La oveja negra

La vieja pretensión se hizo presente en su fiesta de cumpleaños. De tes blanca, de cabello color caoba que, al caminar, ondeaba con gracia. De trato amable, amada por sus dos hijos y su esposo. En el dormitorio, entre los susurros del acondicionador del aire, le llegó el anhelo de lo que en otras familias había mucho. Deseaba una oveja negra.
Aunque tenía confianza con su esposo, guardó el secreto. Poco a poco el deseo adquirió una cuenta de susurros que le cuchicheaban. Se vestía menos formal, dejó de asistir a las tertulias de su clase, para asistir a expresiones de ritmos afrocaribeños. Su esposo, fiel acompañante, se extrañaba de los cambios, pero los atribuyó a los vaivenes que las mujeres padecen.
Ella seguía siendo la mujer transparente, apasionada. El cónyuge estaba consciente de su transformación; lo realizaba con la naturalidad de haberlo hecho miles de veces. Así la amaba, el disfrute de ella, era también la de él y optó por guardar silencio.
Su piel blanca contrastaba con los tonos ciegos de sus vestidos amplios que le daban un bamboleo como lo hacen las cañas cuando las mueve la brisa.
Una madrugada llegó una ambulancia hasta su residencia. En el servicio de urgencia no dudaron en intervenirla. Su marido sorprendido, veía al lado de ella un vástago; ella, hinchada del corazón, acariciaba maternal a su oveja negra.
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