Sendero
Compré un vestido negro, discreto. Suelto, tres cuartos, de buen algodón y fina caída.
Por fin lo lucí, con un maquillaje sobrio.
Mi esposo y yo, en este último “ahora”, solo coincidíamos en nuestra capacidad innata de ocultar las emociones. Él deseaba mi muerte y yo la suya. No había dinero de por medio, solo odio. Un odio profundo.
Es cierto, lucí con glamur en el velatorio. Mis familiares exclamaban: «¡Qué hermosa se ve! Hasta parece que está dormida».

