La obra de arte de Chejov

Sendero

La tía Gertrudis no puede ver la puerta de la alacena abierta porque se enoja, pero ella deja abierta la de su dormitorio. La del estante, se entiende, se meten las pipiliacas que se comen el chile del mole. La de su recámara, no sé; quizá extraña a su difunto esposo. La escucho llorar y creo que por sofocarlo se oye como un quejido.

—¡Flaco, flaco! Ve con don Demetrio y pídele un kilo de bistecs y medio de chorizo.

Buscó el dinero y no lo encontró.

—Dile que te lo apunte, luego voy y se lo pago.

—Me dijo el carnicero que más tarde pasa a cobrarle.

Hizo un gesto de rechazo y luego lo cambió por una sonrisa forzada.

Yo no vi que don Demetrio llegara ni por la tarde, ni por la noche. Algunos susurros en la madrugada y los quejidos de mi tía antes de que cantara el gallo.

Lo que recuerdo es que nunca faltó en la mesa un trozo de carne. Aún me timbra en el oído su voz aflautada:

—No desperdicien nada, ni se la den al gato, que no me la regalan.

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