sendero
Se miró en la playa en un cielo anaranjado. Estaba arrodillada con las manos sobre la arena. Los últimos rayos del sol aún pintaban de sepia la curva de mi talle; la popa era un puerto expuesto. A cada empuje de mi amante mis dedos se enterraban en la humedad. Los labios de él en mi nuca. Tienes — dijo—, un río hermoso en tu espalda. Desperté en mi dormitorio sudorosa, asombrada y pervertida con granos de arena en mis pezones.
