El hermano Jeremías por Rubén García Garcia

Sendero

El hermano Jeremías ordena que en el altar primero se acomoden los santos, y en segunda fila las veladoras y las flores dispersas como en el jardín. Reza en totonaco mirando al cielo; después vuelve su mirada hacia Juana, la joven que yace en la cama con las rodillas hinchadas. Eructa, se inclina sobre ella y fija su mirada en sus ojos.

—¿Recuerdas el vestido de flores amarillas? La noche en que lloraste en silencio. ¿Recuerdas? Estabas detrás de la iglesia, en ese sitio donde se reúnen los vientos de la negritud. Te vieron débil, triste…

Mientras reza, el aroma de las hierbas impregna el aire, mezclándose con el olor dulzón de las veladoras derretidas. Las columnas de humo parecen rodear su cabeza, como si una neblina densa saliera de su cabello. Para los padres, sus palabras en totonaco son un rezo que solo él conoce; un vínculo con los abuelos de los abuelos, una conexión que debe mantenerse como el sinsonte que anuncia la llegada de la primavera.

Se acerca más, toma un trago de caña curada con olor a hierbas, le aprieta la cabeza, sopla, la olisquea y luego la chupa. Cierra los ojos, eleva las palmas de las manos y vuelve a susurrar en totonaco. Toma otro trago de caña y sopla hacia sus rodillas, eructando de nuevo. El sonido resuena en todos los rincones, y con voz de pedimento dice:

—Será el día en que el milagro llegue. Que lo insano se derrame en las almas impuras. Te pedimos por la alegría de ver a Juana caminar por los jardines de la Virgen María.

Jeremías sabe que los caminos de Dios son misteriosos. A veces se pregunta si lo que hace es un don divino o el resultado de un poder que no alcanza a comprender. Mientras reza, siente el peso de la fe de Juana como una loza sobre sus hombros, y si el calor avanza desde los pies hasta su coronilla, es una señal, como si los antiguos lo observaran desde las cumbres y lo aprobaran moviendo su cabeza.

Meses después, Juana deambula por el jardín, cortando la hierba que cubre las dalias. Con cada paso que da, siente el barro colarse entre sus dedos. Los amarillos le saben a calabaza; es una Juana renacida. Se hinca y escarba, respetando a las lombrices y mariquitas. Sube al árbol de naranja agria y corta el fruto. Su madre prepara un guisado para agradecer a Dios y al hermano Jeremías por su salud recuperada.

A una hora a caballo de allí, las campanas de la iglesia llaman a misa. El párroco extraña al hermano Jeremías; dos veces que no llega, y siempre le trae un curado de nanche que es una delicia. El sanador, sin embargo, está en cama con fiebre, dolor de cabeza y las rodillas hinchadas. A medida que los días pasan, ya no le es posible caminar. Recuerda una sombra que se le encaramó cuando pasó por detrás de la iglesia. El sanador, debido a la fiebre, no recuerda los conjuros ni los rezos. Afuera, el viento trastea las ramas, y un crujido de huesos lo sume en el desconcierto. En el delirio solo mira un vestido con flores.

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