Sendero
Miraba el mar. Cada ola era un verso. El imberbe pensaba: «seré mejor que Amado Nervo». Al tiempo, la espuma se hizo rala y musitaba entre dientes «trataré de escribir tan bien como él». En el otoño de su vida se percató que su mejor endecasílabo estaba a considerable distancia de los versos del poeta. Cerca de su ocaso, percibió enorme lo breve, y despidió a la inmensidad con una patada en el trasero y rengueando decía: ¡Hay de aquel que piense y sienta que el mar le queda pequeño para hacer buches!

