De Gabriel Ramos
La fuerza de la costumbre
Ayer fui al supermercado, tomé un carrito que fui llenando con todo aquello que hacía falta en casa. Siendo soltero, mis necesidades son pocas; fui a la sección de frutas y verduras, y al colocar en el carro el racimo de uvas me di cuenta que había un cuaderno para iluminar y unas crayolas; por supuesto que yo no necesitaba aquello, no tengo hijos. Pensé que alguien los había puesto ahí por equivocación. Llegué a la caja, pagué y salí del lugar, al llegar a mi auto y accionar el control remoto, la que abrió sus puertas fue la camioneta de al lado; subí y la eché a andar sin problema. Me dirigí a mi casa y la camioneta por alguna extraña razón tomó su propio camino. Me llevó hasta un edificio antiguo en donde automáticamente se detuvo. Sin pensarlo, subí en el elevador hasta el quinto piso, y con la llave que tenía en ese ajeno llavero, entré a un departamento en el que fui recibido por una bella pero extraña mujer que entusiasmada dijo: “Amor, qué bueno que llegaste”; y poco después con gritos de alegría, salió corriendo un niño que preguntó: “¿trajiste mi cuaderno?”.
