Los carpinteros la acarician con la mirada, la miden, la trazan, la cortan y una a una las colocan bajo el sol; las voltean para que se deshidraten; por la tarde, las acuestan una encima de otra, ubicando pequeñas calzas, para que el viento pueda ir y venir y las vacune contra el tiempo. Tiempo después con el ojo afinado la delinean y saben milimétricamente donde pasaran la garlopa, así las piezas medirán lo mismo tanto por el lomo como por la panza. El banco de trabajo despide olores. Huele a tiempo. Ese santo olor de cedro tan íntimo…, tan especial. Ellos transforman el vacío y la soledad, y cuando terminan, cierras la puerta y escuchas su respiración: la casa vive.