Después de la media noche

centroCasi es la media noche y las cuentas no ajustan. Me falta abrir y leer correspondencia que llegó del Ministerio de Hacienda. Mi espalda pide algo blando. ¡El calor es desesperante! Los abanicos no son suficientes. Abriré la ventana y levantaré un poco la cortina metálica para que corra aire fresco. A esta hora la gente se retira a sus casas, y la calle, poco a poco, se deshabita. Soy contador, superviso los estados financieros y hago el cálculo del tributo que el comerciante pagará al estado.
Tener trato para atender a los jefes de las dependencias, a los empleados que agilizan los trámites y a quienes nos contratan, es un trabajo arduo que exige discreción.

Miraré la correspondencia. El estilete para abrir cartas lo guardo en la bolsa de mi camisa. Si lo dejara en el escritorio, desaparecería entre los papeles.
Veamos, ésta es del Diario de la Federación dónde manifiestan un cambio en la norma 00325. Para fortuna mía, se refiere a las iglesias. Mis cincuenta años ya golpean. Ahora comprendo lo que el viejo tuvo que trabajar para comprar este espacio. ¡Me lo dejó de herencia! A los sesenta seguía con la fabricación manual de zapatos. Es un local que está en el subsuelo de un edificio de principios del siglo XX que, con el paso del tiempo, ha quedado en el primer cuadro de la ciudad.

Escucho el paso presuroso de la gente. El sonido de la sirena en la lejanía.
Me doblo como arco tratando de que el dolor disminuya, pero no, se hizo cruel. Decido reposar en el sofá que dispongo para mis clientes. Me digo que sólo será un momento. Boca abajo, y levantando un poco la testa es como mejor descanso. En dicha posición, mis ojos pueden mirar hacia la calle y ver el paso de las personas que transitan.

Ocho días después despierto sobresaltado en la cama de un hospital. Una luz mortecina sale de una lámpara que está sobre el buró. Mi esposa duerme profundamente en una poltrona acojinada. Yo trato de ubicarme mentalmente.
¿Cómo llegué a este lugar? Me questiono.

Recordé que en el momento de sumergirme en el sueño, había visto borrosamente las zapatillas de una mujer y, después, el ruido de su cuerpo recargado parcialmente contra la cortina. Al mirar sus piernas torneadas vi que una mano alzaba su falda. Ella respondía con suspiros entrecortados y gemidos. En un instante, el individuo levantó la cortina y, agachados, se introdujeron en mi local. Retozaban sobre la vieja alfombra, sin percatarse de mi presencia. Con la blusa abierta, él destrabó el sostenedor y acercando los pezones al centro, los succionaba a la vez. Ella, en silencio, metía sus dedos entre la abundante cabellera. Quedé estupefacto cuando él sacó un delgado puñal que hundió de un golpe por debajo del pezón izquierdo.
– ¡Estúpida, mil veces estúpida! –le gritaba. ¡A mí no me engañas! ¿Acaso crees que no me daría cuenta de que tú y el dueño de este sitio tienen amores?

Después de esa exclamación de odio, sacó el puñal del pecho y se abalanzó sobre mí. Cuando me daba vuelta para enfrentarlo, parte de la luz cayó sobre su rostro y, con sorpresa, comprobé que se trataba de una mujer. Fue lo último que divisé antes de sentir la punta acerada en mi carne, y la sangre que se deslizaba humedeciendo mis ropas.

La llegada del médico a la sala interrumpió mis pensamientos.
–Le daré el alta –dijo – luego de revisarme, y agregó antes de salir.
-Pero no me explico su estado de inconsciencia, ya que la herida no interesó ninguna zona vital.
Tampoco comprendió la tensión muscular en la expresión de mi cara y la crispación de mis manos cuando le pregunté por el cadáver de la mujer.
– ¿Cuál mujer, cuál cadáver? – Contestó tartamudeando.
–La que mataron frente a mí.
– ¿Se siente bien? No había ningún cadáver, usted estaba solo, tirado sobre un sillón, boca abajo, con parte del estilete clavado muy cerca de la arteria axilar. ¡No había nadie más!
Se retiró negando con la cabeza. Quedé abrumado.
–Seguramente aluciné –atiné a decir.

Una semana después, cuando estaban remodelando el despacho, ordené que quitaran el piso de madera para cambiarlo por cerámica. El obrero encontró un pequeño puñal, fino, largo, que parecía de juguete. Miró en forma furtiva a ambos lados y, sigilosamente, lo escondió debajo de sus ropas.
Yo bajé la mirada y preferí callar.

La foto

mujer caminandoEl cura penetró al dormitorio de la señora Josefina Santa Cruz. Sobre la pared, la imagen de Cristo, una foto de ella con el obispo. En otra se le miraba con el pelo largo, pantalón deportivo y caminando entre los eucaliptos. Tenía el clavo de un probable infarto. En su lecho, el pelo caoba y trenzado. La mirada fulgía ajada y tierna. Su médico ya había iniciado tratamiento y en breve llegaría la ambulancia.

El cura Anselmo recordaba las veces que organizó a la comunidad para que la iglesia se mantuviese. La recordaba rezando en la capilla. Lo hacía a solas. Su conducta humilde, servicial. ¿Qué podría confesar, si en ella todo era cristal? Preguntó suave.
—¿En qué has ofendido al Señor?
—Males antiguos regresan y deseo estar preparada. No lo he ofendido, pero quiero llegar hacia Él, con mi mejor traje.
—Siempre has sido transparente, hija mía.
—Mi vida en la comunidad la he hecho con las ventanas abiertas, pero hay espinas que siguen.
—Te escucho.Sigue leyendo «La foto»

El sueño de Eunice

etudiantesDurante la noche tuvo  un sueño inquieto. Miraba las cosas como las ve el pasajero que va dentro de un tren en movimiento. Se despertó cuando la máquina se detuvo, pero  volvió a dormir. La máquina había tomado de nuevo el paso.

Bailaba  en un salón con lámparas de cristal con un sujeto sin rostro. Dejó a su pareja y fue hacía el jardín.    El riachuelo fluía rápido. Se sentó en la banca, sobre ella había un árbol y al lado un farol.

Una voz la sacó de sus cavilaciones y sintió miedo. Instintivamente se volteó.

—Buenas noches… perdona ¿te asusté?
—No —contestó ella, con fingida serenidad.
—Disculpa, es que te vi sola.
—Disfruto la noche.
— ¿Me puedo sentar a tu lado?
—Ya me iba.
—No quiero importunarte, acabo de llegar y me agradaría platicar, pero si no lo deseas, me retiro.
Con pasos cortos, el individuo comenzó a retirarse; se sintió descortés y le gritó:
— ¡Espere!Sigue leyendo «El sueño de Eunice»

EL REGALO

Nuestra amiga Gaviota nos ha invitado a participar en un juego, se trata de escribir un pequeño relato y publicarlo en su blog: Gaviotas con amor.

Las personas que participen, además de publicar el relato, deben elegir a seis compañeros para que hagan lo  mismo. El mejor texto se llevará el premio honorifico: El Corazón de Chocolate.

Los amigos que han ivitado son los mismos amigos que tengo.

piedraEs media noche y por la ventana se cuela una brisa que llega de un mar lejano. Frente al monitor, ella lee un poema en voz baja. Visualiza las imágenes y piensa en su juventud. Inquieta, va hacia la cocina para tomar un vaso de agua fresca. Regresa y vuelve a leer. Con prisa escribe un comentario al autor.  Al ducharse el agua que cae sobre la piel,  la asocia a un fragmento del poema leído. Apaga la luz y sabe que mañana será un día de trabajo duro.

En un punto distante, él da lectura a los comentarios que su poema ha motivado. Uno de ellos dice: “La forma en que ofrece sus versos se aparta de lo clásico, pero es más audaz. El contenido es de un erotismo que sacude sin que tropiece con lo vulgar”. Sonríe y contesta dándole las gracias. La invita a intercambiar opiniones, por lo que añade su dirección electrónica.

Después de caminar, desayuna e inicia labores de supervisión en una compañía distribuidora de libros infantiles. Él es un agente viajero que se dedica a la venta de refacciones para autos. A ambos les queda algún tiempo libre que lo disfrutan contestando mensajes de agradecimiento a las personas que reseñan sus escritos, después, coinciden ocasionalmente para platicar por el messenger. Ella en su casa, él sólo cuando encuentra el servicio en los pueblos que visita.

VEINTICINCO AÑOS ATRÁS.

Los turistas salían en grupo; a ella le decían la pequeña. Cuando no la veían, la buscaban.

La tarde vieja se iba. Ella miraba en los aparadores: el vestido, la bolsa, el zapato, y la orfebrería trabajada en plata, pero había un collar que no estaba en ninguna vitrina. Lo vendía un artesano que los tejía con hilos y cordones de luna y, poco a poco, iba forjándolos con grecas, cruces y tejos entreverados de colores; es el amarillo el color que mejor resalta.
– Es la piedra de tigre, así le decimos allá de donde vengo. Mire, tiene forma de corazón y será de buena suerte para el amor. Cómpremela güerita.

Se colgó el collar y el corazón atigrado lucía bien en el nacimiento de sus pechos. Las mujeres maduras  aplaudían el buen gusto. Caminaban en grupo mirando las estatuas que adornan la banqueta y llegaron a una parte muy arbolada donde un saltimbanqui actuaba. Era una alameda.

Él llegó a la ciudad para hacer un curso sobre ventas. Éste había finalizado y tendrían una ceremonia con algunos empresarios. Faltaban aún dos horas y decidió dar un paseo por la alameda. Poco después, se encontraba entre la gente que aplaudía las gracias del bufón.
Cuando  terminó, cayó un aguacero. Él encontró una saliente de un pequeño kiosco y ella también. Estaba inquieta, nerviosa, viendo para todos lados tratando de encontrar a las compañeras de viaje. Él se percató.
— ¿Busca a sus familiares?
Ella no supo qué contestar, pues ignoraba las intenciones de él.
— No desconfíe, —dice— sólo trato de ayudar.
Ella sonrió nerviosa.
— Gracias. Dijo despacio.
El chubasco no cede y la humedad redobla el frío. Ella temblaba. Él sacó el paraguas.
— ¿Desea que vayamos al café que está enfrente?
Los dos, bajo la sombrilla, tenían que mirarse, y él vio el color azulado de su iris.
—Sus ojos tienen la belleza del cielo.
Ella salió del paraguas y miró hacia arriba. Él, sorprendido, irrumpió en una franca carcajada.
—Es usted muy irónica. Sólo quise decir del cielo limpio, no éste.
Casi llegaban al restaurante:
—Lléveme a dar una vuelta, hay una estatua que no pude verla —pidió ella.
— Nos vamos a mojar más.
— ¿Es de sal? –inquirió ella.
Se van perdiendo entre el agua y el correr de la gente. Sonríen. Al salir de la arboleda, ella escucha que su nombre es pronunciado a coro.
—Allí están mis amigas. ¡Es usted muy gentil!
Corre hacia ellas.

Él se quedó atónito. Tocaba su boca sin creer aún que los labios de ella lo habían besado. Ella se perdió de su vista cuando alcanzó al grupo de amigas.

PRESENTE 

Es un correo electrónico que ella lee.
“Este día ha sido pesado. Tuve que internarme entre los pueblos del valle con temperaturas hasta los cuarenta grados, o más. La venta fue pobre; regresé al hotel empanizado por el polvo, cansado y pidiendo a gritos un baño. Tu correo es un estímulo para no enojarme con la vida. La lectura que me ofreces de la visión del principito me produce una emoción plena, me hace verte rodeada de niños, escuchando atentos las historias que les cuentas”.

Ella le hace llegar una serie de fotos. Una llama su atención: es una joven demacrada de mirada ausente. Está recostada en una poltrona. Explica en el correo que un día antes tuvo vómito, que recién había llegado de un largo viaje.

En la noche, entre sueños, veía los ojos de la joven: parecía un ave que entraba y salía por la ventana de su mente. En la mañana decide ampliarla y observa que el vómito no puede dar una mirada tan lejana. Se lo refiere. “Eres muy imaginativo” -le contesta. Él no insistió, pero a hurtadillas veía la foto y descubría la sensación de haberla conocido antes, sin embargo, meditó que la confusión era lógica, pues tenía fotos actuales de ella.

La ocupación de ella era adiestrar a los trabajadores para facilitarles la venta de los libros, así como supervisarlos en el campo. Ese día terminó su actividad. Estando cerca de la casa de sus padres fue a visitarlos. Su mamá salía del baño. Sentada en el tocador le ordenó:
-Por favor, ve a mi recámara y tráeme mi collar de oro. Si no lo encuentras allí, mira en el guardajoyas que me regalaste.
Efectivamente, no estaba en el primero, y miró en el segundo: era una canasta de mimbre de colores, y recordó el obsequió que hizo a su mamá. Tomó el collar de su madre, pero arrastró otro al mismo tiempo. Al observar los cordones de plata que servían para mantener fijas las obsidianas, recordó el viaje, la compra, la tormenta. Se percató que la piedra atigrada del collar había desaparecido. Sutil, le comentó:
– ¿No te acuerdas? ¡Qué memoria tienes! Me dijiste que te lo guardara y eso hice, allí está, como me lo diste. Nunca más lo volviste a mencionar, pero si deseas, llévatelo- le contestó su mamá.

Tanto para él como para ella, el tiempo corrió como los trenes subterráneos. Los sueños se quedaron en alguna parte de la vida y llegaron los deberes y la crianza de la prole. Muchas alegrías se abrieron a medida que los hijos crecían. El tiempo era un constante caer de hojas en las que las obligaciones entraban temprano y salían muy tarde. Es como estar en un permanente claroscuro, o como si los días hicieran la misma coreografía.

Ella estaba unida con un corredor de bolsa, hombre prudente, sin tacha, que le exigía atención. Él, en otro punto de la tierra, se percató que el sueldo que ofrecía una empresa sólo es para subsistir, por lo que intentó abrirse paso por sí mismo, pero las condiciones del país no favorecían. Salía muy temprano y dormía en hosterías pobres para no excederse en gastos. El tiempo se le iba en visitar pequeños talleres y ofrecerles su mercancía.

En los últimos años los días empezaban con ese gris sucio. A medida que volaban las horas, la mácula iba dejando lugar a pequeños brotes que llegaban pálidos. Por la noche, toman un tono verde incierto. Leer los correos que intercambiaban los hacía mecerse en otro espacio, salirse del tiempo. Para Navidad habían acordado intercambiar regalos, sin tener que comprarlos. Algo de ellos.

Al abrir los paquetes, él se encontró con un collar de obsidianas sujetos por hilos de plata. Ella con una piedra en forma de corazón con un ámbar trozado por rayas negras que le recordaba los destellos amarillos de las lámparas y la penumbra parda de los álamos.

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Una vieja casona

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El autobús se detiene cada kilómetro. Los tráileres avanzan simulando hipopótamos en el fango. Cierro los ojos, respiro profundo. Pienso en el día que la conocí.

Trabajo para el licenciado Solórzano. En el despacho, laboramos diez personas. Es una casona antigua en las afueras de la ciudad. Hay oficinistas, licenciados y personal de mantenimiento. Mi responsabilidad es en el área de cobranza, pero me gusta ser útil. Mi esposa falleció y el cuidado de mi hijo se hizo relativo cuando él me comunicó que se iba a vivir al extranjero. Así que mi jefe un buen día me comentó: deja de rentar y acondiciona el sótano para que vivas.

Por la mañana camino, riego el prado y fabrico andamios para que los rosales suban por las paredes. Estas rosas disfrutan exhibiéndose,  a costa de que sus tallos se quiebren. Antes de subir a la oficina, practico la guitarra y en voz baja canto. Una mañana, llamaron a mi puerta, quizá pensando que se trataba de una bodega.— ¿No quiere un café? —Escuché.

Al abrir, me encontré con una muchacha de veinte años, con cara de sorpresa. El rulo de su pelo negro caía sobre la frente y danzaba de un lado a otro. Vestía blusa color azul y falda de medio vuelo gris.

Mitza fue contratada para ordenar el archivo. Un trabajo meticuloso, que exige discreción y seriedad. El trato diario, la ayuda que le presté en sus primeras semanas bastaron para hacernos buenos amigos.

La casa vieja había sido convertida en una oficina funcional, pero nadie podía quitarle el olor a intimidad: su sala, cocina, el traspatio, la biblioteca, sus vericuetos y mi guarida que decoré con reproducciones de Cézzane,  Gauguin,  adornaban la pared. La guitarra colgaba en una esquina y ésta me reparaba del cansancio y del silencio.

Salía con frecuencia fuera de la ciudad, atendiendo diversos asuntos. Casi siempre, regresaba el mismo día; sólo había dos puntos en los que tenía que pernoctar; si bien estaban distantes, compensaban por el paisaje exuberante y la bondad de las personas.

Un día de verano,  pregunté: ¿Qué va a hacer este domingo?,  Si gusta del agua, la invito a mojarse y a comer.Sigue leyendo «Una vieja casona»

El viaje

Huí, sin decirle a nadie. Salí de la tierra agrietada, del aire con sed. No me importó, pues a nadie extraño. Llegué a la ciudad. Nada fácil fue ganarse la confianza de la gente que sospecha hasta de las mismas paredes. Ayudante de velador, barrendero, mozo, limpiador de oficinas y desde hace meses me tienen en el archivo. Tengo un departamentito donde paso las noches y, aunque está en el último piso, es mi cueva que con lo que otros desechan, la he amueblado.

Desde hace meses, la inquietud me asalta. Me he percatado que mi cueva se reduce. Los programas de la televisión que me entretenían, ahora, son indiferentes. Las canciones de moda me aburren. Por accidente, escuché una estación de Radio Universidad, me gustó, pero no pude soportar el violín, sentí la necesidad de salir y caminar.

Por las noches, de regreso, hacía caminatas para engordar mi cansancio. Me veía en los espejos de los grandes almacenes: flaco, de bigote parado y de orejas caídas. El aire de las calles es voluble: humo de fritangas, olor de fábricas, coladeras sin tapa. La brisa en mi depa, me devolvía el vigor, sólo era cuestión de abrir las ventanas y el viento de la noche enriquecía el ambiente. Ahora, ha cambiado, ya no sucede y tengo que respirar frecuente, porque el aire no me llena. Iba de una ventana a otra; y de la otra, hasta la puerta. El sueño se ausentó y para calmarme, necesité fumar, se me adosó tanto, que si no tenia visible una cajetilla de cigarros frente a mí, salía a buscarla, así fuese en la madrugada. Una noche, el portero del edificio tocó al departamento, pues escuchó un grito. Le dije que había sido yo, que tuve un mal sueño. Opté, entonces, por dejar el radio prendido.

Para contrarrestar la somnolencia, abusé del café. Me sentía bien una o dos horas, pero después sobrevenía la fatiga. Un día, cuando compraba, la dependienta preguntó si estaba enfermo, le dije que no. Me siento bien y doblé el brazo para enseñarle mi “conejo”, pero la verdad, era que no rendía y hablaba sólo lo indispensable, dejé de ir a fiestas.

De vez en cuando, hacía ronda con Alberto, un amigo del trabajo; ambos tomábamos el mismo autobús.
-Andas enamorado- me decía.Sigue leyendo «El viaje»

El rescate

El timbre del teléfono repiqueteó. — Martillos golpeando campanas. Hurgué a tientas hasta que atrapé el auricular.
Había llegado después de la medianoche y mi deseo era dormir hasta que el cuerpo quisiera. Aún, estaba oscuro. Sin embargo, la insistencia del repiqueteo, me hizo pensar que podría tratarse de un asunto serio.
—Bueno, bueno… ¿Quién?
— ¿Es usted Mario Santiago?
—Sí.
Había ruido de voces y música.
— ¡Habla más fuerte, no te escucho! ¿Quién eres?
—Soy Araceli y hablo desde Tijuana.
No recordaba quién era Araceli, por más vueltas que le daba en mi cabeza. Desde este lugar a Tijuana, median dos días de viaje en carro –dos mil kilómetros– Los ojos se me cerraban, estuve a punto de colgarle.
— ¿Qué quieres?
—Que venga por su nieto, porque se quiere matar y yo no puedo cuidarlo.
Está loca, exclamé.
—Yo no tengo nietos.
—Tiene uno en Tijuana, y es de su hijo Gerardo. Yo soy la muchacha que le ayudó a su esposa un tiempo haciéndole la limpieza. ¡Recuérdeme!

La vi entre sombras. Era flaca como salamandra y lo único que sobresalía eran sus pechos. La imagen de ella estaba entre el sueño y un recuerdo deficiente. Trató de contarme más detalles, pero mi estado no era de vigilia.
—Ya sé quién eres. Lo que dices me aturde. Dame tu número de teléfono y yo me comunico contigo.
—No tengo teléfono. Le hablaré dentro de unos días. ¡Sólo quería que lo supiera!
De entre los ruidos y la música, escuché risotadas. Cerré los ojos, deseando dormir y dormir.

Fue difícil localizar a mi hijo, pues vivía en una ciudad lejana y sin que tuviese disponible un teléfono particular —todavía no había móviles. Recién, se había casado y se fue a la búsqueda de un mejor presente.
Al fin, lo encontré y nos pusimos al habla.
— ¿Cómo estás hijo?Sigue leyendo «El rescate»

Apuntes de un niño

Pasé mi niñez en una ciudad que tiene  petróleo en sus entrañas. Los directores de la empresa vivían en el lomerío, en casas de lujo. Los obreros calificados  lo hicieron en la planicie con casas  tipo “gringo”  de madera tratada. En las afueras habitaban indígenas, en  chozas con techo de palma y paredes de barro.  Mi casa era de madera con piso de  ladrillo y un patio sombreado por árboles.

El silbato de la empresa sonaba a las seis y cuarenta y cinco de la mañana y quince minutos después,  volvía a pitar y marcaba el inicio de labores. Recuerdo que gruñía,  profundamente,  en mí oído, haciéndome creer que se trataba de un buque de vapor surcando en un mar agitado y que el capitán lo conducía  río arriba,  para que los niños conociéramos un barco de verdad. Los únicos que veía  eran los dibujados en los libros,  o bien,  los armados con hojas del cuaderno.

 

Asistí a una escuela  de dos plantas con piso de mosaico, salones amplios, luminosos y por fuera, cuadritos de cerámica color café. El patio contenía una cancha de futbol, otra de básquet y  espacios para corretearse con los amigos. Era fresca y daba gusto acostarse en sus pisos. A la escuela iba en la mañana y en la tarde.

Cuando regresaba a casa  oía  el alboroto de los cotorros y,  otras veces el cielo se oscurecía. Caían unas gotas gordas que al pegar dejaban un resabio de dolor y descargaban su furia sobre los tejados. Los arroyos se formaban en instantes y era el momento para arrancarle hojas al cuaderno y hacer el barquito de papel y situarlo sobre la corriente de agua y verlo partir rumbo al mar. Imaginarlo al lado del buque de vapor, ante la sorpresa del capitán, enfebrecido por el bochorno.

 La televisión era un bicho raro, así que después de la escuela, jugábamos al trompo, a las canicas y más tarde  a las escondidas.

Recuerdo el resplandor de los quemadores de gas, que a la distancia parecían gigantes de lumbre que se mecían con el viento, permitiéndonos retozar en aquellas calles sin cemento. Cuando mamá gritaba mi nombre, sabía que era hora de volver, cenar y dormir.

Para  mí,  había  la  temporada de los aguaceros,  la del frío con su Chipi-chipi y la de jugar en la calle al futbol. Las dos primeras asfixiaban.   Para poder llegar a la escuela tenía que ponerme unas botas de hule y un impermeable,  pues en las calles se formaban lagunas que teníamos que atravesar. —Era placentero meterse al agua y chapotearla con mis botas de goma—. El impermeable era un estorbo y más de una vez,  me lo quité para sentir las gordas gotas sobre mi rostro.

Los aguaceros, en su mayoría llegaban con el anuncio de los truenos y los rayos. Mamá corría a cubrir los espejos y luego me abrazaba fuerte, muy fuerte. Después de varios días, me asomaba a la ventana y veía que el patio y las calles estaban hechos  agua. Después vendría la recompensa, pues los charcos se cubrían de gusarapos y, salían de todos lados,  mariposas que volaban en filas y que  se posaban en mis manos. Arriba como saetas pasaban las libélulas con su iridiscencia azulada. Poco a poco,  el sol tostaba el barro y volvíamos  a jugar futbol.

Las aguas del frío me encarcelaban. La gente decía que había norte; para mí significaba pasar las vacaciones escolares metido en la casa sin poder salir a jugar por días y días. Era una lluvia fina, afilada y fría, que si caía por breves momentos, empapaba la ropa y dejaba dentro, una humedad que te hacía tiritar. Le decíamos chipi-chipi.

Esos días lo pasaba en la cocina con mamá, saboreando el café caliente y un pan recién horneado que al morderlo, crujía y esparcía el sabor de la melcocha.Afuera, estaba la monotonía: la gotera que caía en la cubeta o resbalando sobre la circunferencia de las naranjas y soportando el tac que hace al tronar sobre las hojas del plátano. Cerraba los ojos y veía en mi mente a los quemadores y cómo de su tallo se desprendían pájaros de fuego. Yo volaba en una de esas aves y recorría paisajes desconocidos. Hoy comprendo que aquella lluvia tenaz me obsequió los besos tiernos de mi madre y mi fantasía.

 

¡Bienvenida señora Garay!

No tenía cuarenta y ocho horas en el poblado y ya estaba haciendo las maletas para salir del lugar lo más pronto posible. Mi furia provocaba que metiera la ropa con desorden en la valija y, al mismo tiempo, repitiera:

— ¿Qué hago aquí? ¿Qué hago aquí?

Llegué a ese sitio después de siete horas de vuelo. Días antes, me sentía agotadísima y no dudé en aceptar la invitación de un amigo para reposar en su casa y después visitar la campiña.
—Véngase, verá usted que por acá se recupera. La tranquilidad del paisaje será un bálsamo para su espalda torturada y un aliciente para su alma.
Trabajé el doble en los días previos y, un viernes, volé al poblado que colindaba con la montaña y la selva. En una tarde de colores sucios, pisé tierra. Mi amigo llevaba una pancarta de cartulina, donde decía: “Bienvenida, señora Garay”. Me reí de su ocurrencia, pues llegué en un bimotor de veinte plazas. Fui a la oficina y compré el boleto de retorno, que sería en una semana. No antes, porque el servicio era cada ocho días.

Después de los saludos, abrazos y preguntas de rutina, subimos al taxi. Él se quedó callado para darme la libertad de observar el paisaje. El verde corría, dándome todas las tonalidades, pero respiré el presagio de un día bochornoso. Arribamos a la pequeña ciudad que parecía estar sacada de una colección de pueblos milenarios. Poco después, estaba dentro de su casa, muy diferente a la mía. En la construcción rústica se oía un viejo silencio. Suspiré y, aliviada, me dije que lo sustancial era descansar del ruido, sobre todo, de las tensiones causadas por el empleo.

Mi amigo, a quien llamaré Salvador, era un hombre de cuarenta años de edad de complexión atlética, nariz gruesa sin llegar a ser abultada; la mirada viva, que en momentos se retraía. Un lunar le enrojecía parte de la ceja derecha y cambiaba de tonalidad. Moreno, con facciones más de aborigen que de criollo, su charla era pausada y su trabajo consistía en asesorar empresas en políticas de contabilidad. Me relacioné con él porque asistimos a una fiesta en la capital del estado, donde fuimos padrinos. Yo, por parte de la novia; él, del novio. Compartimos la misma mesa y entablamos una conversación trivial, pero él siguió en contacto por medio de cartas, postales, o bien a través de terceras personas.
Trato de ordenar mis ropas en la maleta, mas por mi enojo, sólo amontono. ¡Tengo que volver a hacerla! Entonces, acumulo más coraje.
Ya en el interior de la casa, saludé a la señora y a su pequeño hijo. Ella mantenía el aseo y el orden. Era una mujer de mediana edad con facciones gruesas, obesa. El crío tendría unos tres años; al ver a Salvador, le extendió -de inmediato- sus brazos, y por la manera en que se estrecharon, percibí que había un vínculo especial. La vivienda tenía dos recámaras. El calor empezaba a percutirme las sienes y, después del viaje, lo que deseaba era darme un baño y tirarme en una cama.
— ¡Estás en tu casa! Regreso después. Tengo una cita que no me fue posible posponer. Me dijo.

Salvador se fue al trabajo. Quedé sola, porque, también, desaparecieron la señora y el niño. Me di un baño, calcé una bata de algodón y me tiré cuan larga era en la cama de él. Cuando desperté, todo estaba en silencio; sólo se escuchaba el chillido de algunas aves. Respiré hondo. Mentalmente, vi a mis hijos y sonreí. Escuchaba el golpe de mi corazón y el sudor hacía pequeñas vejigas sobre la frente. Era la primera vez que me alejaba de ellos, y su presencia se hacía más grande en cada latido. No pude contenerme y me pregunté, ¿qué hago aquí? Para darme ánimos, me contestaba en voz alta: vengo a descansar. ¡Mis hijos casi son unos hombres!

Febrero es un mes de recuerdos intensos, pues fue en las fiestas de carnaval cuando Sigue leyendo «¡Bienvenida señora Garay!»

Los regalos del abuelo

Siempre me han encantado los domingos, porque es el día en que visitamos a la abuela. Abue Meche vive en la parte alta de la loma, en una casita rodeada de árboles frutales y de rosas. El corredor es amplio, fresco y melodioso por el canto de las aves.

Mi abuela sabe preparar unos deliciosos panes que le enseñó a hacer su mamá cuando era pequeña y después, cuando se casó con el abuelo, aprendió otros, pues él traía recetas de muchas partes del mundo. Me parece verlo sentado en su poltrona, contándonos leyendas de los países que visitó y cuando alzaba el dedo era para que pusiéramos atención. Tenía su voz clara que matizaba con el brillo de sus ojos.

— Sientan el aroma del pan de nueces y canela. Eso lo olí una mañana en un pueblito de los Andes. La buena señora me dio la receta y ahora mamá grande lo está horneando— nos dijo.

Era su forma de recordar a la gente que le dio cariño. Siempre que nos llevaba a caminar por el jardín, y hacía un alto, era para explicarnos algo: “No basta con ver, hay que mirar bien. Una rosa nos enseña mucho. Si la ves cuando la agita el viento, la guardas en tus ojos; si la miras en la alborada, la encontrarás cubierta de rocío. Miren la armonía de sus partes, no hay duda de que la rosa está hecha por las manos de Dios.

Uno de esos domingos, después de comer los panecillos que el abuelo aprendió a hacer en los Andes, mi hermano me llamó para decirme un secreto.

—Viri, ven conmigo al sótano para que veas lo que he encontrado…

Mientras papá y mamá conversaban con la abuela, fuimos sigilosos hacia la parte de abajo de la casa. Allí, en el sótano, la abuela guardaba su pasado.

—El día que quieran descubrirlo, sólo tienen que pasar, —solía decirnos. Pero nunca habíamos tenido curiosidad hasta que Adrián encontró debajo de unas sábanas viejas, un baúl repleto con todas las cosas del abuelo. ¡Y entre todo aquello, encontramos unas cartas para nosotros! Leí nerviosa la mía.

Querida Viri:
Desde que naciste vi en tus ojos mi retrato. Cuando recién aprendiste a caminar empezaste a descubrir un mundo en cada paso y en tu media lengua, me contabas y contabas. ¿Qué me habrás dicho? Nunca lo supe. Sólo intuía que dentro de ti había un mar de imágenes y de palabras. Igual que yo, que guardaba recuerdos de playas, valles, montañas y rostros de gente que me ofreció su amistad. De más grande, cuando regresabas de la escuela, me pedías que te contara cuentos. Por eso, los libros que encuentres en este baúl son para ti. ¡Sé que los leerás todos! A través de ellos conocerás muchas de mis historias. Algunas son de nuestra tierra, otras de pueblos distantes en los que estuve dando conciertos con la guitarra. Descubrirás el amor del gaucho hacia sus pampas y los ritmos de los Andes. Comprenderás que los lugares tienen magia y que en el alma de la gente, viven sueños y fantasías.

Abajo encontrarás un tesoro de pequeños objetos que fui adquiriendo cuando llevaba nuestra música a esas tierras. Siempre cargaba conmigo artesanías hechas con las manos de nuestro México y regresaba con otras, hechas con el corazón de otros pueblos. La última vez que toqué fue en Loíza, un pueblo en la costa Norte de Puerto Rico. Al final del concierto, una niña tan bella como tú, me dio un beso y el mejor regalo que he recibido: una máscara de vejigante; yo, a cambio, le di una muñequita con un vestido típico de la mujer totonaca y una mantilla de seda bordada de flores. Le prometí volver, pero uno propone y Dios dispone. Confío que Adrián, a quien le obsequiaré mi guitarra, pueda con paciencia llenarla de música y arrancar melodías que hagan enternecer a los corazones y que a través de su arte pueda hermanar al mundo. Y Tú, que en tu linda cabeza guardas tantos cuentos y fantasías, puedas hacerlos brillar y emocionar con ellos a los niños de la Tierra.

El encargo

Luego de un viaje de veinte horas, el cansancio era visible en las mujeres. La del pelo corto, entre cano y delgada, traía de la mano a una jovencita de doce años. Tocó a la puerta con temor y pensó en voz alta: “espero  sea la casa”. De lejos se escuchó una voz “Ya voy, ya voy”. Abrió una señora carirredonda y baja de estatura, que las recorrió con la mirada y confundida preguntó:
— ¿Qué desean?
— ¿Vive doña Sandra?
— Sí, aún vive, pero ella no recibe visitas.

Doña Sandra, debilitada, sólo acogía en su dormitorio a hijos y amistades de años. Hace tres meses había dicho,  que no deseaba platicar con nadie. “Se me acabaron las palabras y las ganas de hablar”.

—Si Dios aún le conserva la memoria, dígale que venimos de muy lejos… ¡Imagínese, tenemos más de un día de viaje y no sabemos de una cama!
—Yo soy la hija de doña Sandra y conozco todas las amistades de mi mamá. A usted, perdone, no la recuerdo.
—Es que cuando conocí a Doña Sandra, usted no estaba, vine con su hijo, —el finado—. Ella se portó gentil y me ofreció un té.
—Le preguntaré a ella. ¿Cómo se llama?
— Por mi nombre no se acordará. Menciónele que la visité acompañada del finado por la mañana y ella platicaba con una comadre.

La señora musitó entre dientes un “ahora regreso” y se fue por la calzada que conduce  hacia la vivienda.
La niña apretó el brazo de su madre.
— Mamá tengo sueño.
— Aguántatelo, que pronto regresaremos.
“Mi hermano tiene años de muerto y todavía hace sonar campanas. Mi mamá duerme mucho, mas bien creo dormita, porque a veces la he visto sonreírse”

Mamá Sandra estaba en su recuerdo. Se veía a orillas del río, cuando acompañaba a su hermana y a su mamá. Mientras lavaban la ropa, ella se divertía viendo los peces juguetear por entre las piedras.
Después se miraba de jovencita y sonreía cuando los muchachos competían nadando de orilla a orilla del río. Fue época de bonanza pues los grandes buques cargaban sus bodegas de naranja y se veía gente de todos colores.
Noventa y cuatro años cumpliría ese mes y sabía que la muerte se había tardado en llegar; estaba lista, sin embargo, había relámpagos en los sueños que le inyectaban un desasosiego; un algo que no se acomodaba.
— Mamá, ¡mamá!, hay un señora que desea saludarte.
Sin abrir los ojos, arrugó la frente, como preguntándole “… y quién es”
La hija le respondió que nunca la había visto. Dice que estuvo aquí; que vino con José y que tu le invitaste un té. La abuela volvió a arrugar la frente y la hija interpretó.
—No sé que quiera mamá. ¿Le digo que estás dormida?
—No. Hazla pasar. Pero antes péiname y entreabre la ventana y busca mis lentes.
—Le diré que la vas a recibir y que aguarde en la sala.

Los años la habían debilitado, las fuerzas eran parcas para ir y venir, pero sus ojos aún podían reconocer y sus oídos escuchaban con claridad. En cuanto su hija se fue, ella sintió rodar por su mejilla un hilillo de lágrimas. Hubiese deseado no presenciar las exequias de su hijo, pero son designios de Dios. —¿Quién será? —Se preguntó. Visualizó al finado y en la penumbra de la memoria recordó la vez que llegó de improviso para que conociese a la amiga. Fueron unos instantes, pero suficientes para darse cuenta que en la figura breve de la invitada, había esa clara luz que distingue.

La mujer delgada y de cabellos cortos no pudo evitar el recuerdo de aquel día caluroso de invierno -Inesperadamente le había llegado un intenso dolor de cabeza que taladraba las sienes causándole una visión borrosa-. Después del té, le pareció escuchar las palabras de José: “Esta estatuilla la modelé yo”., y la voz de Doña Sandra que le decía pegando su voz al oído de ella: “ fue el unico de mis hijos que quiso ser artista” La voz chillona de la hija de la anciana la sacó de su evocación.
—Puede pasar.
—Gracias.
Entró en silencio, frente a la anciana, ella la tomó por sus hombros, acercó su cara y la besó, Se mantuvo cerca de ella y doña Susana le correspondió.
— ¿Eres la amiga de José? —Le dijo al oído, e irrumpió en sollozos pequeños.
Minutos después ambas lloraban. Las palabras se quedaron mudas y sólo  las manos hablaban. Ella acariciaba con sus palmas los hombros de la anciana y la abuela recorría la pulpa de sus dedos sobre las mejillas.

—Te esperaba. Deseaba mirar una vez más la cara de la mujer que comprendió cabalmente a mi hijo.
—Lo quiero mucho, aún de que no esté.
—El paisaje más íntimo es el que está en el corazón y tú llegaste a esta tierra, no por los ríos o las playas, llegaste por un mandato.
— Le traigo dos regalos, uno está en el sobre, el otro afuera. El sobre contiene los recuerdos de aquel día.
— ¿Afuera?
La mujer llamó a la niña.
La anciana al verla la abrazó y sus manos palparon la cara. La besó plena con sus labios marchitos.
—Saca, por favor, de este cajón —señalaba un buró— una cajita de madera que tiene grabada una casa y dos árboles otoñales y dámela.
La anciana con sus dedos temblorosos la abrió y sacó una medalla con la virgen de Guadalupe donde tenía inscrita la frase “Para mi hija Mari” Se la puso en el corazón a la niña y después, tomando con sus dos manos la cajita le dijo:
—Esto te pertenece.

La mujer de pelo entrecano y corto, sólo gimió un instante, tomó su pañuelo y se lo restregó en sus ojos.

— Me siento mucho mejor, este encargo, me dio los  alientos para esperarte. Ahora sé que podré descansar y mañana estaré  jugando a las escondidas con mi hijo, como lo hice cuando  él era pequeño.

Un hombre llamado José

Con cariño para: Stellamantrana y José Cruz jr.

Me recuesto en el asiento mullido del autobús y, logro un recuento de lo que me acontecía hace más de sesenta años. El ómnibus rodea la ciudad y, el paisaje fluye veloz. Estas tierras parceladas, eran exuberante selva. Pronto llegaré a la brecha de los Barriles y allí me apearé.

Los árboles que conocí, los cercenaron. Los recuerdo enormes, colmados de heno, con raíces gruesas y  barbas,  que salían de la obesidad del tronco. Sólo dejaron el zapote. En aquellos tiempos era un mozuelo que se abría. Ahora es el único gigante que mira hacia los pastizales donde rumia el ganado. La brecha, actualmente es un camino de terracería, pero, me llevará  por el sendero que transitaba con mis mulas, cargadas de refacciones e hilos.

—¿Le alquilo un caballo?  -dije al ranchero. Se quedó incrédulo.

—¿para qué? Solo espere al autobús y le dice al chofer donde desea bajarse. Además si lo tumba el caballo, no creo que aguante el golpe.

-No se preocupe, se montar bien y si algo me pasara, le dejo el costo del animal.

El caballo tiene paso ligero y responde. ¡Esto es placer! Lo del camión, con asientos mullidos es: comodidad. Lo escucho resoplar, es fiel a sus instintos. Él soporta mi peso y yo acaricio sus crines, le hablo y parece entenderme.

Salimos de la carretera y tomamos la vereda. Es el viejo camino a dos arbolitos.Sigue leyendo «Un hombre llamado José»

Promesa

Trabajo y más trabajo. Responder oficios, ver las citas en el juzgado, contestar –personalmente— a clientes, proponer la mejor opción para formular un testamento. Mi secretaria organiza mi agenda y contesta los teléfonos.

Después de haber hablado con mi esposa, escucho a Elia con su voz de flauta, me recuerda que debo ir a casa de la viuda. La señora —en cuestión— vive en un pueblo cercano y yo fungo como su representante legal.

Diez hectáreas de su propiedad están en la mancha urbana y hay que negociar con los invasores, autoridades municipales. Preparé la documentación y sin pensarlo dos veces, conduje el auto hasta la residencia de mi cliente que por la edad,  su salud es inestable. Dos horas intensas pasé con el hijo de ella, doblando y desdoblando planos, marcando terrenos que se donarán al municipio para escuelas, áreas verdes y calles.

Cuando me despedía de la viuda, salió a mi paso una joven de cabello lacio y cortado como varón, pómulos salientes, labios gruesos y enrojecidos por una mancha. 
—Le presento a mi ahijada, que nos ayuda con mamá.
—Aprovecho para pedirle, si no es molestia, que la acerque a su casa, ya que su mamá no puede vivir sin ella. —Me dijo Mario, hijo de la viuda.

Enfilé hacia la carretera con mi pasajero. Es una hora a una velocidad moderada y últimamente más, porque las lluvias tienen en mal estado a la carpeta asfáltica. Serían cerca de la una de la tarde. Ella estiró las piernas, y sus manos se trenzaron detrás de su nuca.
— ¿Cansada?
—Más que cansada, aburrida. Recién lleguéSigue leyendo «Promesa»

El niño y el anciano

Tengo que admitirlo. A mis setenta años, en las noches escucho los horrores de aquel momento. la cortina  se mueve, suspiro y trato de dormir; aunque el presente me propone un final cercano.
Sudoroso y tenso, percibo los latidos desordenados de mi corazón. Con esfuerzo me siento y  voy al baño. Orino sobre la blancura de la taza y el chorro final se queda a medias, pujo hasta que las gotas se reúnen en un flujo fatigado. Camino a tientas hacia la cocina para tomar agua: me calma el ardor y mi panza se vuelve tolerante.
Mi oído es muy perceptivo; la familia ignora lo bien que escucho. Soy un anciano subordinado, que vive gracias a Dios y a las medicinas.
Sin embargo, mis parientes han decidido adelantarme la muerte. Mis bienes, prácticamente ya se los han repartido; no les pertenecen, pero saben que en el futuro los tendrán.
Cuchichean en los pasillos: cómo irán vestidos cuando esté  en el velatorio, qué bocadillos darán y discuten, si me  llevarán a la iglesia antes de darme sepultura.

Sí; ¡tengo deseos de abandonarme a la corriente! No soporto este duelo diario, mas una mano pequeña, dentro de mí, me dice que no.

Y entonces sobreviene el recuerdo de cuando tenía diez años.

Vagaba  por el malecón y me distraía mirando el río. Mi padre en la cantina, mamá en alguna casa lavando ajeno para darnos un pedazo de pan. llevaba las ropas sucias, raídas y los zapatos gastados.

—¡Chamaco, chamaco! Sigue leyendo «El niño y el anciano»

Teléfono de monedas

Por el camino acaricié la estructura metálica de la moneda de veinte centavos, pasé de prisa por los centros comerciales sin importarme el Santa Claus que se había mudado a los aparadores. Era una noche fría y lluviosa. Me dirigí hacia una de las esquinas del parque y vi la caseta del teléfono. Metí la mano en la bolsa para extraer la moneda y sólo palpé las llaves del departamento. Busqué en todas las bolsas, en las bolsas de las bolsas y la puta moneda no estaba. Regresé pasos atrás y agudicé la mirada. Me reí de mi pendejada. ¿Cómo podría ver un círculo de dos centímetros de diámetro forjado en cobre ya oxidado en una noche de perros? Sofocado de mi interior regresé a la caseta y le di dos golpes con el puño cerrado al rectángulo metálico de la alcancía del aparato y cayeron seis monedas en la buchaca y al descolgar, el teléfono tenía línea.
Recordé que la conocí en un autobús; fue un día feriado en que partí a mi tierra natal a visitar a mis padres y ella a los suyos. Un viaje nocturno de seis horas para mí y para ella de diez. No cejamos de platicar y los pasajeros, nos instaban a guardar silencio, sin embargo continuábamos en voz baja, hasta que el sueño nos venció. Ella ladeó su testa y la apoyó en mi hombro. Yo me dormí viendo a la luna resaltar la oscuridad de su cabello adolescente. Cuando llegué a mi destino le pedí el número de su teléfono. ¡Era lo más fantástico que me había sucedido! El fin de semana, no la pase con mis progenitores, sino con ella y de tanto ver el número telefónico, que lo aprendí de memoria. Cuando abordé el autobús de regreso, miré con ansiedad a los pasajeros, pero el rostro de ella no apareció. Recordé paso a paso nuestra platica y nuestras coincidencias eran asombrosas, gustábamos de caminar al borde la playa, escuchar el rumor de las olas cuando golpeaban en los acantilados, la figura poética del barco en la montaña y los dos repetíamos riendo como niños: García Lorca. El corazón se hizo exigente pidiéndome más; pues solo el pensar de no verla, me contracturaba.
Estaba sudando aún del frío y en mi prisa marqué mal el número, en la segunda vez, estaba ocupada la línea. Sigue leyendo «Teléfono de monedas»