de Elena Casero Viana
Tomado del Microdecamerón, organizada por Paola Tena
Apareció en silencio, como si flotara, sobre el suelo de piedrecillas
del cementerio. Vestía un traje de chaqueta negro sobre una blusa
blanca de la que apenas se veía la gorguera de puntilla que
envolvía su cuello. Se situó al final del círculo que rodeaba la tumba de Don
Ambrosio, el prócer de la aldea. Y comenzaron los cuchicheos
mientras el párroco seguía con su interminable letanía de
alabanzas. Y siguieron las conjeturas. Y las elucubraciones.
La nariz, pétrea, que sobresale de un cutis delicado. Tiene
la mujer un tono seductor en su porte que les hace recordar a
aquella mucama que trajo él desde Cuba. Y ella, silente, etérea,
abre el círculo y se acerca a la tumba. Se enjuga una lagrimilla
díscola que rueda por su mejilla. Mira a su alrededor. Mantiene la
mirada de quienes la observan. Traga saliva y la nuez de Adán
sobresale por la gorguera. Lee el epitafio: “Aquí yace todo un
hombre, temeroso de Dios” Pensó añadir algunas palabras más a ese epitafio sobre su
hombría, pero prefirió reír. La gente, desconcertada, salió
corriendo. Su carcajada profunda resuena por todo el cementerio.
