Por Elena Casero Viana
Recogió la mesa. Eran más de las once. Supo que él no llegaría a cenar ni a dormir. Otra de esas muchas veces que él decía que no se enfadara, que no son más que bromas, que los matrimonios bien avenidos funcionan así. Tú puedes hacer lo mismo. Sal con tus amigas, disfruta. A ella se le había pasado el hambre. Regresó al salón y se quedó de pie junto al acuario. Le gustaba observar el movimiento pausado de los peces, sus ojos redondos e inexpresivos. Ajenos a todo, ellos no sufrían. El pececillo nuevo era rojo, brillante y gordo. Se lo había regalado él para compensar sus continuas ausencias. Ella le sonrió cuando se lo dio, le besó cariñosamente. Sacó del bolso una bolsita transparente y depositó su contenido en el agua. Una sonrisa satisfecha iluminó su tristeza al comprobar el voraz apetito de la piraña.
