Sendero
Cada día, al mirarse al espejo, sonreía al jalarse los vellos. De buena fuente supo que la mujer que deseaba le gustaban los hombres con barba y pelo en el pecho.
Un papel arrugado, yacía sobre la mesa de la cocina. El nombre, casi impronunciable, resonaba en su mente como un conjuro para dejar de ser lampiño.
Meses después veía con satisfacción el crecimiento de la barba, pero al mirarse el tronco, vio con horror dos pequeños bultos peludos, que reclamaban un corpiño.

