De José Manuel Ortiz Soto
Pero en un acto meramente reflejo, dos de sus tres pares de patas fueron al encuentro de la pista de aterrizaje, causando la colisión y el desastre.
La vi descender segura, midiendo la distancia. Daba sus primeros pasos en el fascinante y peligroso mundo de la aeronáutica civil.
—Recuerden: si quieren salir airosas de esta aventura, deben conservar la calma. Cuando estén a punto de aterrizar y sientan que la tierra viene en dirección a ustedes, por ningún motivo, ¡óiganlo bien!, traten de alcanzarla. Permitan que sea el piso el que se acerque manso, receptivo. Porque en este negocio, descuido significa muerte —repetía el instructor, clase tras clase.
«¡Chingada madre!», maldecía la joven mientras daba tumbos fuera de la pista. «¡Juro por Diosito que si salgo de ésta me redimo!».
Los rescatistas ni se movieron; el instructor cono-cía de sobra a aquellos truhanes para quienes era mucho más fácil y barato ayudar a bien morir a una alumna infortunada, que enfrascarse en una lucha titánica por conservarle su mísera existencia. Tragó saliva y ordenó con voz agria y rencorosa: —¡Que se arroje de la mesa la siguiente!
