Sendero
No fue el frío del mar lo que me consumió, sino ella.
Sus ojos —dos pozos de barro cubiertos de ceniza— se colaban en mis sueños, entre ola y ola.
El capitán me encerró en la bodega después de que gritara su nombre durante una tormenta.
«Esa mujer te está matando», rugió, escupiendo su saliva amarga.
Él no entendió que no era una mujer, sino lo que quedaba de una.


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