Sendero
Llovía. Llovía tanto que lo mejor fue aparcarse subiendo el auto a una banqueta.
Ella llegó a la reunión de Samantha y se sorprendió de ver tanta gente. La reunión la había imaginado con las personas allegadas a la familia y dos o tres amigas de años. La música fue estridente. Tiempo después le pidió a su amiga una aspirina y más tarde se despedía. Había empezado la lluvia y el esposo de la anfitriona fue el encargado de llevarla hasta su casa, contrariado por dejar a medias una plática.
La mujer, cada vez que tronaba, se tapaba los oídos. En aquella soledad de agua, le preguntó:
—¿Te doy un masaje en la nuca? —tal vez disminuya tu dolor.
El agua corría por la avenida arrastrando la basura de la ciudad.
Ella Tenía un cuello de garza. Las manos iban desde la nuca hasta los hombros y se detenían entre los dorsales y el arroyo de la espalda. Tenía ventosas y toques analgésicos en las yemas de los dedos.
El agua golpeaba el techo del carro.
—¿El dolor?
—Me lo quitas. —y ella destrabó los ganchos del corpiño. — sigue.
El masaje hurgó en áreas oscuras y sensibles. El golpe del agua coincidió con un arrebato que la cimbró. Una erección del cabello que la recorrió hasta llegar a los dedos de los pies.
En la oscuridad se escuchaba el muelleo, la rima de estertores y los quejidos de placer que tenían como fondo el murmullo de la lluvia.
El aguacero se hizo garua pertinaz y del dolor quedó una diminuta luz.
