Sendero
Se fue, solo se llevó una muda de ropa y su esperanza. En la mesa dejó un recado breve que la sofocó. Se fue, como se había ido su esposo, del que nunca supo más.
José se bañó con el agua tibia del pozo. Su mirada se perdió en el patio, se vio jugando con sus hermanos. Escuchó los gruñidos del marrano y el cacaraqueo de las gallinas. Entró a la pieza de su madre, unas líneas sobre la mesa y la intención de un beso.
Durante dos años Juana lavó y planchó para mantener a la prole y comprar cada ocho días una veladora que dejaba al pie de la imagen pidiéndole que cuidara de su hijo. En la soledad del lavadero tallaba la ropa con coraje, con furia, deseaba romper la tristeza que le causaba la ausencia de su hijo. Llegaban imágenes poderosas, oscuras, donde oía la voz de José. Y el lloro se iba por el boquete, el mismo por el que se va el agua sucia.
Una mañana encontró sobre la mesa pan y fruta y, al fondo un veliz. Supo en ese instante que su José había llegado y lloró, lloró… Con las lágrimas se dispersó el dolor y la opresión que no la dejaba respirar. Los ruegos que le hizo a la virgencita no fueron en vano. Cerró los ojos, aflojó los surcos de la frente y un sueño le sobrevino y durmió. Y dormía como si no hubiese dormido nunca.
