La duda o anotaciones de una adolescente entrega 10

Sendero

En la mañana me despertó la voz de mi madre preguntándome si no estaba enferma. Le dije que no, solo que no había dormido bien. Recordé que estaba en el cuarto de estudio con Aymara, hincada bajo la luz de una veladora. Ella me acarició la oreja en señal de que abriera mi oído. El viento atropellaba la copa de los árboles, algunos pájaros chisteaban, luego un silbido agudo, no molesto, como el que hace un huracán en la lejanía y que se va acercando, luego un siseo, similar al que se escucha cuando se interrumpe la señal de la televisión y en medio hay una voz ahuecada de un hombre que parecía rezar. Fue solo un momento. Algo que no logro precisar, como tampoco sé cómo es que llegué a mi dormitorio, o quizá nunca salí de él. Cerré mis ojos y concentré mi pensamiento, después de repetir y repetir logré escuchar: “ella es una cazadora”.

Mi nana Aymara salió desde el alba, más tarde nos vimos en la cocina. Nos habíamos compenetrado tanto que no había necesidad de utilizar la palabra, hablábamos con los ojos, con la cara o ella apretándome la mano. A veces sentía que podía leer mi pensamiento y me instaba a que yo intentara leer el de ella. Madre se iba y me hacía señas de que las dos estábamos loquitas. En privado me puso al tanto.

«Con el regalo que te dio (el gato de obsidiana) pude imaginármelo. Cuando me dijiste a qué lugar había ido platiqué con un chaman amigo. Parece que por las montañas se esconden secretos que involucran santuarios que vienen desde hace siglos. Antes que él, fueron otros quienes tomaron muestras de diferentes partes de la cadena montañosa, grutas y recovecos, y eso les disgustó. Por coincidencia uno de los manantiales con agua clara cambió a café rojizo. Al tomar muestras para identificar los elementos, seguramente lo confundieron con el equipo de una compañía metalúrgica. Son gente cerrada y él pagará la profanación que hicieron. Hace un mes no lo han visto. La gente de la comunidad cree que se regresó a la ciudad, pero, me dices que no contesta a tus llamadas. Así que tenemos que buscarlo».

«No creo que mis padres me den permiso, ese lugar está muy lejos».

«Es hora que sepas de la puerta que tienes en el estudio. Es una ventana donde el tiempo y el espacio tienen otra manera de comportarse. Tu bisabuelo me hizo ensoñar para que regresara a la casa con el propósito de adiestrarte. Él lo hizo conmigo y ahora como parte de nuestro círculo lo estoy haciendo contigo. Las enseñanzas son numerosas, y si bien tienes la fortaleza, aún falta mucho camino por recorrer, por lo que te voy a pedir que mientras estés cerca de mí no correrás peligro, pero si te alejas demasiado podrían agredirte. ¿Estás dispuesta a correr el riesgo para saber que ha pasado con tu varón?»

Leyó mis gestos y quedamos de vernos en el estudio a media noche. Cuando llegué mi mesita de trabajo estaba cubierta de imágenes y al centro una fotografía en blanco y negro de medio cuerpo abrazándose a sí mismo, los ojos me parecieron familiares. La luz cobriza de las veladoras servía de fondo, cuando mi nana Inicio con un rezo que parecía el murmullo de una cascada.

Me dijo que repitiera sus rezos, tomó mi mano, la apretó, señal que debía concentrarme a profundidad. Se abrió la puerta. Seis remolinos giraban frente a mis ojos. Brinqué detrás de ella y revuelta en la oscuridad giré. Se pierde la noción del tiempo, la conciencia. Tu corazón se detiene y al reiniciar, los olores llegan y la luz y el oído se despiertan. Estábamos en una loma donde divisábamos la extensión del paisaje. Me hizo acostar sobre una roca alargada, ella hizo lo mismo. Relájate que invocaremos con un rezo a mis aliados y las buenas vibras que tiene este monte sagrado.

 «Siempre detrás de mí. Al menos que te lo ordene te separas». El sol abría. De una choza salió una mujer y detrás de ella un hombre encorvado y flojo que la seguía como un perro. «lo adiestran para zombi». Es una mujer con poder. Me dijo con su pensamiento: Hay que romper su cerca mental, hacer que vuelva a su estado de conciencia. No tendrás mucho tiempo, pero si realmente te ama volverá, Si no vuelve tendremos que irnos.

«Ella no puede, ni con sus poderes, detectarnos. Tampoco sabe que estamos aquí, al menos por el momento. En el instante que sospeche, ella le hablará a sus aliados y habrá llamas. Sabe, que en el estado que “viajamos” es breve. Sacaré a la hechicera de su espacio de poder, fuera de las vibras que la hacen fuerte. De esa manera cuando él esté solo tendrás que utilizar los medios a tu alcance para que vuelva a saber de sí y escape. Mira como las ramas de los pinos se agitan y como las hierbas del chaparral parecen abrazarse.  Tenemos un aliado».

Lograba ver que la mujer ya entrada en años iba de un lado a otro, parecía coger cenizas y lanzarlas hacia arriba. Un olor a vinagre me golpeo la nariz y ella salió corriendo por el camino que llevaba hacia una garganta rocosa.

Es el momento, escuché que mi nana me decía y corrí a encontrarme con mi varón. Parecía estar lejos y tal vez lo estaba, sin embargo, la distancia se hizo menor. En tres respiraciones logré situarme frente a él. En su mirada había una lejanía que me dio escalofrío, ¿qué tendría que hacer para devolverle su conciencia?

La duda o anotaciones de una adolescente entrega nueve (9)

Sendero

Fueron meses de estar a la sombra de Aymara. La enseñanza era para toda la vida y con el compromiso de transmitirlo. En su tierra, un pueblo entre las montañas de un clima templado con noches de frío y avalanchas de neblina que se tragan hasta la iglesia. Llegamos a su choza construida con barro y techo de palma. Afuera se oía el rumor del viento y el aullido de los coyotes en la lejanía No había camas con colchón, ni frazadas suficientes para abrigarse y sin embargo tenía tibieza. Me dormí en un catre de lona y con una colcha de franela. A las cinco de la mañana cuando ella me despertó el café estaba hecho. Cuando abrió la mañana ya habíamos caminado tres o cuatro kilómetros y se veía el filo de una cañada donde el rumor de la cascada era fondo para una gran variedad de aves que pasaban volando cerca de nuestras cabezas. Nos sentamos y de la bolsa de su camisa saco alpiste y una docena de aves comían en su palma. Más tarde llegaron colibríes cuando puso miel en el hueco de su mano.
«Te traje a esta cima porque es un lugar diferente a todo lo que ves. Hay mucha energía y algunas plantas solo se dan por aquí. Pensé que no podrías llegar y que tomarías descansos. Me da gusto que hayas sido capaz de hacerlo en el primer intento. No puedes encontrar una mente sana en un cuerpo enfermo.Te das cuenta que a nuestro alrededor hay muchas rocas, en una de ellas te sentirás mejor que en las demas, cuando la localices ese será tu sitio donde tu todo recibirá la calidad y calidez de nuestra amada tierra. Por ahora vamos a identificar las plantas, y si es necesario cortar alguna de sus hojas hay que pedirles perdón y permiso. Ellas como nosotros son seres vivos con capacidad de hablar y sentir y aunque te parezca increíble tienen inteligencia. La mayor parte de las personas solo usan sus sentidos de manera vana, son capaces de ver, de mirar, pero no de observar. Oyen, pero no escuchan. Comen, pero no diferencian cada uno de los sabores, ni mucho menos la mezcla de ellos. Solo llegan a clasificar los olores en agradables y desagradables. La piel del cuerpo es un prodigio de emociones y sensaciones y tienen su manera de hablar, de hacerse escuchar. Esto es lo primero que debes de conocer, sin embargo, hay otros sentidos que con el tiempo y paciencia tendrás que despertarlos. Y aun siendo una maravilla los que tenemos, tampoco son de confiar, lo que miramos solo es un plano de la realidad y para poder entender y comprender debes de utilizar mucha energía y lo que más deteriora a nuestra fuerza somos nosotros, es decir la importancia que tenemos, que nos damos, y mira que solo somos una parte de la vida».
Los días fueron de intenso trabajo con los sentidos. El cuerpo era ejercitado por las caminatas que se hacían sobre las piedras del río. Me enseñó una marcha tipo militar, que con una venda en los ojos me hacía seguirla utilizando el oído, las vibraciones de su pisada o el olor de manzanilla que utilizaba para su pelo. Hasta que un día en la oscuridad y la neblina fui capaz de ir tras de ella. «Un día correrás detrás de mí en otros planos, agresivos y más oscuros que éste».
De vez en cuando recibía un breve mensaje de él: la gente es muy desconfiada, creen que el cambio de color del agua se debe al uso de un tipo de magia negra. Las muestras que mando a la capital se pierden. Tengo deseos de verte. Estos meses se me han hecho años. No siempre llega señal, tengo que irme a un cerro… Un día dejé de recibir sus brevedades y al principio lo atribuí a la ausencia de señal. Me empecé a inquietar cuando en más de un mes no recibí ni una carita sonriente.
Aymara se dio cuenta de mi ansiedad. «Tiene más de un mes que no sé nada de él». «¿dónde dices que fue?» «al pueblo y sierra de Zacualopán» «Dices que el gato negro es un regalo que te hizo» Asentí. «Antes de que te duermas, piensa intensamente en él y trata de recordar lo que has soñado».
Las enseñanzas me habían cambiado, Mis sentidos poco a poco habían sido entrenados para que los utilizara de la mejor manera. Me hice más callada y aprendí a platicar conmigo. Lo que conocía era solo una pequeña muestra de una concepción más extensa. Un conocimiento que se había heredado de antiguas culturas. Una manera de entender la vida, que mi bisabuelo practicaba.
Esa noche recorrí las vivencias que tuve con él, como es que la vida nos hizo coincidir. Fue tan intenso que lo soñé en su risa, con el fino elástico de su cuerpo cuando corríamos en la playa salpicados por la brisa y el rumor del oleaje. Lo recordé en aquella primera vez, al saber que era virgen, se detuvo. Me escuché con claridad cuando le dije que siguiera. Esa primera vez es un sello imborrable para la memoria de cualquier mujer.

Un tiempo después de estar siguiendo las indicaciones de mi nana. Entre dormida y despierta me dio la impresión de que ella estaba a un lado de mi cama. En otra ocasión la veía de pie con los brazos extendidos haciéndome la seña de la siguiera. Quería hacerlo, pero algo me lo impedía, hasta que me solté y volamos por los cielos de la ciudad. Al despertarme respiré ansiosa el viento fresco de la alborada. No sabía cómo, solo sabía que ella me esperaba en mi estudio. Fui hacia el patio oloroso a rocío. Al abrir la puerta ella estaba aluzada por una veladora. Sin escuchar su voz acaté su orden de que me arrodillara bajo la luz de la veladora. Se hizo un profundo silencio y escuché en mi cabeza una voz desconocida, con un tono hueco pero íntimo.

Abraham de Rubén García García

sendero


—Abraham, Abraham. ¡dónde estás! ¡qué haces! —El viejo deseaba salir de la casa y reunirse con los amigos y distraerse con el juego de fichas chinas.

—Qué sucede mujer.

—Que se terminó el arros, ve a la tienda. —Mejor no puede ser—, así no tendría que inventar. La tienda se encontraba en el centro del pueblo y muy cerca donde estaba la jugada.

Hablaba mocho el español, moreno, de mediana estatura que llegó en plena Revolución al país. Sus paisanos lo apoyaron con mercancía y de casa en casa la ofrecía en abonos. Así la conoció, de quien más adelante se convertiría en su esposa.

Su mujer era incansable, a pesar de haber tenido una gran prole de hombres, no paraba y se hacía obedecer.

A buen paso estaría en la tienda en menos de media hora. Tenía más de una semana que no se veía con los amigos y el negocio de las telas no pasaba buenos momentos, necesitaba plata para ir a surtir, con un poco de suerte y algunos ahorros podría emprender el viaje hacia la capital.

María, mujer con carácter, sólo esperaba el arros y su marido no llegaba. ¡Juan! gritó con enojo. Ve a ver qué pasó con tu padre. Vete con cuidado. Ayer amanecieron dos colgados por las afueras de San mateo. Se fue rápido, era un toro, ancho de espaldas y unas manos que parecían pinzas.

Era tiempo de naranjas y también de tordos, fue juntando los frutos picados y amontonó las hojas. Su cara morena, de grandes ojos, siempre arreglada. chaparrita y siempre usaba zapato con tacón alto. En ese momento nada ni nadie podría sacarle una sonrisa, si algo le encabronaba era perder tiempo.

Cántaro —gritó— Si amá. — Tiene como una hora que mandé a tu padre a que me comprara arros, y no llega, ya se fue Juan a buscarlo, pero ninguno de los dos aparece.

Media hora después y ninguno había llegado. María tenía un nudo de mecates en el pecho. Hablaban los vecinos de la mano negra, una cuadrilla de maleantes que azolaba la región.

El tiempo se hacía eterno. Se cambió de vestido se calzó otras zapatillas de tacón y se fue a ver qué pasaba. El sudor corría por la espalda y miraba para todos lados, pero no aparecía ningún conocido para preguntarle por su esposo y los hijos. Llegó a la tienda con los puños apretados, conteniendo su voz, preguntó

—Don jesus, ¿ha venido Abram a comprarle arros?

—No.

—¿Ha llegado gente extraña?

—Tampoco, ha estado en calma.

—¿No ha visto a mis hijos?

—Al que vi fue al delgado con pelo chino. Me vino a comprar pan y chiles.

—¿Hace que tiempo?

-No tendrá mucho, luego se metió a la casa de Don Regino.

—¿Y que hay en la casa de don Regino?, ¿alguna fiesta?

—No Doña mari, allí se juntan los que juegan una cosa como domino. Porque no pregunta, está como a media cuadra. La casa es de color azul.

—Gracias don jesus y ya que estoy aquí, deme medio kilo de arros.

Sudaba de las manos de tanto tenerlas cerradas. tocó con prisa. Nadie le abrió la puerta. Como estaba a medio cerrar, entró. Recorrió la cortina. Vio en el fondo a su esposo, sus dos hijos y desconocidos que se apiñaban alrededor de una mesa. Todos en silencio. Se acercó y fisgoneo entre los hombros. Al centro había un sujeto fumando moviendo las fichas que cliqueaban al golpearse entre ellas. Después las ordenaba en filas y fue repartiéndolas entre los jugadores. Con sigilo apretó los brazos de sus hijos que al verla bajaron sus cabezas y salieron. Sentían que la mano de su madre los apretaba. Ese no era el dolor, el dolor, vendría despues. les dijo con los ojos que se fueran a la casa.

El padre no se había percatado que la esposa estaba allí. Un viejo jugador, le hizo señas con los ojos, él volteó. Siguió con su cara de madera tallando con las manos las fichas y en un medio español, dijo que era para él la última partida.

Regresaron en silencio. El viejo Abraham se fue a la capital a surtirse de mercancía. Ella reunió a sus hijos, dejó la casa y se fue a buscar trabajo a otra ciudad.

Un tigre para Juan de Rubén García García

Sendero

Había un tigre hambriento en la espesura y le dio la mitad de su comida. A lo lejos se escuchaban ladridos ansiosos y comprendió que seguían su rastro. Le habló en lengua de tigre y lo transformo en un perro atigrado. Regresó a su choza, detrás lo seguía el perro. Vivían juntos, en armonía con la buena gente del pueblo.

Cambiaron las autoridades que llenaron la canasta de promesas. Tiempo después se presentó a su parcela el nuevo comisario de tierras. Escuetamente le comunicó que su parcela ya no le pertenecía de acuerdo al nuevo censo, que si estaba interesado, que se anotara en la lista para solicitar un nuevo lote. No dijo nada, sería inútil. Antes de retirarse le dijo que tenía un mes para desalojar.

Meses atrás un criador de caballos de pura sangre compró la hacienda. El viejo Anselmo la vendió. Fueron vecinos muchos años y la amistad jamás estuvo en juego.  Ambos tenían en común el respeto. El nuevo dueño no se presentó y en lugar de él mandó a su ranchero de confianza. Que se despidió exclamado “que bonito manantial tiene vecino”. No había que ser inteligente. Sabía por donde venía el olor del golpe.

Don Juan tenía algunos años en la región, llegó de las tierras áridas del norte, a sugerencia de su compadre de batallas Remigio que vivía más hacia el sur, muy cercano a una zona rica en tradiciones. Ambos se veían cuando se tenían que ver y sin previo aviso aparecían en el patio de la choza platicando animadamente.

«Ni me cuentes Juan estoy enterado que te quieren quitar las tierras y como al parecer tu eres el vecino más débil te han echado a la autoridad, y si eso no funciona tiene una cuadrilla de malosos que seguramente quemarían tu casa y dirán que fue un accidente.  El criador de caballos es todo un personaje en la capital y tiene el permiso de los peces gordos. Ama los caballos más que a sus hijos. Recién le trajeron una pura sangre árabe de color negro.

Remedios Ancira ensilló su caballo al amanecer. Le gustaba trotar y dejar que la mirada se le escapase por el llano y en otras por la espesura del monte. Era un admirador de las aves y por eso había respetado el monte, Así que esa vez se acercó tanto que pudo divisar en la espesura unos ojos amarillentos que lo veían fijamente. Sí, era la cabeza de un tigre que sobresalía de entre los helechos. De regreso pensaba que solo fue su imaginación. En la noche soñaba que un animal se había echado sobre sus pies y adormilado se sentó y un cuerpo felino salió por la ventana. La tercera vez que vio al tigre casi se desmayó. Montaba al potro negro como un jinete. Cuando despertó supo que en sueño él se vio desmayado.

Una semana antes de que terminara el plazo, el comisariado se hizo presente para advertirle. «dile a tu patrón que por favor le haga caso a sus sueños» Sin mirarle los ojos, le ordenó al comisariado que desistiera. Que lo había pensado y que era un buen vecino.

El comisario desobedeció. «Tienes que desalojar». Satisfecho de su mentira cabalgó de regreso. Al pasar el río dejó que la bestia bebiera.

Solo escuchó un estruendo, uno solo. Al voltear llegó en avalancha el agua que la presa descargó sin motivo.

«Ya vi Juan que te gusta dar de sustos a la gente». «Y a ti Remigio te gusta bañar a la gente y los dos rieron por un buen rato.

La duda, o anotaciones de una adolescente, entrega ocho

Sendero

Mi madre se dio cuenta que Aymara me tenía aprecio y que le correspondía. Mi padre la trataba con respeto y platicaba con claridad lo que sucedía política y económicamente en la ciudad, Mi padre se movía en el negocio de bienes y raíces. Tenía facilidad para la compra y venta lo que le daba holgura económica y Aymara lo apoyaba. Mi madre pertenecía a grupos de ayuda y su tiempo lo dedicaba a organizar eventos. Era incansable, se daba tiempo de revisar los quehaceres de la servidumbre, atenderlo en la comida y tenerle su ropa ordenada. La servidumbre, terminada su labor volvía a su vivienda. A las seis de la tarde no había nadie en casa; hasta las ocho llegaban mis padres.
Estaba haciendo mi tarea, cuando entró Aymara con mi teléfono envuelto en una franela. Me quedé fría y antes de hablar me dijo: «Tu mamá estaba en el patio y el móvil empezó a sonar. Le dije que la llamada era para mí. Lo encontré en una cajita de madera».

Mi madre siempre está atenta.
Él nunca me llama. Madre salió de la casa, padre aún no llega. Le hablé ansiosa, preocupada. Me contestó. Él no llamó, quizá se activó solo el móvil. Aprovechó para decirme que saldría de viaje hacia un lugar muy alejado. Es la sierra de Zacualopan, un lugar famoso por su medicina herbolaria y sus chamanes. El manantial cristalino que dotaba de agua a la población se volvió turbia. La población cree que es a consecuencia de alguna brujería. «No sé cuánto tiempo me lleve la investigación. Te mandé un regalo, recógelo en el correo, Espero te guste. Cuídate y te amo». También yo me cuidaré.
¿Cómo fue posible que sonara el teléfono si él no me llamó? Gracias a eso me enteré que estaría ausente ¡qué será lo que me mandó? Tengo que hablar con Aymara. Si no hubiese sido por ella, mi madre se hubiese enterado de todo.

Aymara me llamó para que la acompañase a tomar café. Es buen momento para platicar. Después de los primeros sorbos, ella tomó mi mano y me dijo: cuéntame. Cuántos cambios habré tenido en mis gestos, que Ayma (le diré por afecto también nana) me acarició la mano, como diciénd que me calmara.
«Empieza por el principio».
«Hace meses encontré a un muchacho mayor que yo y volví a toparme con él al siguiente día. Me invitó a dar un paseo y terminamos en intimidad. Acepto que me ganó el deseo. Yo fui quien lo apremió a que me hiciera mujer. Me prometí no buscarlo, pero muchas dudas se abrieron y lo llamé después de tres meses de no verlo. Él me obsequió el teléfono, con la sugerencia que solo lo utilizara para llamarlo. He estado saliendo con él y para serte franca he disfrutado mucho de nuestra intimidad. Quiere platicar con mis padres y pedir mi mano para formalizar el noviazgo, pero intuyo que ellos pondrán el grito en el cielo. Si no hubiese sido por ti, mi madre estaría interrogándome.
Veo en tus ojos dos miradas, una es de profunda alegría y la otra de culpa. Amar no es motivo para que te encuentres angustiada. Limpia tu corazón y no cargues tablones en el alma. Lo que se hizo, está hecho, nadie te va a regresar lo que se ha ido. Lo que debes de tener presente es que diste un enorme salto de pequeña a mujer, por lo que debes de portarte como mujer, y ser responsable de lo que haces. Lo que haces tiene consecuencias que debes de afrontar, uno de ellos sería un embarazo. ¿tu sangrado te ha llegado? No me contestes sé que sí. Ocultas bien la ansiedad, pero intuyo que te reprochas haberle fallado a tus padres, que has pisoteado valores religiosos y familiares. Compara esa culpa con la satisfacción. Tú eres la que tiene que decidir que tiene más peso si la culpa o el haber conocido tu sexualidad. Solo tú sabrás si te conviertes en un lamento o una sonrisa Yo no diré nada a tus padres.
Escuché el motor del carro de mi padre. Quedamos en silencio tomando el café. De hoy en adelante intentaré enseñarte, lo que aprendí de tu bisabuelo. Siempre y cuando lo aceptes. Consúltalo.
Fui a recoger el paquete, me imaginaba un anillo, aretes, collar, pero todo esto que es hermoso para cualquier mujer, no era adecuado para mi, llegarían las preguntas de madre. El paquete no era grande, cabía en mis manos. Lo abrí llegando a mi estudio y me encontré con un pequeño gato negro en actitud de acecho de color más negro que la noche. Aymara me diría después que era de obsidiana y que te daría protección y suerte. Cómo era pesado su utilidad sería la de un pisa papel. De esa manera me estaba diciendo que estaría lejos, pero pensando en nosotros. Me emocionó y desde mi lugar le mandé un suspiro y mi abrazo a la distancia. Donde fue es muy lejos y lleno de leyendas y supersticiones.

Desde mañana empiezo. Aymara consiguió que mis padres me permitieran ir hacía el pueblo donde ella nació para conocer la herbolaria de la región. Está como a tres horas y ya tengo una bolsa parecida a la que tiene mi nana.

El día infame de Rubén García García

Sendero

Las siete de la mañana. Era un día de perros. La lluvia helada caía desde el alba. La clínica de salud en el área de urgencias médicas estaba desierta. Era atendida por el médico de base y una enfermera.

—Enfermera.  Dijo con voz grave el médico.

 —Dígame.

—Por favor ponga agua a calentar.

—¿Para?

—¿No le caería bien un café calientito? Se hace uno y de paso me lo hace a mí.

—Hágaselo usted. Soy enfermera, no su sirvienta.

Si llegaba un herido lo atendían en profundo silencio, sin dirigirse la palabra. Tenían meses y solo se hablaban si era necesario, por ejemplo, cuando pasaba el señor director, ambos bromeaban y sonreían.

Ese día, el tiempo no estaba de buenas, y el médico menos, el desprecio de la enfermera había colmado su importancia personal. «solo le daré un susto a la enana». Ella también estaba de malas. Casi para llegar a la clínica pasó velozmente un auto y levantó una cortina de agua que la empapó.

Le dieron ganas de orinar. Los baños estaban hasta el fondo del servicio, a un lado del botiquín de instrumental y medicinas. Lo que más le molestaba era pasar frente al médico, que era mal encarado. Bigotudo y con el pelo siempre parado. Pasó sin mirarlo. En el wáter aprovecharía para cambiarse las medias y los zapatos.

Cuando quiso gritar, la mano cerró su boca; hábil, bajó su ropa interior «¡Vas a saber lo que es un hombre! Te quitaré la cara de seria que siempre tienes conmigo. Veras que de hoy en adelante me respetarás, sonreirás; y dejaremos de ser comidilla» El agua arreció, truenos lejanos. Dentro, el forcejeo fue substituido por caricias y besos. No llegó urgencia alguna.

A diario, sobre el escritorio del médico, aparecía en el florero un clavel rojo y en la mesita de ella, escondido entre la papelería un sobre y dentro, una barra de chocolate. Tomaban café en silencio, pero había un parloteo con los ojos que era un jardín en floración.

La fotografía de Rubén García García

Sendero

El cura llegó al dormitorio de la señora Josefina Santa Cruz. Sobre la cabecera y sujeto a la pared la imagen de Cristo, una foto de doña José con el obispo. En otra se le miraba con el pelo largo, pantalón deportivo y caminando entre los eucaliptos.

Tenía un probable infarto y su médico ya había iniciado tratamiento. No tardaría en llegar la ambulancia. Tenía una mirada lejana y la tensión daba paso a un estado de sosiego.

El cura Anselmo recordaba las veces que organizó a la comunidad para que la iglesia se mantuviese en buen estado y ordenada. La recordaba rezando en la capilla. Lo hacía a solas. Su conducta humilde, servicial. ¿Qué podría confesar, si ella era toda transparencia? Preguntó suave.

—¿En qué has ofendido al Señor?

—Males antiguos regresan y deseo estar preparada. No lo he ofendido, pero quiero llegar hacia Él, con mi mejor traje.

—Siempre has sido ejemplo de bien, hija mía.

—Mi vida en la comunidad la he hecho con las ventanas abiertas, pero hay espinas que siguen.

—Te escucho.

—Trabajé en la capital, conocí a mi esposo. Formamos un hogar, procreamos dos hijos. Él por sus negocios viajaba frecuentemente. Las veces que llegaba, teníamos intimidad como un mandato, sin provocarme el deseo que alguna vez percibí en mi adolescencia. Así que cuando se ausentaba, nunca lo extrañé como mujer. Mi vida fueron mis hijos, a ellos me dediqué por completo, pero llegó el día en que crecen y el tiempo sobra. Para distraerme, iba a caminar por los bosques cercanos. En esas caminatas conocí a Mireya y después de algún tiempo, llegamos a intimar.

Mireya era sensata, pero la moderación quedaba relegada cuando discernía sobre sexo. Sin tapujos decía lo especial que la hacía sentir.

— ¡Es como estar en un cielo de colores!

— ¿Debes de amar mucho a tu marido? Le decía.

Ella contestaba que el sexo era sexo, que el amor era cosa aparte, pero si se juntaban las dos, entonces se multiplicaba.

Mis experiencias sexuales eran pobres y en el fondo me preguntaba del color y sabor de esas emociones que tan bien describía. Empecé a leer libros acerca del tema, vi algunas películas y mi cabeza empezó a llenarse de imágenes, de actos íntimos. Después, en mis noches de soledad, comencé a fantasear con varones que mi mente construía, hasta que sentí que en mi vientre nacían espirales de fuego y mis manos llegaron a mi entrepierna como alas de mariposa.

—Masturbarse no es pecado, y menos estando sola. Dijo el cura, reacomodándose en la silla.

—Lo hice varias veces. Hasta que pude conectarme con ese cielo de colores del que hablaba mi amiga. Sin embargo, mi conciencia consumía voces culpando mi debilidad. Para calmar mi corazón ayunaba y solía recluirme en la casa de Dios, hasta que llegara la paz. Mis hijos crecieron, mi esposo desapareció. No era nada raro ver a jóvenes en la sala, en el cuarto de ellos, resolviendo tareas escolares. Nunca busqué a mis demonios, ellos llegaban sin día, ni horario. Un calor interno se abría desde mi interior y avasallaba. Mis rezos no bastaban. Me encerraba en mi cuarto y en silencio mis dedos iban por mis rincones, sin que pudiese detenerlos. Me veía percudida por besos y caricias hasta que a mis sienes llegaba el chispazo, abriendo el vientre y desbordando un placer que me hacía lagrimear y gemir. Luego el silencio, después mi dolor de ser tan débil.

El cura acercó su cara hacia la de ella, acarició su frente y apretó su mano.

—Todos tenemos demonios hija mía. Nos hicieron con la misma levadura. Nada de extraño tiene lo que cuentas. Es parte de la vida.

El cura besaba el rosario, pero su mirada veía de reojo la sencillez de la habitación, la ventana que permitía asomarse al jardín. Un estante de libros donde resaltaban dos biblias. A un lado, el baño con la puerta entreabierta donde aún fluía el vapor con aroma de hierbas. Ella apretaba la mano del cura y veía en él, al amigo, al enviado del señor para que pudiese partir con calma. Calma que en su madurez había perdido y fue razón para que ella dejara la ciudad y se allegase a San Benito, para estar en comunión con las montañas, los pinares y Dios.

—Mis demonios me rompieron. — Resonó entrecortada la voz y su eco zarandeo la luz de una veladora. El padre hizo la señal de la cruz y elevó la plegaria entre labios para después decir:

—El Señor perdona. Cuéntame, que, por mis oídos, Él te comprenderá.

Un viento fresco llegaba de los álamos y despejó, poco a poco, las capas de olvido. Se vio en el portón de su residencia. Había salido calzando tenis y un pantalón deportivo. Caminaría con su amiga, que ya la esperaba en la frondosidad del bosque.

Te ves ojerosa. —Le dijo su amiga— Seguramente no dormiste por sentirte sola y le sonrió con picardía. Solo hicieron la mitad del ejercicio planeado y retornaron. Para llegar recordó la sonrisa de su amiga y la chispa en sus ojos. Nunca le dijo que aquella madrugada llegaron a su vientre una bandada de pájaros que retozaron como besos hasta que la dejaron desfalleciente.  Después de las tres de la mañana llegó el sueño.

Llegaba a su casa. La soledad del primer piso de su residencia le hizo recordar que la sirvienta había pedido permiso, pero divisó en una mesa útiles escolares. Pensó que su hijo estaba haciendo tarea con un grupo de amigos en su cuarto. Fue al dormitorio de él, y en su mesa había cuadernos abiertos.

— ¡Cuéntame hija mía, sólo así descansará tu alma, atrévete! Secó las lágrimas de sus ojos.

Escuché ruido en el baño, la puerta estaba entreabierta, penetré con sigilo. Había un joven de perfil, sentado en una esquina de la tina del baño, con los pantalones abajo. Tomaba su miembro con ansiedad y se auto complacía. Quise retirarme, pero me llamó la atención que en su mano izquierda tenía mi corpiño. Se detenía y besaba ambas copas, repitiendo mi nombre. Luego, volvía acariciando el rosa casi rojizo de su glande. Debí sentirme ofendida, pero un bochorno subía de mis pies al vientre, llegándome el sofoco hasta la cara. Cuando aspiraba me puse frente a él y con el índice en mi boca le indiqué que no hiciera ruido. Cerré la puerta del baño y tomé su miembro y lo ayudé a masturbarse. Él hizo lo mismo sobre mi ropa. ¡No sé qué hubiera pasado!, el ruido del portón nos avisó que alguien había entrado. Era mi hijo que llegaba. Él salió, yo me quedé en el baño.

 Regresé al cuarto de mi hijo llevándoles bocadillos y agua fresca. En una distracción le hice la señal de que guardase el secreto. Un día le pregunté a mi hijo por él y me refirió que se había ido. Nunca supe más de él. Más tarde, decidí que era doloroso vivir con recuerdos vivos y vine a san Benito. Lo demás usted lo sabe.

Había comenzado una fina lluvia y el viento mecía los perones del patio. Las campanas de la iglesia repiqueteaban llamando a misa. El cura no se inmutó y dando énfasis a su voz le dijo:

—Hace unos días recibí una carta. Es de un misionero que está en algún lugar.

Ella cerró sus ojos. Sólo se escuchaba el siseo de la respiración. El cura abrió el sobre, y acercándose a ella inició la lectura.

Señora Josefina.

La vida tiene tanto misterio como la muerte. Deseo ser breve. Fui, de joven, impetuoso, viví con pasión y también muy cerca de su casa. Innumerables veces seguía con la mirada su paso hacia el bosque. Me enamoré de usted, pero usted no me veía. Mis noches eran suyas. La coincidencia de estar en un curso con Manuel, su hijo, me permitió entrar a su casa. Esa vez, Manuel tuvo que salir y quedé solo. Entré al baño y vi su ropa y sucumbí cuando la tuve en mis manos y al besarla era como hacerlo con usted. Lo demás lo sabe como yo. Sentí que el cielo de mis valores me aplastaba; y al día siguiente, hice trámites para ser un humilde servidor de Dios. Por favor permita que la vea. Será un gozo para mi corazón. El padre sabe dónde me encuentro.

El sacerdote sintió como ella aflojó sus dedos. Por un momento tuvo la impresión que la vida de ella había acabado, pero al verle el rostro encontró una piel suave, tibia. Ella se metió en un sueño, el cual él no interrumpiría. Tomó un paño fresco y lo pasó por su frente. Estuvo pendiente de ella, hasta que de nuevo abrió sus ojos.

— ¿Cómo lo supo?

—Hace tres años lo conocí. Fue el anfitrión de los sacerdotes que damos servicio en los pueblos indígenas. En su oficina, cuando firmaba papeles de trámite, reconocí la foto de usted en la pared.

— ¿La conoce? Le pregunté.

—Sí, es la mujer más piadosa.

No habló más, ni yo lo quise ofender. Cuando tu gravedad se hizo grande, creí, que él debería de saberlo y le mandé un correo.

—Entonces, ¿él le contó lo que yo le confesé?

— ¡Jamás! El sólo me mandó esta carta que te leí.

—Deme su bendición y si muero, dígale que fue un error y que me perdone.

El sacerdote salió de la habitación. Algunos gemidos se escucharon, pero el cura ordenó que guardaran silencio. Aún está con nosotros y tengo la corazonada que vivirá.

La duda, entrega siete o anotaciones de una adolescente.

Sendero

Cuando llegué a casa, Aymara tenía café y galletas de harina con canela. Estuve tentada a preguntar, pero me contuve. Ella conoció a mi bisabuelo Anselmo, a mi abuelo Gerardo, a mi abuela Rosa ya finados. Calculo que fueron veinte o más años. «estas galletitas se las hacía a tu papá», «son deliciosas, ¿cómo era la casa cuando llegaste Amayra?” «Parece que por estos lugares el tiempo no ha pasado, con excepción de los arreglos que hiciste».

Fue al final de la plática que me contó. «Conocí a don Anselmo( tu bisabuelo) una tarde fría y lluviosa. Yo Iba con mi padre de regreso a la casa, fuimos al monte por unas hierbas para quitarle la tos y la fiebre a mis hermanos. Él iba al pueblo cuando nos vio. Se bajó del caballo y me puso una manga. Me subió y él se fue a pie platicando con mi padre. A los diez días vino por mí y así fue como llegué a esta casa. Estaba flaca y ojerosa, pero no era tonta. Si lo hubiese sido doña Chofi, la curandera del pueblo, no me hubiese llevado al monte a recolectar sus hierbas. Ella era una mujer de edad, gorda, que tenía dificultades para caminar. Me aprendí el nombre de cada hierba, dónde se encontraba y para qué servía. En los días húmedos recolectábamos hongos buenos, los malos te matan. Meses después, una tarde Don Anselmo me dijo «ha de estar extrañándote doña Chofi» y entendí que aquel encuentro no había sido tan casual, como lo había pensado.

Tu bisabuelo me enseñó el español, a leer, a escribir. Me dio techo, ropa, buena comida y me dio el hábito de hacer ejercicio. Ejercicio era ir al monte y traerle hierbas difíciles de encontrar que se daban en las montañas o en los aguáchales. El procesaba las hojas, las raíces y los hongos y los conservaba en frascos en la sombra y herméticamente cerrados. Siendo ya una jovencita, había aprendido el manejo de las pócimas. Lo acompañaba a ceremonias con sus pares de la región en absoluta discreción. Por supuesto su hijo Gerardo y doña Rosa no tenían idea del respeto que le tenían en la región. Había gente que llegaba del norte, muy lejos. Tu bisabuelo era un hombre de conocimiento. Cuando ella se quedó en silencio, me dijo: “eres ya toda una mujer, seguramente tendrás muchos pretendientes” Solo le contesté con un gracias. Agregué que saldría a terminar el trabajo y que regresaría por la tarde. Sacó de una cartera un seguro plateado. Me pidió que la mano izquierda la pusiera sobre la de ella y con la punta afilada unió mi piel con la suya. Me dolió, pero no moví la mano, una gota de sangre mía se unió a la suya. Rezó con palabras desconocidas y me hizo repetirlas. Sentirás mucho sueño y mañana tu sombra la observarás más oscura. Ágilmente se fue a su recámara y volteó su cara y parecía sonreírme con la mirada.

Dormí profundamente. Cuando llegué al parque él me esperaba. Fuimos al mismo sitio. Era discreto y lo sentí íntimo. Sin embargo, eso ya no me satisfacía, deseaba salir y caminar como cualquier pareja y descansar en alguna esquina para robarle un beso. Me lo reservé para no contaminar el momento. Él me había dicho que cuando lo dispusiera hablaría con mis padres. El problema era yo y las circunstancias.

Acostada sobre su pecho le platiqué lo que había pasado desde que llegó Aymara. De repente, sin pensarlo le dije “siento que ella sabe lo de nosotros” “¿le has contado algo? “para nada”, “¿entonces?”. Razona conmigo: conoció a mi bisabuelo, estuvo con mis abuelos, fue nana de mi papá durante doce o más años. Es cierto que es una anciana, pero tan ágil como una mujer de cuarenta años. Siempre me mira profundamente a los ojos y me dice: «cuídate», Ayer le dije que iba a ser una investigación de campo y hoy que nos juntaríamos para terminar la tarea. Por supuesto la tarea ya la tengo hecha. Ella no me cuestiona, pero yo siento que no me cree y que está esperando a que yo le cuente lo que ella imagina o quizá sabe. Anoche juntamos nuestras manos y con un alfiler de plata unió las pieles, y me hizo repetir lo que ella rezaba. Dormi hondo y relajado, pero sé que soñé, mas no recuerdo qué. Me abrazó y dijo: «ya es tiempo de hablar con tus padres, de esa manera podemos ser como cualquier pareja». Eso me emocionó y lo besé con pasión en la boca y fue uno, luego otro y su palma se deslizó por mi espalda hasta sentir que sus dedos se cerraban en mis nalgas. ¡No sé cuánto tiempo pasaría para volver a verlo!, asi que me dejé llevar por los brotes de luz y calor de nuestra piel. Cuatro horas de deseo, de ser explorada por un varón al que amo, de saber parte por parte donde exhalo intensidad, de saciar mi curiosidad y ejecutar decenas de poses para conocer mis puntos de placer. Para el disfrute sublime es indispensable dejar a un lado todo lo que pueda inhibirlo. Fuera vergüenza. Fuera nausea, Fuera todo pensamiento y emoción que trastorne el movimiento de ir hacía lo profundo y poco a poco brotar como ave hacia las alturas y desgajarte en luces de colores y encontrarte en un crespúsculo, en un rumor de brisa que se ira diluyendo hasta quedar en el manto de la flacidez y el relax.

Como no encontré a Aymara subí al dormitorio. Aun había luz que fue cediendo a la sombra de la noche. Ese momento tan particular que no sabes distinguir si es la alborada o la tarde que se muere. Me atrae el canto de los pájaros chisteadores, pequeñas aves que se ocultan en el ramaje y al cantar emiten un sonido como si te llamaran sacando el aire por los labios. Si no sabes de ellos parecería que son seres fantasmales que te llaman.

En la recámara recree en la memoria la magia del encuentro. Todo influye: un espacio confortable e íntimo, donde tienes la certeza que nada interrumpirá. Un hombre del cual amas, lo deseas y es capaz de hacerte sentir especial; es como subirte a una nave y emprender un viaje hacia el espacio.

Abracé a la almohada apretándola contra mis pechos. Mis pezones seguían sensibles. Y es que mis niñas piden caricias, ser tocadas con sutileza. Que haya terciopelo en las palmas y en la yema de los dedos. Su mano tosca de varon era capaz de convertirse en un lienzo de seda. Su boca húmeda, su lamer exaltaba todas mis terminaciones de placer y en ese hacer del ir y venir, mi pezón exigía ser consumido y succionado. Toda mi epidermis respondió, llevándome a un breve vuelo por un cielo con ruedas fulgurantes. Me dormí con la almohada apretada en mis pechos

La duda, entrega seis, anotaciones de una adolescentes de Rubén García García

Sendero

Toda la noche llovió, mañana las mariposas rodearán las flores del tulipán y quizá mire un colibrí, ¿serán mágicos? No lo sé, pero sé que son fantásticos. Tocaron. Encontré en el zaguán a una señora con su pelo entrecano echado hacia atrás, los surcos de su frente tenues, los ojos vivaces. Una ligera capa de polvo en sus mejillas y en su blusa blanca hilos de colores formando pequeñas rosas. Buscaba a mi padre.

Padre, preguntan por ti. Es una señora de edad que se llama Aymara. “Atiéndela, dale café, pan. Dile que me estoy bañando”.

La miré en el patio, y cerca de ella había mariposas volando. El sol se filtraba a través de las hojas e iluminaba el huipil blanco que parecía lanzar destellos. Me acerqué, y sin voltearse me preguntó, ¿tú eres la hija de René? dije que sí. Le serví un café con pan, y cuando papá se acercó a ella se dieron un abrazo íntimo y fraternal.  Me despedí. Se sonrió. Ve con Dios, me dijo.

Se quedaría con nosotros. Me contrarío con los extraños, pero era decisión de mi padre. Aymara fue quien lo cuidó desde bebé hasta los doce años. Mi padre la recuerda con mucho afecto. Dormiría en la que fue  su recámara.

Yo vi sonreír a mi madre y aceptar la visita con agrado; pero no hay que confundirse. Mi madre es muy amable, pero si le invades su espacio, no es la mejor manera de conseguir su afecto. El espacio de mi madre es toda la casa, el patio y si no va a donde tengo mi estudio es porque le tiene fobia a los ratones y sutilmente le he dicho que de vez en cuando una rata se pasea por los frutales. Otra cosa, las decisiones de mi padre se acatan.

Aymara era muy limpia, acomedida. A las ocho de la mañana el patio se veía reluciente y las plantas habían sido regadas. El café estaba hecho, también unas galletitas de harina que eran la delicia de todos. Más tarde salía con una bolsa de tela que colgaba al hombro. Regresaba después de la comida y se recluía algún tiempo en el cuarto y por la tarde salía a disfrutar el fresco. En otras, platicaba con mis padres. Algunas veces me encontró en el estudio y pasaba a saludarme, de a pocas hicimos amistad. Una tarde le pregunté, muy indiscretamente, pero rectifiqué: “si no desea contestarme, no lo haga y disculpe”. Se sonrío y me apretó la mano. “¿Crees en los sueños?”  Le dije que sí. Ella me dijo que había soñado varías veces con la casa y esa era la razón del porqué había regresado.

Padre nos contaba que la recuerda como una mujer sencilla y amorosa que había llegado de pequeña y que fue integrada con la familia. Era de una comunidad de la sierra. Que ya siendo él un jovencito, un día se despidió. Mis padres creyeron que se había ido con el novio. Solo regresó al funeral de mi abuelo Anselmo. A quien quería como un padre y maestro. ¿Cómo se enteró de su muerte?, si ella tenía años de no estar en la ciudad.

Mis padres estarían con la abuela materna y por supuesto me preguntarían si los acompañaba, como siempre pretexté razones de estudios y aproveché para pedirle permiso, puesto que el inicio de semana tenía que entregar un trabajo (trabajo que ya tenía) acerca de una investigación de campo. No había razón para negármelo. “Solo dile a Aymara a que hora te vas, para que sepa”.

Estaba leyendo en mi “estudio”, cuando ella se asomó. “Te ha quedado bonito”. Se quedó mirando sin ver, y me dijo: “En los tiempos que estaba tu abuela, ella decidió que se utilizara para almacenar trebejos. En un tiempo me sirvió para dormir. Fue tu bisabuelo Anselmo quién me dijo ¡tú dormirás aquí!, tu bisabuelo ya era un hombre mayor y yo una chamaca. Él me enseñó a leer, a escribir. Yo no hablaba español. En pocos años me desarrollé y como sabía el dialecto y conocía mucho de las plantas le fui útil. Tiempo después nació René, tu papá. Le ayudé a tu abuela en la crianza, y las veces que podía regresaba con don Anselmo. “Irinea, por ningún motivo trates de abrir la puerta que tienes escondida detrás del pizarrón. La orden que te doy, es la misma que me dio tu bisabuelo. Me dijo tu mamá que vas a salir. Aprende a cuidarte. Por la noche platicamos y sirve que nos tomamos un café.”

Me quedé pensando, que Aymara es una persona que no se le puede engañar. Tiene un cuerpo frágil, pero la he visto caminar y lo hace ligera y veloz. Siempre va con su bolsa repleta de frascos y no sé qué otras cosas. Sus ojos son vivos y tiene una mirada que lo abarca todo.

Muy temprano salí a encontrarme con él en la plaza, Cuando enfilábamos hacia la carretera, le dije: “hoy no podemos ir tan lejos. La temporada de vacaciones está por iniciarse, llega gente de esta ciudad y no es prudente que alguien me reconozca”.” Hice reservaciones en otro lugar”.

El carro tiene los vidrios ahumados. Puedo ver sin que me miren. Eso daba cierta privacidad. Distraerlo mientras maneja, no es buena idea y como relámpago las palabras de Aymara: “debes de aprender a cuidarte”. Lo más que hacía, cuando el carro se detenía, era tomar su mano y él me daba un beso fugaz en la boca. Sabía a qué iba, pero trataba de disimularlo. Lo amaba, pero que poderoso es el deseo; crecía tanto que podía escuchar los latidos de mi vientre. En un momento, mi mano acarició su pierna y un poco más arriba; me di cuenta que a él le pasaba lo mismo.

En poco tiempo llegamos a una cabaña con un balcón donde se miraban los pinares. El clima caluroso de la costa cambiaba a la mitad de la sierra. Miraba con deleite el bosque cuando sus manos me rodearon la cintura y al besarme el cuello me susurró: “te quiero” y alzando mis brazos acaricié el pelo de su nuca. Sus manos dejaron mi cintura para abarcar mis senos que veloces respondieron. Llevaba una falda corta y percibí su dureza. Recordé que la piel era un manto, lo dejé hacer y me dispuse a sentir. Mi cuerpo era hierba seca y bastaba una chispa para incendiarse. Poseída por el instinto mi cadera iba a su encuentro. A mis oídos resbalaron sus palabras: “No hay nadie, podríamos seguir”, al tiempo que me levantó la falda. “No me siento cómoda”, le dije. Si hubiese seguido mi voluntad se desbarrancaría. Qué fuerza poderosa tiene la tentación; era un vaso con agua frente a un sediento, ¿Quién se negaría a beberlo? En ese momento, tocaron a la puerta. Él se desapartó y poniendo sus ropas en orden fue hacia la entrada. Era un mesero que traía dos desayunos.

Oloroso café, pan de la sierra y huevos con cilantro y epazote. Los placeres de la mesa hay que atenderlos y sin que él me lo pidiese me senté en sus piernas y disfruté del café de olla servido en tazas de barro. La sensación de su brazo alrededor de mi cintura y su mano en mi vientre que iba y venía dejando su calor de varón en la planicie de mi bajo vientre. El fuego estaba.

El frío del altiplano

Sendero

Eran las tres de la mañana y el frío del altiplano se colaba en la sala de urgencias ginecológicas del hospital. Un fino sudor brotaba de la nariz que hacía resaltar la negritud de sus ojeras. El cabello negro y rizado tenía miles de gotas que fulguraban al ser traspasadas por la luz mercurial. Cada vez que llegaba la ola del cólico se le veía más demacrada.

Mi compañero de guardia estaba arropado con una manta; dormía profundamente. Los cubículos separados por cortinas de plástico le daban al espacio un aroma de yodo, y el tufo de una sangre vieja.

Ella estudiaba para enfermera y hacía sus prácticas en la Cruz Roja. Un domingo nos encontramos en una ciudad vecina, paseamos por el parque y disfrutamos. De regreso en el autobús lo hicimos entre besos y suspiros. Eso fue, no pasó de ahí.

— ¿Eres el único médico aquí?

—Sí.

— ¿No hay nadie más que tú?

—No a esta hora. ¿Por qué no te quieres atender conmigo?

—Me da vergüenza.

— ¿Vergüenza? ¿Por qué?

—Tú sabes… no puedo contártelo a ti, por lo que pasó entre nosotros.

—Por eso, deberías tenerme confianza. ¿Quién mejor que yo para darte atención?

Poco a poco, se fue relajando y platicándome de su enfermedad. Más resignada que conforme, aceptó ayuda de una auxiliar quien la llevó al baño y la ayudó a despojarse de su ropa. La situó en la mesa para que pudiera explorarla.

Mientras me quitaba el guante, pensé en la relación que tuve con ella y en la que recién había terminado. Era la misma persona, pero los momentos eran tan opuestos ¡Qué lejos estaba la penumbra del camión! Su respiración resbalaba del oído a mi nuca produciéndome una excitación que trasponía fronteras y nos llevó a recovecos de placer. No recuerdo qué nos detuvo, y nos despedimos. En cambio, en esta madrugada, mis manos buscaban en cada parte de su anatomía la razón de su sangrado. ¡Había que contener la hemorragia! El jefe de la guardia estuvo de acuerdo con mi diagnóstico y se le intervino de urgencia.

Por un momento, quedamos solos, miró con ojos lejanos. Me dio un abrazo débil y un beso en la boca, escondió su cara en mi hombro y sentí la humedad de sus lágrimas.

—Por si no te vuelvo a ver —me dijo.

La duda, (entrega 5) o anotaciones de una adolescente.

sendero

Me olvidé de las miradas sin mirar, de las libretas, las cartas y lo único que hice fue adquirir un pizarrón que sobrepuse sobre la puerta recién descubierta. Estaba a pocos días de los exámenes finales.
En mis años de escolar dejé el ballet por las artes marciales y el atletismo. Ambas me preparan física y mentalmente. Nadie sabe cuando tienes que enfrentar o correr. Mi madre me reprochó por dejar la danza clásica. A mí me preocupaba no saber cómo defenderme. Todos los días la violencia se ha incrustado como un hongo y se le mira como parte de la realidad. El atletismo era para disfrutarlo, nunca para romper marcas. Es hermoso trotar por las mañanas en el estadio o ir por una ruta sombreada y ser acariciada por el viento con los aromas de la hierba e ir percibiendo como el sudor corre por tu cuello, como chilla tu respiración en alguna cuesta y sentir que vuelas cuando desciendes de alguna loma. Es tambien una forma de platicar contigo misma.
Mi madre pegó un grito cuando le dije que deseaba entrar a una secundaria del gobierno. Ella pretendía inscribirme en una escuela religiosa. Me opuse con las fuerzas que posee una escolar, por fortuna mi padre me apoyo (no ve con buenos ojos a los curas) e ingresé a una escuela que recibe apoyo del gobierno, y el alumnado da una mesada y contribuye con los servicios de computación. Es una escuela que me queda cerca de mi domicilio. El edificio constantemente se remoza, hay limpieza y posé canchas deportivas y diferentes talleres. El alumnado es mixto. Hombres y mujeres compartimos el salón.
Mi primer novio fue un muñequito de pastel. Siempre bien prendidito que no dejaba de hablar de los juegos del pc y un especialista en marcas de carros. Los únicos besos que recibí fueron en mi frente y osadamente de vez en cuando me daba uno en la mejilla. Cuando terminaba de contarme de sus temas favoritos, que siempre eran los mismos, se le metía la mudez. Me aburrí y di terminada la relación. Poco después conocí a Andrés, un moreno simpático con habilidades en tocar varios instrumentos. Fue el grupo musical a dar un concierto de rock, y una amiga en común nos presentó. Reconozco que el me enseñó a besar, a sentir que mi piel se enchinase cuando sus manos caían por mis caderas o rozaba mis pezones. No se anduvo por las ramas, me dijo que yo lo excitaba mucho y deseaba llevarme a la cama. Intuía que yo era facil y quizá pensó que le diría que sí. Lo peor de él lo supe por el mismo, me contaba algunas intimidades de sus novias. El hombre puede tener muchos defectos, pero ser chismoso es el peor. Así que lo corté, antes de que me anotara en su lista.
Deje el diario que me regaló mi madre de tal manera que si alguien lo quitara de su sitio me daría cuenta. Por la tarde, madre me preguntó si ya había escrito algo. Le dije que no, que no tenía idea de cómo hacerlo. “Yo recordaba lo que me sucedía y en mi cuaderno apuntaba la idea y luego en el diario la desarrollaba. De esa manera me obligue a escribir. En un principio fue difícil, pero con el tiempo se te hace hábito”. Me dijo mi madre. Regresé a mi dormitorio, observé que mi diario estaba en el mismo lugar, pero no como lo dejé. Madre estuvo en mi pieza. “Lo que tengo que esconder ya no se encuentra aquí”.
Tomé mis libros y fui a mi estudio.

“Tengo deseos de dormir con él, con mi desconocido, ver que bosteza, que se le cierran los ojos después de intimar varias veces y quedar exhaustos. Sentir que me rodea con su abrazo, y con la yema roza mis pechos, o que enlazo mi mano a su mano y a la luz del velador dormimos como una pareja que disfruta del momento. Verlo dormir, hacerle caricias mientras sueña. Antes de que abra el día me reacomodo, para sentir su mano que recorre mi cadera, baja a mis muslos y me acerca a su vientre. Me hago… y lo dejo. Me besa la nuca, los hombros. El hueco de su mano se llena con el pómulo de mi pecho. Si continúa no podré simular que me hago la dormida, mucho menos ahora que tengo entre mis piernas un fuste que me altera. Su boca es una nave que ondula en mi cadera, y rueda por mi vientre. No puedo fingir más, me quito la máscara, desabotono la bata y me entrego a esa divina búsqueda de explorar con labios y yemas todos los escondites de nuestro cuerpo. Si bien el orgasmo es el instante que teniendo entre las manos un ave la dejas en libertad. También te vas con el ave. asciendes explotas y te haces lluvia.
Preguntaría, ¿esto es lo que llaman el mañanero? Sé que estoy en mi dormitorio, sola. A lo lejos un gallo citadino canta y muerdo la sábana, mientras mi mano está cerca de terminar su quehacer. Escucho mis gemidos. Aflojo mi mandíbula, me destenso y vuelvo a mi almohada dispuesta a dormir».

Fragmento de la duda (5)

Sendero

“Tengo deseos de dormir con él, con mi desconocido, ver que bosteza, que se le cierran los ojos después de intimar varias veces y quedar exhaustos. Sentir que me rodea con su abrazo, que con la yema de sus dedos roza mis pechos, o que enlazo mi mano a su mano y a la luz del velador dormimos como una pareja que disfruta del momento. Verlo dormir, hacerle caricias mientras sueña. Antes de que abra el día, mientras me reacomodo, para sentir que su mano recorre mi cadera, baja a mis muslos y me acerca a su vientre. Me hago… y lo dejo. Me besa la nuca, los hombros. El hueco de su mano lo llena con el pómulo de mi pecho. Si continúa no podré simular que me hago la dormida, mucho menos ahora que tengo entre mis piernas un fuste que me altera. Su boca es una nave que ondula en mi cadera, y ya rueda por mi vientre. No puedo fingir más, me quito la máscara, mi bata de dormir y me entrego a esa divina pelea de explorar con labios y yemas todos los escondites de nuestro cuerpo. Si bien el orgasmo es el instante que teniendo entre las manos un ave la dejas en libertad. También te vas con el ave. asciendes explotas y te haces lluvia.

Preguntaría, ¿esto es lo que llaman el mañanero? Sé que estoy en mi dormitorio, sola. A lo lejos un gallo citadino canta y muerdo la sabana, mientras mi mano está cerca de terminar su quehacer. Escucho mis gemidos. Aflojo mi mandíbula, me destenso y vuelvo a mi almohada dispuesta a dormir.

Raúl el comerciante

Sendero

Soy comerciante en ropa que la transporto en una camioneta que no le duele nada, me da la seguridad de llegar a mi destino. Disfruto mi oficio, manejar y extasiarme con el paisaje. Me críe entre nopales, iguanas y pulque. Mi madre me llevó con sus compadres de la ciudad, salí bueno para las cuentas y mi padrino ya no quiso que regresara al rancho.  “Para qué te vas, allá qué vas a hacer, quédate con nosotros y verás que la vida te va a pelar los dientes”. 

Un día ya no fui su ahijado, me hizo su compañero, después me prestó dinero para que me independizara. Él me decía entre regaño y consejo y sin pelos en la boca: “No sea pendejo, no exhiba lo que tiene, camine en la vida con bandera de que es principiante, y cuando menos lo esperen, cómaselos. Sus carros que se vean viejos por fuera, pero por dentro que sean último modelo. Tampoco es que llegue a lugares de mala muerte, recuerde el dicho, ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”.

Aquí estoy con sesenta años, cumplo cuarenta que viajo por estos lugares y he disfrutado de los amigos, de la buena comida, licores y pues también de las mujeres. —¡Raúl! ¡Raul! —esa es la voz de mi compadre, bueno no es mi compadre, pero nos decimos, ya que nos tenemos confianza.

—¡Raúl!

—Dime compadre.

—Veo que estas llenando de mercancía la camioneta.

—Me voy mañana al viaje.

—Pero mañana es semana santa, hay que disfrutar.

—Yo siempre lo hago, viajar y vender.

—Entonces vas a donde la gente en estos días se divierte y tu trabajando.

—A ver dime ¿qué es lo qué te traes?

—Bueno, te diré quiero ir a la playa, a divertirme y la verdad la comadre también. Y cómo tú conoces esos lugares, pensé que podíamos ir contigo.

—Yo no tengo inconveniente, porque soy quien maneja, pero irían incómodos y es un viaje como de seis horas.

—No le hace Raúl, con tal de salir de estas tierras de polvo y frío, vale la pena.

Salimos temprano, al lado mío se situó mi compadre, en la ventanilla la comadre que se llama Sonia. Es amable, sencilla y distinguida, ¿qué le vería a mi compadre?, no lo sé, él es técnico dental. Con algunas incomodidades llegamos al puerto y nos hospedamos. Por la mañana ellos fueron hacia la playa y yo hacia el tianguis. Más tarde, ya liberado fui a buscarlos. No tardé en encontrar al compadre enterrado en la arena y a la comadre disfrutando de la caricia del agua y la espuma. Ella me reconoció y salió a encontrarme. Tenía unos ojos chispeantes y casi se le salían de lo contenta que estaba.

—¡Es hermoso!, es hermoso. Métase al agua, sí que es una caricia. A empujones me llevó a que una ola me empapara de pieza a cabeza. Durante una hora vi como retozaba. Era ancha de cadera, ligera para correr y meterse entre las olas y salir burbujeante de espuma. Cada vez que la veía, recordaba a mi difunta esposa.

Llegamos al hotel. Mi compadre se cambió y ya me esperaba en la sala del hotel.

—¿La comadre?

—Está hecha una muñeca de trapo. Tiene tanto sueño que no puede ni levantarse.

—Pues vamos a cenar.

—Compadre, y si nos vamos de cabrones por allí. Ya sabes, nos tomamos unas copas vemos algunas niñas.

La mayor parte de esos lugares estaban atestados de turistas, así que lo único que encontramos fue una casa de citas donde te permitían la entrada con alguna seña.  Pasamos a una sala, con mesas pegadas a la pared, cortinas de gaza y bajo una luz tenue las muchachas, unas sentadas y otras acompañando algún cliente. Mientras disfrutaba mi vodka, él pelaba los ojos tratando de ver cuál de todas le llenaba el ojo. Cómo la que señalaba la tenía a mis espaldas no podía verla. Cuando la mujer se sentó en nuestra mesa no podía creer, era una chaparra, de pecho abultado, de cabello ensortijado, caderas anchas. Hubo química entre ellos, media hora después se hacían arrumacos como dos adolescentes. Yo escogí una de líneas suaves solamente para platicar. Al tiempo, él se deshacía en caricias en uno de los apartados. Pasó otra hora para que saliera y a media noche un taxi nos dejó en el hotel.

Ya de regreso a la ciudad, cargué gasolina y la comadre quedó a mi lado. La camioneta es de meter y sacar la palanca, por lo que al ejecutar los cambios mi mano rosaba la pierna de ella. Sentía su piel, la erección de sus vellos. Al despedirnos sentí la efusión de su abrazo y la invitación de que fuese a comer a su casa. Invitación que acepté. Ya me comunicaría con ellos, pues bien sabían que mi oficio era estar fuera de la ciudad.

—A ver qué día te acompañamos de nuevo, dijo el compadre.

—Gracias, así no me voy solo.

Uno de esos días, salía yo hacía un lugar donde cultivan flores, le dije al compadre, y me dijo que no, que tenía que entregar un trabajo urgente.

—Pero…

—Pero ¿qué?

 —Le diré a la comadre, sirve que se distrae.

—Bien, me voy mañana a eso de las seis. Si desea, me hablas por teléfono y yo paso a tu casa.

A las cinco y media de la mañana habló y me dice.

—La comadre quiere ir…

En tu adiós de Rubén García García

Sendero

Llegué hasta la “madre”. Dejé trabajo en la oficina y en el portafolio venía otro tanto. Urgía un trago. Desde ayer barrunté que el clima cambiaría. Mis huesos eran el termómetro. Prendí la televisión y sintonicé una canal de jazz. Mi esposa no tardaría en llegar del gimnasio. Escuché que la puerta exterior se abría, hice a un lado la cortina y sí era ella. la lluvia se iniciaba. Frente al Portón se estacionó un carro que no era el suyo. Sentí su beso distante en la mejilla y se fue directo al dormitorio. En la maleta empezó a acomodar su ropa interior.

¿Te vas de viaje?

No. Me voy de la casa. Lo nuestro no funciona.

Hace una semana no decías lo mismo.

No quería hacerte sentir mal. Pero si me sirvió para confirmar que lo que anhelo no está aquí.

Y a dónde iras.

Eso no es de tu incumbencia. A su tiempo tendrás noticias.

La lluvia había arreciado y el chiflido del viento se hacía escuchar. La vi decidida, no teníamos hijos.

 Entendí los besos descuidados y los gemidos, como si regresaran aquellos momentos.

 La puerta del clóset al cerrarse dejó el olor de vainilla, con el que aromatizabas su ropa interior.

Sentado, con el vaso de ron, escuché que había cerrado la maleta.

Después del trueno, con voz menos alterada.

—¡Qué!, ¿No vas a decir nada?

—Ya lo decidiste —Me tembló la quijada, cerré la boca. Afuera, la lluvia azotaba al mango.

—Por favor, devuélveme los mil dolares que te facilité —tragué saliva y saqué mi cartera, tomé quinientos dolares y se los di.

—Tengo tu número de cuenta, en la quincena, te los deposito. 

—Los necesito en este momento.

—¡No los tengo! Espérate a que cobre. Hizo una mueca y miró hacia la ventana. El sonido de un claxon detonó, me sobresalté. ella abrió la puerta y gritó:

—¡Espérame! —Me levanté lento, y miré el carro, la luz del foco solo me dio oportunidad de reconocer un auto pequeño. Estaba por abrir la puerta llevando su maleta, cuando se regresó y abrazándome me dijo:

—Al corazón no se le gobierna. 

Salió de la puerta, yo tras de ella. En la cajuela del coche metió su maleta y se introdujo en el asiento del copiloto.  Vi con tristeza como se dejaba besar y el arrancón del auto que poco a poco se perdía en la calle lluviosa y solitaria.

Seguí tomando hasta que el sueño me venció, por la mañana la televisión me despertó con sus ofertas de mercado.

Sonó el teléfono y era ella.  Me recordó la deuda y ya para colgar, me dijo que se encontraba muy bien.

Una semana después fui al gimnasio. Me atendió la misma secretaria, los mismos compañeros. Se me acercó el instructor y me dijo: “Ahora lo atenderé yo, la compañera pidió unos días de permiso” Poco a poco fui entrando en calor y ya en la salida me tope con Gloria, una amiga en común con la que siempre hacíamos ejercicio, platicando cuentos, chanzas y bromas.

—¿Y tu mujer? ¿está malita?  le iba a contestar afirmativamente, pero vi en su boca el embrión de una sonrisa. 

—No está enferma, salió de la ciudad, le contesté.

—¡Qué coincidencia! mi amiga intima —recargando la voz y alargándola un poco— también se fue de viaje. Y tengo la sospecha de que se fue con una persona que conoces.

—¡Quién! le contesté al bote pronto.

—¿Seguro que no sabes?

—No me digas

—Si te digo…

Era muy temprano para invitarle un wiski, pero la hora adecuada para disfrutar de un café. Tenía compromisos en la oficina. Al despedirme le dije: tenemos cosas en común, ¿tendrás un tiempo libre para invitarte a comer?

La duda texto numero dos de Rubén García García

Después de escucharlo me sosegué. Qué no soy mayor de edad, qué soy una niñata, qué me dejé llevar por la pasión. La decisión la tomé yo. Yo fui quien se lo pidió. En el baño de niñas había una palabra que nunca le encontré sentido. Estaba escondida la palabra «cógeme». Posteriormente lo supe, pero era una palabra vana, sin peso. Hace dos meses tuve que decirla apremiada por mi deseo. Me explotó como un flash y tomé conciencia de todo el significado.

Me ha dicho al oído que quiere bañarse conmigo y me sonrojo. Le digo que sí, pero seré yo quien lo bañe y él a su vez lo hará en reciprocidad. Hace diez, once años años llevaba mis muñecos a la tina y chapoteando el agua los fregaba con jabón para luego vestirlos y llevarlos a su cuna.
Los dos estamos desnudos. Con delicadeza talla mi cabello y lo enjuaga. Con la esponja me ha frotado el cuello, los hombros, la espalda y frota mis pechos que responden y se erectan. Soy muy sensible y eso él lo sabe. Confieso que estando dormida con una almohada entre mis piernas me desperté a media noche porque sentí algo raro que me corrió de mi panza hacia las piernas. Le dije a mi mamá, no me hizo caso, solo chasqueó la boca y me contestó que debía de ser un calambre por mis clases de ballet.

Tiempo después me hice novia de un niñato que se me quedaba mirando y recibía de él besos en las manos y el más atrevido en la frente. El más reciente fue un moreno de ojos verdes que pertenecía a un grupo musical. Él me enseñó a besar y a ponerme la piel de gallina cuando alguna vez me acariciaba los senos. Después me exigía que tuviésemos intimidad y lo mandé a volar. Ahora que tengo más vida, quizá hubiese accedido si me hubiese tenido paciencia. Ahora frota mis muslos, temeroso, por encima del vello ensortijado de mi pubis, no se atreve a más. Abro mis piernas y le pido que pase la esponja, lo hace con temor. Le tomo la mano y lo hacemos los dos. Me he dado la vuelta y su mano amplia recorre mis nalgas, abre mi surco y agrega abundante jabón. Llevo su mano e higienizo mi parte anal. La espuma desaparece con la regadera de mano. Me estremezco. Es una mezcla de placer y violación a mi intimidad.
Me agrada que sus manos se deslicen por mi cadera y me diga “que piel tan delicada tienes”. Besa y muerde quedo mis glúteos.
Soy yo quien lo baña, froto su pelo oscuro. Mi cabeza lle ga hasta su nariz. Su espalda es amplia, definida con sus crestas y valles, que contrasta su moreno blanco con el color cobre de su cara y la negritud de sus ojos. Su ombligo es profundo y tiene forma de coma. La cintura es la de un hombre que hace ejercicio. Mientras lo baño él acaricia mi pelo, sus manos me peinan. Le he tomado su pene y a medida que le paso la esponja se ha estirado. Se nota que está haciendo un esfuerzo por evitar la erección. Lo miro y le sonrío como diciéndole no te preocupes. No está circuncidado, así que le bajo el prepucio para hacerle la limpieza. La maestra que nos dio educación sexual nos enseñó a reconocer la piel sana de un miembro. Al subir y bajar el prepucio el aparato creció casi al doble y me sorprendí, que en esa primera vez tuviese dentro de mí, tanto espacio. “te gusta». Y sin hablar me toma de la nuca, en una clara insinuación. (lo rechacé, no por falta de deseos o asco, sino que ya llegaría el momento) Me hice la loca y terminé de bañarlo. Él me toma del mentón y me besa con ternura. Sus manos sobaron mis nalgas y sin secarnos nos fuimos hasta llegar a la cama. Pensé que el sexo era inminente, pero no, solo me abrazo y dejó su miembro entre mis piernas y me aprieta contra su pecho.

El mesero vino a tocarnos y dejó el menú debajo de la puerta. Se levantó y fue a recogerlo, Elástico, alto y con una cicatriz cerca del hombro. Los vellos del pecho y de los brazos lo hacían ver como un oso y me recordé al oso jeremías que dormía conmigo de niña. No sé cómo podía contenerse, solo de bañarlo y verlo mi excitación estaba en niveles ascendentes. Me pregunté si mis atributos no serían capaces de motivarlo. Cuando sentí que sus manos apretaban mis glúteos, yo levanté mi cara e hice que descansaran mis pechos en su cuello, Con eso le decía que ya era el momento de atenderme. Volvió a besarme. “ardo en deseos de hacerte mía” “tambien” le dije. “Pero aún no. Traje preservativos, así no te pongo en riesgo ni de un embarazo, ni de alguna enfermedad”. “Si la tuvieses ya habría sentido alguna molestia”. “Dónde trabajo cada seis meses nos hacen un barrido de laboratorio. Hace dos meses nos ganó el deseo, fuimos un par de bonzos y no nos dimos un lugar para platicar. Hoy quiero que sea diferente. Fui tu primer varón y me complace que te hayas sentido satisfecha. Quiero hacerlo pensando que eres mi mujer y yo tu mujero”. Y me hizo soltar una carcajada. Si bien estaba que me derretía, lo que dijo me hizo sentir respetada.