha ubicado estratégicamente y mira con insistencia a  ambos lados. Se lleva las manos a la bolsa de su pantalón y saca una moneda, juguetea con ella, la frota y luego la lanza  hacia arriba. Vueltas y más vueltas  en el aire,  como si fuese  un maromero. ¿Cara o cruz?,  ¿Águila o sol? Tal vez en el volado esté su vida. Cerca del cielo la paloma amamanta a los huevos con el calor de su cuerpo. Las campanas llaman a misa de las siete y las devotas apresuran el paso, doblando esquinas para evitar las embestidas del fauno.

 

La prueba

Ella estaba en un rincón de la sala orquestando sus manos largas que más que ganchos parecían batutas. Él fumaba y tamborileaba pensamientos; nada le parecía relevante. Intentaba recordar, pero las evocaciones pasaban veloces y livianas.
— ¿Qué haces?
—Tejo.
— ¿Es una corbata?
Ella ignoró el sentido irónico y siguió con la labor.
—Sólo practico un punto que resista cualquier embate.
Él salió dando un portazo. Respiró hondo; la fina lluvia
rápidamente lo cubrió.
— ¡Tu gabardina!— le gritó.Sigue leyendo «La prueba»

El viajero

Había caminado durante horas y cada vez que mi pie se arrastraba espantando chapulines salían capas de polvo que parecían nubes asustadas. La nopalera estaba seca, con algunas matas tasajeadas por los viajeros. Era la hora en que el sol afilaba las puntas de los magueyes.

¡Falta poco! me decían las gentes que se cruzaban conmigo, pero sólo veía una lengua seca que parecía no tener final. De pronto, fueron apareciendo vestigios de que no tardaría en llegar: un envase de plástico, una hoja de periódico y casas en la lejanía de un cerro.

El sol era tan candente que tenía que restregar el sudor para disminuir el ardor de la piel. Me imaginaba -mientras subía- una jícara de agua reciénSigue leyendo «El viajero»

El baile de las sepias

Minutos antes de  la noche  hay un catálogo de sepias. Bajo el cielo las nubes obesas avanzan lenta y prehistóricamente. El sol agónico aún destila; tiembla  en el aire una respiración comatosa. A los lados del río hay un mantel de piedras que se niegan a perder su destello. El perfil de los montes se oculta y  el azul de la tierra se amontona sobre sus ramas. El río pasa cerca de mis ojos. Corre dando golpes y remolinos por docena. Abajo el chapoteo del agua anima el canto de las ranas. La noche es un silencio, o quizá el croar enmudece y,  lo que mis oídos perciben es el silbido profundo de la serpiente.