Pero el fantasma lucía distinto ahora, avejentado y harapiento, la piel grisácea y delgada. No se movía. Quería que la vieran. Era una fantasma venida a menos luego de años de ser la reina de la casa, la inevitable compañía. Fernán acarició a Gato y se sentó en el sillón, reprimiendo el impulso primario de echar aquella figura repugnante a la calle. Tomó en brazos a Gato y escuchó su ronroneo con los ojos cerrados, los ojos de ambos. Concentrarse en la respiración, cambiar el color del aire, sentir la suavidad del pelaje.
Ya estaba tranquilo cuando levantó de nuevo los párpados y ahí seguía ella…
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