La poltrona por Rubén García García

Sendero

Buscaba a un carpintero. Tímido, toqué la puerta. La brisa movía los árboles, el aroma a tabla desnuda se untó en mi olfato. Una mujer de pelo canoso abrió y me invitó a pasar, ofreciéndome una silla cómoda.

Dentro, la frescura era agradable. La sencillez y el orden disimulaban la pobreza. Los cojines de la sala, hechos con retazos de tela, formaban un cuadro cubista. Las paredes encaladas, el olor a madera, barro y café se mezclaban en el aire. Un juguetero servía de división en la vivienda, con una colección de figuras labradas: animales, trasteros, cajitas, baúles, decorados con colores vivos.

Una poltrona al fondo llamó mi atención. Los rayos del sol caían sobre el respaldo, reflejándose nebulosos en el suelo. La mecedora se movía al compás de la brisa, suave y apacible como si el tiempo se hubiese quedado dormido.

—Su esposo es excelente.

—Sí, se nota, ¿verdad? —respondió, acariciando la medalla, con la figura de cristo en caoba, que colgaba de su cuello.

Tomé un águila con las alas extendidas; sus ojos parecían llenos de furia. Eran tan imponente que volví a colocarla en su lugar.

—Mi esposo, cada mes decía: «Hoy es tu cumpleaños», y me ofrecía una figura. «¡Estás loco!», le gritaba, y él, sonriendo, me contestaba que sí, que era por haberme encontrado. Yo me reía y lo besaba, luego me arremolinaba en su pecho lleno de aserrín, para que no me viera llorar.

No pude más. Me paré y caminé hacia la poltrona con el deseo de dejarme caer. Un grito agudo me detuvo.

—¡No lo haga! Mi esposo tiene tres años de muerto, pero para mí sigue vivo y está allí. Cuando yo me siento, es porque él desea cargarme en sus piernas… y, créame, el sillón rechina y se mueve.

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