Llegué al pueblo, la iglesia que piedra tras piedra conquistó altura. La entrada miraba al mar. Desde el atrio, contemplé el paisaje; caminos reales, senderos. Casuchas sobre la grama, el ganado vacuno sesteando bajo viejos árboles.
La nave principal, amplia, adornada con retablos tallados por manos artesanales. Al centro, la imagen de Jesús, iluminado por veladoras. Aroma a silencio que se esparcía con la misma intensidad con que la humedad lo hace sobre las paredes. El tiempo allí, no existe.
Recorrí calles, comercios, platiqué con algunas familias y, por último, me entrevisté con las autoridades.
—Señor Presidente, ¿aquí hay dentista?
—No hay, pero viene uno cada mes. ¿También saca muelas?
—Para nada.
No tuve duda, mi intuición decía que allí estaba un tesoro. Años después, sabría que el tesoro no eran riquezas, sino la comprensión de un pueblo olvidado, rico en cultura, despojado de sus tierras.
Tiempo y silencio,
Jesús crucificado;
olor de rezos.
Saborear la vida con calma. El silencio es el camino. Un abrazo.
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Gracias amada amiga por detenerte en mi prosa. Vuelan gardenias para vos
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Es un texto que se lee con fluidez y deja nostalgia. Saludes y que tengas buen descanso.
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Gracias amiga, es cierto tiene un dejo de tristeza, los pueblos de méxico en su religiosidad se huele . Abrazo buena amiga y bella noche tengas
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