sendero
—Abraham, Abraham. ¡dónde estás! ¡qué haces! —El viejo deseaba salir de la casa y reunirse con los amigos y distraerse con el juego de fichas chinas.
—Qué sucede mujer.
—Que se terminó el arros, ve a la tienda. —Mejor no puede ser—, así no tendría que inventar. La tienda se encontraba en el centro del pueblo y muy cerca donde estaba la jugada.
Hablaba mocho el español, moreno, de mediana estatura que llegó en plena Revolución al país. Sus paisanos lo apoyaron con mercancía y de casa en casa la ofrecía en abonos. Así la conoció, de quien más adelante se convertiría en su esposa.
Su mujer era incansable, a pesar de haber tenido una gran prole de hombres, no paraba y se hacía obedecer.
A buen paso estaría en la tienda en menos de media hora. Tenía más de una semana que no se veía con los amigos y el negocio de las telas no pasaba buenos momentos, necesitaba plata para ir a surtir, con un poco de suerte y algunos ahorros podría emprender el viaje hacia la capital.
María, mujer con carácter, sólo esperaba el arros y su marido no llegaba. ¡Juan! gritó con enojo. Ve a ver qué pasó con tu padre. Vete con cuidado. Ayer amanecieron dos colgados por las afueras de San mateo. Se fue rápido, era un toro, ancho de espaldas y unas manos que parecían pinzas.
Era tiempo de naranjas y también de tordos, fue juntando los frutos picados y amontonó las hojas. Su cara morena, de grandes ojos, siempre arreglada. chaparrita y siempre usaba zapato con tacón alto. En ese momento nada ni nadie podría sacarle una sonrisa, si algo le encabronaba era perder tiempo.
Cántaro —gritó— Si amá. — Tiene como una hora que mandé a tu padre a que me comprara arros, y no llega, ya se fue Juan a buscarlo, pero ninguno de los dos aparece.
Media hora después y ninguno había llegado. María tenía un nudo de mecates en el pecho. Hablaban los vecinos de la mano negra, una cuadrilla de maleantes que azolaba la región.
El tiempo se hacía eterno. Se cambió de vestido se calzó otras zapatillas de tacón y se fue a ver qué pasaba. El sudor corría por la espalda y miraba para todos lados, pero no aparecía ningún conocido para preguntarle por su esposo y los hijos. Llegó a la tienda con los puños apretados, conteniendo su voz, preguntó
—Don jesus, ¿ha venido Abram a comprarle arros?
—No.
—¿Ha llegado gente extraña?
—Tampoco, ha estado en calma.
—¿No ha visto a mis hijos?
—Al que vi fue al delgado con pelo chino. Me vino a comprar pan y chiles.
—¿Hace que tiempo?
-No tendrá mucho, luego se metió a la casa de Don Regino.
—¿Y que hay en la casa de don Regino?, ¿alguna fiesta?
—No Doña mari, allí se juntan los que juegan una cosa como domino. Porque no pregunta, está como a media cuadra. La casa es de color azul.
—Gracias don jesus y ya que estoy aquí, deme medio kilo de arros.
Sudaba de las manos de tanto tenerlas cerradas. tocó con prisa. Nadie le abrió la puerta. Como estaba a medio cerrar, entró. Recorrió la cortina. Vio en el fondo a su esposo, sus dos hijos y desconocidos que se apiñaban alrededor de una mesa. Todos en silencio. Se acercó y fisgoneo entre los hombros. Al centro había un sujeto fumando moviendo las fichas que cliqueaban al golpearse entre ellas. Después las ordenaba en filas y fue repartiéndolas entre los jugadores. Con sigilo apretó los brazos de sus hijos que al verla bajaron sus cabezas y salieron. Sentían que la mano de su madre los apretaba. Ese no era el dolor, el dolor, vendría despues. les dijo con los ojos que se fueran a la casa.
El padre no se había percatado que la esposa estaba allí. Un viejo jugador, le hizo señas con los ojos, él volteó. Siguió con su cara de madera tallando con las manos las fichas y en un medio español, dijo que era para él la última partida.
Regresaron en silencio. El viejo Abraham se fue a la capital a surtirse de mercancía. Ella reunió a sus hijos, dejó la casa y se fue a buscar trabajo a otra ciudad.

