Un gato en el tejado

Sendero

Soy el gato del tejado. Es un día soleado de otoño. Me gusta trepar por los techos, caminar por las tejas, sentir su tibieza bajo mis patas. Bostezo, me estiro y veo al sol asomarse entre la arboleda, dejando monedas doradas desperdigadas en el suelo. Los gallos me aturden con sus gritos estridentes, pero hay una extraña armonía en sus cantos: se encadenan sin huecos de silencio, como si un director invisible los coordinara.

El sol empieza a quemar mi lomo. Me estiro una vez más y busco un hueco en el ramaje. Desde aquí, diviso a los transeúntes.

¿Ven a ese niño de pelo oscuro, ojos grandes como lunas y mochila azul? Es Armando. Regresa de la escuela con la cabeza llena de estrellas, sin notar que está a punto de tropezar con un tronco. Sueña con ser astronauta y viajar al espacio.

Aquella que sonríe con hoyuelos es María, su amiga. Su risa suena como campanitas movidas por el viento. Van juntos a la misma escuela.

—¡Te vas a tropezar, Armando! ¡Mira por dónde andas! —le grita con una voz que corta el aire como el vuelo de un ave.

Armando reacciona, esquiva el tronco y le lanza un saludo agradecido.

—¡Gracias!

María quiere ser doctora, para curar a su papá y a los vecinos del barrio. Ayer, recogió un tordo con el ala rota y lo cuidó con la paciencia de una sanadora que ama su oficio.

Cuando los naranjas y violetas del atardecer comienzan a rasgar el cielo, sé que es momento de regresar. La anciana que me espera ya debe de estar oliendo el aroma del café. Me echará de menos si no me froto contra sus piernas y la miro con ojos de pedinche. Ella me dirá, fingiendo enojo:

—¿Dónde andas, bribón?


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