Sendero
Tenía el puñal de su mejor amigo en el pecho. En la lejanía silenciosa del sendero, los búhos ululaban. Respiraba con dolor. Qué ironía: él le había enseñado a atravesar el pantano para evitar el camino real, y ahora lo utilizaba. Sintió el chapoteo de la sangre en la batea de su tórax al tiempo que miraba a su esposa, quien le había insinuado que Julio no era de fiar. Todavía escuchó el griterío de los patos que regresaban al pantano…
Amancio, el escritor de historias, detuvo la narración, se volvió irritado para mirar quién lo había tomado del hombro. Por la distracción, la continuidad de la historia se esfumó mientras el aroma a rosas y miel lo invadía. Una boca aterciopelada depositó un beso húmedo en el lóbulo de su oreja y le susurró:
—Soñé que nos perdíamos en un bosque y que luego la escribías como un dios.
Aún molesto, abrazándola de la cintura, le respondió:
—Espérame, sobrina. La historia que deseas será escrita solo para ti… siempre y cuando todas las horas de inmensidad del regocijo, engarzadas en versos largos y pasionales, se consuman en el fuego. Así, ambos resucitaremos purificados por el fuego; porque el fuego todo lo purifica.
La suavidad de la seda del vestido hizo que la mano de él resbalara con cadencia por los meandros de su talle. Antes de que cayera al vacío, aprisionó el músculo y quedó respirando por las yemas. A punto de soltarse, dio un brinco hacia la planicie del abdomen, y el índice quedó atrapado en la coma del ombligo.
Ella acarició su pelo ensortijado, buscando acomodarlo de otra manera, o con la palma abierta y los dedos extendidos exploraba y los retraía, ofreciéndole las minucias de un prólogo de lo que vendría después.
—Eres mi tío preferido, lo sabes. Si deseas olvidar para calmar tu conciencia, es un derecho que tienes. Para mí, tus versos son piedras de rubí, con las que me haré un collar. Tus labios serán los versos, lucientes, escarlata, con los que dormiré por el resto de mis días. Ese será mi disfrute; será nuestro secreto. Mañana será un buen día: empiezan las fiestas a Dionisio, y la quinta será pequeña para nosotros.
Escribiendo, Amancio perdió la noción del tiempo, absorto en su trabajo. Por la mañana lo despertó un esclavo, llevándole su desayuno y una jarra de vino.
—Me dijo el ama que no la esperara, que ya iba en camino hacia el jardín con la familia de su padre, que no la busque, que mañana platicarían. ¿Necesita algún servicio?
—No, puedes tomarte el día.
Poco después llegó Carina, la sobrina. Después del baño, se vistió con la stola de fino algodón que enmarcaba las sinuosidades y salientes de su cuerpo. No se dieron descanso, corretearon por los jardines, los vericuetos de la casa, y por la noche ambos llenaron la tina con aceites y se sumergieron exhaustos.
En la alborada fortalecidos por el canto de los gallos se entregaron entre suspiros al vuelo de pasión de la libélula. Julio regresó y tuvo arreos de tomar la jarra de vino que dejó en el desayuno y durmió como un felino enroscado entre la Almohada.
Al mediodía, Aelia, la esposa, sin que nadie la viese, se metió a la recámara de la sobrina. Salió con una sonrisa. Estaba enterada de que su esposo se la pasó escribiendo y tomando vino, y Carina, su sobrina, estuvo en la cama por los fuertes dolores de su período. Ella jamás contaría que el mismo Dionisio la llevó a lo profundo del jardín, la cubrió de flores, la sentó sobre sus piernas, y una tras otra fueron sustituidas por el dulce de la uva, el entrecortado suspiro y la humedad.

