La paz perdida

Sendero

El médico le ordenó reposo y tranquilidad. Rentar una choza a la orilla de un lago le pareció buena idea. Dos días después se instalaba. Los moscos fueron un suplicio. Los ruidos de un monstruo que rompía el agua, una y otra vez, los escuchaba bajo la cabecera. Con los ojos vidriosos y ojeras profundas se levantó a prepararse un café, al primer sorbo llegó una parvada de patos haciendo un ruido infernal.

Ya descansa. Su fosa quedó entre la de un gritón de la lotería y un vendedor ambulante que no se cansa de gritar: Llévelo, llévelo barato, barato llévelo. bara bara, lléguele.

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