La tía Gertrudis no puede ver una puerta abierta de la alacena porque se enoja, pero ella deja abierta la de su dormitorio.
La puerta del estante, se entiende, se meten las pipiliacas que se comen el chile del mole. La de su recámara no sé, quizá extraña a su difunto esposo. La escucho llorar y creo que por sofocarlo se oye como un quejido.
-¡ Flaco, flaco! ve con don Demetrio y pides un kilo de bisteces y medio de chorizo.
Buscó el dinero y no lo encontró.
-Dile que te lo apunte, luego voy y se lo pago.
-Me dijo el carnicero que más tarde pasa a cobrarle.
Hizo un gesto de rechazo y luego la cambió a una sonrisa forzada.
Yo no vi que don Demetrio llegara ni por la tarde, ni por la noche. Algunos susurros en la madrugada y los quejidos de mi tia antes de que cantara el gallo.
Lo que recuerdo es que nunca faltó en la mesa un trozo de carne. Aun la escucho.
” No desperdicien nada, que no me la regalan”
