Sendero
Cabrón por oficio de Rubén García García
Sesenta años bien vividos. En sus días de poder nada se hacía en el pueblo si él no lo autorizaba. Se fue su familia y el poder. Se quedó con la servidumbre en una casa inmensa, vacía y aun con un capital respetable. No fue difícil comprar a una mujer. Él seguía ejerciendo su rutina de los domingos. Sacaba la mecedora y esperaba. La gente indígena salía a vender, a comprar. Frente a él pasaban quintales de café, cerdos, frijol, maíz. Conocía a todo mundo y lo saludaban con temor.
—¿Qué llevas en ese costal? El muchacho se detuvo.
—Un guajolote.
—¿Cuánto quieres?
—Cincuenta pesos.
—Se ve flaco, contestó con indiferencia.
–—Está gordo.
—¿Qué te parece si lo pesamos? Así ni tú, ni yo, lo que diga la pesa. Te pago a cinco pesos kilo.
Ambos entraron a la tienda.
—Pesa siete kilos a cinco pesos kilo, son treinta y cinco pesos. No le dio tiempo a contestar, cuando el dinero ya lo tenía en la mano y un topo de caña. «Para que agarres fuerza para el regreso».
—¿Quieres otra? Te sentirás mejor, al fin que una no es ninguna.
Cuatro horas después el dinero había regresado al bolsillo de Germán y el indio apenas podía recargarse en la pared. Poco a poco se deslizó, hasta quedar sentado, y profundamente dormido.
Cabrón por oficio de Rubén García García
Sendero
Cabrón por oficio de Rubén García García
Sesenta años bien vividos. En sus días de poder nada se hacía en el pueblo si él no lo autorizaba. Se fue su familia y el poder. Se quedó con la servidumbre en una casa inmensa, vacía y aun con un capital respetable. No fue difícil comprar a una mujer. Él seguía ejerciendo su rutina de los domingos. Sacaba la mecedora y esperaba. La gente indígena salía a vender, a comprar. Frente a él pasaban quintales de café, cerdos, frijol, maíz. Conocía a todo mundo y lo saludaban con temor.
—¿Qué llevas en ese costal? El muchacho se detuvo.
—Un guajolote.
—¿Cuánto quieres?
—Cincuenta pesos.
—Se ve flaco, contestó con indiferencia.
–—Está gordo.
—¿Qué te parece si lo pesamos? Así ni tú, ni yo, lo que diga la pesa. Te pago a cinco pesos kilo.
Ambos entraron a la tienda.
—Pesa siete kilos a cinco pesos kilo, son treinta y cinco pesos. No le dio tiempo a contestar, cuando el dinero ya lo tenía en la mano y un topo de caña. «Para que agarres fuerza para el regreso».
—¿Quieres otra? Te sentirás mejor, al fin que una no es ninguna.
Cuatro horas después el dinero había regresado al bolsillo de Germán y el indio apenas podía recargarse en la pared. Poco a poco se deslizó, hasta quedar sentado, y profundamente dormido
