La paz de Catarino de Rubén García García

Sendero

El médico le ordenó a Catarino reposo y tranquilidad. Rentó una choza a la orilla del lago. Desempacó una tarde de primavera y, mientras lo hacía, llegaba una brisa fresca y el canto de los pájaros. Suspiró profundo y exhaló por pausas. Sábanas oliendo a jabón y las almohadas con fundas de lino, como hechas para su cuello.

A media noche, lo despertó el ruido de un monstruo que, rompiendo el himen del agua, le enseñaba su boca ensangrentada. «Es una pesadilla», se dijo. Cuando caía en el sueño, el chillido de un mosquito rondaba cerca de su oído.

Al amanecer, fue a la cocina para prepararse un café; en el primer sorbo, llegó una parvada de patos haciendo un ruido infernal. Más tarde, un centenar de motociclistas armó un campamento. Regresó a su departamento. Cuando llegó al cementerio, se dijo que por fin descansaría. Su tumba quedó entre un gritón de lotería y un comerciante que, sintiéndose vivo, no dejaba de gritar: «¡Llévelo, llévelo, todo a diez pesos! ¡Barato, barato!».

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