sendero
Esa mañana entraban y salían de la casa del anciano amigos y familiares. Escuché que deseaba despedirse de sus amigos porque mañana por la tarde moriría.
Lo encontré sonriendo, limpia la mirada y con su traje blanco. El olor de los enfermos terminales es evidente. La muerte se huele; yo no la olía. Estaba recostado sobre una almohada. Lo saludé a su usanza: tocando la punta de sus dedos con los míos. No sabía qué decirle y él fue quien rompió el silencio, nunca lo había tratado. Me miró sereno y en castellano, me dijo:
—Voy a morir. Lo tengo previsto. Mis hijos ya saben qué les va a tocar. Me iré limpio del corazón y de la conciencia, el padre ya me confesó.
—No te vas a morir — le respondí.
Lo veía tranquilo. No tenía signos atrevidos de enfermedad.
—Así está dispuesto. Ya sé en qué lugar quedaré. Escogí en lo alto de la loma, para que mire hacia mi casa.
El cementerio tenía una parte en la loma. Desde allí, su casa era visible.
—No te vas a morir, verás que mañana tomaremos café con tamales. —Y me despedí con respeto.
Nunca supe qué sucedió. El anciano habló de la muerte como si fuese parte de la vida, como decir mañana haré esto y lo otro. Cierto, murió en la madrugada, claro de conciencia, fibroso como una raíz y está enterrado en la loma, mirando hacia su casa a la que volverá cada año.
