Sendero
Llegué hasta la «madre». Dejé trabajo en la oficina y en el portafolio venía otro tanto. Urgía un trago. Desde ayer, barrunté que el clima cambiaría. Sintonicé un canal de jazz y, al compás de «Take Five», sorbía mi Old Parr en las rocas. Mi esposa no tardaría en llegar del gimnasio. Escuché el ruido del motor frente a mi casa. Hice a un lado la cortina y, sí, era ella. Empezaba a llover. Frente al portón había un carro que no era el suyo. Entró con prisa y, al besar mi mejilla, apenas si la rozó, se fue directo al dormitorio.
Ella acomodaba su ropa con una rápida precisión, cada movimiento llegaba al espacio adecuado. —¿Te vas de viaje? —No. Me voy de la casa. —Me miró a los ojos, sus ojos brillosos y fríos—. Lo nuestro no funciona.
Hace ocho días habíamos retozado como recién casados. Estaba pasmado. —Hace una semana no decías lo mismo. —No quería hacerte sentir mal. Pero me sirvió para confirmar que no está aquí lo que me satisface. —¿Y a dónde irás? —Eso no es de tu incumbencia. A su tiempo tendrás noticias.
La lluvia arreció. Las gotas eran botines que taconeaban sobre el vidrio, el viento se hizo frío. La vi decidida, me retiré. Mi boca seca reclamaba mi trago. Parado frente a la ventana, entendí los besos descuidados y los gemidos, como si regresaran para decirme que eran fingidos. Regresé cuando la puerta del clóset dejaba escapar el olor de vainilla con el que aromatizaba su ropa interior.
Sentado y sorbiendo, escuché que había cerrado la maleta. El viento había cesado. Con voz menos alterada me preguntó: —¡Qué! ¿No vas a decir nada? —Ya lo decidiste. —Me tembló la quijada. Cerré la boca. Afuera, el agua de la chorrera caía sobre el pavimento. —Por favor, devuélveme los mil dólares que te facilité. —Tragué saliva y saqué mi cartera, tomé quinientos dólares y se los di. —Tengo tu número de cuenta. En la quincena te los deposito. —Los necesito en este momento. —¡No los tengo! Espérate a que cobre.
Hizo una mueca y miró hacia la ventana. El sonido de un claxon sonó repetidamente. Ella abrió la puerta y gritó: —¡Espérame! Miré el carro, la luz apenas me permitió distinguir un auto compacto. Estaba por abrir la puerta llevando su maleta, cuando se regresó y, abrazándome, me dijo: —Algún día me lo agradecerás…
Salió. Yo me quedé en el corredor. En la cajuela del coche metió su maleta y se introdujo en el asiento del copiloto. Vi con tristeza cómo se dejaba besar y el auto que poco a poco se perdía en la calle lluviosa y solitaria. El portafolio lo aventé con fuerza a uno de los muebles, me serví otro trago y el solo de la batería de Dave Brubeck sonaba en mis oídos como una pelota que no dejaba de rebotar.
Apagué la música, sorbí mi copa de un solo trago y salí al patio a sentir la fría llovizna, tan helada que me hizo titiritar. Respiré profundo y, si hubo lágrimas, no me di cuenta. Lejos se oía la música de una banda.

